—¿Perdón? —dijo Dot.
Carla sonrió.
—Siempre lista —se corrigió—, para combatir, mano a mano, los piratas del mal gusto.
Todos exclamaron:
—¡Escuchad, escuchad!
—Esperad —dijo Edna—. Falta alguien. Cuento diez, y deberíamos ser once. Diez alumnos y la profesora Scribner. —Edna, aparentemente neutral en la guerra contra Dot, simplemente leía sus estrofas sin armar más alboroto.
—Sí. ¿Dónde está Hester? ¿Hester Spitz? —preguntó Marvy.
—La dejé tumbada en su camarote. Al parecer, estaba indispuesta a causa del oleaje —dijo Carla—, pero prometió estar aquí a las siete en punto con una nueva historia para que todos la leyéramos. Esta vez no se trata de ficción, dijo que iba a sorprendernos.
—Bien, pues no está allí ahora —informó Edna—, porque he ido a buscarla antes de venir a cenar.
—¡Capitán Manley! —gritó Amy hacia el diván—. ¿Le importaría hacernos un favor?
Chuck salió gateando y se puso en pie con cierta dificultad. Tenía el rostro colorado, pero obviamente no era por haber estado haciendo ejercicio. Chuck estaba divirtiéndose demasiado.
—¿Sí, profesora Scribner?
—¿Podría iniciar la búsqueda de nuestra amiga desaparecida? Siento mucho molestarlo. Mientras tanto, ¿quién tiene el número de teléfono móvil de Hester?
—Estoy en ello, jefa —dijo Carla improvisando el «jefa» y sacando su teléfono móvil para marcar los siete números especificados en el guión.
—Volveré enseguida —recitó Chuck, caminando como un fantoche hacia el pasillo con los pulgares metidos en las trabillas de su pantalón. Más que el capitán del crucero, parecía más bien un John Wayne en chiquitito. Chuck había desaparecido de la vista de todos cuando oyeron un teléfono móvil a lo lejos. Probablemente estaba cerca de la puerta principal, puesto que de allí provenía la melodía de
La pantera rosa
. Dot debería de haber dejado allí el teléfono antes de entrar. Carla, tal y como estaba escrito en el guión, había marcado el número de ese teléfono. Amy debería de haber estado impresionada por la previsión de Dot si no hubiera sido por el hecho de que estaba distraída por la idea del teléfono abandonado y sonando, como el de Frank en la arena de Moonlight Beach. Hester Spitz claramente había palmado. De nuevo, Dot había hecho un movimiento muy agudo puesto que Ginger se había dado de baja. Aquella podría haber asesinado con facilidad al personaje que representaba a Frank, el camarero sin nombre, pero había tenido el suficiente tacto para evitarlo. Aun así, había paralelismos obvios que había incorporado a la obra deliberadamente, tales como el hecho de que faltara un miembro de la clase, la preocupación suscitada porque Frank no respondiera a las llamadas, y el teléfono en sí mismo sonando y sonando a poca distancia del cuerpo, que, en general, resultaban desagradables. Amy siempre decía en sus clases que la ficción se escribía con sangre fría, y ahí estaba Dot, haciendo justamente eso. O algo peor.
Chuck volvió a entrar sosteniendo el teléfono móvil de Hester.
—Acabo de tener una conversación muy inquietante con el cónyuge de la señora Spitz. —Se las apañó para decir la frase con el semblante serio, aunque perdió la compostura inmediatamente después. Para dar más credibilidad al asunto, se inclinó para fingir que los cordones de sus zapatillas de correr se le habían hecho un lío. Pero sus hombros se agitaban rítmicamente.
—¿Dónde ha encontrado su teléfono? —preguntó el doctor Surtees.
—En la escalera de cámara cercana a su camarote. Su marido lleva intentando contactar con ella más de una hora. Dice que nunca va a ningún sitio sin su teléfono móvil y está bastante nervioso. —Chuck fue capaz de enunciar aquello amortiguando la risa desde la postura que tenía, agachado en cuclillas.
