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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (6 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Sólo cuando mi abuelo vio el puerto maderero repleto de uniformes azules y cuando las lanchas empezaran a marcar un curso cada vez más ominoso, haciendo pasar las olas por encima de las balsas, fue cuando comprendió que el lujo de aquel despliegue de fuerzas le estaba dedicado a él, y cuando despertó en él su antiguo corazón de Koljaiczek incendiario: entonces, escupiendo lejos de sí al manso Wranka, escabullándose de la piel del bombero voluntario Wranka y desprendiéndose en alta voz y sin atascarse del Wranka tartamudo, huyó sobre las balsas, descalzo por las vastas superficies fluctuantes, descalzo por un entarimado sin cepillar, de un tronco a otro, en dirección a Schichau, donde las banderas ondeaban alegremente al viento, siempre adelante, hacia donde estaban a punto de botar algo sin menoscabo de la abundancia de troncos en el agua. Ni de los bellos discursos, en que nadie llamaba a Wranka y menos aún a Koljaiczek, sino en que se decía: Yo te bautizo con el nombre de barco de S. M.
Columbus
, América, más de cuarenta mil toneladas de desplazamiento, treinta mil HP, barco de Su Majestad, salón de fumadores de primera clase, cocina de segunda clase a babor, sala de gimnasia de mármol, biblioteca, América, barco de Su Majestad, cubierta de paseo. Salud a Ti oh vencedor entre laureles, la banderola del puerto de matrícula, el Príncipe Enrique junto al timón; y mi abuelo Koljaiczek, descalzo, rozando apenas los troncos con la punta de los pies, hacia la charanga sonora, un pueblo que tiene tales Príncipes, de balsa en balsa, el pueblo lanza gritos de júbilo, Salud a Ti oh vencedor entre laureles, y las sirenas de todos los astilleros y de todos los barcos y remolcadores anclados en el puerto, y las de los yates,
Columbus
, América, libertad; y dos lanchas que lo persiguen con feroz alegría de balsa en balsa, las balsas de Su Majestad, y que le cortan el paso, y obligan al aguafiestas a detenerse, ahora que iba tan lanzado. Y hele ahí solitario sobre una balsa, abandonado a sí mismo, cuando ya creía vislumbrar América; pero las lanchas se le llegan y no tiene más remedio que despegar —y allí pudo verse nadar a mi abuelo: nadaba hacia una balsa que se adentraba en el Mottlau. Pero hubo de sumergirse a causa de las lanchas y a causa de ellas hubo de permanecer bajo el agua, y la balsa flotaba por encima de él, interminable, sin acabar nunca de pasar, cada balsa engendrando otra balsa, hasta que: balsa de tu balsa, por todas las balsas de los siglos, amén.

Las lanchas pararon sus motores. Ojos inexorables escrutaban la superficie del agua. Pero ya Koljaiczek se había despedido definitivamente y se había sustraído a la banda de música, a las sirenas, a las campanas de los barcos y al barco de Su Majestad, al discurso bautismal del Príncipe Enrique y a las gaviotas alocadas de Su Majestad; se había sustraído definitivamente al «Salud a Ti oh vencedor entre laureles» y a las adulaciones a Su Majestad en ocasión de la botadura del barco de Su Majestad; se había sustraído definitivamente a América y al
Columbus
, a las investigaciones de la policía y a la madera infinita.

Jamás se logró encontrar el cadáver de mi abuelo. Y yo, convencido firmemente por mi parte de que halló la muerte bajo la balsa, he de atenerme de todos modos, en gracia a la verosimilitud, a dar aquí todas las versiones de posibles salvamentos milagrosos.

