Comoquiera que cuando no tenía en la tienda clientes que le pidieran zanahorias el verdulero se absorbía por completo en la confección de sus etiquetas, necesitaba yo abrir y cerrar el libro ruidosamente, o volver rápidamente las páginas con un crujido, con objeto de sacarlo de sus etiquetas y hacer que se fijara en mí y en mi avidez de lectura.
Más vale decirlo de una vez: Greff no me comprendió. Cuando había exploradores en la tienda —y por las tardes andaban siempre por allí dos o tres de sus lugartenientes—, no se daba cuenta para nada de la presencia de Óscar. Y cuando no había nadie, lo irritaban a tal punto mis interrupciones que se levantaba y ordenaba severamente: —¡Deja el libro en paz, Óscar! ¡No es para ti! Eres demasiado tonto y pequeño todavía, y sólo me lo vas a estropear y vale más de seis florines. Si quieres jugar, ¡aquí hay patatas y repollos suficientes para ello!—. Y quitándome el librote de las manos y hojeándolo sin la menor contracción de su cara, me dejaba allí entre berzas, coles de Bruselas, coles lombardas, repollos, nabos y tubérculos, solitario y abandonado porque Óscar no tenía consigo a su tambor.
Claro que quedaba todavía la señora Greff, y así, después de las reprimendas del verdulero, solía con frecuencia deslizarme hacia el dormitorio del matrimonio. En aquella época, la señora Lina Greff estaba en cama desde hacía varias semanas, andaba enferma, olía a camisa de dormir putrefacta y tomaba todo lo que se le ponía por delante, con excepción de algún libro que hubiera podido instruirme.
Con cierta envidia miraba Óscar en aquella época las carteras de los muchachos de su edad, a cuyo lado colgaban columpiándose y dándose importancia las esponjas y los trapitos de las pizarras. Y sin embargo, no recuerda haber tenido nunca pensamientos por el estilo de: tú mismo te lo buscaste, Óscar; hubieras debido ponerle buena cara al juego escolar; no hubieras debido romper tan para siempre con la Spollenhauer; ahora estos rapaces te van a adelantar; seguramente ellos ya han pasado el ABC grande y el pequeño en tanto que tú no sabes siquiera tener correctamente las
Últimas Noticias
.
Con cierta envidia, acabo de decir, y no iba más allá, en efecto. Una sola prueba olfatoria superficial me había bastado para apartar la nariz definitivamente de la escuela. ¿No han olfateado ustedes alguna vez las esponjitas y los trapitos mal lavados y medio carcomidos de esas pizarras de marco amarillo que se van desgastando y retienen en el cuero barato de las carteras las emanaciones de la caligrafía, de la pequeña y la grande tabla de multiplicar y el sudor de los pizarrines chirriantes, humedecidos con saliva, que alternativamente se atascan y resbalan? De vez en cuando, cuando algunos muchachos, al salir de la escuela, acertaban a dejar cerca de mí sus carteras para jugar a la pelota, yo me inclinaba hasta las esponjas que se tostaban al sol, y me decía para mí que emanaciones tan acres sólo podían exhalarlas los sobacos de Satanás, si es que existía.
Así, pues, la escuela de las pizarras difícilmente podía gustarme. Pero con ello tampoco pretende dar a entender Óscar que aquella Greta Scheffler que de allí a poco había de hacerse cargo de su instrucción fuera la encarnación perfecta de su gusto.
