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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (8 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Vi pues la luz del mundo en forma de dos bombillas de sesenta vatios. De ahí que, aun hoy en día, ese texto bíblico que dice: «Que la luz sea, y la luz fue», se me antoje como el lema publicitario más acertado de la casa Osram. Excepto por el obligado desgarramiento del perineo, mi nacimiento estuvo muy bien. Sin fatiga especial me liberé de la posición de cabeza tan apreciada a la vez por las madres, los fetos y las comadronas.

Para decirlo de una vez, fui de esos niños de oído fino cuya formación intelectual se halla ya terminada en el momento del nacimiento y a los que después sólo les falta confirmarla. Y si en cuanto embrión sólo me había escuchado imperturbablemente a mí mismo y había contemplado mi imagen reflejada en las aguas maternas, con espíritu tanto más crítico atendía ahora a las primeras manifestaciones espontáneas de mis padres bajo la luz de las bombillas. Mi oído era sumamente sensible, y aunque mis orejas fueran pequeñas, algo plegadas, y pegadas, pero no por ello menos graciosas, es el caso que conservo todas y cada una de aquellas palabras tan importantes ahora para mí, porque constituyen mis primeras impresiones. Es más, lo que captaba con el oído lo ponderaba al propio tiempo con ingenio agudísimo, y después de haber reflexionado debidamente sobre todo lo que había escuchado, decidí hacer esto y aquello y no hacer, en ningún caso, eso y lo otro.

—Es un niño —dijo aquel señor Matzerath que creía ser mi padre—. Más adelante podrá hacerse cargo del negocio. Ahora sabemos por fin para quién trabajamos.

Mamá pensaba menos en el negocio y más en la ropita de su bebé: —Ya sabía yo que iba a ser un niño, aunque alguna vez dijera que sería una nena.

Así tuve ocasión de familiarizarme tempranamente con la lógica femenina, y en seguida dijo: —Cuando el pequeño Óscar cumpla tres años, le compraremos un tambor.

Por un buen rato estuve reflexionando y comparando la promesa materna y la paterna. Mientras, observaba y escuchaba una mariposa nocturna que se había extraviado en el cuarto. De talla mediana y cuerpo hirsuto, cortejaba a las dos bombillas de sesenta vatios, proyectando unas sombras que desproporcionadamente grandes en relación con la envergadura verdadera de sus alas desplegadas, cubrían, llenaban y agrandaban a sacudidas la habitación y sus muebles. Pero, más que aquel juego de luz y sombras, lo que retuve fue el ruido que se producía entre la mariposa y las bombillas. La mariposa parloteaba sin cesar, como si tuviera prisa por vaciarse de su saber, como si no debiera tener ya más ocasión de futuros coloquios con las bombillas, como si el diálogo entablado con ellas hubiera de ser su última confesión y, una vez obtenido el género de absolución que suelen dar las bombillas, ya no hubiera más lugar para el pecado y la ilusión.

Y hoy Óscar dice simplemente: la mariposa tocaba el tambor. He oído tocar el tambor a conejos, a zorros y marmotas. Tocando el tambor, las ranas pueden concitar una tempestad. Dicen del pájaro carpintero que, tocando el tambor, hace salir a los gusanos de sus escondites. Y finalmente, el hombre toca el bombo, los platillos, atabales y tambores. Habla de revólveres de tambor, de fuego de tambor; con el tambor se saca a la gente de sus casas, al son del tambor se las congrega y al son del tambor se la manda a la tumba. Esto lo hacen, tocando el tambor, niños y muchachos. Pero hay también compositores que escriben conciertos para cuerdas y batería. Me permito recordar la Grande y la Pequeña Retreta y señalar asimismo los intentos de Óscar hasta el presente: pues bien, todo esto es nada comparado con la orgía tamborística que en ocasión de mi nacimiento ejecutó la mariposa nocturna con las dos sencillas bombillas de sesenta vatios. Tal vez haya negros en lo más oscuro del África, o algunos en América que no han olvidado al África todavía; tal vez les sea dado a esas gentes rítmicamente organizadas poder tocar el tambor en forma disciplinada y desencadenada a la vez, igual o de modo parecido al de mi mariposa, o imitando a mariposas africanas, las cuales, como es sabido, son más grandes y más hermosas que las mariposas de la Europa oriental: por mi parte debo atenerme a mis cánones europeos-orientales y contentarme con aquella mariposa no muy grande, empolvada y parduzca de la hora de mi nacimiento, a la que llamo el maestro de Óscar.

