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Authors: Jincy Willett

Tags: #Intriga

El taller de escritura (42 page)

BOOK: El taller de escritura
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Amy improvisó.

—Voy a darte una verdadera historia. Voy a contártela para enseñarte lo que es. —Edna se volvió para mirarla como si fuera un águila—. Y voy a dártela gratis. Es tuya.

—No quiero nada de ti. —Pero Edna permaneció en su sitio.

—Imagínate una mujer joven. Una escritora, que podría haber sido violinista o escultora. O también secretaria legal. Lo que importa es que se casa con su mejor amigo, su mejor amigo homosexual, para salvarlo del reclutamiento. Ambos comparten casa y vida durante dieciséis años, y son un matrimonio perfecto en todos los sentidos salvo en uno. Y además se quieren. Sea lo que sea lo que eso signifique. Puede significar lo que tú quieres que signifique. Tú decides. Y mientras tanto, otros hombres van y vienen, hay muchas posibilidades, ella puede cambiar su vida, puede aprovechar las oportunidades, pero no ocurre nada salvo que él enferma y después muere. Ella se dedica por completo a él y pone al mal tiempo buena cara. Aprende a vivir sin esperanza. Se le da bien eso. Y justo antes de morir, su marido le asegura el porvenir con otro hombre, un hombre con dinero que parece agradable y quiere casarse con ella. A ella no le importa ese hombre, pero su marido, en el tiempo que ambos han dejado pasar (tiempo que por otra parte, estarás de acuerdo, podrían haber aprovechado) le expone las ventajas que ofrece para ella ese segundo matrimonio. El marido afirma que el hombre la ama y que está en posición para mantenerla. Además, pueden tener sexo. «Tiene un montón de dinero», sigue diciéndole su marido y «podría ser peor». Justo al final el marido le pide que salga de la habitación para buscarle un vaso de leche. Muere solo. Ella no sabe si él lo hace aposta. Después del funeral, ella se casa con el segundo hombre.

—¿Por qué? —preguntó Edna.

—Tú me dirás. Es tu historia. El matrimonio, ¿funciona?

—No —dijo Edna. Estaba lo suficientemente cerca de ella para que Amy pudiera ver pequeñas gotitas de sudor en su frente.

—Un día, cuando se habían mudado a una casa juntos, una casa muy parecida a la que nos encontramos ahora, ella está rebuscando en los cajones del escritorio intentando dar con un sujetapapeles y encuentra un sobre con el nombre de su primer marido escrito en él junto a la palabra «acuerdo». El sobre es grueso. Ella lo abre y, aquí podrías recurrir a Barba Azul y la estúpida expresión del rostro de la esposa cuando busca a tientas las llaves y se pregunta qué es lo que abre esa que tiene una forma tan rara…

Alphonse ladró por lo bajo en la forma en que a veces lo hacía cuando dormía. Mal momento. Edna lo miró y dio un paso al frente con el cuchillo empuñado. No obstante, todavía seguía escuchando.

—Ella lo abre. Es una póliza de seguros de un sitio llamado Sociedad de Depósitos de Garantía. Ella no tiene cabeza para la jerga legal y está a punto de tirarlo cuando descubre una palabra. La palabra es «viático». Viático. Es una palabra en apariencia, importante, una palabra de casas solariegas. Ella cree saber lo que la palabra significa. Cree que es una palabra religiosa, una palabra católica apostólica romana, algo relacionada con la comunión para los moribundos. Se pregunta cómo puede tenerse un seguro para eso. Pero entonces se da cuenta. Él había hecho un montón de dinero comprando las pólizas de seguro de los enfermos en estado terminal. Él había apostado por la muerte de su primer marido. Ella había estado viviendo una… —Amy se detuvo. Nunca se había contado esa historia a sí misma. Había pensado en calmar a Edna como Scheherezade, pero, en lugar de eso, estaba haciendo un ejercicio de introspección y al hacerlo había parpadeado, y en ese parpadeo había perdido la posibilidad de un futuro inmediato. A cambio, Amy lo vio claramente. Y lo que vio fue que la historia no funcionaba porque no tenía nada que ver con acuerdos viáticos o dejarle la vida solucionada como si se tratara de un viejo y fiel criado. No tenía que ver con la vergüenza que causaba el haber compartido cama con una persona que sacaba provecho de la muerte, ni tampoco con una mujer sana de ojos marrones y con cierto talento dando los primeros pasos, subiéndose por las paredes y los respaldos de las sillas como una inválida encerrada, hacia la única vida que podría tener jamás. Tenía que ver con el vaso de leche.