Todo el inventario de la habitación de panaderos de los Scheffler en el Kleinhammerweg me ofendía. Aquellas carpetitas de adorno, los cojines bordados con escudos de armas, las muñecas a la Käthe-Kruse al acecho en los ángulos de los sofás, animales de trapo por todas partes, porcelana que clamaba por un elefante, recuerdos de viajes en todas direcciones, labores en curso de ejecución: de ganchillo, de tejido, de bordado, de trenzado, de anudado, de bolillo y orlas de puntilla. A este interior tan empalagosamente mono, tan deliciosamente hogareño, minúsculo hasta la asfixia, sobrecalentado en invierno y envenenado con flores en verano, sólo alcanzo a encontrarle una explicación, a saber: Greta Scheffler no tenía hijos; ella, a la que tanto le hubiera gustado tenerlos para tejerles cositas de punto, que se moría ¡ay! —¿sería culpa de Scheffler o culpa de ella?— por tener un hijito al que hacerle ropita de ganchillo, con cuentecitas, con volantitos, y al que cubrir con besitos de punto de cruz. Y aquí fue donde vine yo a parar para aprender el pequeño y el grande ABC. Me esforcé porque la porcelana y los recuerdos de viaje no sufrieran daño alguno. Dejaba como quien dice mi voz vitricida en casa y, cuando a Greta le parecía que ya se había tamboreado bastante, y, enseñándome en una sonrisa sus dientes de oro caballunos, me quitaba el tambor de las rodillas y lo ponía entre los ositos Teddy, yo cerraba un ojo.
Hice amistad con dos de las muñecas Käthe-Kruse, las apretaba contra mi pecho y flirteaba como un enamorado con las pestañas de estas dos damiselas que me miraban con perpetuo asombro; y así, por medio de esta amistad fingida con las muñecas —que por ser fingida parecía ser más real— iba tejiendo una red alrededor del corazón de Greta Scheffler, tejida también dos vueltas al derecho, dos al revés.
Mi plan no era malo. Ya a la segunda visita me abrió Greta su corazón o, mejor dicho, deshizo sus mallas, como se deshacen las mallas de una media, y puso al descubierto su larga hebra, deshilachada ya en algunos sitios y anudada en otros, abriendo delante de mí todos los armarios, todas las cajitas, exponiendo a mi vista todas aquellas monadas adornadas con cuentecitas —pilas de chaquetitas de punto, de baberos y de pantaloncitos como para niños de cinco años—, tendiéndolas hacia mí, probándomelas y volviéndomelas a quitar.
Mostróme luego las medallas de tiro ganadas por Scheffler en la asociación de combatientes, con sus correspondientes fotos que en parte coincidían con las nuestras, y no fue hasta el final, al recoger toda la ropita y buscar todavía alguna otra monada, cuando hicieron su aparición algunos libros. Óscar había contado firmemente con que detrás de la ropita tenía que haber algún libro, ya que había oído a Greta hablar con mamá de libros y sabía con qué afán las dos, de solteras todavía y luego de casadas jóvenes las dos, casi a la misma edad, habían cambiado libros entre sí y solían tomarlos prestados de la biblioteca circulante junto al Palacio del Film para, saturadas de lectura, poder conferir a los matrimonios ultramarino y panadero más mundo, más amplitud y más brillo.
Sin duda, lo que Greta podía ofrecerme no era mucho. Probablemente ella, que desde que tejía ya no leía, lo mismo que mamá, que a causa dejan Bronski ya no tenía tiempo de leer, habría regalado los bellos volúmenes de la Cooperativa del Libro, de la que ambas habían sido suscritoras, a gentes que leían todavía, porque ni tejían ni tenían a ningún Jan Bronski.
Pero también los malos libros son libros y, por lo tanto, sagrados. Lo que allí encontré era una mezcolanza y provenía en buena parte del cajón de libros de su hermano Theo, que había perecido de marino en el Doggerbank. Siete u ocho volúmenes del
Calendario de la Flota de Köhler
, llenos de barcos hundidos desde hacía mucho, los
Grados de Servicio de la Marina Imperial
,
Paul Beneke, el héroe marino
, todo lo cual apenas podía constituir el alimento por el que suspiraba el corazón de Greta. También la
Historia de la ciudad de Danzig
, de Erich Keyser, y aquella
Lucha por Roma
, que hubo de efectuar un individuo llamado Félix Dahn con la ayuda de Totila y Teya, de Narses y Belisario, y que había perdido entre las manos del hermano marino mucho de su brillo y consistencia. Pensé, en cambio, que procedía de la estantería de la propia Greta un libro que trataba del Debe y el Haber, algo sobre
Afinidades electivas
de Goethe y el grueso volumen ricamente ilustrado que tenía por título
Rasputín y las mujeres
.
