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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (40 page)

BOOK: El taller de escritura
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En los siete años que llevaban juntos se había escapado dos veces, y las dos había terminado en el jardín de los Halloran, donde había saltado desde una pared de piedra que luego había sido incapaz de escalar de vuelta para salir, permaneciendo allí, ladrando con la cabeza hacia arriba hasta que alguien lo dejara salir. Los Halloran eran mayores y estaban sordos, algo bueno dada las horas que eran y el hecho de que Amy tenía que entrar en su propiedad para poder rescatarlo. Allí estaba, iluminado por la luz de la luna, esperando estoicamente, ni sorprendido ni especialmente agradecido por verla. Pero al menos estaba callado. Lo agarró de los cuartos traseros y lo impulsó por la pared. Juntos anduvieron hasta casa. Por el camino, Amy no sintió nada excepto el frío viento de la noche, y quiso aprovechar el momento para cantar la canción del perro basset hound.

Mientras echaba el cerrojo a la puerta principal, Amy pensó que aquella noche iba a estar bien. Al día siguiente por la mañana inspeccionaría el jardín antes de dejarlo salir. Cómo iba a arreglar todo aquello, literalmente, teniendo que recoger todas y cada una de las hojas del jardín, tendría que esperar hasta entonces junto con la idea de dar un sentido a todo lo que había pasado esa noche. Decidida a no pensar en ello para no retomar la ansiedad que se había apoderado de ella hacía media hora, se sirvió una copa de vino. Copa que se bebió del tirón mientras recolocaba las sillas del comedor. Así que sirvió otra.

—Vete a la cama, bobo —le dijo a Alphonse, que seguía haciéndola tropezar metiéndose entre sus piernas mientras olisqueaba alrededor de la arruinada alfombra. La mitad del grupo debía de tener mascotas en casa, porque ahora él estaba curioseando metódicamente alrededor de la habitación, siguiendo el rastro. Debería de tener gente en casa con más frecuencia. Más frecuentemente que una vez cada veinte años.

Los había espantado con tanta prisa que se habían dejado cosas: tres copias de los textos del francotirador se habían quedado en la mesa de centro. Ninguna de ellas tenía nombre ni apenas tenían notas. Amy se sentó en el sofá y las reunió en un montón con el fin de tirarlas, pero antes las hojeó una última vez para justo darse cuenta de que, en mitad del montón, había una hoja que no encajaba. Era una hoja un poco más larga y ancha, y también más blanca que las demás. Tiró del borde con las uñas y sacó aquel desagradable dibujo de Edna desnuda. El original a lápiz y tinta había sido fotocopiado e insertado en una de las copias del relato de la mujer entregadas por los alumnos en la cuarta clase. ¿La habría visto sacarla el francotirador cuando Edna no estaba mirando y estrujarla haciendo una bola de papel para tirarla? Era la única parte del trabajo del francotirador que había dejado fuera del debate de aquella noche, y por supuesto, se la había dejado ahí como un reproche.

Rápidamente le dio media vuelta, pero no había forma de borrar el hecho de que el francotirador había estado en su casa. Ahora, obviamente, ya la conocía y esa era una idea que no se había cuestionado hasta ahora. Entonces, debajo del cojín sobre el que estaba sentada, empezaron a sonar los primeros acordes de
Memories
, de
Cats
, al parecer en una caja de música de esteroides. Levantó el cojín y se encontró con un teléfono móvil de color naranja que, al abrirlo, lucía una imagen de Betty Boop. La llamada entrante era de un «número público». Al menos no era un «número privado». Cogió la llamada y escuchó:

—¿Quién es? —preguntó Carla.

Amy se quedó mirando al teléfono que sostenía fijamente, y después volvió a ponérselo al oído. Oyó a Carla decir:

—No responden.

—Carla, ¿qué sucede?

—¿Amy? ¡Oh, Dios mío! ¡Está en casa de Amy! ¡Oh, lo siento!