Edna estaba justo frente a ella como un muñeco hinchable de una atracción de feria. No la había estado escuchando en absoluto. Se había estado concentrando y ahora enfocaba hacia la garganta de Amy. Su rostro estaba al desnudo y su pensamiento era perfectamente legible. Estaba a punto de hacer algo totalmente contrario a su propia naturaleza, algo que requería un espantoso nivel de intimidad, y ella podía hacerlo con solo imaginar la garganta como una cosa independiente, un ser complejo y consciente. Ahora era Edna quien marcaba los tiempos, preparándose para cometer un acto repugnante con el fin de resurgir en el otro lado, en un mundo mejor donde Amy y su historia no existían. Amy podía contar los pelillos negros sobre el labio superior de Edna. Olía a tabaco, clavo y apestaba a miedo, o quizá ese era el propio olor de Amy, y su aliento era caliente. Cuando Edna agarró con fuerza a Amy del hombro para sujetarle con firmeza la garganta, su tacto al final le resultó insoportable, y supo que si echaba un vistazo hacia abajo, hacia la mano, lo que vería no sería en absoluto una mano. Sabía exactamente lo que vería, su contorno velludo y flexionado y las delicadas articulaciones. Mirarla sería caer para siempre y cualquier cosa era preferible a eso, incluso luchar. Así que Amy le agarró la otra mano (en la que tenía el cuchillo que se deslizó sobre la palma de su mano), y antes de que el dolor tuviera oportunidad de sacudirla, Amy embadurnó con su propia sangre el rostro de Edna cubriéndole la barbilla y las mejillas, pasándole la mano por el pelo y restregándosela por él, marcándola. La alumna, que para entonces ya debería de haberla matado, se tambaleó hacia atrás con una profunda expresión de espanto, cayendo de bruces sobre la chimenea y golpeándose la cabeza con los ladrillos mientras caía.

—Ha sido una historia escalofriante —dijo Carla. Estaba detrás de Edna, balanceándose con la botella vacía de vino en la mano—. Perdón —dijo entonces y, discretamente, se giró hacia el fuego y vomitó. Amy, cubriéndose la herida sangrante de la palma de la mano con una servilleta de papel, fue a ayudarla—. Edna me caía bien, de verdad —dijo Carla con pesar—, ¿a ti no? —Y a continuación—: Será mejor que cojas eso. —Entonces Amy oyó que aporreaban la puerta. Allí en la entrada de su casa estaban Harry B., Tiffany y Chuck junto con un policía uniformado.

—¿Qué le había dicho? ¿Tenía razón o no? ¿Qué le había dicho? —Harry reprendió al policía mientras que Chuck envolvía la mano de Amy con una toallita caliente y Tiffany cuidaba de Carla.

