Read El tambor de hojalata Online

Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (9 page)

BOOK: El tambor de hojalata
9.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Habíamos tomado la costumbre —me refiero exclusivamente a Klepp y a mi dejando a un lado a los personajes montados— de regalar al camarero de la cervecería, al que llamábamos Rudi, una foto en cada visita, lo que significa por lo menos una por semana. Rudi, que era un tipo que merecía tener doce hijos y ocho más en tutela, sabía de nuestra pena y poseía ya docenas de fotos nuestras de perfil y otras tantas de frente, a pesar de lo cual ponía siempre una cara llena de simpatía y nos daba las gracias cada vez que, después de larga deliberación y de una selección meticulosa, le entregábamos las fotos.

A la señorita de la barra y a la muchacha pelirroja que llevaba la tabaquería sobre la barriga Óscar nunca les regaló una foto, porque a las mujeres no habría nunca que regalarles fotos, ya que sólo hacen mal uso de ellas. En cambio Klepp, que a pesar de su gordura no perdía ocasión de lucirse frente a las mujeres y, comunicativo hasta la temeridad, se habría mudado la camisa ante cualquiera de ellas, es seguro que hubo de dar en una ocasión, sin que yo me enterara, una foto suya a la muchacha de los cigarros, ya que acabó prometiéndose con dicha mocosa desdeñosa y casándose un buen día con ella, para así recuperar su foto.

Me he anticipado algo y he dedicado demasiadas palabras a las últimas hojas del álbum de fotos. Estas instantáneas estúpidas que no se lo merecen o, en su caso, sólo a título de comparación destinada a hacer ver la fuerte e inaccesible impresión, la impresión artística que me produce todavía hoy la foto de mi abuelo Koljaiczek de la primera página del álbum.

Bajo y fornido, se le ve de pie al lado de una mesita torneada. Por desgracia no se dejó tomar la foto como incendiario, sino como bombero voluntario Wranka. Le falta, por consiguiente, el bigote. Pero el uniforme bien ceñido, con la medalla de salvamento, y el casco que convierte a la mesita en altar alcanzan casi a compensar el bigote del incendiario. ¡Qué mirada seria, la suya, consciente de toda la miseria de principios de siglo! Esa mirada, en que el orgullo no oculta la inmensa tragedia, parece haber estado de moda durante el Segundo Imperio, ya que la muestra también Gregorio Koljaiczek, el polvorero borracho, que en las fotos da más bien la impresión de estar sobrio. Más mística, por estar tomada en Tschenstochau, la foto que reproduce a Vicente Bronski con un cirio bendito en la mano. Una foto de juventud del endeble Jan Bronski constituye un testimonio de virilidad melancólica obtenido con los medios de la fotografía primitiva.

En las mujeres de aquella época esa mirada de superioridad era más rara. Inclusive mi abuela Ana, que bien sabe Dios que era todo un personaje, se adorna en las fotos anteriores a la primera guerra con una insulsa sonrisa insistente y no deja sospechar absolutamente nada de la capacidad de asilo de sus cuatro faldas superpuestas, ejemplo de discreción.

Y aun durante los años de la guerra siguen sonriéndole al fotógrafo que, con movimientos de bailarina, disparaba con un clic-clic bajo su trapo negro. Tengo, montadas sobre cartón, en tamaño doble del de una tarjeta postal, nada menos que a veintitrés enfermeras del hospital de Silberhammer, entre ellas mamá, agrupadas tímidamente alrededor de un médico mayor que sirve de pivote. Algo más desenvueltas preséntanse estas damas del hospital en la escena figurada de una fiesta de disfraces, en la que participan también soldados convalecientes de sus heridas. Mamá se atreve hasta a guiñar un ojo y hace como que tira un besito en su boca que, a pesar de sus alas de ángel y sus cabellos de estopa, parece decir: También los ángeles tienen sexo. Matzerath, arrodillado ante ella, ha escogido un disfraz que de buena gana habría llevado todos los días de su vida: se le ve de jefe cocinero, blandiendo un cucharón, con un gorro blanco almidonado. De uniforme, en cambio, condecorado con la Cruz de Hierro de segunda clase, también mira de frente, como los Koljaiczek y los Bronski, con la misma mirada trágicamente consciente, y se le ve en todas las fotos superior a las mujeres.