Fue en los primeros días de septiembre. El sol estaba en el signo de la Virgen. Desde lejos avanzaba en la noche, moviendo cajas y armarios de un lado para otro, una tormenta de fines de verano. Mercurio me hizo crítico, Urano fantasioso, Venus me deparó una escasa felicidad; Marte me hizo creer en mi ambición. En la casa del Ascendente subía la Balanza, lo que me hizo sensible y me llevó a exageraciones. Neptuno entraba en la décima casa, la de la mitad de la vida, andándome definitivamente entre el milagro y la simulación. Fue Saturno, en oposición a Júpiter en la tercera casa, quien puso mi filiación en duda. Pero, ¿quién envió la mariposa y les permitió, a ella y al estrépito de una tormenta de fines de verano, parecido al que arma un maestro de escuela, aumentar en mí el gusto por el tambor de hojalata prometido por mi madre y hacerme el instrumento cada vez más manejable y deseable?

Gritando pues por fuera y dando exteriormente la impresión de un recién nacido amoratado, tomé la decisión de rechazar rotundamente la proposición de mi padre y todo lo relativo al negocio de ultramarinos, y de examinar en cambio con simpatía en su momento, o sea en ocasión de mi tercer aniversario, el deseo de mamá.

Al lado de estas especulaciones relativas a mi futuro, me confirmé a mí mismo que mamá y aquel padre Matzerath carecían del sentido necesario para comprender mis objeciones y decisiones y respetarlas en su caso. Solitario, pues, e incomprendido yacía Óscar bajo las bombillas, habiendo llegado a la conclusión de que aquello iba a ser así hasta que un día, sesenta o setenta años más adelante, viniera un cortocircuito definitivo a interrumpir la corriente de todos los manantiales luminosos; perdí en consecuencia el gusto de la vida aun antes de que ésta empezara bajo las bombillas, y sólo la perspectiva del tambor de hojalata me retuvo en aquella ocasión de dar a mi deseo de volver a la posición embrionaria en presentación cefálica una expresión más categórica.

Para entonces ya la comadrona había cortado el cordón umbilical, de modo que tampoco se podía hacer otra cosa.

El álbum de fotos

Guardo un tesoro. Durante todos estos malos años, compuestos únicamente de los días del calendario, lo he guardado, lo he escondido y lo he vuelto a sacar; durante el viaje en aquel vagón de mercancías lo apretaba codiciosamente contra mi pecho, y si me dormía, dormía Óscar sobre su tesoro: el álbum de fotos.

¿Qué haría yo sin este sepulcro familiar al descubierto, que todo lo aclara? Cuenta ciento veinte páginas. En cada una de ellas hay pegadas, al lado o debajo unas de otras, en ángulo recto, cuidadosamente repartidas, respetando aquí la simetría y descuidándola allá, cuatro o seis fotos, o a veces sólo dos. Está encuadernado en piel, y cuanto más viejo se hace, tanto más va oliendo a ella. Hubo tiempos en que el viento y la intemperie lo afectaban. Las fotos se despegaban, obligándome su estado desamparado a buscar tranquilidad y ocasión para asegurar a las imágenes ya casi perdidas, por medio de algún pegamento, su lugar hereditario.

