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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (4 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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Los uniformes permanecieron allí durante una buena media hora. Se alejaban del fuego y volvían a acercarse, se orientaban tomando como punto de referencia la chimenea del ladrillar y hablaban de ocupar Bissau, pero luego pospusieron el ataque y tendieron sobre el fuego unas manos rojas y amoratadas, hasta recibir cada uno de ellos de mi abuela, que no por ello interrumpía sus suspiros, una patata reventada. Pero a medio comérsela, los uniformes se acordaron de sus uniformes y corrieron cosa como de una pedrada a lo largo de la retama de la orilla de la cañada, ahuyentando a una liebre que de todos modos nada tenía que ver con Koljaiczek. Junto al fuego volvieron a hallar los tubérculos harinosos que olían a rescoldo y se decidieron pacíficamente, aunque también algo cansados de guerrear, a volver a juntar las patatas crudas en aquellos cestos que poco antes su deber les mandara volcar.

Y sólo cuando el anochecer exprimió del cielo de octubre una llovizna oblicua y un crepúsculo color de tinta la emprendieron una vez más, de prisa y sin gana, contra un mojón lejano que se anegaba en la oscuridad y, liquidado éste, abandonaron la partida. Un rato más de desentumecerse las piernas y de extender unas manos bendicientes sobre el fuego medio apagado por la lluvia, que desprendía abundante humareda; un poco más de toser en el humo verdoso, los ojos lacrimosos en el humo amarillento, y luego un alejarse de las botas entre toses y lágrimas en dirección de Bissau. Porque, puesto que Koljaiczek no estaba allí, había de estar en Bissau. Para los guardias rurales, en efecto, no se dan nunca más de dos posibilidades.

La humareda del fuego que se iba extinguiendo lentamente envolvía a mi abuela como en una quinta falda, tan espaciosa, que con sus cuatro faldas, sus suspiros y sus santos ella se encontraba, lo mismo que Koljaiczek, bajo la falda. Y no fue sino hasta que los uniformes ya no eran más que dos puntos oscilantes que se iban hundiendo lentamente en la noche entre los postes del telégrafo, cuando mi abuela se levantó, con tanta fatiga como si hubiera echado raíces e interrumpiera ahora, arrancando fibras y tierra, el crecimiento apenas iniciado.

Al encontrarse así de repente sin cofia bajo la lluvia, bajito y fornido, Koljaiczek sintió frío. Con gesto rápido se cerró la bragueta que, bajo las faldas, el miedo y un deseo infinito de refugio le habían hecho desabrocharse. Sus dedos manipularon con presteza los botones, temiendo un enfriamiento demasiado rápido de su émbolo, ya que el tiempo estaba lleno de peligros otoñales de catarro.

Fue mi abuela la que encontró todavía bajo el rescoldo cuatro patatas calientes. Tres de ellas se las dio a Koljaiczek, y la cuarta se la dio a sí misma, y antes de morderla le preguntó todavía si era del ladrillar, aunque a aquellas alturas había de saber perfectamente que Koljaiczek venía de cualquier parte, excepto de los ladrillos. Por lo que tampoco hizo caso de su respuesta, sino que, cargándole a él con el cesto más liviano y doblándose ella bajo el más pesado, con una mano libre todavía para el rastrillo y el azadón, se hizo a la vela con sus cuatro faldas, su cesto, sus patatas, su rastrillo y su azadón con rumbo a Bissau-Abbau.

Esto no era el propio Bissau, sino que quedaba un poco más hacia Ramkau. Dejando pues el ladrillar a la izquierda, avanzaron hacia el negro bosque, en el que queda Goldkrug y, más atrás, Brenntau. Y pasando el bosque, en una hondonada, allí queda Bissau-Abbau. Allí siguió a mi abuela, bajito y fornido, Koljaiczek, que ya no lograba despegársele de las faldas.

Bajo la balsa

No es nada fácil para mí, desde la cama metálica reluciente de la clínica y bajo la doble vigilancia de la mirilla y del ojo de Bruno, reconstruir la humareda perezosa de los fuegos de hojarasca cachubas y los rayos oblicuos de una lluvia de octubre. Si no tuviera mi tambor, que, tratado con paciencia y habilidad, me va dictando todos los pormenores necesarios para verter al papel lo esencial, y si no contara además con la autorización del establecimiento para tocarlo de tres a cuatro horas diarias, sería yo ahora un pobre hombre sin abuelos conocidos.

