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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (7 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Su trabajo en la fábrica de pólvora libró a Gregorio del uniforme de colores que poco después había de convertirse en gris verdoso. Vivían los tres en el mismo piso de una alcoba y media que durante tantos años brindara refugio al incendiario. Revelóse sin embargo que un Koljaiczek no resulta necesariamente igual al siguiente, porque, apenas transcurrido un año de matrimonio, mi abuela se vio precisada a tomar en alquiler la tienda de los bajos del edificio del Troyl donde tenían el piso y que precisamente se hallaba desocupada y, vendiendo cachivaches, desde alfileres hasta repollos, hubo de ganar el sustento para la familia, ya que Gregorio, pese a que en la fábrica ganaba buen dinero, no llevaba a la casa ni para lo más elemental, pues se lo bebía todo. O sea que Gregorio, que había salido probablemente a mi abuela, era un bebedor, en tanto que mi abuelo Koljaiczek sólo de vez en cuando tomaba su copita. Y no es que Gregorio bebiera porque estuviera triste. Aun estando contento, lo que le ocurría raramente, ya que tenía propensión a la melancolía, no bebía para alegrarse. Bebía porque le gustaba en todo ir hasta el fondo de las cosas, y así también en materia de alcohol. Nadie vio nunca que Gregorio Koljaiczek, en todos los días de su vida, dejara una copita a medio vaciar.

Mamá, que era entonces una moza regordeta de quince años, aportaba su concurso: ayudaba en la tienda, pegaba los cupones del racionamiento, repartía los sábados la mercancía y escribía unos recordatorios de pago desmañados, sin duda, pero no por ello menos de fantasía, destinados a activar el cobro de las deudas de los clientes que compraban a crédito. Es lástima que no tenga yo ahora ninguna de estas cartas. ¡Sería magnífico, en efecto, si pudiera yo citar en este punto alguno de aquellos gritos de angustia, mitad infantiles y mitad virginales, de las epístolas de una semihuérfana! Porque lo que es Gregorio Koljaiczek, nunca fue un padrastro completo. Antes bien, mi abuela y su hija se veían siempre en apuros para salvar su caja, con mucho más de cobre que de plata, y que consistía en dos platos de peltre superpuestos, de la mirada melancólica, muy a la manera de Koljaiczek, del sediento polvorero. Así que sólo hacia el año diecisiete, al morir Gregorio Koljaiczek de la gripe, fue cuando el margen de beneficio de la tienda miscelánea empezó a aumentar, aunque no mucho, porque ¿qué es lo que podía venderse el año diecisiete?

La alcoba del piso de un cuarto y medio, que se hallaba vacía desde la muerte del polvorero porque mamá, temiendo el infierno, no quería dormir en ella, fue ocupada por Jan Bronski, el primo de mamá, que a la sazón tenía unos veinte años y había dejado Bissau y a su padre Vicente para iniciar ahora, provisto de un buen certificado de la escuela secundaria de Karthaus y habiendo concluido su aprendizaje en la oficina de correos de la capital del distrito, su carrera administrativa en la central de correos de Danzig I. Además de su baúl, Jan llevó a la habitación de su tío su voluminosa colección de sellos. Había empezado a coleccionarlos desde muy niño, de modo que su relación con el servicio de correos era no sólo profesional, sino además personal y circunspecta. El mozo, que era delgado y andaba algo encorvado, tenía una bella cara ovalada, un poco demasiado dulce tal vez, y unos ojos suficientemente azules como para que mamá, que contaba entonces diecisiete años, pudiera enamorarse de él. Había pasado ya tres veces la revista, pero otras tantas había sido dado por inútil, a causa de su estado lamentable. Esto, en aquella época, en la que cualquier cosa, por poco que se mantuviera derecha, se mandaba a Verdun para ponerla en el suelo de Francia en la horizontal perpetua, es muy significativo por lo que hace a la constitución física de Jan Bronski.