A partir de aquel punto la narrativa de misterio de Dot empezó a desarrollarse de manera predecible a través de quince páginas repletas de diálogo furioso y disgustado. Todo el mundo en aquella habitación dio su opinión acerca del paradero de Hester, y dado el movimiento salvaje de la embarcación, también expresaron una creciente preocupación con su seguridad. Y también se habló mucho del misterioso manuscrito que ella había planeado traer a clase. Finalmente, Edna se preguntó en voz alta si, como Hester se había sentido indispuesta, quizá había subido a cubierta para tomar un poco de aire fresco y podía haberse caído al mar. Entonces, la clase se las apañó para, en el momento justo, inclinarse todos hacia la derecha y después hacia la izquierda. Después, la mitad de ellos se levantaron y siguieron al capitán Manley fuera del escenario para comprobar esa posibilidad. Se suponía que debían salir tambaleándose, pero solo Carla fue capaz de hacerlo de forma convincente. Marvy y Pete estaban como pasmados con los brazos colocados a los lados como si estuvieran andando por la cuerda floja. Tiffany, con actitud insolente, salió de la habitación adelantando al resto. Y Ricky, siguiéndola de cerca, intentó tropezar y levantarse, pero solo tuvo éxito a medias, ya que se cayó contra una fuente de plata llena de verduras crudas. Los que permanecieron en el escenario intentaron reafirmarse en la idea que de Hester estaba perfectamente bien.
Solo Persephone Darkspoon era pesimista. Pronunció un discurso muy sombrío sobre el destino y las cosas malas que les suceden a las buenas personas.
—Queremos creer que la vida es justa —dijo—, que los honrados son recompensados y los culpables castigados. Hester Spitz es una mujer extraordinaria, una persona agradable, una buena madre y una fiel esposa. Tiene buen fondo y seguramente se merece todo lo mejor que la vida pueda ofrecerla. Y por eso amigos míos, me temo lo peor.
—¡Está muerta! ¡Oh, Dios! ¡Está muerta! —Carla gritó desde una de las alas del pasillo sin hacer el menor esfuerzo por modular sus gritos para que las imprecaciones de su madre no les siguieran mientras se apresuraban a entrar desde el pasillo—. ¡Pobre Hester! —sollozaba Carla derrumbándose en los brazos de Chuck mientras Marvy y Pete ponían cara de pena y Tiffany anunciaba, con voz monótona y aburrida, que efectivamente Hester había subido a cubierta, pero no precisamente hasta lo más alto. Colgaba de una soga en la popa.
—Bien, recójanla ¡por Dios santo! —exclamó el doctor Surtees—. Todavía podría estar con vida.
—No si tiene el cuello roto —dijo Chuck, suscitando más gimoteos por parte de Carla.
—Quieres decir… —añadió Harry B.
—¡Sí! —gritó Carla—. ¡Se ha colgado!
—Me temo que no —dijo Chuck.
—Tiene las manos y los pies atados —dijo Tiffany—, lo que significa, supongo, que sus manos estaban atadas juntas y los pies atados juntos en vez de tener todas las extremidades atadas a la vez.
—Eso quiere decir… —dijo Ricky Buzza.
—Asesinato —dijo Persephone Darkspoon con voz profunda a la vez que se ponía en pie. Todo el mundo se giró para mirarla. Incluso Tiffany—. Un crimen horrendo.
Carla y Edna corrieron hacia la cocina para tomar un refresco durante el descanso mientras los demás permanecieron, más o menos, en el mismo lugar que habían ocupado durante el final del primer acto. Con la excepción de Tiffany, todos parecían haber empezado a divertirse. El doctor Surtees y Syl estaban riéndose juntos y los demás estaban hojeando el segundo acto como si estuvieran ansiosos por empezar de nuevo y practicar las sacudidas del oleaje.
