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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (34 page)

BOOK: El taller de escritura
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Amy no estaba segura de quién había llamado a la ambulancia, si Carla o el doctor Surtees, o quizá Chuck o Pete. Harry B. había llamado a la policía desde su teléfono móvil, pero aún no habían llegado para cuando Amy insistió en ir junto a Dot en la ambulancia. Por alguna razón, se lo habían permitido. Quizá fuera que se la veía tan angustiada que habían supuesto que era un familiar cercano. Amy no tenía ni idea de cómo se la veía. Los médicos le pusieron a Dot un montón de tubos y bolsas de plástico y, una vez se aseguraron de que Amy no iba a ponerse histérica, hablaron sobre los Chargers y sus probabilidades de ganar la Super Bowl y, por lo general, se comportaron como los técnicos que habían acompañado a Max en su último trayecto. Amy se acordó entonces de cómo había agradecido a aquellos tipos su improvisada gentileza, su calma y atención sobre la única cosa que importaba en aquel momento, intentando lograr una inspiración más, un latido más. «¿Está muerta?» preguntó Amy y el mayor le dijo «No tiene buena pinta, señora». Con Max, había existido la posibilidad, no de salvarlo, pero sí de mantenerlo vivo unas cuantas horas más, y la dejaron agarrarle de la mano. Pero no pudo agarrar la mano de Dot, quien lo merecía más que Amy.

Cuando llegaron al hospital, Amy caminó con dificultad por detrás de la camilla y escuchó cómo le explicaban todo el caso al médico residente mientras se referían a ella como «la hermana». Amy los observó trabajar sobre el cuerpo de Dot bajo un lío de sábanas arrugadas de color pastel y máquinas parpadeantes. Aunque pasaron bastante tiempo reanimándola insistentemente, Amy sabía que simplemente estaban llevando a cabo lo establecido según el protocolo. Dot había muerto en el momento en que se había desvanecido en el salón de Carla.

—No lo sé —contestó Amy cuando le preguntaron acerca de los parientes más cercanos a Dot—. Solo soy su profesora —dijo. Preguntaron por el número de la seguridad social de Dot y su dirección, que fue cuando Amy se dio cuenta que no había traído con ella el bolso de Dot. El médico, un hombre joven con el pelo morado que obviamente había estado ensayando su expresión de «lo he visto todo» para usos futuros, suspiró y empezó a darse media vuelta.

—Estaba casada —dijo Amy—, pero no estoy segura de que se hubiera divorciado aún. Probablemente no. Su marido se llama Harrison. —Ahora, a despertar a ese maldito bastardo.

—Sí, ¿Harrison qué más? —preguntó el médico. Amy estaba en blanco, no podía recordar el apellido de Dot. Era el nombre de un artista. Un artista holandés. ¿Brueghel? Desesperadamente, intentó asociar el nombre pero solo dio con Corrie Ten Boom—. ¿Cuál era el apellido de la paciente? —preguntó el residente.

—Hieronymus. —El doctor Surtees apareció detrás del hombro de Amy como si fuera uno de esos ángeles, o demonios, que aparecen en los dibujos animados—. El nombre completo de la mujer era Dot Hieronymus. —Se giró hacia Amy—. Lo siento mucho. Debería haber venido contigo en la ambulancia, pero ya había fallecido. Pensé que podría ser más útil a la policía. Resulta que han actuado de forma tan torpe y grosera como este joven residente. —El doctor Surtees mostró una tarjeta identificativa al residente, que bajó la mirada, asintió y se marchó.

Pues sí, debía haberla acompañado en la ambulancia. Quizá él podría haberla salvado.

El doctor Surtees tocó a Amy con cierta familiaridad. Era la segunda vez que lo hacía, ya que lo había hecho unas cuantas semanas antes. Estaba acariciándole el hombro como si fueran viejos amigos o algo peor.

—Ya se había ido —le dijo al oído—. Diez minutos antes de que la ambulancia llegara. Fuera lo que fuese lo que tomara, le paró el corazón.