De hecho, el amorío habría debido de empezar ya al mirar juntos los álbumes de sellos, o al examinar, cabeza con cabeza, el dentellado de los ejemplares particularmente raros. Sin embargo, sólo se inició, o por lo menos sólo se declaró al pasar Jan su cuarta revista. Mamá lo acompañó en esta ocasión a la comandancia de distrito, puesto que de todos modos tenía que ir a la ciudad, y lo esperó allí cerca de la garita ocupada por uno de la reserva, convencida, lo mismo quejan, que esta vez éste tendría que ir a Francia para curarse allí, en aquel aire saturado de hierro y plomo, su tórax deficiente.

Es posible que mamá se haya puesto a contar repetidamente, con resultados contradictorios, los botones del reservista. Puedo imaginarme por mi parte que los botones de todos los uniformes están dispuestos de tal manera que, al contarlos, el último significa siempre Verdun, una de las numerosas colinas del Hartmannsweiler o algún riachuelo: el Soma o el Marne.

Cuando, transcurrida apenas una hora, el mozo revisado por cuarta vez salió del portal de la comandancia, bajó atropellándose la escalinata y, echándole los brazos al cuello, le murmuró a mamá al oído aquella sentencia tan dulce de escuchar en aquellos tiempos: «¡Ni ríñones, ni cogote: pospuesto hasta el año próximo!», entonces mamá apretó a Jan por vez primera contra su pecho, y no sé si en alguna otra ocasión pudo volver a apretarlo con mayor felicidad.

Los detalles de aquel tierno amorío de guerra me son desconocidos. Jan vendió una parte de su colección de sellos para poder satisfacer los deseos de mamá, que tenía un gusto muy pronunciado por lo bello, lo elegante y lo caro, y aun parece que llevaba en aquella época un diario íntimo que más tarde, por desgracia, se perdió. Mi abuela, por lo visto, se mostró tolerante con la afinidad de la pareja —de la que cabe suponer que iría más allá del mero parentesco—, porque Jan siguió ocupando su habitación en el diminuto piso del Troyl hasta poco después de la guerra. Sólo la dejó cuando la existencia de un tal señor Matzerath se hizo manifiesta y ya no podía negarse por más tiempo. A dicho señor hubo de conocerlo mamá en el verano del dieciocho, al servir ella en calidad de enfermera auxiliar en el hospital de Silberhammer, cerca de Oliva. Alfredo Matzerath, natural de Renania, yacía allí con un muslo atravesado de parte a parte, y no tardó, con su jovial manera renana, en convertirse en el favorito de todas las enfermeras, incluida la señorita Agnés. Cuando estuvo medio curado, empezó a cojear por el corredor, apoyado ora en una ora en otra de las enfermeras, y ayudaba a la señorita Agnés en la cocina, en parte porque la cofia le quedaba bien a la carita redonda de ella y, en parte, porque él mismo era un cocinero apasionado, que sabía transformar los sentimientos en sopas.

Una vez curado del todo, Matzerath permaneció en Danzig, donde en seguida halló trabajo en calidad de representante de su empresa renana, un negocio importante en el ramo del papel. La guerra ya se había agotado. Se estaban improvisando tratados de paz, cuidando de que pudieran procurar motivos de nuevas guerras: la región alrededor de la desembocadura del Vístula, más o menos desde Vogelsang hasta Pieckel, y de aquí, siguiendo el curso del Vístula, hasta Czattkau, donde formaba un ángulo recto hasta Schónfliess y luego una bolsa alrededor del bosque de Saskosch hasta el lago Otomín, dejando a un lado Mattern, Ramkau y el Bissau de mi abuela y alcanzando el Báltico junto a Klein-Katz, se convirtió en Estado libre y quedó bajo la tutela de la Sociedad de Naciones. En el territorio mismo de la ciudad, Polonia obtuvo un puerto libre, la Westerplatte con el depósito de municiones, la administración de los ferrocarriles y un servicio propio de correos en la plaza Hevelius.