—¿Qué está en mi casa?

—¡Mi móvil!

Amy colgó, y sin permitirse pensarlo ni un momento, vació la copa. Amy nunca había llevado bien la sobrecarga sensorial y no tenía intención de aprender a hacerlo a estas alturas de su vida. La imagen distorsionada de Edna, el eco de esa estúpida canción, las incongruencias de Carla… todo a la vez, y de repente, le evocó emociones contradictorias. Temor, confusión, distracción… Tenía la mente fatigada como si la tuviera repleta de globos de helio. ¿Qué era lo que estaba en su casa?
Si me tomo una copa más de vino
, se dijo a sí misma,
no importará lo más mínimo
.

El móvil volvió a sonar otra vez, pero solo porque no podía averiguar cómo silenciarlo.

—Se había cortado —dijo Carla—. Escucha, lo que ha pasado es que pensé que había perdido mi teléfono. Creí que lo había metido en el bolso equivocado o algo así, por eso estaba llamando para ver si alguien lo tenía. No me había parado a pensar que pudieras ser tú, pero puesto que lo tienes, ¿te importaría que pasara a recogerlo? —¿Pasarse desde La Jolla en mitad de la noche? Para entonces ya debería de estar en casa o estar a punto de llegar—. No estoy lejos, solo me llevará un par de minutos.

—¿Dónde estás?

—En Applebees. Harry, Edna y yo nos hemos quedado por aquí porque estábamos preocupados por ti.

—¿Y la gente que se preocupa por mí va a Applebees? —Amy se sentó tranquilamente e intentó pensar—. ¿De quién fue la idea? —preguntó.

—¿Te refieres a Applebees o a llamarte? Bueno, de hecho, ambas cosas fueron idea mía. Pero en realidad no estaba llamándote a ti sino al teléfono. —Al fondo, Harry B. dijo: «Interesante distinción».

Quizá
, pensó Amy,
sabías dónde estaba el teléfono porque lo dejaste aquí a propósito
. Aquel pensamiento era tentador y asqueroso a la vez, pero de repente quiso más que nada dejar que Carla entrara y verla como lo que era. No como una fastidiosa, aunque adorable, mezcla de conductas, sino como la criatura misteriosa y desconocida que debía de ser ya que no era un dibujo animado, y Amy debería de haberlo sabido. Pero no debía estar a solas con ella.

—¡Sé lo que estás pensando! —dijo Carla—. Pero ya me he anticipado a eso. Iremos juntos, en grupo, ¿vale, chicos? Así no estarás sola con… ya sabes, con cualquiera. Bueno, conmigo. —Se rió, ya fuera apropiada o inapropiadamente.

—Ponme a Edna al teléfono.

Por segunda vez aquella noche, Edna preguntó:

—¿Qué quieres que hagamos? —¡Qué pregunta tan reconfortante!

—Quiero que regreséis aquí, naturalmente.

—Pero si ni siquiera nos hemos marchado —gritó Carla—. Simplemente nos hemos quedado en la entrada.

Amy les aseguró que aquello no había sido necesario. Acababa de abrir una botella de cabernet, y eran bienvenidos si querían acompañarla.

—Ahora mismo —dijo Edna, y Carla añadió que aquello era genial.

Era casi medianoche cuando se sentaron frente al fuego que estaba a punto de apagarse. Carla y Edna se acomodaron en el sofá y Amy se recostó en el suelo con Alphonse. Harry B., según dijo Carla, había tenido que ir corriendo a Kinko’s y volvería en un minuto. Amy no estaba sobria aunque tampoco estaba ebria. No obstante, medía los tragos para mantener el nivel justo de falso valor inspirado por el consumo de alcohol: el suficiente como para mantener el temor a raya y actuar de forma sensata. Carla le señaló a Edna las estanterías que Amy había dispuesto en la pared cerca del techo.