Fuera lo que fuese lo que tomara
. ¿Tendría razón? ¿Dot se habría hecho eso a sí misma?

—Pero podrían haberla reanimado. Ellos siempre…

—No, no siempre pueden. Eso solo pasa en televisión. El corazón se le paró. Como un motor después de quedarse sin aceite. Uno no puede recuperarse de eso.

—¿Y cómo puedes saberlo? ¡Solo llevaba muerta unos minutos!

—Amy —dijo, sonriéndole con cierto pesar—, es más de la una de la madrugada. Llevas aquí más de dos horas. Deja que te lleve a casa.

Casi estuvo a punto de aceptar su ofrecimiento, pero cuando la agarró del brazo para conducirla fuera, recordó que ahora no podía permitirse quedarse a solas con ninguno de ellos. Especialmente con él. Se zafó y le dijo que prefería conducir. Pero esperó otros cuarenta y cinco minutos para asegurarse de que él ya se habría marchado del aparcamiento antes de llamar a un taxi.

Después de la terrible muerte, el traumático trayecto en ambulancia, el hospital y el regreso en taxi, Amy agradeció estar en casa. Cerró con llave la puerta con mosquitera y también la puerta principal, se deshizo del abrigo y llamó a Alphonse. Por un instante, se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. Con lo cansada que estaba podría quedarse dormida antes de que los acontecimientos de aquella noche y sus implicaciones empezaran a arremolinarse en su cabeza. Fue a colgar las llaves en la pared pero se le cayeron al suelo. Cuando se agachó para recogerlas, vio el sobre. Tenía impreso su nombre en letras mayúsculas grandes y en negrita, cuidadosamente posicionadas como si formaran un cuadrado, tal y como un niño hace sus primeros intentos en caligrafía. Volvió a llamar a Alphonse. Lo escuchó en el silencio, pero no había nada más excepto el sonido de su propia respiración. Antes de llamarlo de nuevo, lo escuchó ladrar en el jardín. ¡Sí! Ahora recordaba que lo había dejado fuera aquella noche, y por el tiempo que le costó meterlo dentro, no podría pensar en nada más hasta el día siguiente. Alphonse tenía la nariz fría y estaba más enfadado que de costumbre. Hizo caso omiso a las caricias de bienvenida para trotar hasta su lugar favorito en medio de la alfombra del salón donde empezó a retorcerse sobre su espalda y a hacer sonidos extraños.

Amy se sentó a su lado y empezó a leer.

Cuando se metió la carta en el bolsillo estaba exaltada, hiperalerta, y se aferraba con fuerza a sí misma. Eso era todo: no lo había procesado, no se permitía hacerlo. Simplemente sostenía el texto frente a ella de la forma en que uno hace las cosas cuando tiene que recordar algo por un periodo limitado de tiempo, como el número de una matrícula. El reloj Kit-Kat de la chimenea marcaba el paso del tiempo mientras Alphonse se rascaba la espalda y gruñía y en tan solo un minuto el teléfono, o quizá el timbre, sonarían, y la próxima cosa que sucedería sería: ¡Hola, Amy!

Por primera vez empezó a pensar en serio sobre la identidad del francotirador. Anteriormente había sido incapaz de poder hacerlo de forma metódica. Eso se lo había dejado a la clase porque a ella, en cierta manera, le resultada un poco desleal. Ahora se imaginaba a Carla, Chuck, Pete Purvis sonriendo maliciosamente acechando a Frank en la neblina hasta verlo fundirse con el hibisco. Era una imagen tan chocante y aterradora que no quería detenerse a visualizarla. No, no podía ser Pete. Él era demasiado joven, pero también lo eran Ricky y Tiffany. El francotirador no era un niño. Sabía demasiado sobre la cultura pop, el argot anticuado y la naturaleza humana. Pero entonces, por otro lado, tal y como Carla argumentaría, el francotirador también era un buen escritor, y como tal, podía cultivar distintas voces. Ese era otro punto a tener en cuenta. ¿Cuántas de aquellas personas eran buenos escritores? ¿Podría Syl Reyes tener un talento diabólico como para escribir aquella carta y también la excrecencia suficiente para hacer lo propio con John Blovio y su problemón?

