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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (41 page)

BOOK: El taller de escritura
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Amy alzó la vista. Edna se había remangado las mangas de su chaqueta Pendleton y miraba el reloj con el ceño fruncido. Naturalmente, debían tomarle el pulso a Carla, así que Amy empezó a tantearle la muñeca.

—No lo encuentro —dijo—. De hecho, casi nunca puedo encontrarme el pulso a mí misma. Quizá tú podrías…

—GHB —dijo Edna.

—¿Perdón?

—También conocido como droga inhibidora de resistencia al ataque o asalto sexual —dijo Edna mirando todavía el reloj.

—¿Cómo podemos estar seguros de que ha tomado eso? ¿Y por qué lo haría?

Edna alzó rápidamente la vista hacia Amy, y después, volvió a mirar el reloj.

—Más de tres minutos —dijo.

Amy se dio por vencida.

—Pero ¿qué estamos contando?

—El tiempo que tardas —dijo Edna—, en darte cuenta de dónde estás.

—¿Dónde estoy? —preguntó Amy.

—Sí, a solas conmigo.

El cuerpo inconsciente de Carla yacía entre Amy y el francotirador como carroña fresca, una barrera bastante fácil de traspasar, aunque el francotirador, según Amy intuía, era un escrupuloso depredador por el momento nada inclinado a ponerle las manos encima. Amy analizó los rasgos del francotirador con el fin de salvarse, o más inmediatamente, intentar pensar con lucidez. Edna, que durante toda la velada y las nueve semanas que hacía que la conocía, había sido una persona constante, sensata y seria dentro de un elenco de sospechosos en incesante cambio en el que ella jamás había sido considerada, ahora destacaba de forma sorprendente. Sus viejos ojos marrones, una vez sabios y escépticos, ahora brillaban llenos de maldad. Naturalmente siempre lo habían hecho, pero nadie lo había visto porque Edna Wentworth era un constructo, una vieja profesora severa, el más trillado de los personajes planos y, por lo tanto, el más opaco. Ahora, a diferencia de hacía treinta segundos, su rostro anguloso de yanqui al natural, se veía en cierta forma desproporcionado: sus cejas grises demasiado bajas, la mandíbula demasiado prominente, los dientes un poquitín grandes y cuadrados… Rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó un cigarrillo con filtro que se colocó entre aquellos dientes amarillentos con el fin de encenderlo.

—No te importa, ¿verdad? —preguntó, tirando la cerilla apagada al fuego—. Un hábito asqueroso —dijo sonriendo.

—Después de todo, no eres demasiado vieja —trató de decir Amy, pero la garganta se le encogió, teniendo que aclarársela más de una vez—. Así que después de todo, no eres tan vieja —dijo al fin—, para correr en la oscuridad cargando con plantas y máscaras.

—O empujar a gente por acantilados —terminó diciendo Edna—. Por supuesto que no. No hago carreras de velocidad, pero me mantengo en forma. Por ejemplo, corto mi propia leña. —Esperó deliberadamente a que Amy asimilara la imagen. En verdad, no había nada mejor que un hacha—. Podría cogerte en brazos —dijo.

El móvil de Carla volvió a sonar y Edna, sin apartar la vista de Amy, lo rescató de la mesa de centro. Lo apagó, y volvió a meterlo entre los cojines del sofá donde, obviamente, ella misma lo había dejado antes. El eco de
Memories
se había quedado flotando en el aire entre las dos como una nube grávida.