—No soporta ni siquiera tirar los libros viejos de bolsillo —le contó a Edna—, lo que supuso mi primera pista para saber que lo de quemar libros era un truco. —Se mostraba orgullosa de enseñarle a Edna que ella ya había estado allí anteriormente y estaba familiarizada con el lugar. Estaba colorada y estaba sudando aunque, incluso con el fuego encendido, no hacía demasiado calor en la casa.

Edna le preguntó a Amy cuánto tiempo hacía que tenía a Alphonse, y antes de que pudiera contestarla, Carla dijo:

—Once años. —Amy y Edna cruzaron las miradas. La profesora debería de habérselo dicho a Carla en algún momento, pero ¿por qué memorizaba hechos tan intrascendentes? De nuevo, había hecho algo que solía hacer con frecuencia.

Amy intentó desviar el tema de conversación a algo que no fuera ella misma, su casa, su perro, para poder reconducirla a los acontecimientos de aquella noche, pero Carla no estaba por la labor. ¿Por qué se había mudado Amy a California? ¿Quién fue su segundo marido? ¿En qué estaba trabajando ahora?

—En nada —contestó finalmente Amy, desesperada—. Llevo años sin escribir nada. —Carla, como abanderada de un público descorazonado, demandó saber el motivo—. Porque no tengo nada que contar. Cuando uno no tiene nada que contar, es mejor permanecer callado.

—Exactamente —dijo Edna.

—Murió, ¿verdad? —preguntó Carla—. Tu primer marido. Aquello tuvo que ser horrible. Y entonces… nunca volviste a escribir de nuevo.

—Carla, ¿qué te pasa?

La chica se rió y bajó los ojos.

—¡Oh, Dios! —dijo mientras empezaba a juguetear con un hilo suelto de sus pantalones rojos del que tiró hasta dejar al descubierto su muslo con un agujero del tamaño de un céntimo—. ¿Tenéis una lima de uñas? —preguntó.

Las dos mujeres adultas ahora miraban detenidamente a Carla, pero ninguna de ellas estaba haciendo esfuerzo alguno por disimular su observación. Amy intentó recordar todo lo que sabía de Carla: su infancia, sus varias carreras fallidas, su poesía brillante e histriónica… y se imaginó que tras todo ese teatro y jovialidad acechaba la personalidad implacable del francotirador. No tenía sentido, no a menos que, como Norman Bates, ella se transformara de cuando en cuando en el francotirador. Aquella era una idea absurda, pero no más que el comportamiento que tenía en ese momento, una actitud que iba más allá de lo irrefrenable y rayaba la auténtica obsesión. Amy deseaba no haber pensado en Norman Bates, porque ahora estaba acordándose de su encuentro con mamá Massengill el sexto día de clase. Amy estaba bastante segura de que había hablado con ella, pero ¿aquella vieja sargento la había contestado? Aun así, ella se había movido. No estaba disecada. Por otro lado, Amy solo había escuchado la voz de la mujer por teléfono o gritando a través de la ventana o la habitación contigua. ¿Y qué significaba eso exactamente? Amy necesitaba despejarse rápidamente.

—Lo siento, chicas —dijo Carla dando un profundo suspiro como si fuera una niña que está a punto de echarse a llorar—. Vino, por favor.

Si acaso, el vino podría hacerla más dócil. A sugerencia de Edna, Amy preparó té para ellas dos y le pasaron el resto del vino a Carla, que procedió, copa en mano, a hacer un brindis y beber durante lo que pareció, un minuto entero, a pesar de que el nivel de la botella no bajó mucho. Después de dejar el recipiente en la mesa de centro de forma exageradamente cuidadosa, cerró los ojos y se recostó en el sofá.

—He metido la pata —susurró.

Amy contuvo el aliento, esperando a ver qué decía a continuación.