Amy se sentó. Tenía la cabeza como un globo sonda al tratar de asimilar la escena desde la distancia. Ya habría tiempo después (¡tiempo!) para las explicaciones de rigor, sin mencionar los procedimientos oficiales, e intentar sacarse todo el impacto de las mismas. La habitación parecía estar llena de gente. Al parecer, la clase no iba a terminar nunca. Había exclamaciones, abrazos, recapitulaciones y comparaciones de notas. Había un montón de quejas sobre Edna, expresiones de asco, afirmaciones de omnisciencia y reconocimiento de ignorancia y sorpresa. El doctor Surtees le hizo algo en la mano. Alphonse trotó hasta entrar en su campo de visión. Se dirigía hacia Edna con la intención de lamerle la sangre del rostro, y Amy lo distrajo ondeando la servilleta empapada de sangre como si fuera un banderín. Él la recompensó con su compañía, subiéndose al sofá para esta a su lado sorbiendo la servilleta todo contento. Eso era la gloria.

—Tenemos que hablar, señora —dijo el policía, inclinándose hacia ella. Su voz, aunque no su cara, le resultaba familiar. Amy miró detenidamente el nombre que tenía escrito en su placa identificativa. C-O-L-O-S-T-O-M-I-A. No podía ser—. ¿Sargento Colostomía?

—Es Colostomía, señora —dijo el sargento, haciendo el gesto de levantarse un sombrero invisible.

—Por supuesto que sí —dijo Amy.

Para Navidad, Carla se había obsequiado a sí misma una réplica gigante de una de las gárgolas de Notre Dame que había puesto delante de la puerta principal. Parecía una mezcla entre un buitre y un arcángel, y era maravillosamente espantosa. Amy, con los brazos llenos de botellas de vino y bizcocho de plátano, llamó al timbre dos veces ya que mamá Massengill estaba en Palm Desert.

Amy había puesto excusas para no celebrar la Nochebuena con Marvy y Cindy, y también el día de Navidad con Tiffany y su padre o Pete y el suyo. Pero pasar el día veintiséis con Carla y el resto del grupo le pareció bastaste tentador, ya que necesitaba darse un respiro. Había estado escribiendo todos los días desde la última clase, y se sentía lo suficientemente segura para parar un poco. En las etapas iniciales, se había enfrentado al día de trabajo con temor, recordando cómo, en los malos tiempos, las frases que le habían resultado inspiradoras se revelaban a la luz del día poco prometedoras y tan fascinantes como las pontificaciones de un borracho (que, en algunos casos, era exactamente lo que eran). Ahora todas, o al menos algunas de ellas, le parecían bastante bien, y no se revelarían contra ella por tomarse un día de descanso en La pajarera.

Carla y Tiffany se encargaron de recibirla y acomodarla en uno de los muchos sillones mientras el resto esperaba sentado en los suyos. Todo el mundo estaba allí excepto Marvy, que todavía estaba en casa con su mujer y sus hijos. Por el bien de la armonía doméstica, Amy pensó que el hombre probablemente tendría que buscarse una afición que pudiera compartir con su esposa.

—De hecho —susurró Carla—, Marvy me ha contado que Cindy quiere que escriba un libro sobre ello. Ya sabéis, sobre el tema. Me pidió que os dijera que no va a hacerlo. — ¡
Menuda suerte
!, pensó Amy, revelándose frente a Cindy.

Todos charlaron sobre sus familias y los regalos que habían dado y recibido. Contaron historias sobre sus primeras Navidades y después sobre más cosas: campamentos de verano, romances en el instituto, juergas en los trabajos… Harry contó unas historietas geniales acerca de sus primeros días como defensor público, y Ricky tenía montones de anécdotas que no le habían permitido relatar en el periódico. Era extraño, y en cierta forma también alentador, ver que los peores escritores eran los mejores contadores de historias.

No hablaron de ello deliberadamente. Nadie mencionó a Frank ni a Dot, y mucho menos a Edna. El doctor Surtees echó un vistazo a la mano de Amy y felicitó a quien fuera que hubiera sido quien le había dado los puntos, pero inmediatamente cambió de tema para hablar de
Código negro
y anunciar que lo había dejado. Cuando Pete le preguntó por qué, él dijo:

—Porque apesta. —La elección de aquellas palabras era tan sorprendente como su propio sentimiento.