Sentada al lado de Amy, Dot permanecía más callada que Buda y fruncía el ceño y mantenía los ojos cerrados con las manos apoyadas en la mesa. Amy no podía imaginarse qué es lo que iba mal. A decir verdad, se habían burlado mucho de ella, aunque no había sido en serio. Para entonces, la mujer debía de estar bastante contenta con el desarrollo de la obra. Obviamente, el guión era espantoso, pero seguramente Dot no lo sabía. Amy se inclinó hacia ella y le habló:
—Está yendo muy bien, ¿no crees?
Dot abrió los ojos y miró a Amy durante un segundo o dos, como si fuera una completa extraña que la importunaba en el autobús.
—Tenías razón —dijo Amy, sintiendo que la acechaba el pánico—. Creo que podremos terminar el texto esta noche.
Después de una incómoda pausa, Dot parpadeó, volviendo de nuevo a ser consciente de que estaba en compañía. Le dedicó a Amy una sonrisa de cortesía.
—Eso sería estupendo —dijo a continuación.
¿Estupendo? Hacía tan solo un rato que Dot había entrado corriendo a aquella habitación, sin aliento, ansiosa, con grandes expectativas, y ahora parecía haber desconectado de todo lo que le rodeaba: Amy, sus compañeros, y su propia obra. La profesora se dio cuenta de que Dot era una mujer interesante.
Y debería haberlo sabido. Porque para Amy, y la mayoría de los escritores, era un acto de fe el reconocer que no existían personas que no eran interesantes. Incluso la tía más aburrida en una reunión familiar o el pasajero más charlatán en un avión, tenían, aunque ellos no lo supieran, mil historias que contar, a cual más interesante e instructiva que la anterior. Amy veía que la historia de Dot, la que estaban representando en aquel momento, era terriblemente triste. Aquella mujer estaba sola, pero era una soledad distinta de la de Amy. Ella tenía a Alphonse. Incluso tenía a Carla, Edna, Chuck y los demás. Y el recuerdo de Max. Amy no sabía lo que eso significaba, pero lo que sí sabía es que comparada con Dot, ella era la más popular del pueblo.
Pero ¿qué pasaba con Harrison, su marido, quien al parecer estaba deseando volver a hacer uno de esos cruceros? Amy se preguntó si el tipo era el típico marido sometido a su mujer. ¿Sería por eso que ella era tan infeliz? Quizá Dot fuera bipolar, hormonal, o ambas cosas. Y con certeza podía decirse que no estaba durmiendo lo suficiente ya que tenía ojeras bajo esos ojos pintados con polvos rosas y sombra de color turquesa. ¿Le había parecido siempre tan vacía, tan frágil? Amy nunca la había mirado tan directamente. No tan de cerca. Como los demás, ella siempre había mirado a la mujer con cierto recelo, con cierta distancia. Intentó acercarse a Dot torpemente. No literalmente, naturalmente, sino sirviendo dos copas de vino tinto y pasándole una a ella.
—Deberías haberte traído a Harrison esta noche —dijo Amy—. Apuesto a que le hubiera gustado ver todo esto. Para la próxima clase, ¿por qué no…? —Tuvo que parar porque Dot la miraba con dureza, con recelo, como si Amy le hubiera invitado salir fuera para arreglar las cosas entre ellas de otra manera y para siempre. Era algo tan fuerte, que Amy decidió que lo mejor era hacerse la interesante—. Simplemente era una sugerencia… —empezó a decir Amy.
