—Cuando se tiene catorce años. Pero si ahora intentas leer uno de esos libros, te sorprenderá ver lo ridículos y absurdos que son. No hablo solo de la mecánica del asesinato, sino de los personajes en sí mismos. Todos son robots, y como tales están deseando cobrar vida humana por las más estúpidas razones. Y lo que es peor, estos no solo disparan cuando no hay nadie mirando. Establecen la más elaborada de las estrategias de Rube Goldberg en las que el más mínimo error puede hacer que todo se venga abajo. Planean los asesinatos de la misma forma que la gente planifica su boda.
—Sí —dijo Chuck—. Estamos hablando como si el francotirador fuera un genio maquiavélico sin nada mejor que hacer con el tiempo que tiene entre las manos.
—¿Qué otras razones tenéis para sospechar de Dot? —preguntó Amy—. Además de la pista de las miguitas de pan, claro.
Hubo un silencio prolongado durante el cual todos intentaron recuperar el momento en el que Dot se había convertido en la sospechosa.
—Creo que fue la última vez que estuvimos aquí —dijo Marvy—, cuando llegó tarde y estuvo comportándose de una forma un tanto extraña. Como si tuviera un secreto…
—Y yo la oí decirte algo acerca de lo divertido que resultaba todo lo del francotirador —dijo Tiffany.
—Excitante —dijo Amy—, no divertido. Excitante. Y en aquel momento su actitud no era diferente de la de los demás.
—¡No! —dijo Carla—. Fue antes de aquella noche. ¿Os acordáis cuando intentamos reunirnos después del incidente de Halloween, Tiffany y la máscara de Bundy? Nadie podía contactar con ella por teléfono, y después dijo que había estado ocupada o algo así.
—Bien, caso cerrado —dijo Pete—. Llamad a la policía. ¡Jesús! Tenéis una mente fría.
—Yo estoy de acuerdo. Me inclino más hacia lo que dice Pete —dijo Amy—. Dot Hieronymus no encaja, pero ¿acaso eso hace de ella una sospechosa? ¿Por qué, por ejemplo, nadie sospecha de Ginger Nicklow? Ginger desapareció la noche en que Frank murió. ¿Acaso esa no es una gran coincidencia?
—¡Yo ya me he adelantado a todos vosotros! Hablé con ella hace dos días —dijo Carla—, en persona, en su casa en North Park, y definitivamente se había mudado. Me contó que se había apuntado al curso por diversión, pero que dejó de divertirse incluso antes de que el francotirador empezara a fastidiar. Me contó que no había escrito nada y que no podía pensar en nada que escribir, y que aquel era un buen momento, como cualquier otro, para dejarlo. También me dijo que os diera recuerdos.
—¿Por qué fuiste a su casa? —preguntó Chuck—. ¿Cómo supiste dónde vivía?
—Por Mapquest —dijo Carla—, pero es que además necesitaba mirarla a los ojos para asegurarme. Tiene marido y tres hijos.
—¿Y qué? Dot también está casada —dijo Pete.
—Ya, pero el marido de Ginger es un pastor presbiteriano —resopló alguien—. Y de todas formas, deberíais haber visto los libros de su casa. Nada de narrativa de ficción. En ninguna pared. Todo era teología, historia, peces de agua salada… Había una estantería llena de guías de jardinería. El único libro de ficción que vi fue
El código Da Vinci
, y lo usaban para calzar el banco del piano. Ella no es el francotirador, chicos.
Amy suspiró.
—Así que a ver si lo tengo claro. Hemos decidido, como grupo, que el francotirador es un hombre o mujer con talento, cambiaformas y que no está loco o loca. —Dio un gran sorbo de vino—. Y que no está casada con un clérigo.
—¿Cambiaformas? —preguntó Syl.
Nadie se molestó en responder a Syl. Permanecieron sentados durante un buen rato escuchando crepitar el fuego mientras miraban al suelo.