En todo caso dice mi tambor: Aquella tarde de octubre del año noventa y nueve, mientras en el África del Sur el tío Kruger se limpiaba las hirsutas cejas anglófobas, ocurrió que entre Dirschau y Karthaus, junto al ladrillar de Bissau, bajo cuatro faldas de color uniforme, en medio de la humareda, de angustias y suspiros, bajo una lluvia oblicua acompañada de los nombres invocados en tono plañidero de los santos y bajo las preguntas insulsas y las miradas lacrimosas de dos guardias rurales, mi madre Agnés fue engendrada por el bajito pero fornido José Koljaiczek.

Ana Bronski, mi abuela, cambió de nombre en la oscuridad de aquella misma noche: dejóse así convertir, con el auxilio de un sacerdote liberal en materia de sacramentos, en Ana Koljaiczek, y siguió a José, si no a Egipto, por lo menos a la capital de la provincia, en las márgenes del Mottlau, en donde José encontró trabajo como balsero y, por el momento, la paz en lo que se refiere a los gendarmes.

Es sólo para avivar un poco la curiosidad por lo que no indico aquí todavía el nombre de aquella ciudad de la desembocadura del Mottlau, aunque siendo el lugar natal de mamá, bien merecía que se la nombrara desde ahora. A fines de julio del año cero cero —justo cuando el Kaiser acababa de decidir la duplicación de su flota de guerra— vio mamá la luz del día bajo el signo del León. Confianza en sí mismo y exaltación, generosidad y vanidad. La primera casa, llamada también Domus Vitae, en el signo del Ascendente: los Peces, propensos a sufrir influencias. La constelación del Sol en oposición a Neptuno, séptima casa o Domus Matrimonii Uxoris, había de acarrear complicaciones. Venus en oposición a Saturno, que, como es sabido, trae la enfermedad del bazo y del hígado y al que se llama el planeta ácido, que reina en el Capricornio y celebra su aniquilamiento en el León, que ofrece anguilas a Neptuno y recibe en cambio el topo, que gusta de la belladona, las cebollas y la remolacha, tose lava y agria el vino; compartía con Venus la octava casa, la mortal, y auguraba accidentes, en tanto que la concepción en el campo de patatas prometía una felicidad harto precaria bajo la protección de Mercurio en casa de los parientes.

He de hacer constar aquí la protesta de mamá, pues siempre ha negado que hubiera sido concebida en un campo de patatas. Sin duda su padre lo había intentado allí mismo —esto lo admitía— pero su posición, lo mismo que la de Ana Bronski, no parecía la más acertada para proporcionar a Koljaiczek los supuestos necesarios de la fecundación.

—Hubo de ocurrir por la noche, durante la huida, o en la carreta del tío Vicente, o puede que incluso en el Troyl, cuando los balseros nos dieron techo y albergue.

Con semejantes palabras solía mamá fechar la fundación de su existencia, y mi abuela, que bien debía saberlo, inclinaba con paciencia la cabeza y daba luego a entender a los presentes: —Claro que sí, mi hijita, que tuvo que ser en la carreta, o incluso puede que en el Troyl; ¡cómo iba a ser en el campo, con aquel ventarrón, y además que llovía a cántaros!

Vicente era el nombre del hermano de mi abuela. Después de la muerte prematura de su esposa, había emprendido la peregrinación a Tschenstochau, donde la Matka Boska Czestochowska le había ordenado ver en ella a la futura reina de Polonia. Desde entonces, se pasaba los días leyendo libros raros, hallaba en cada frase la confirmación de las pretensiones de la Madre de Dios al trono de Polonia y dejaba a su hermana al cuidado de la casa y de los dos pedazos de tierra. Jan, su hijo, que a la sazón contaba cuatro años y era un niño endeble, siempre a punto de llorar, cuidaba las ocas, coleccionaba estampitas y —¡precocidad fatal!—sellos de correo.