Obviamente, dormir aquella noche era algo impensable. Tampoco podría llamar a nadie hasta pasadas unas cuantas horas. Excepto a la policía. Amy necesitaba mostrarles la carta, y eso significaba que tendría que pegarse la paliza e ir hasta Escondido a las cuatro de la madrugada, algo horrible, porque había dejado llegar demasiado lejos todo aquello. Llamaría a la policía de La Jolla. Ellos la harían caso. Eso, junto a una buena taza de té Oolong la hizo sentirse de nuevo con energía e incluso animada para coger la guía telefónica y buscar el número.

Media hora después, habiendo dejado a un lado la guía telefónica, se había conectado a internet y había conseguido hablar con cinco robots y tres seres humanos en distintas comisarías en La Jolla y el centro de San Diego, pero no estaba, ni por asomo, cerca de contactar con alguien a quien pudiera revelarle el terrible contenido de la carta, ni que decir de su propia conciencia. Por tres veces intentó marcar el 112, pero fue incapaz de terminar la llamada puesto que aquello no era una emergencia, al menos no todavía, y no le apetecía que la tomaran por una chiflada.

Por un momento se le pasó por la cabeza que no existía un departamento de policía en La Jolla, puesto que La Jolla formaba parte de la ciudad de San Diego y, cuando finalmente logró contactar con un tal sargento Colostomía (ese no era en realidad su nombre, pero era lo más cercano a lo que Amy había entendido, pues el hombre parecía estar mascando algo pastoso), quien empezó por fin a mostrar verdadero interés por el francotirador, Amy cometió el error de mencionar a Frank Waasted y Moonlight Beach, y la conversación de repente se vino a menos. El incidente de Frank, según el sargento Colostomía, era condal, lo que quería decir que pertenecía a la jurisdicción del sheriff y, al parecer, el sheriff y la policía, como el ganadero y el granjero, tenían ciertos problemas de comunicación. Sabía que iba a decirle algo así como que alguien se pondría en contacto con ella. No podría soportarlo.

—¡Problemas de comunicación! ¿Verdaderamente quieres oír problemas de comunicación? Pues escucha esto: él dice, y yo cito: «… aun siendo inocente de la muerte de Frank, sé que la causé. Y encontré en la experiencia algo de lo que podría prescindir. Un objetivo no deliberado, feliz, mejor que el velcro… Vale, lo disfruté». —Amy se detuvo para que ambos tuvieran tiempo de asimilar aquella frase tan grotesca—. «Permanecí allí, frente al vacío que Frank había dejado».

—¿Quién escribió eso, señora?

—¿Quién crees? ¿Sobre quién hemos estado hablando, sargento? ¡Del alumno de mi clase que ha asesinado a dos personas!

—Y bien podría tener razón, señora, pero alguien se pondrá en contacto…

—¡No! No lo harán. Ni siquiera lo hicieron cuando murió Frank y eso que yo hablé con ellos en la misma playa. Tenían mi nombre, mi número y mi…

—Señora —dijo el sargento utilizando, obviamente, su voz profesional más veleidosa—, lo que acaba de leerme me suena, y no se lo tome a mal, como algo que uno lee en un libro. ¿Dice usted que sus alumnos son escritores?

Amy se puso una mano sobre la boca y esperó hasta que fuese capaz de hablar como una persona racional.

—Esto no es un ejercicio de escritura creativa, sargento Colostomía.