¿Qué otra cosa, cuál novela podría tener en este mundo el volumen épico de un álbum de fotos? Pido a Dios —que cual aficionado diligente nos fotografía cada domingo desde arriba, o sea en visión terriblemente escorzada y con una exposición más o menos favorable, para pegarnos en su álbum— que me guíe a través del mío, impidiendo toda demora indebidamente prolongada, por agradable que sea, y no dando pábulo a la afición de Óscar por lo laberíntico. ¡Cuánto me gustaría poder servir los originales junto con las fotos!

Dicho sea de paso, hay en él los uniformes más variados; cambian las modas y los peinados, mamá engorda y Jan se hace más flaco, y hay gente a la que ni conozco; en algunos casos puede adivinarse quien tomaría la foto; y luego, finalmente, viene la decadencia: de la foto artística de principios de siglo se va degenerando hasta la foto utilitaria de nuestros días. Tomemos por ejemplo aquel monumento de mi abuelo Koljaiczek y esta foto de pasaporte de mi amigo Klepp. La simple comparación del retrato parduzco del abuelo y la foto brillante de Klepp, que parece clamar por un sello oficial, basta para darme a entender a dónde nos ha conducido el progreso en materia de fotografía. Sin hablar del ambiente de estas fotos al minuto. A este respecto, sin embargo, tengo más motivos de reproche que mi amigo, ya que en mi condición de propietario del álbum estaba yo obligado a cuidar de su calidad. Si algún día vamos al infierno, uno de los tormentos más refinados consistirá sin duda en encerrar juntos en una misma pieza al hombre tal cual y las fotos enmarcadas de su tiempo. Y aquí cierto dramatismo: ¡Oh, tú, hombre entre instantáneas, entre fotos sorpresa y fotos al minuto! ¡Hombre a la luz del magnesio, erecto ante la torre inclinada de Pisa; hombre del fotomatón, que has de dejar iluminar tu oreja derecha para que la foto sea digna del pasaporte! Dramas aparte, tal vez dicho infierno resulte de todos modos soportable, porque las impresiones peores son aquellas que sólo se sueñan, pero no se hacen, y si se hacen, no se revelan.

En nuestros primeros tiempos, Klepp y yo mandábamos hacer nuestras fotos en la Jülicherstrasse, en la que comiendo espaguetis contrajimos nuestra amistad. En aquel tiempo yo andaba a vueltas con planes de viaje. Es decir: estaba tan triste, que quería emprender un viaje, y necesitaba para ello un pasaporte. Pero comoquiera que no disponía de dinero bastante para pagarme un viaje completo, o sea un viaje que comprendiera Roma, Nápoles o por lo menos París, me alegré de aquella falta de metálico, porque nada hubiera sido más triste que tener que partir en estado de depresión. Y como sí teníamos los dos dinero bastante para ir al cine, Klepp y yo frecuentábamos en aquella época las salas en las que, conforme a su gusto, pasaban películas del Far West, y conforme al mío cintas en las que María Schell lloraba, de enfermera, y Borsche, de cirujano en jefe, tocaba, inmediatamente después de una operación de las más difíciles y con las puertas del balcón abiertas, sonatas de Beethoven, patentizando al propio tiempo su gran sentido de responsabilidad.

Lo que más nos hacía sufrir era que las funciones sólo duraran un par de horas. Algunos de los programas los hubiéramos vuelto a ver de buena gana. Y no era raro que después de alguna sesión nos levantáramos con el propósito de pasar por la taquilla para adquirir los billetes de la sesión siguiente. Pero apenas habíamos salido de la oscuridad, la vista de la cola más o menos larga frente a la taquilla nos quitaba el valor. Y no era sólo la taquillera la que nos hacía sentir vergüenza, sino también todos aquellos individuos desconocidos que escrutaban nuestras caras con la mayor desfachatez, intimidándonos hasta el punto de que ya no nos atrevíamos a alargar la cola frente a la taquilla.