Finalmente, Harry B. se aclaró la garganta.
—Motivo, medio, oportunidad —dijo—. No podemos empezar a discutir medio y oportunidad, al menos en cuanto a Frank se refiere, hasta que sepamos más sobre la data de la muerte.
—Bueno, ya sabemos algo sobre la data de la muerte —dijo el doctor Surtees.
¿Qué demonios era la data de la muerte?
—Los vimos llevarse el cadáver a medianoche en pleno rigor mortis —continuó Surtees—, y sabemos que bajo condiciones normales un cuerpo no alcanza ese estado hasta al menos haber pasado seis horas.
—¿Pleno rigor mortis? —preguntó Amy.
—No fueron capaces de tumbarlo en la camilla —susurró Carla.
—Quizá si se lo hubieran pedido amablemente… —A Amy le agradó oír reírse a Edna Wentworth.
—Lo que significa —razonó Ricky—, que Frank no pudo haber muerto después de las seis.
—Así que fue asesinado sobre la hora de la cena —dijo Carla.
—No necesariamente —dijo el doctor Surtees—. Lo más tarde que pudo haber muerto son las seis, pero pudo haber muerto mucho antes esa misma tarde. El rigor mortis no surge repentinamente. Lleva como unas doce…
—Sí —dijo Carla—, pero si hubiera sido antes habría sido de día y probablemente alguien habría visto el cuerpo. Así que tiene que haber sido a la hora de la cena.
—Lo que quiere decir —dijo Chuck—, que todos somos sospechosos. Porque no empezamos a llegar a casa de Carla hasta las siete.
—Y yo ni siquiera estaba allí —dijo esta—. Estaba sola conduciendo por Escondido, pero no puedo probarlo.
—Así que nadie tiene una coartada —dijo Harry B.
Casi todo el mundo habló a la vez, porque casi todos ellos tenían una coartada por, al menos, una parte del tiempo transcurrido entre el mediodía y las seis, la hora en la que Frank había muerto. Todos excepto Edna y Amy, ya que ambas eran personas solitarias. Pero resultó que nadie tenía perfectamente cubierto aquel periodo de seis horas. La mayoría se las había apañado para pasar a solas al menos unos noventa minutos aquí y allá, y solo Marvy afirmaba, de hecho, haber cenado con su familia. El resto aparentemente había contado con los aperitivos de Syl. La coartada de Carla antes de que se marchara hacia Escondido era su propia madre, con quien no había intercambiado una palabra o mirada durante semanas.
—Quiero decir que —dijo Carla—, cuando me marché, ella debió de haber oído el motor del coche. No obstante, lo más probable es que estuviera viendo la telenovela o el
show
de Montel. E incluso aunque me hubiera oído —continuó alegremente—, probablemente afirmaría que no lo hizo. Mamá no le proporcionaría una coartada ni a la Madre Teresa.
Toda esta cuestión de los tiempos estaba dándole a Amy dolor de cabeza. Ella siempre había detestado tener que tratar el tiempo en sus textos, y con frecuencia ignoraba las secuencias temporales contando con que los editores solventarían cualquier error al respecto. Algo que seguramente hacían, a pesar de que en
Mujeres monstruosas
había conseguido graduar a un personaje de instituto a los once años y matar a otro en la guerra de Corea en 1946. Nadie se había percatado hasta el nacimiento de internet y la aparición de los blogs, muchos de ellos en su mayoría meros intentos obsesivos de esclarecer cualquier error inconsecuente cometido sobre papel o en la pantalla. «¿Por qué debería preocuparme por esta novela cuando a su propia autora no le interesa lo más mínimo?», preguntó en una ocasión un bloguero. Amy había respondido con una carta de tres páginas aconsejándole emplear su tiempo libre registrando los clásicos en búsqueda de errores temporales que, aunque abundantes, habían logrado, como por arte de magia, hacer que los lectores no se interesaran por ellos. De hecho, Amy no tenía ni idea de si Tolstoi, Dickens y Proust eran tan dejados como ella (el conde Tolstói probablemente tenía siervos que comprobaban sus datos), pero fue divertido, durante un rato, imaginarse que lo habían sido, y la carta, cuando estuvo terminada, fue lo mejor que Amy había escrito en muchísimo tiempo. Al final decidió no enviarla no fuera que el bloguero se lo tomara como un desafío. La tiró y entonces se dio cuenta de que, en realidad, era un hecho:
Mujeres monstruosas
no le importaba demasiado.