Después de mucho titubeo —habiendo poco que elegir no era fácil decidirse rápidamente—, escogí, sin saber lo que escogía, por pura obediencia a mi conocida vocecita interior, primero a Rasputín y luego a Goethe.
Esta doble elección estaba llamada a fijar e influir mi vida, por lo menos la vida que pretendía llevar al margen de mi tambor. Hasta la fecha —en que Óscar, ávido de instrucción, va atrayendo a su cuarto uno tras otro los libros de la biblioteca del sanatorio— oscilo, riéndome de Schiller y sus adláteres, entre Goethe y Rasputín, entre el curandero y el omnisciente, entre el individuo tenebroso, que fascinaba a las mujeres, y el príncipe luminoso de los poetas, al que tanto gustaba dejarse fascinar por ellas. Y si temporalmente me inclinaba más por Rasputín y temía la intolerancia de Goethe, ello se debía exclusivamente a la vaga sospecha que me hacía decirme: Goethe, Óscar, si tú hubieras tocado el tambor en su tiempo, sólo habría visto en ti lo anormal, te habría condenado como encarnación material de la antinaturaleza, y su naturaleza —que a fin de cuentas tú siempre has admirado tanto y a la que siempre has aspirado, por mucho que se pavoneara en forma poco natural—, su natural, digo, lo habría atiborrado de confites empalagosos, en tanto que a ti, pobre diablo, te habría pulverizado, si no a golpes del Fausto, sí por lo menos con un grueso volumen de su
Teoría de los colores
.
Pero volvamos a Rasputín. Éste, con el concurso de Greta Scheffler, me ha enseñado en efecto el pequeño ABC y el grande, me ha enseñado a tratar amablemente a las mujeres, y, cuando Goethe me ofendía, ha sabido consolarme.
No fue nada fácil aprender a leer haciéndome al propio tiempo el ignorante. Esto había de resultarme más difícil que la simulación, prolongada durante muchos años, de mojar la cama. Pues en este último caso se trataba simplemente de poner cada mañana de manifiesto una deficiencia de la que en el fondo habría podido prescindir. En cambio, hacerme el ignorante significaba para mí ocultar mis rápidos progresos y sostener una lucha constante con mi incipiente vanidad intelectual. Que los adultos vieran en mí a un niño que mojaba la cama me tenía perfectamente sin cuidado, pero tener que pasar un día sí y otro también por bobo era bastante molesto para Óscar y para su maestra.
Tan pronto como hube salvado los libros de entre la ropita para bebé, Greta comprendió inmediatamente y llena de júbilo su vocación pedagógica. Logré arrancar a esa mujer sin hijos de la lana que la tenía aprisionada, y casi llegué a hacerla feliz. En realidad, ella hubiera preferido que escogiera como libro escolar aquel de Debe y Haber, pero yo insistí en Rasputín, me quedé con Rasputín cuando, para la segunda lección, ella había ya comprado un auténtico ABC para principiantes y, al ver que me volvía siempre con novelitas inocentes y cuentos como el del
Enano narigón
y el
Pulgarcito
, me decidí a hablar. «¡Rasputín!», gritaba, o también «¡Rachuchín!». A veces me hacía el perfecto idiota: «¡Rachu, Rachu!», se le oía parlotear al pequeño Óscar, con objeto de que Greta comprendiera por una parte cuál lectura prefería y permaneciera por otra a oscuras acerca de los progresos de su genio deletreante.