Y así íbamos entonces, después de cada sesión de cine, a un gabinete fotográfico que quedaba junto a la Plaza Graf Adolf, para hacernos sacar unas fotos de pasaporte. Allí ya nos conocían y sonreían al vernos entrar, pero nos invitaban de todos modos amablemente a tomar asiento. Eramos clientes y como a tal se nos respetaba. En cuanto se desocupaba la cabina, una señorita, de la que sólo recuerdo que era simpática, nos introducía a uno después de otro, nos daba unos ligeros retoques, primero a mí y luego a Klepp, y nos mandaba mirar a un punto fijo, hasta que un relámpago y un timbre sincronizado con él nos advertían que habíamos quedado grabados, seis veces consecutivas, sobre la placa.

Apenas fotografiados, tensos aún los labios, la señorita —simpática, nada más, y también bien vestida— nos sentaba en sendas sillas cómodas de mimbre y nos rogaba amablemente que tuviéramos cinco minutos de paciencia. Al fin teníamos algo por qué esperar. Transcurridos apenas siete minutos, la señorita, que seguía siendo simpática pero que por lo demás no acierto a describir, nos entregaba dos bolsitas, y pagábamos.

¡Qué aire de triunfo en los ojos ligeramente saltones de Klepp! Tan pronto como teníamos las bolsitas, teníamos también un pretexto para dirigirnos a la próxima cervecería; porque a nadie le gusta contemplar su propia imagen en plena calle polvorienta, en medio del ruido, convertido en obstáculo para los demás transeúntes. La misma fidelidad que teníamos a la galería fotográfica, se la teníamos a la cervecería de la Friedrichstrasse. Después de haber pedido cerveza, morcilla con cebollas y pan negro, y aun antes de que nos sirvieran, extendíamos todo alrededor del tablero de la mesa las fotos todavía húmedas y nos sumíamos, entre la cerveza y la morcilla que mientras tanto nos habían servido, en la contemplación de nuestras propias expresiones faciales.

Además, llevábamos siempre con nosotros alguna de las fotos tomadas en ocasión de nuestra sesión de cine anterior, lo que permitía establecer comparaciones; y, habiendo oportunidad para comparación, la había también para un tercero y un cuarto vaso de cerveza, a fin de crear alegría o, como se dice en el Rin, ambiente.

Sin embargo, no quisiera en modo alguno que se entendiera aquí que le es posible a un hombre triste desobjetivar su tristeza mirando su foto de pasaporte; pues la tristeza es ya inobjetiva de por sí, por lo menos la mía, y la de Klepp no se dejaba derivar de algo concreto y revelaba, precisamente en su falta casi jovial de objetividad, una fuerza que nada era capaz de atenuar. Si existía algún modo de familiarizarnos con nuestra tristeza, ello sólo resultaba posible contemplando las fotos, porque en aquellas instantáneas en serie nos veíamos a nosotros mismos, si no distintos, sí por lo menos pasivos y neutralizados, y eso era lo importante. Por ello podíamos comportarnos con nosotros mismos como nos viniera en gana, bebiendo cerveza, ensañándonos con la morcilla, creando ambiente y jugando. Plegábamos las pequeñas fotos, las doblábamos y las recortábamos con unas tijeritas que ex profeso llevábamos siempre encima. Combinábamos retratos más antiguos con los más recientes, nos representábamos tuertos o con tres ojos, pegábamos narices a nuestras orejas, hablábamos o callábamos con la oreja derecha, y juntábamos la frente con la barbilla. Y esto lo hacíamos no sólo cada uno con sus propias fotos, sino que Klepp escogía algunos detalles de las mías y yo tomaba a mi vez algo característico de las suyas, logrando por medio de estos montajes crear nuevos individuos que fueran, así lo deseábamos, más felices. De vez en cuando regalábamos una foto.

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