Después de la guerra la cosa cambia. Los hombres tienen todos un aire de reclutas, y ahora son las mujeres las que saben adaptarse al marco, las que tienen motivo para mirar seriamente y que, aun cuando sonríen, no pretenden esconder el empaste del dolor que han aprendido. ¿No logran acaso, ya sea sentadas, de pie o semitendidas, con medias lunas de pelo negro pegadas a las sienes, establecer un nexo conciliador entre la Madona y la venalidad?

La foto de mamá a los veintitrés años —hubo de haber sido tomada poco antes de su embarazo— muestra a una señora joven, la cabeza redonda y bien hecha, ligeramente inclinada sobre un cuello carnoso bien torneado, que mira directamente a los ojos del que contempla la imagen y transfigura los contornos puramente sensuales mediante la aludida sonrisa melancólica y un par de ojos que parecen acostumbrados a considerar las almas de sus semejantes, y aun la suya propia, más en gris que en azul y a la manera de un objeto sólido, digamos como una taza de café o una boquilla. Sin embargo, la mirada de mamá no encajaría con la palabra «espiritual» si se me antoja adjuntársela a guisa de adjetivo calificativo.

No más interesantes, sin duda, pero sí más fáciles de juzgar y por consiguiente más ilustrativas resultan las fotos de grupos de aquella época. Sorprende ver cuánto más bellos y nupciales eran los vestidos de novia al tiempo de firmarse el tratado de Rapallo. En su foto de casamiento, Matzerath lleva todavía cuello duro. Está bien, elegante, casi intelectual. Con el pie derecho un poco adelantado trata tal vez de parecerse a algún actor de cine de aquellos días, tal vez a Harry Liedtke. En dicho tiempo las faldas se llevaban cortas. El vestido de novia de la novia, mamá, un vestido blanco plisado en mil pliegues, apenas le llega debajo de la rodilla y permite apreciar sus piernas bien torneadas y sus lindos piececitos bailadores en zapatos blancos con hebilla. Entre los concurrentes vestidos a la manera de la ciudad y los que se dedican a posar siguen siempre destacando, por su rigidez provinciana y por esa falta de aplomo que inspira confianza, mi abuela Ana y su bienaventurado hermano Vicente. Jan Bronski, que desciende al igual que mamá del mismo campo de patatas que su tía Ana y que su devoto padre, logra disimular tras la elegancia dominguera de un secretario del Correo polaco su origen rural cachuba. Por pequeño y precario que pueda parecer entre los que rebosan salud y los que ocupan mucho lugar, sus ojos poco comunes y la regularidad casi femenina de sus facciones constituyen, aun cuando esté a un lado, el centro de toda la foto.

Hace ya un rato que estoy contemplando un grupo tomado poco después del casamiento. Necesito recurrir a mi tambor para tratar de evocar con mis palillos, ante el rectángulo mate y descolorido, el trío identificable sobre el cartón.

La ocasión de esta foto hubo de ofrecerse en la esquina de la calle de Magdeburg con el Heeresanger, junto al Hogar de los Estudiantes Polacos, o sea en la casa de los Bronski, porque muestra el fondo de un balcón en pleno sol, medio emparrado por una trepadora, tal como sólo los solían ostentar las casas del barrio polaco. Mamá está sentada, en tanto que Matzerath y Jan Bronski están de pie. Pero, ¿cómo está sentada, y cómo están los otros de pie? Por algún tiempo fui lo bastante tonto como para querer medir, con la ayuda de un compás escolar que Bruno hubo de comprarme, y con regla y escuadra, la constelación de dicho triunvirato: ya que mamá bien valía por un hombre. Ángulo de inclinación del cuello, un triángulo escaleno; procedí a translaciones paralelas, a equivalencias forzadas, a curvas que se cortaban significativamente más allá, o sea en el follaje de la trepadora, y daban un punto; porque yo buscaba un punto, creía en un punto y necesitaba un punto: punto de referencia, punto de partida, suponiendo que no se tratara de un punto de vista.