Aprendía rápida y regularmente, sin poner en ello excesiva atención. Al cabo de un año sentíame en San Petersburgo, en las habitaciones privadas del autócrata de todas las Rusias, en el cuarto infantil del zarévich siempre enfermizo, entre conspiradores y popes, así como cual testigo ocular de las orgías rasputinianas, completamente como en mi casa. Aquello tenía un colorido que me gustaba: todo se movía alrededor de una figura central, lo que confirmaban asimismo los grabados contemporáneos esparcidos por el libro, que mostraban al barbudo Rasputín con sus ojos de carbón en medio de damas que llevaban medias negras, pero desnudas en cuanto a lo demás. La muerte de Rasputín me impresionó: lo envenenaron con pastel envenenado, con vino envenenado, y, como pidiera más pastel, lo acribillaron a tiros de revólver, y comoquiera que el plomo en el pecho le diera ganas de bailar, lo ataron y lo hundieron en el Neva por un agujero hecho en el hielo. Todo eso lo hicieron unos oficiales masculinos, porque las damas de San Petersburgo nunca hubieran dado pastel envenenado al padrecito Rasputín aunque sí, en cambio, todo lo demás que les hubiera pedido. Y es que las mujeres creían en él, en tanto que los oficiales hubieron de eliminarlo para poder creer de nuevo en sí mismos.
¿Tiene nada de particular, en estas condiciones, que no fuera yo solo el que hallara placer en la vida y el fin del atlético curandero? Greta volvió a hallar a tientas el camino de las lecturas de sus primeros años de casada. A veces, al leer en voz alta, disolvíase literalmente, temblaba al caer sobre la palabrita orgía, pronunciaba la palabra mágica orgía con una entonación especial, se disponía para la orgía cuando decía orgía y, sin embargo, no era capaz de representarse, bajo el nombre de orgía, ninguna orgía verdadera.
Lo malo era cuando mamá me acompañaba al Kleinhammerweg y asistía, en el cuarto de arriba de la panadería, a mis lecciones. Entonces la cosa degeneraba a veces en orgía, se convertía en fin propio y no ya en clase para el pequeño Óscar. A cada segunda o tercera frase brotaban unas risas sofocadas, los labios se ponían secos y a punto de agrietarse; las dos mujeres casadas, al simple capricho de Rasputín, se iban juntando más y más, se ponían inquietas sobre los cojines del sofá, se les ocurría apretarse los muslos, y las risas sofocadas del comienzo acababan por convertirse en suspiros. La lectura de unas doce páginas de Rasputín daba lugar a lo que tal vez no se había querido y apenas esperado, pero que de todos modos se aceptaba de buena gana, aunque fuera en plena tarde; y contra ello Rasputín no habría tenido objeción alguna sino que, por el contrario, lo distribuía gratuitamente y lo seguirá distribuyendo por toda la eternidad.
Finalmente, mientras las dos mujeres, después de haber dicho diosmíodiosmío, se componían algo confusas el peinado, asaltábale a mamá la duda: —¿Será cierto que Oscarcito no entiende nada de esto? —¡Qué va! —decía Greta tranquilizándola— con el trabajo que me da no logro hacerle aprender nada, y lo que es leer, dudo que nunca lo consiga.
Y para dar testimonio de mi ignorancia a toda prueba, añadía: —Fíjate, Agnés, que arranca las páginas de nuestro Rasputín, las arruga y luego ya no están. A veces quiero darme por vencida, pero cuando veo lo feliz que es con el libro, le dejo que lo rompa y lo deshaga. Por lo demás, ya le tengo dicho a Alex que para la Navidad nos regale un nuevo Rasputín.
En el curso, pues, de tres o cuatro años —tantos fueron, y aun más, los que Greta me instruyó— conseguí, como ustedes habrán observado, hacerme con más de la mitad de las hojas de Rasputín; con prudencia, eso sí, haciendo ver que era por travesura y arrugándolas, para luego, una vez en casa, sacarlas en mi rincón de tocador de tambor de debajo de mi jersey, alisarlas y guardarlas con vistas a ulteriores lecturas clandestinas, sin que me estorbaran las dos mujeres. Y lo propio hacía con el Goethe, que cada cuarta lección pedía a Greta, gritando: «¡Doethe!» No quería, en efecto, confiarme sólo a Rasputín, porque no había tardado en darme cuenta de que, en este mundo, cada Rasputín tiene enfrente a un Goethe, que Rasputín lleva tras sí a un Goethe, o Goethe a un Rasputín y, lo que es más todavía, lo crea en su caso, para después poder condenarlo.