Amy intentó pensar. Todavía no estaba asustada, pero podía sentir cómo la parálisis se apoderaba de su cuerpo y de su mente. Luchó con fuerza contra ello, evocando la noche en que ella, Max y compañía habían ido a un restaurante libanés en Waterville y al volver al aparcamiento, animadísimos gracias al vino de Chianti barato, se habían topado con un gato negro esquelético dando vueltas alrededor de la rueda delantera izquierda del Volkswagen, intentando dar caza a un ratón. Ella había cogido al gato y se lo había llevado a unos cien metros de distancia para alejarlo, dejándolo en una plaza libre, para encontrarse con que, al volver, el ratón todavía estaba ahí esperando. Todos rieron a carcajadas mientras ella gritaba y daba palmas con el fin de ahuyentarlo, incluso pisando fuerte muy cerca de él, llegando casi a aplastarlo. Pero era un ratón que se hacía el muerto, que respiraba pero permanecía inmóvil. Cuando se marcharon, el ratón aún estaba allí, y el gato volvía, sin prisa alguna. «Es un buen día para morir», dijo el universitario que acompañaba a Max, enfureciéndola. Ahora recordaba el nombre del restaurante, se llamaba Saba’s Kebabs, y también el brillo de la lluvia reciente sobre la grava y las llantas, aquel olor a minerales en el aire y la propia conciencia de haberse sentido tan fuera de lugar con la sensibilidad y el sexo inapropiado. Este recuerdo, que debería de haber sido desalentador, por el contrario iluminó el momento actual al que Amy se acercaba con presteza. El tiempo, aunque inexorable, era maravillosamente divisible, infinitamente valioso: Edna no había atacado aún, Carla todavía respiraba y Alphonse soñaba junto al fuego. Todos estaban a salvo por ahora, y el ahora era lo único que importaba. Amy imaginó que eso ya lo había vivido antes (ella y Max habían hecho un mantra de aquello), pero se equivocaba. Verdaderamente había tiempo para gatos callejeros, ratones de piedra y recuerdos, e incluso también para salvar el pellejo. Había todo el tiempo del mundo. Amy agarró de la mesa de centro una de las copias del manuscrito del francotirador (el manuscrito de Edna).

—¿Tienes un bolígrafo? —le preguntó a Edna.

—¿Qué?

—Un bolígrafo, un lápiz, lo que sea. —Amy estiró la mano sin alzar la vista. Después de un momento (tres segundos exactamente), apareció en ella un portaminas con el que rápidamente escribió:

Último minuto, niño, hija, alejándose, ¿edad? Jardín de hospicio, lirio con aristas amarillas, ese gran suspiro, reloj de arena. Todo el tiempo del mundo.

Entonces, volvió a colocar el manuscrito en la mesa y devolvió el portaminas a Edna sin molestarse en mirarla.

Edna cogió el manuscrito inmediatamente.

—Sabes que voy a quemar esto, ¿verdad? —dijo, y después, aparentemente, lo leyó—. ¿Qué es?

—No es asunto tuyo, Edna. —Edna dio un gritó ahogado, tal y como lo había hecho en su última conversación telefónica. Era difícil ser grosero con alguien que estaba allí frente a ti, incluso aunque esa persona tuviera intención de matarte—. Lo siento —dijo Amy—, pero estoy intentando concentrarme. —Estaba intentando planificar mentalmente el esquema de un nuevo relato, pero no se lo habría dicho a Edna ni aunque hubiera sido una de sus mejores amigas. Si desvelabas una historia, aunque solo fuera el esquema, acababas con ella. Era el único truco mágico que conocía (además de la muerte) en el que pedazos irremplazables de recuerdos y experiencias vividas se desvanecían en el aire. Amy pensó que no había nada de brillante en la magia, sino más bien oscuridad, pero con toda seguridad había que respetarla. Así que tuvo otra idea, aunque Edna no parecía estar por la labor de devolverle el portaminas.

—No va a venir, ¿sabes? —dijo Edna.

—¿Quién?

—Harry —contestó Edna—. Harry no va a venir.

Amy se había olvidado por completo de él.

—Porque —dijo Edna—, cuando Carla estaba en el cuarto de baño, animé a Harry para que se fuera a casa en vez de venir aquí, algo que hizo con mucho gusto. Cuando Carla volvió, le dije que él se había marchado a Kinko’s y…

¡
Oh, Edna! ¡Menuda escritora de pacotilla
!

Amy resopló:

—Y la coartada de lady Bastable se vino abajo como un suflé movido a pulso cuando quedó al descubierto que el ángulo del sol a las diez cuarenta y cinco sumía al cenador en la completa sombra.

—Zorra —dijo Edna.

—Edna, esto no es interesante. —Era una gozada decirle eso a un alumno. A Amy le sorprendía su propia tranquilidad, que probablemente era producto de la catatonia que la amenazaba, pero que sin embargo le hacía sentirse tan bien…—. Obviamente, estás aquí sin Harry, así que debes de haberlo conseguido de alguna manera. La cuestión es, ¿qué quieres? —Estuvo a punto de preguntarle qué era lo que iba a suceder ahora, pero la formulación de la pregunta era incorrecta, pues implicaba que Edna estaba al mando de la situación, y nadie estaba al mando de eso.