—Todo el mundo mete la pata —concedió Amy finalmente, intercambiando una mirada bastante significativa con Edna.

—Pero no como yo —dijo Carla con voz aniñada.

—Cuéntanos, Carla.

—Solo quería… —Se restregó los ojos con los puños embadurnándolos de máscara de pestañas, y bostezó poderosamente—. Para ti es fácil decirlo —dijo.

—¿Qué es fácil para mí?

—Decir que todo el mundo mete la pata. Tú no lo haces. —Abrió un ojo—. Lo sé todo sobre ti —dijo—. Eres mi heroína.

Todo lo que había que saber sobre Amy estaba resumido en tres líneas contenidas en
Escritores y autores norteamericanos
. Sus novelas llevaban descatalogadas más de una década, y la última vez que se había buscado en Google a ella misma, había obtenido ciento veintitrés resultados, de los cuales, ciento trece eran vendedores de libros usados y nueve genealogistas aficionados, más las entradas de su blog.

—Carla —dijo Amy—, yo no he hecho nada heroico en toda mi vida.

—Sé que no le das ninguna importancia al hecho de ser escritora y que consiguieras publicar, pero sí la tiene. Eso es lo que me gusta tanto de ti. El que pases de ello.

—No recuerdo una sola ocasión —dijo Edna—, en que tal descripción no fuera sino un elogio. Quizá deberías tomar un poco de té.

—No eres imprescindible. Eres el ser humano menos imprescindible del universo —dijo con una voz que no era la suya.

—Carla, ¿qué has hecho? —dijo Amy.

—Ni idea, jefa. —La muchacha tenía los ojos abiertos como platos y la mirada atenta en Amy—. Tú eres mi única amiga en todo el mundo y ni siquiera me aguantas. Además, tengo que pagarte. ¡Qué triste! —Apartó la mirada del rostro de la profesora y la deslizó hasta sus rodillas y después oblicuamente hacia los lados y el suelo. Entonces se desplomó hacia delante como si fuera una marioneta sin cuerdas. Si no fuera porque Amy la había agarrado, habría acabado en el suelo.

Levantar a Carla implicaba rodearla con los brazos y echarle la cabeza hacia atrás. Su cuerpo parecía el de un muñeco de trapo. Era algo cómico, tenía que ayudarla a recuperar el equilibro delicadamente, poco a poco, aunque la cabeza parecía la parte más difícil pues se le iba hacia la derecha y luego a la izquierda mientras Amy forcejeaba con ella perdiendo a su vez ella misma el equilibrio. Carla estaba caliente y olía a levadura, menta y sudor. Amy no recordaba cuándo fue la última vez que había tocado a un ser humano de forma tan íntima, o de cualquier otra forma. Se preparó para sentir asco, pero se sorprendió a sí misma al sentir ternura. Podría haber tenido un hijo, que podría ser la misma Carla, que bostezó ante ella en aquel preciso momento. Desde ese punto de vista, el panorama de todo a lo que había renunciado en la vida resultaba doloroso. ¡Qué triste! Por fin consiguió hacer que Carla recostara la cabeza mirando hacia el techo. Se le veían los ojos en blanco a través de las pestañas. Estaba inconsciente. Su respiración parecía muy superficial aunque estable. Amy le apartó unos mechones de pelo rojizo de la frente. No quería dejar de tocarla.

—¿Qué demonios le pasa? —dijo finalmente.

—Daños físicos graves —dijo Edna.

Amy se sentó al lado de Carla.

—¿Crees que ha podido ser, de alguna forma, importunada?

—De alguna forma, seguro —contestó Edna.

Amy asintió, pero después se sintió decepcionada para con Edna por haber contestado una respuesta tan trivial, y con ella misma por estar tan ansiosa por excusar a Carla.

—Bueno —dijo ella—, todos somos importunados de una u otra forma, y no todos…

—También lo llaman GHB
[11]
—dijo Edna.

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