Amy pensó en las coartadas, las buenas y malas. Coartada en sí misma era una palabra extraña. ¿Cuál era realmente el valor de tener una coartada entre amantes, amigos o familiares? Con excepción de la horrible madre de Carla.
Idea para una tarjeta de felicitación: ¿Serás mi coartada
?
—Amy, ¿tú qué opinas? —preguntó Chuck.
—Creo que Dot estará aquí en cinco minutos y tenemos que empezar con la clase.
—No eres nada divertida —le espetó el hombre. Él de vez en cuando la miraba de frente, como estaba haciendo ahora, con lo que parecía ser interés y algo más, ¿quizá aprecio?, ¿cariño? A Chuck le caía bien. Amy no podía imaginarse por qué, pero ella también estaba empezando a cogerle cariño. No sabía nada de él excepto que su madre le había puesto ese nombre tan absurdo por razones religiosas, aunque probablemente aquello no fuera verdad, sino una broma bien llevada. Quizá hubiera tenido algo con Charlton Heston, que en su día fue un mito erótico. En sus papeles más gloriosos siempre aparecía con el torso desnudo embadurnado de aceite. Eso, o quizá era una fanática de los rifles.
—Así que la mayoría de vosotros venís a clase sin haber cenado —dijo Amy—. ¿Por qué? No me extrañaría que la gente se desmayara en clase.
—Yo pienso mejor con el estómago vacío —dijo Syl—, y de todas formas, ahora que ya no nos reunimos en la universidad, siempre hay algo que comer durante el descanso.
—Como esta noche por ejemplo —dijo Carla—, que tenemos tres tipos diferentes de pizza por cortesía de…
—¡Pizza! —gritó Amy—. ¡Eso es! Sabía que había algo que se me había olvidado.
Comprensiblemente desconcertada, Carla dijo que podría calentarlas en aquel momento si Amy tenía hambre.
—¡No! Me refiero a que cuando hemos estado enumerando los atributos del francotirador nos olvidamos de algo. Algo importante. ¡Las quinientas pizzas individuales! En su momento me molestó muchísimo, pero luego, con todo lo que sucedió después, simplemente lo olvidé. Pero la broma de las pizzas es significativa. Fue un cambio totalmente radical, algo distinto de lo que el francotirador había estado haciendo hasta entonces. En ningún momento anunció lo que, él o ella, estaba a punto de hacer.
Carla levantó la mano.
—No fueron quinientas pizzas, fueron setenta y seis.
—¿Y qué importancia tiene eso? —La clase estaba respondiendo de forma extraña. Y lo que es más, Chuck, Harry B., y Tiffany parecían desconcertados, pero Syl, Marvy y el doctor Surtees mantuvieron la cabeza gacha mirando hacia el suelo mientras Carla agitaba su mano. Lo hacía como lo hacen los niños, no como si estuviera alzando el puño hacia el cielo. Amy se preguntó si Carla había tenido novio alguna vez, o incluso algún pensamiento sexual—. El caso es que, el francotirador, que hasta ese punto y luego también después, se había mostrado malévolo, hiriente, ingenioso e impredecible, de repente hace una broma del tipo de las que se gastan en una fraternidad, una broma nada graciosa y para nada aterradora.