—Quiero… —dijo Edna, y después esperó a dar con lo que quería porque, claramente, no lo sabía.

—Es distinto —supuso Amy—, cuando estás aquí, en una habitación con nosotras, y no haciendo de las tuyas. Lo de Frank fue en realidad un accidente, ¿verdad? Tú nunca has hecho daño a nadie intencionadamente y a plena vista. Nunca has salido a escena. Envenenaste a Dot cuando nadie te veía. Tú… —
Cobarde
, casi estuvo a punto de decir, pero hubiera sido un error—. Ahora que te estoy observando, te comprendo. Te conozco mejor de lo que, probablemente, nadie te haya conocido nunca.

—Que es nada en absoluto —dijo Edna—. No sabes nada sobre mí.

—He leído tu relato —dijo Amy, tratando de recordar los detalles—,
La buena mujer
.

—Dijiste que no funcionaba.

—Dije que necesitaba una revisión. Trataba de una mujer mayor obsesionada con la conducta inmoral de su vecina.

—¿Y qué conclusión sacas de eso? ¿Que soy una mujer mayor obsesionada con la conducta inmoral de mi vecina? ¡Menuda mente privilegiada la tuya!

—Que eres observadora —dijo Amy—, que siempre has sido una espectadora, lo que es un gran punto a favor para un escritor. Y que llegado un punto empezaste a anotarte tantos, cosa que no lo es. —A Amy le pareció ver que Edna se estremecía—. Eres una tanteadora —dijo, y una vez más ahí estaba, un pequeño tic en el ojo izquierdo—. Es una pena —dijo Amy—. Desvías la vista del papel, que es donde debiera centrarse, y la enfocas en esos hijos de puta que no valoran lo que has escrito.

Edna de nuevo volvió a echar mano del bolsillo de su chaqueta, y esta vez sacó algo largo de madera oscura, quizá ébano, que parecía inocuo hasta que lo abrió: un cuchillo con la hoja larga, fina, y ligeramente curvada hacia atrás como un alfanje.

Así que un cuchillo. Amy pensó que podía ser peor, e intentó imaginarse cómo. Sin embargo, el miedo aún no la había acechado. Lo tenía frente a ella, al igual que el cuchillo, pero aún se mantenía a cierta distancia.

Edna, que había echado un vistazo al reloj para alardear, ahora observaba el cuchillo con intención. A Amy le pareció que estaba a solas con él. Estaba preparándose para él.

—No tengo trazado ningún plan —dijo, más bien para sí misma que para Amy—. Soy flexible. Con suerte, parecerá que lo ha hecho ella —continuó asintiendo hacia Carla. No podía pronunciar su nombre y ni siquiera mirarla directamente.

—Y tú te habrás marchado mucho tiempo antes.

—Oh, sí.

—Pero ¿y qué pasa con Harry? Él sabe que tú venías hacia aquí con Carla.

Eso fue un error. Edna se puso derecha y sonrió a Amy.

—Oh, así que ahora estás interesada en Harry B. —dijo.

Amy, una terrible jugadora de ajedrez (apenas podía visualizar el tablero tal y como era, y mucho menos los movimientos sobre él) intentó imaginar los movimientos de Edna. Si a Carla le tendían una trampa para incriminarla de asesinato, entonces Carla no corría peligro físico, lo que aún dejaba a Amy y Alphonse en la cuerda floja. Edna equidistaba de los dos, pero le sería más fácil atacar primero a Alphonse puesto que Carla no estaba en su camino. Iría tras él para atraer a Amy. La profesora decidió aferrarse a esa posibilidad. Edna era probablemente más fuerte que Amy, pero no más rápida. Esta, con un ojo puesto en Edna, y alerta para tensar cualquier músculo necesario para proceder al movimiento, empezó a echar un vistazo con el objetivo de dar con posibles armas. Sus mejores bazas eran los utensilios de la chimenea que se encontraban a poca distancia de las nerviosas patas perseguidoras de conejo de Alphonse. Había un atizador, una pala y varias pinzas que jamás había conseguido saber cómo usar, aunque el conjunto en sí era de bastante mala calidad, y le vino la imagen mental del atizador cayendo sobre la cabeza de Edna como si fuera apio mustio.