Se dijo que bajo la balsa había hallado un hueco entre los maderos suficiente para permitirle mantener sus órganos respiratorios sobre la superficie del agua. Hacia arriba el hueco se hacía tan angosto que escapó a la vista de los policías, que, hasta muy entrada la noche, fueron registrando las balsas y aun las cabanas de caña sobre las mismas. Luego (se sigue contando) se habría dejado llevar por la corriente bajo el manto de la oscuridad y habría alcanzado, extenuado sin duda pero con buena fortuna, la otra orilla del Mottlau y el terreno del astillero de Schichau; aquí se habría escondido en el depósito de chatarra, y más adelante, con el auxilio probablemente de unos marinos griegos, habría logrado subir a bordo de uno de aquellos buques petroleros grasientos que ya en más de una ocasión han brindado protección a otros fugitivos.

Otros han sostenido que Koljaiczek, que era un buen nadador y contaba con mejores pulmones todavía, habría logrado atravesar bajo el agua no sólo la balsa interminable, sino también el ancho restante, considerable todavía, del Mottlau, habría alcanzado felizmente la orilla del lado del astillero de Shichau, se habría mezclado aquí disimuladamente entre los obreros del astillero, y finalmente, confundido con la multitud entusiasta, habría entonado con ella el «Salud a Ti oh vencedor entre laureles» y habría escuchado y aplaudido ruidosamente el discurso inaugural del Príncipe Enrique a propósito del
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; después de lo cual, una vez terminada felizmente la botadura y con su ropa a medio secar, se habría escabullido sigilosamente, para colocarse al día siguiente como polizón —y aquí la segunda versión coincide con la primera— en alguno de aquellos petroleros griegos de mala fama.

Para completar, vaya aquí todavía una tercera fábula absurda, según la cual mi abuelo, lo mismo que un leño flotante, habría sido llevado por la corriente hasta alta mar, donde unos pescadores de Bolhnsack lo habrían recogido y entregado, fuera de las tres millas jurisdiccionales, a una balandra sueca. Y allí, en Suecia, la fábula lo deja recuperarse lenta y milagrosamente, llegar a Malmó, etcétera, etcétera.

Todo esto no son más que bobadas y habladurías de pescadores. Yo, por mi parte, tampoco daría un solo centavo por las afirmaciones de aquellos testigos oculares, charlatanes de todos los puertos, que pretendían haber visto a mi abuelo en Buffalo, EE. UU., poco después de la primera Guerra Mundial. Joe Colchic se habría llamado aquí, achacándosele el comercio de madera con el Canadá. Lo describían como accionista de manufacturas cerilleras, fundador de compañías de seguros y hombre inmensamente rico, y lo pintaban sentado en un rascacielos detrás de un escritorio enorme, con los dedos cargados de brillantes deslumbrantes, adiestrando a su escolta personal, que llevaba el uniforme de los bomberos, cantaba en polaco y se llamaba la Guardia del Fénix.

La mariposa y la bombilla

Un hombre abandonó todo lo que poseía, cruzó el charco, llegó a América e hizo fortuna. Basta por lo que toca a mi abuelo, llamárase éste Goljaczek en polaco, Koljaiczek en cachuba o Joe Colchic en americano.

Resulta difícil extraer de un simple tambor de hojalata, que puede conseguirse en las tiendas de juguetes y en los bazares, balsas de madera que corren sobre el río hasta casi el horizonte. Y sin embargo, he logrado sacarle el puerto maderero, toda la madera flotante que se balancea en los recodos de los ríos o se enreda en los cañaverales, y, con menor fatiga, las gradas del astillero de Schichau, del astillero de Klawitter, de los numerosos astilleros menores —en parte dedicados sólo a reparaciones—, el depósito de chatarra de la fábrica de vagones de ferrocarril, los rancios depósitos de coco de la fábrica de margarina y todos los escondrijos del muelle de depósito que me son tan familiares. Y ahora está muerto, no da respuesta ni muestra interés alguno por las botaduras imperiales, por la decadencia de un barco, que se inicia con la botadura y se prolonga a menudo por espacio de algunas décadas; en este caso se llamaba
Columbus
y se le designaba también como el orgullo de la flota, y, como es natural, hacía el servicio de América, hasta que un día fue hundido, o se fue a pique él mismo, o tal vez fue llevado a reparar y transformado y rebautizado o, finalmente, se convirtió en chatarra. Es posible también que el
Columbus
sólo se sumergiera, imitando a mi abuelo, y que siga hoy a la deriva, digamos a seis mil metros de profundidad, por la fosa marítima de las Filipinas o de Emden, con sus cuarenta mil toneladas, su salón para fumadores, su sala de gimnasia de mármol, su piscina, sus cabinas de masaje y todo lo demás, lo que puede verificarse en el Weyer o en los anales de la flota. Tengo entendido que el primer
Columbus
, o tal vez el segundo, optó por irse a pique porque el capitán no quiso sobrevivir a alguna deshonra relacionada con la guerra.