En tanto que los sellos del Estado libre daban a la correspondencia postal un fasto hanseático de naves y escudos de armas en oro y rojo, los polacos franqueaban sus cartas con escenas macabras en color morado que ilustraban las historias de Casimiro y Batory.

Jan Bronski se pasó al Correo polaco. Este paso fue espontáneo, lo mismo que su opción en favor de Polonia. Muchos quisieron ver en la actitud de mamá hacia él la razón de su preferencia por la nacionalidad polaca. El año veinte, en efecto, o sea aquel en que el mariscal Pilsudski batió al ejército rojo en Varsovia, siendo atribuido el Milagro del Vístula por gente como Vicente Bronski a la Virgen María, y por los expertos militares al general Sikorski o al general Weygand, en dicho año polaco, pues, prometióse mamá con el alemán Matzerath. Casi estoy por creer que mi abuela Ana, lo mismo que Jan, desaprobaba estos esponsales. En todo caso, dejó la tienda del Troyl, que había llegado a prosperar bastante, a su hija, se trasladó al cortijo de su hermano Vicente en Bissau, o sea en territorio polaco, se hizo cargo nuevamente del manejo de la casa y de los campos de remolachas y de patatas, como en los años anteriores a Koljaiczek, dejando así en mayor libertad de comercio y coloquio con la virginal reina de Polonia a su hermano, al que la gracia se le iba subiendo cada día más a la cabeza, y se contentó con acurrucarse en sus cuatro faldas detrás de fuegos otoñales de hojarasca y con mirara al horizonte que los postes del telégrafo seguían dividiendo.

Las relaciones dejan Bronski con mamá no volvieron a mejorar hasta que él encontró a Eduvigis, una muchacha cachuba de la ciudad, pero que poseía algunas tierras en Ramkau, y se casó con ella. En ocasión de un baile en el café Woyke, en el que se encontraron casualmente, parece ser que mamá presentó a Jan a Matzerath. Los dos señores tan distintos entre sí pero unánimes a propósito de mamá, simpatizaron, aunque Matzerath con una franqueza muy renana, calificara la conversión de Jan al Correo polaco de idea inspirada por el alcohol. Jan bailó con mamá, y Matzerath con la huesuda e imponente Eduvigis, que tenía la mirada indefinible de una vaca, lo que daba lugar a que se la pusiera en perpetuo estado de gravidez. Siguieron bailando y cambiándose las parejas; cada baile era como un anticipo del siguiente, y así pasaron del titubeo del tango a la oscilación del vals inglés, hasta que, recobrada la confianza con el charleston, se volcaron en el slowfox con una sensualidad casi mística.

Al casarse mamá con Matzerath en el año veintitrés, o sea aquel año en que por el valor de una cerilla podía tapizarse una habitación adornándola con ceros, Jan fue uno de los testigos, y un tal Mühlen, negociante de ultramarinos, el otro. De este Mühlen no tengo mucho que contar. Sólo lo menciono porque mamá y Matzerath le compraron la tienda de ultramarinos del suburbio de Langfuhr, que iba mal y estaba medio arruinada por la venta a crédito, en el momento en que se introdujo el marco consolidado. Y mamá, que en los bajos del Troyl había aprendido a tratar hábilmente con los clientes que compran a crédito y poseía además el sentido de los negocios y una réplica siempre a punto, no tardó en enderezar la cosa a tal grado que Matzerath hubo de abandonar su representación del ramo del papel, en el que de todos modos había mucha competencia, para poder ayudar en la tienda.

Los dos se completaban admirablemente. Lo que mamá conseguía de los clientes detrás del mostrador, lo obtenía igualmente el renano en su trato con los agentes y por medio de sus compras de mayoreo. A esto se añadía el gusto de Matzerath por el arte culinario, que se extendía asimismo al lavado de los platos, con lo que descargaba a mamá, que, por su parte, prefería los guisos sumarios.