—Esto es totalmente innecesario —dijo Amy.

Edna volvió a sonreír. Las sonrisas de Edna estaban volviéndose predecibles, como si fuera una especie de máquina desdeñosa que parecía estar echando humo. Quizá simplemente estaba reuniendo fuerzas para su última hazaña. Pero Amy sospechaba que no, y que se estaba dejando apresar y apabullar por la inercia.

—Ahora vas a tratar de razonar conmigo —dijo Edna.

—No. Simplemente estoy señalando la verdad. Has llegado a la final. Has engañado a todo el mundo, especialmente a mí. Debes de saber que, en todo momento, has sido brillante. Has ganado. Ahora, vete a casa.

—A lo mejor tengo una enfermedad fatal. O a lo mejor me quedan seis semanas de vida y quiero salir por la puerta grande.

—No seas ridícula.

—¿Por qué no me publican? —La voz se le rasgó y el rostro le palideció. Por primera vez, Amy vio que Edna estaba mal, aunque dudaba mucho que tuviera una enfermedad terminal. Aquella noche ella se había superado a sí misma: no estaba hecha para la vida pirata. Ella, que sin ningún esfuerzo había estado amenazando, ahora tenía que esforzarse para resultar aterradora aunque lo más que conseguía era parecer avergonzada. Y bien que podía estarlo. Ahora salía justo con eso, con la misma pregunta estúpida que todos preguntaban, como un colegial agitando un cuaderno repleto de párrafos subrayados en color violeta—. Han dado contratos para dos libros a esas putas con formación en másteres de escritura creativa, con frases de máster en escritura creativa y con red de contactos de los másteres de escritura creativa. Y, ¿qué me dan a mí? Un «lo siento, gracias, vuelva a intentarlo». Soy mejor que ellas. Lo sabes. Tengo cosas que contar. Tengo cerebro.

—Sí, pero no sabes cómo contar una historia.

Edna la miró fijamente, con odio.

—Puedes recrear escenas, retratar personajes, y sabes escribir una buena frase seguramente mejor que nadie que haya cursado un máster en escritura creativa. También tienes buenas ideas, pero no sabes lo que es una historia.
La buena mujer
tiene un inicio genial, pero después acaba simplemente porque tiene que hacerlo. No es una historia en absoluto, es una polémica. Si quieres enviar un mensaje —Amy adoptó un tono despectivo—, utiliza la Western Union.

—No puedes afirmar eso basándote en un único texto.

—Puedo afirmarlo basándome en el momento actual. ¿Cuál es tu última frase, Edna? Vamos. Tienes que tener una última frase.

Aquello fue suficiente. ¿Por qué estaba presionándola Amy? Edna se puso en pie (para nada parecía una artrítica) y empezó a bordear la mesa hacia ella sin prisa aunque dubitativa, merodeando como un gato negro esquelético. Amy podía permanecer sentada donde estaba (y ser un objetivo fácil) o levantarse y reducir la distancia entre las dos mucho más rápidamente. Se puso en pie, empujando el sofá hacia atrás con las pantorrillas al hacerlo, para obtener más espacio y, asombrándose de su propia habilidad para, todavía, ver el futuro como algo perfectamente posible. Su repentino movimiento hizo que Carla se desplomara contra el suelo, donde esta rió y canturreó suavemente empezando a arrastrarse. Era como si estuviera nadando sobre la alfombra. Amy no se atrevió a apartar la mirada de Edna, a quien no parecían importarle las payasadas de Carla, pero al mismo tiempo Alphonse, habiéndose despertado quizá por las pisadas de Edna, se puso en pie. Amy no podía verlo detrás de Edna, pero oía el sacudir de sus grandes orejas y carrillos. Entonces, el perro se fue yendo hacia la ventana, se subió a la otomana e inspeccionó en la oscuridad. Era algo que casi nunca hacía, y Amy deseó que no lo hubiera hecho porque Edna lo estaba observando, también, como si estuviera reconsiderándolo como objetivo.

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