Leí a Bruno una parte de mi relato de la balsa y, rogándole que fuera objetivo, le formulé mi pregunta.

—¡Hermosa muerte! —dijo Bruno entusiasmado, y acto seguido empezó, sirviéndose de sus cordeles, a plasmar a mi abuelo ahogado en uno de sus muñecos de nudos. Debería darme por satisfecho con su respuesta y no permitir que mis pensamientos temerarios emigren a América en pos de una herencia.

Mis amigos Klepp y Vittlar vinieron a verme. Klepp me trajo un disco de jazz con King Oliver en las dos caras; Vittlar me ofreció con mucha afectación un corazón de chocolate suspendido de una cinta color de rosa. Hicieron toda clase de bromas, parodiaron algunas escenas de mi proceso, y yo, por mi parte, para ponerlos contentos, me mostré de buen humor y me reí aun con sus chanzas más estúpidas. Pero como sin querer, y antes de que Klepp pudiera dar comienzo a su inevitable conferencia didáctica sobre las conexiones entre el jazz y el marxismo, conté la historia de un hombre que el año trece, o sea antes de que todo el lío empezara, fue a parar bajo una balsa interminable y no volvió a aparecer, sin que nunca llegara a hallarse su cadáver.

Ante mi pregunta —hecha con desenfado y en un tono de aburrimiento manifiesto—, Klepp movió malhumorado la cabeza sobre su cuello adiposo, se desabrochó y volvió a abrochar los botones de la chaqueta, efectuó unos movimientos de natación, hizo como si se encontrara él mismo bajo la balsa y, finalmente, rehuyó la respuesta, dando como pretexto la hora temprana de la tarde.

Vittlar, por su parte, se mantuvo tieso, cruzó una pierna sobre la otra, cuidando de no alterar los pliegues de su pantalón, mostró aquel orgullo estrafalario, de rayas finas, que ya sólo debe estilarse entre los ángeles en el cielo, y dijo: —Me encuentro sobre la balsa. Se está bien sobre la balsa. Me pican los mosquitos: es molesto. —Me encuentro bajo la balsa. Se está bien bajo la balsa. Ya no me pican los mosquitos: es agradable. Podría vivirse bajo la balsa, creo yo, si no se tuviera al propio tiempo la intención de hacerse picar por los mosquitos viviendo sobre la balsa.

Vittlar hizo aquí su inevitable pausa, me observó, arqueó luego sus cejas, ya altas de por sí, como lo hace siempre que quiere parecerse a una lechuza, y adoptando un tono teatral, añadió: —Supongo que el hombre debajo de la balsa era tu tío abuelo o, inclusive, tal vez tu abuelo. Comoquiera, pues, que en cuanto tío abuelo tuyo, y no digamos ya en cuanto abuelo tuyo mismo, se sentía obligado hacia ti, escogió la muerte, porque nada te resultaría más molesto que tener un abuelo vivo. Por consiguiente, tú eres no sólo el asesino de tu tío abuelo, sino, además, el asesino de tu abuelo. Ahora bien, como él quería castigarte un poco, igual que todos los abuelos, no te dejó esa satisfacción del nieto que mostrando un cadáver hinchado de ahogado, pudiera decir con orgullo: Mirad, éste es mi abuelo muerto. ¡Fue un héroe! Se echó al agua al verse perseguido. —Tu abuelo sustrajo al mundo y a su nieto su cadáver, a fin de que el mundo y su nieto puedan seguir ocupándose de él por mucho tiempo.