De estas mediciones de aficionado sólo resultaron unos agujeritos minúsculos pero no menos molestos que hice con la punta de mi compás en los lugares más importantes de la valiosa foto. ¿Qué tenía, pues, de particular la copia? ¿Qué es lo que me hacía buscar y aun encontrar en este rectángulo relaciones matemáticas y, lo que es más ridículo, cósmicas? Tres seres: una mujer sentada y dos hombres de pie. Ella, morena, con su permanente al agua; el pelo de Matzerath, rubio crespo, y el dejan, pegado, peinado hacia atrás, castaño. Los tres sonríen: Matzerath más que Jan Bronski, mostrando ambos sus dientes superiores, entre los dos cinco veces más que mamá, que sólo ostenta un trazo de sonrisa en la comisura de los labios y ninguna en absoluto en los ojos. Matzerath posa su mano izquierda sobre el hombro derecho de mamá, en tanto que Jan se limita a apoyar ligeramente su mano derecha en el respaldo. Ella, con las rodillas inclinadas hacia su derecha, pero por lo demás de frente, de las caderas para arriba, tiene en sus manos un cuaderno que por algún tiempo tomé por uno de los álbumes de sellos de Bronski, luego por una revista de modas y, finalmente, por una colección de cromitos de las cajetillas de cigarrillos con las fotos de los actores de cine. Las manos de mamá hacen como si se dispusieran a hojear el cuaderno tan pronto como se haya impresionado la placa y tomado la foto. Los tres parecen felices y como tolerantes el uno respecto del otro en materia de aquella clase de sorpresas que sólo se producen cuando uno de los miembros del pacto tripartido anda con secretos o los oculta desde el principio. Con la cuarta persona, o sea con la esposa dejan, Eduvigis Bronski, antes Lemke, que posiblemente en aquella época estaba ya encinta del futuro Esteban, sólo guardan relación en cuanto ésta tiene por misión enfocar el aparato fotográfico hacia los otros tres y hacia la felicidad de estos otros tres seres, a fin de que esta triple felicidad se deje preservar por lo menos mediante la técnica de la fotografía.

He despegado asimismo otros rectángulos del álbum para compararlos con éste. Vistas en las que se puede identificar a mamá con Matzerath o con Bronski. En ninguna de ellas resulta lo irrevocable, la última solución posible, tan clara como en la foto del balcón. Jan y mamá en una misma placa: esto huele a tragedia, a aventura y a extravagancia que lleva a la saciedad, saciedad que lleva consigo la extravagancia. Matzerath al lado de mamá: aquí destila un amor de fin de semana; aquí campean las chuletas a la vienesa, las riñas antes de la cena y los bostezos después; aquí, para dar al matrimonio un fondo espiritual, hay que contarse chistes o evocar la declaración de impuestos antes de irse a la cama. De todos modos, prefiero este aburrimiento fotografiado a la ominosa instantánea de algunos años más tarde, que muestra a mamá sobre las rodillas dejan Bronski en el escenario del bosque de Oliva, cerca de Freudental. Porque esta obscenidad —Jan introduce su mano bajo el vestido de mamá— no hace más que captar la ciega pasión furiosa de la desgraciada pareja, adúltera desde el primer día del matrimonio Matzerath, a la que aquí, según supongo, el propio Matzerath sirve de fotógrafo complaciente. Nada se percibe ya de aquella serenidad del balcón, de aquellas actitudes cautelosamente cómplices, que probablemente sólo se daban cuando los dos hombres se ponían al lado o detrás de mamá, o estaban tendidos a sus pies, como en la playa del establecimiento de baños de Heubude: véase la foto.