La vivienda contigua a la tienda, con todo y ser angosta y mal distribuida, era lo bastante pequeñoburguesa, comparada con el piso del Troyl que yo sólo conozco de oídas, para que mamá se sintiera allí a gusto, por lo menos durante los primeros años de su matrimonio.

Además del corredor largo ligeramente acodado, en el que por lo regular se amontonaban los paquetes de Persil, había la cocina espaciosa, aunque llena también en una buena mitad de mercancías de avena. El salón, cuyas dos ventanas daban al jardín del frente —adornado durante el verano con conchas del Báltico— y a la calle, constituía el núcleo central del piso bajo. Si en el empapelado de las paredes dominaba aquí el color vinoso, el canapé, en cambio, era casi de color púrpura. Una mesa extensible, redondeada de las esquinas, cuatro sillas de cuero negro y una mesita de fumar redonda, que había de cambiar constantemente de lugar, se sustentaban con sus pies negros sobre una alfombra azul. Entre las dos ventanas, dorado y negro, el reloj de pared. Negro, contiguo al canapé, el piano, primero de alquiler, pero luego pagado poco a poco en abonos, con su taburete giratorio sobre una piel de pelo largo amarillenta. Enfrente, el aparador. El aparador negro, con sus puertas correderas de vidrio biselado enmarcadas por óvalos y adornadas las de abajo, que encerraban la vajilla y los manteles, con frutas esculpidas en un negro opaco; con sus pies en forma de garra, negros, su remate perfilado negro —y entre el platón de cristal con frutas de adorno y la copa ganada en una lotería, aquel vacío que había de llenarse más adelante, gracias a la actividad comercial de mamá, con el aparato de radio color café claro.

En el dormitorio, que daba al patio del edificio de cuatro pisos, dominaba el amarillo. Créanmelo: el baldaquín de la ancha cama conyugal era azul claro, y en la cabecera, en una luz azul clara, se veía tendida en una cueva a la Magdalena arrepentida, enmarcada con su cristal, en color de carne natural, suspirando hacia el borde superior derecho y tapándose el pecho con tantos dedos, que siempre había que contarlos de nuevo para cerciorarse de que no eran más de diez. Frente al lecho conyugal, el ropero laqueado en blanco con sus puertas provistas de espejos; a la izquierda, un tocadorcito, y a la derecha una cómoda con cubierta de mármol; colgando del techo, pero no con pantalla como la del salón, sino con dos brazos de latón a los que bajo sendas copas de porcelana ligeramente rosada estaban fijadas las bombillas, de modo que permanecían visibles esparciendo su luz, la lámpara del dormitorio.

Hoy me he pasado la mañana tocando el tambor, haciéndole preguntas, queriendo saber si las bombillas de nuestro dormitorio eran de cuarenta o de sesenta vatios. No es ésta la primera vez que me pregunto a mí mismo y le pregunto al tambor esto que es para mí tan importante. A menudo se pasan horas antes de que logre remontarme hasta dichas bombillas. Porque, ¿no necesito acaso olvidar los mil manantiales luminosos que al entrar o salir de alguna habitación he animado o extinguido respectivamente, encendiéndolos o apagándolos, a fin de poder remontarme, a través de un bosque de cuerpos luminosos normalizados y tocando el tambor sin el menor floreo, hasta aquellas luces de nuestro dormitorio en el Labesweg?

Mamá dio a luz en la casa. Al empezar los dolores, hallábase todavía en la tienda llenando de azúcar unos cucuruchos azules de libra y media libra. Finalmente no dio tiempo para llevarla a la maternidad; hubo que llamar de la Hertastrasse, que quedaba allí cerca, a una antigua comadrona que ya sólo tomaba su maletín de vez en cuando. En el dormitorio, pues, nos ayudó a mamá y a mí a separarnos.

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