Cuando Syl le preguntó por qué pensaba que apestaba, el doctor Surtees le contestó:

—Porque he tenido una buena maestra.

Amy se sonrojó de placer. Detestaba ruborizarse.

—Me alegro por ti —dijo Amy—. ¿Vas a volver a intentarlo?

—Por supuesto.

Harry B. se aclaró la garganta.

—Hay algo que he estado sopesando contaros o no. Como sabéis, tengo contactos en los juzgados y Chaz Yanetti es un viejo amigo. Yanetti representa a…

—¡No! —dijo Carla—. No menciones su nombre en esta…

—¡Venga, hombre! —dijo Syl—, estamos pasando un buen rato.

—Lo siento.

Después de un silencio enorme durante el cual todos no pensaban en nada excepto en Edna, Amy pronunció su nombre.

—Edna.

—¡Uhhhh!

—Edna, Edna, Edna.

Chuck empezó a cantar creando una melodía de blues con aquel terrible nombre.

—Mirad —dijo Amy—, todos queréis ser escritores. Pero ¿cómo se supone que vais a lograrlo si hay palabras que no podéis decir? —Se preparó para su discurso acerca de lo impensable que era para un escritor tener palabras prohibidas en su vocabulario. Pero entonces vio, por la expresión de sus rostros, que no estaban por la labor de mirarla a los ojos. Estaban intentando evitar la palabra para protegerla, como si ella aún estuviera traumatizada. ¡Qué dulces, y qué tontos!—. ¿Qué es lo que Chaz Yanetti tiene que decir? —le preguntó a Harry B.—. ¿Está alegando falta de cordura?

—No tengo ni idea de lo que está alegando —dijo Harry B—. Eso es algo que queda entre abogado y cliente. Pero lo que sí puedo contaros es cómo está pagando las minutas.

—¡Oh, no! —Tiffany bajó lentamente su copa de vino y se llevó las manos a la cabeza—. ¡No, no, no!

—¡Oh, sí! —dijo Harry B.

Todos los demás, incluida Amy, miraban a los dos, desconcertados.

—Oh, no, ¿qué? —preguntó finalmente Chuck.

—Está vendiendo sus textos —susurró Tiffany—. Está publicando.

La habitación estalló en gritos y exclamaciones.

—Bueno, aún no —dijo Harry B—. Pero tiene un agente. Además, uno muy bueno.

¡
Agente
!

Amy no estaba indignada. Estaba intentando averiguar cómo se sentía. Estaba segura de que no se sentía tan herida como el resto, cuya indignación se disparó aún más al mencionar una guerra de ofertas.

—¿Alguien sabe…? —comenzó a decir y tuvo que repetirlo tres veces antes de que pudieran escucharla—. ¿Alguien sabe si Edna ha escrito alguna novela?

—No creo —dijo Chuck un momento después—. Supongo que lo habría dicho. Le gustaban los relatos cortos, y eso era lo que escribía.

—Sí, era toda una purista —dijo Tiffany con desdén.

—Pero debe de haber escrito miles de ellos, y ahora los sacaran todos juntos en algún tipo de maldita colección de la que harán un
best-seller
y entonces ganará el
National Book Award

—Te equivocas —dijo Amy—. El agente y la guerra de ofertas solo tienen que ver con la fama y el hacer dinero. Y uno no hace dinero con colecciones de relatos cortos.

—¿Qué quieres decir entonces con eso? —preguntó Tiffany—. Logrará todo lo que quería.

—Quizá, pero no estoy tan segura. Lo que probablemente harán es obligarla a convertir sus relatos, o algunos de ellos, en una novela. No creo que puedan conseguir que Edna escriba una novela a modo de confesión, aunque sea para pagar las minutas de sus abogados. Porque tendría que ser una novela.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó Carla—. ¡Eso es todavía peor! Ha asesinado a dos seres humanos y ha tratado de matarte, y aún puede sacar un tocho de novela de todo el asunto.

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