»Yo creo —prosiguió, tratando por primera vez aquella tarde el tema de la identidad del francotirador—, que la noche de las pizzas pudo suponer un punto de inflexión para el francotirador. Estaba a punto de tirar la toalla. Las pizzas eran un símbolo, algo así como una bandera blanca (que, por cierto, es un ejemplo perfecto de metáfora mixta). Y después de esa noche, debió de suceder algo, algo que volvió a enfurecer al francotirador. ¿Qué sería? ¿Se os ocurre algo? —Amy volvió a sentarse, sintiéndose como Ellery Queen, su detective favorita.
—Eso es realmente una muy, muy buena idea —dijo Carla.
—Casi —dijo Amy—, porque debería haber pensado en ello mucho antes. Ahora lo que tenemos que hacer es…
Marvy se puso en pie.
—Tengo que deciros algo —dijo, y por la expresión de su rostro, quedaba claro que no iba a resultarle fácil.
—¿Alguien más aparte de mí está confuso? —preguntó Tiffany—. ¿Cuál fue la noche de las pizzas individuales?
—Es una película de los años setenta protagonizada por Sam Jaffle y Diane McBain —dijo Chuck.
—Fui yo —confesó Marvy.
—No lo hiciste solo —añadió el doctor Surtees.
Syl se acercó a Marvy.
—Lo hicimos los tres —admitió él.
Amy era incapaz de procesarlo. Se sentía igual que la tarde en la que Bozo el payaso se había desmayado en clase y Harry había enunciado «Houston, tenemos un problema». Al parecer, aquellos tres hombres eran los responsables, pero su mente era incapaz de averiguar qué era exactamente lo que habían hecho. ¿Qué era lo que estaban confesando? Ciertamente, ellos no habían asesinado a Frank.
—Fueron ellos quienes enviaron las pizzas —dijo Carla—. ¡Eso era lo que estaba intentando decirte! Lo descubrí hace un par de semanas porque conozco a un chico, Austen, que trabaja en Mikey’s. El doctor Surtees utilizó su tarjeta de crédito para pagar las pizzas. Pero luego, con la emoción, se me olvidó decírtelo.
—Pensamos que sería divertido —dijo Syl.
Amy se quedó mirando a los tres fijamente durante un tiempo lo bastante largo para incluso incomodar al doctor Surtees. Se sentía como una idiota. Al instante, todos parecieron venirse abajo. Todos apartaron la mirada. Excepto Chuck, que parecía que en realidad sí pensara que era divertido. Él era probablemente el único que no se avergonzaba de ella. Bueno, mejor para él. Ella se detuvo y miró a través de su propio reflejo en la ventana.
—Sugiero —dijo por encima de su hombro—, que todos cojáis vuestros guiones. —El timbre sonó entonces. Era una melodía distinta:
We gather together
. Casi simultáneamente la madre de Carla dio un golpe en la pared y chilló como Medea.
—Aquí esta Dot —anunció Amy.
Dot vino con una blusa de seda con cuello marinero, una falda plisada de lana azul marino y zapatos náuticos Topsiders. Entró en la habitación nerviosa y contenta, cargada con una pila de guiones nuevos.
—Podéis deshaceros de los viejos —anunció—. Tuve que revisarlos dados los recientes cambios de personal. —También traía un montón de panfletos de cruceros Grizzly Mystery Cruise que repartió a todo el mundo junto con el nuevo guión. Al hacerlo dejó patente el olor de su perfume por toda la habitación. Los panfletos parecían caseros en comparación con los típicos desplegables brillantes. Los cruceros Grizzly Mystery al parecer se desarrollaban en la Columbia Británica. Su logotipo era un oso jocoso con una gorra de cazador. Dot explicó que ella y Harrison habían hecho su primer crucero durante su luna de miel, y el segundo durante su último aniversario—. Ahí fue cuando me surgió la idea —dijo Dot—, de escribir mi propio guión para el próximo crucero. ¡Siempre andan a la caza de nuevos guiones!