—Es Colostomía, señora. —Amy estaba quedándose sorda, volviéndose loca o ambas cosas a la vez—. Y estoy seguro de ello. Ahora necesito que haga lo siguiente. En primer lugar, son casi las cinco de la madrugada y necesita irse a la cama. Necesito que me dé su número de teléfono y le prometo que alguien de la comisaría se…

—No importa, muchas gracias —dijo Amy—. No necesito que malgaste más tiempo conmigo. —Colgó el teléfono y gritó—: ¡Imbécil condescendiente! —Alphonse, que había estado roncando despatarrado sobre su espalda, se dio media vuelta y caminó hasta el dormitorio. Mientras el perro seguía su camino, el teléfono, aún en el regazo de Amy, sonó alegremente. ¿Cuánto hacía que las autoridades habían empezado a enmarcar cada orden desde un punto de vista tan inapropiado como el de los anhelos privados?
Necesito que se calme. Necesito que se aparte de la bomba. Necesito que se tumbe sobre su estómago con las manos extendidas y nombre al presidente en funciones
. Amy cogió el auricular y gritó: «¿Y sabes qué? Si tu apellido no es Colostomía, ¡debería serlo!».

Al otro lado de la línea se oyó una profunda inhalación, pero ningún otro sonido más. El silencio se prolongó lo suficiente para que Amy echara un vistazo al indicador de llamadas. No era la policía. Era un número privado. Amy sostuvo con fuerza el auricular y contuvo el aliento, al igual que la persona que llamaba. Eventualmente se escuchó, de forma mecánica, un clic seguido de una pausa estática y después la voz de Dot, aunque más aguda y juvenil debido a la mala calidad de la grabación tan solo hecha unas horas antes. En vida, Dot habría sido incapaz de escribir una frase que no fuese falsa. Ahora sonaba como Casandra a los pies de las escaleras de palacio. «Queremos creer que la vida es justa, que los honrados son recompensados y los culpables castigados». La grabadora sonó un par de veces y comenzó de nuevo. Amy se recostó para oír a Dot otra vez. Después de unas cuantas repeticiones, el francotirador avanzó hasta «¡Asesinato! Un crimen horrendo» y de ahí a Chuck despotricando contra la metedura de pata exhibiendo la fotografía, y después aquella pausa interminable de tres segundos y, entonces, la primera risa, la suya, «ja, ja, ja».

Amy colgó el teléfono suavemente para que el «número privado» no supiera que se había marchado, y esperó a que él mismo se diera cuenta. Aquella era su única arma: negarle la satisfacción de la respuesta.

Según sus cálculos, esa era la tercera llamada del francotirador. La primera fue cuando llegó a casa después de la primera clase y había aquel mensaje tan extraño de susurros enojados en su contestador: «Enséñame algo». En ese momento Amy se preguntó (¡se preguntó!) si la persona que llamaba era uno de esos extraños que habían aparecido por clase aquella noche. Tiempo después, naturalmente, asoció la llamada con el francotirador, especialmente tras haber recibido la segunda llamada en la que la provocaba con su propia voz grabada: «¿Tienes idea de lo que va a pasar próximamente?». Y ahora esto. Algo le molestaba, como si algo le hiciera cosquillas en la parte de atrás de su mente, y era algo acerca de las llamadas. Permaneció sentada y esperó a que sus pensamientos tomaran forma y esperó, también, a que el miedo se apoderara de ella. Primero la carta y ahora la llamada, ¿qué sería lo siguiente? Bueno, obviamente una visita a domicilio. Fuera, a través de las ventanas de su salón podía escuchar como sus vecinos arrancaban los coches para iniciar el trayecto hacia el trabajo, y también podía ver, no solo las luces, sino también el color de los coches. Pronto saldría el sol, y Amy ya no tendría miedo a la luz del día.

Eso era una tontería. Los monstruos cometían asesinatos a plena luz del día con la misma facilidad que bajo la luz de la luna, y el agonizar de sus víctimas no podía, de ninguna manera, ser mitigado por el destello de colores vibrantes y el alegre gorjeo de los pajaritos. Si acaso, seguramente el contraste lo haría aún peor. Aun así, existía ese intervalo de tiempo, esa apreciación lenta del peligro, la sintonía con la luz. Uno no está tan predispuesto a pensar en lo peor… Con suerte, todo se acabaría antes de que pudiera empezar a preguntarse por qué ese joven tan agradable tenía un hacha en la mano.

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