Y en seguida, cambiando de entonación —un Vittlar astuto, ligeramente inclinado hacia adelante, fingiendo con mímica de prestidigitador una reconciliación: —América, ¡albricias, oh Óscar! Tienes un objetivo, una misión. Ahí te absolverán, te pondrán en libertad. ¿Y a dónde irás, sino a América, en donde todo se vuelve a encontrar, inclusive un abuelo desaparecido?

Por muy burlona y hasta ofensiva que fuera la respuesta de Vittlar, me infundió más seguridad que los aspavientos de mi amigo Klepp, en los que apenas podría distinguirse entre vida y muerte, o la respuesta del enfermero Bruno, que sólo encontraba bella la muerte de mi abuelo porque a continuación de ella el barco
Columbus
de S. M. había entrado al agua levantando olas. Después de todo, prefiero la América de Vittlar, la conservadora de abuelos, el objetivo aceptado, el modelo que me servirá para levantarme cuando, cansado de Europa, quiera deponer las dos cosas, el tambor y la pluma: «¡Sigue escribiendo, Óscar; hazlo por tu abuelito Koljaiczek, inmensamente rico pero ya cansado, que en Buffalo, EE. UU., se dedica al comercio de madera y juega en su rascacielos con cerillas!»

Cuando Klepp y Vittlar, luego de despedirse, se marcharon, Bruno expulsó del cuarto, aireándolo vigorosamente, todo el molesto olor de mis amigos. Acto seguido volví a mi tambor, pero no ya para evocar los troncos de balsas encubridoras de muerte, sino que me puse a tocar al ritmo rápido y agitado al que, a partir del año catorce, todos los hombres hubieron de obedecer. Y así tampoco podrá evitarse que hasta la hora de mi nacimiento, mi texto despache con unas cuantas alusiones el camino de aquella comunidad afligida que mi abuelo dejara en Europa.

La desaparición de Koljaiczek bajo la balsa llenó de angustia entre los parientes de los balseros que se hallaban en la pasarela del aserradero a mi abuela y su hija Agnés, a Vicente Bronski y a su hijo Jan, que andaba entonces por los diecisiete años. Un poco aparte se encontraba Gregorio Koljaiczek, el hermano mayor de José, al que en ocasión de los interrogatorios habían llamado a la ciudad. Dicho Gregorio se las había arreglado para dar siempre a la policía la misma respuesta: —Apenas lo conozco, a mi hermano. En el fondo, lo único que sé es que se llamaba José, y que cuando lo vi por última vez tendría unos diez o, digamos doce años. Solía limpiarme las botas y traernos cerveza, cuando mi madre y yo queríamos cerveza.

De modo que, aunque de ello resultara que mi bisabuela había sido una bebedora de cerveza, la respuesta de Gregorio Koljaiczek de poco le sirvió a la policía. En cambio, de tanto mayor provecho había de ser la existencia del mayor de los Koljaiczek para mi abuela Ana. Gregorio, que había pasado algunos años de su vida en Stettin, en Berlín y finalmente en Schneidemühl, se quedó en Danzig, encontró trabajo en la fábrica de pólvora del «Bastión de los Conejos» y, transcurrido un año, una vez que todas las complicaciones como la del matrimonio con el supuesto Wranka quedaron aclaradas y archivadas, se casó con mi abuela, a la que por lo visto le había dado por los Koljaiczek, y que nunca se habría casado con Gregorio, o en todo caso no tan rápidamente, si no hubiera sido un Koljaiczek.

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