—Mi marido me dejó hace cuatro años —dijo Dot—, en nuestro vigésimo aniversario de boda. —Dio un sorbo de vino y puso mala cara—. En realidad, se marchó con mi hermana pequeña que, de hecho, se llama Rose. Ahora viven felices en Phoenix. Quiero un sándwich y un trozo de queso. —Esto último se lo dijo a Carla, que venía con una bandeja de comida. Cuando la anfitriona se inclinó para presentarle las diversas opciones, Dot cogió comida con las dos manos, y volvió a retomar el tema una vez que Carla se hubo marchado—. Llevaban juntos años. Yo no tenía ni idea hasta que me lo dijeron. Lo ignoraba totalmente. —Durante un momento, se concentró en la comida, dando unos mordiscos grandes y voraces como si llevara sin comer una semana—. Todos pensasteis que mi historia era pura ficción —dijo—. Dijisteis que era increíble. Os equivocasteis. —De repente, se puso en pie y se inclinó sobre Amy poniendo el puño sobre la mesa—. No sabéis una mierda —dijo.
Amy observó cómo Dot Hieronymus se marchaba indignada hacia el cuarto de baño, copa en mano. Por el momento, la profesora se negó a escuchar su propia respuesta emocional. Ella era muy buena en eso. Le resultaría muy simple transformar lo que había sucedido en una discusión intelectual.
Y no estaba del todo equivocada
, razonó en silencio.
En realidad no los envenenaste. Ni tampoco te suicidaste
. Ella quería decirle eso, no en defensa propia, dado que Dot había sido realmente dura con ella, de eso no cabía duda, sino en defensa de los principios estéticos básicos. Vale, por un lado, Amy, con toda la razón, era acusada de reducir a un ser humano a un personaje de dibujos animados. Pero aun así. El hecho de que el relato de Dot hubiera estado basado en hechos reales no lo hacía creíble. Los hechos ejercen una tiranía sobre los escritores principiantes minando su voluntad para crear o inventar cosas, seduciéndolos para caer en la autocomplacencia. Ellos no lo entendían: la labor del escritor es crear una realidad a partir de los hechos. Dot probablemente habría matado a aquel bastardo, pero no lo hizo al asumir que Harrison en realidad vivía felizmente en Phoenix. De hecho a Amy, Dot le daba pánico.
Justo antes de las diez en punto todo el mundo tomó su posición para empezar con el segundo acto. Habían quitado las mesas y habían reubicado las sillas, sofás y cojines disponiéndolos en un gran arco. Aunque los actores estaban todavía bastante animados, el ambiente en general era apagado, en parte porque se estaba haciendo tarde y tenían el estómago lleno, y también porque ahora la obra se sucedía como el juego interminable de un caso de asesinato. El detective, en este caso el capitán Manley, interrogaba impasiblemente a cada personaje sobre su localización en distintos momentos, para saber quién podía responder de quién, aunque era imposible seguirle la pista a todos, y mucho menos preocuparse de quién estaba diciendo la verdad y quién estaba mintiendo. Carla y Ricky intentaron darle un poco de verosimilitud a sus estrofas con poco éxito, y la propia autora se sentó en el centro emitiendo tan malas vibraciones, que incluso Syl la miró con preocupación.
Amy quería poner fin a la clase y enviar a todo el mundo a casa lo antes posible para poder quedarse a solas con sus pensamientos sobre Dot, Harrison y su propia ignorancia. Pero ya solo quedaban diez páginas y el espectáculo debía continuar.
—Casi no conocía a esa mujer —leía Syl—, pero de todas formas parecía bastante decente. ¿Por qué iba a querer matarla?
—Quizá porque te tenía fichado —dijo Carla—, e iba a irse de la lengua.
—Exacto —dijo el doctor Surtees—. Lo que sucede en clase iba a quedarse solo en clase, ¿eh, Lasagna?
—¿Por qué tendría yo…?
—Siéntate, Vito —ordenó Amy—, y los demás también. Os estáis abalanzando los unos sobre los otros como si fuerais chacales. ¿No lo veis? Esto debe ser parte de la astuta estrategia del asesino: dividir para conquistar. No se lo pongáis tan fácil.