Hay aquí otro rectángulo que muestra, formando un triángulo, a los tres personajes más importantes de mis primeros años. Aunque no tan concentrado como la imagen del balcón, irradia de todos modos aquella paz tensa que probablemente sólo puede establecerse y posiblemente firmarse entre tres personas. Por mucho que se pueda criticar la técnica triangular tan apreciada en el teatro, ¿qué pueden hacer dos personas solas en el escenario sino discutir hasta el hastío o bien pensar secretamente en el tercero? En mi pequeña foto están los tres. Están jugando al skat. Esto quiere decir que tienen los naipes cual abanicos bien dispuestos en las manos, pero no miran a sus triunfos como si estuvieran jugando, sino al aparato fotográfico. La mano dejan, excepto por el índice algo levantado, reposa plana al lado de un montón de monedas; Matzerath clava las uñas en el paño, y mamá se permite, según me parece, una bromita: en efecto, ha sacado una carta y la presenta al objetivo del aparato, pero sin mostrarla a los otros dos jugadores.

¡Con qué facilidad, mediante un simple gesto, mediante la mera exhibición de la dama de corazones, puede evocarse un símbolo discreto! Porque, ¿quién no juraría por la dama de corazones?

El skat —que, como es sabido, sólo se puede jugar entre tres— era para mamá y los dos señores no sólo el juego más adecuado, sino también su refugio, el puerto al que volvían siempre que la vida quería llevarlos, en esta o aquella combinación de dos, a jugar a juegos insulsos como el sesenta y seis o el tres en raya.

Baste ya de los tres que me trajeron al mundo, aunque no les faltara nada. Antes de llegar a mi persona, una palabra a propósito de Greta Scheffler, la amiga de mamá, y de su esposo el panadero Alejandro Scheffler. Calvo él, ella riendo con una dentadura de caballo compuesta por una buena mitad de dientes de oro. Él, corto de piernas, sin alcanzar la alfombra cuando estaba sentado; ella, en vestidos de punto tejidos por ella misma con infinidad de motivos ornamentales. Más adelante, otras fotos de los dos Scheffler, en sillas extensibles o ante los botes de salvamento del transatlántico
Wilhelm Gustloff
o sobre la cubierta de paseo del
Tannenberg
, del servicio marítimo prusiano-oriental. Año tras año hacían viajes y traían recuerdos intactos de Pillau, de Noruega, de las Azores, de Italia, a su casa del Kleinhammerweg, donde él cocía panecillos y ella adornaba fundas de cojín con puntos de diente de ratón. Cuando no hablaba, Alejandro Scheffler se humedecía infatigablemente el labio superior con la lengua, lo que el amigo de Matzerath, el verdulero Greff, que vivía del otro lado de la calle casi frente a nosotros, le criticaba como una falta indecente de gusto.

Aunque Greff fuera casado, era sin embargo más jefe de exploradores que esposo. Una foto lo muestra fornido, seco y sano, en uniforme de pantalón corto, con los cordoncillos de jefe y el sombrero de los exploradores. A su lado se encuentra un muchacho rubio de unos trece años, de ojos tal vez demasiado grandes, al que Greff pone la mano sobre la espalda apretándolo contra sí en señal de afecto. Al joven no lo conocía, pero a Greff lo había de conocer y comprender más adelante a través de su esposa Lina.

BOOK: El tambor de hojalata
9.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Catered Birthday Party by Isis Crawford
The Temporary Wife by Mary Balogh
The Butterfly Storm by Frost, Kate
Mystery for Megan by Burlingham , Abi;
The Hundred-Year House by Rebecca Makkai