A aquella granja consagrada a la reina celestial de Polonia llevó pues mi abuela los cestos de patatas y a Koljaiczek, y cuando Vicente se enteró de lo que había sucedido corrió a Ramkau y despertó al cura para que, provisto de los sacramentos, lo acompañara y viniera a casar a Ana y José. Apenas el medio dormido reverendo hubo impartido su bendición entrecortada por bostezos y vuelto su eclesiástica espalda para irse, provisto de una buena tajada de tocino, Vicente enganchó el caballo a la carreta, cargó a los novios en la parte trasera de la misma, preparóles con paja y sacos vacíos una cama, sentó junto a sí en el pescante a su hijo Jan que tiritaba y soltaba algunas lágrimas y dio a entender al caballo que ahora se trataba de andar derecho y ligero en plena oscuridad, pues los desposados tenían prisa.

La noche era negra todavía, pero estaba ya a punto de desmayar, cuando el vehículo llegó al puerto maderero de la capital de la provincia. Unos amigos que, como Koljaiczek, ejercían el oficio de balseros, acogieron a la pareja fugitiva. Vicente pudo pues dar vuelta y enderezar otra vez el caballejo hacia Bissau: una vaca, la cabra, la marrana con sus lechones, las ocho ocas y el perro guardián esperaban en efecto su pitanza y, además, había de meter en cama al pequeño Jan, que tenía un poco de calentura.

José Koljaiczek permaneció oculto por espacio de tres semanas; acostumbró su pelo a un nuevo peinado con raya, se afeitó el bigote, se procuró papeles sin tacha, y encontró trabajo de balsero bajo el nombre de José Wranka. Ahora bien, ¿por qué para visitar a los negociantes de madera y los aserraderos necesitaba Koljaiczek llevar en el bolsillo los papeles del balsero Wranka, que se había ahogado a resultas de una riña en el Bug, más arriba de Modlin, sin que de ello se enteraran las autoridades? Pues porque, abandonando en una ocasión el oficio de balsero, había trabajado por algún tiempo en un aserradero cerca de Schwetz, y se había peleado con el amo. La cosa sucedió debido a que la mano provocadora de Koljaiczek había pintado una empalizada con los colores rojo y blanco, y el amo, para mostrar probablemente que a él no se la pintaba nadie, arrancó dos de aquellos maderos polacos, uno rojo y uno blanco, y los hizo astillas blanquirrojas sobre la espalda de Koljaiczek: motivo sobrado para que el apaleado esperara a la siguiente noche, más o menos estrellada y, en altas llamaradas rojas, hiciera subir al cielo el blanco aserradero, nuevo y recién enjalbegado: férvido homenaje a una Polonia dividida, sin duda, pero no por ello menos unida.

O sea que Koljaiczek era un incendiario, y un incendiario recurrente. Porque a continuación y por espacio de algún tiempo, en toda la Prusia Occidental los aserraderos y los parques de madera fueron proporcionando uno tras otro pasto frecuente a la explosión flagrante de los sentimientos patrióticos polacos. Y, como siempre que se trata del futuro de Polonia, también la Virgen María andaba metida en aquel juego de incendios, no faltando testigos oculares —tal vez algunos vivían todavía— que afirmaran haber visto en los tejados de más de un aserradero a punto de hundirse a la Madre de Dios, ceñida la cabeza con la corona de Polonia. Cuentan que el pueblo, que nunca falta en los incendios espectaculares, entonaba entonces el himno de la Bogurodzica, la Madre de Dios, por donde se echa de ver que los incendios de Koljaiczek hubieron de ser algo solemne, y aun eran ocasión de juramentos.

Mientras el incendiario Koljaiczek iba así acumulando cargos en su contra, el balsero Wranka, en cambio, había sido siempre un individuo honrado, huérfano, inofensivo, inclusive algo limitado de facultades, al que nadie buscaba y nadie apenas conocía: un individuo que mascaba tabaco y lo repartía en raciones diarias, hasta el día en que el Bug lo acogió en su seno; dejó tras sí, en los bolsillos de su cazadora, sus papeles, amén de tres raciones de tabaco. Y comoquiera que el ahogado Wranka ya no podía presentarse y que nadie hubiera formulado a su propósito preguntas indiscretas, he aquí que Koljaiczek, que era más o menos de su estatura y tenía el cráneo redondo como él, se metió primero en su cazadora, luego en sus papeles y, finalmente, en su piel carente de antecedentes penales; dejó la pipa, se puso a mascar tabaco y adoptó aun lo más personal de Wranka, su tartamudez. De modo que, en los años que siguieron, fue un honrado balsero, ahorrador y ligeramente tartamudo, que condujo bosques enteros por el Niemen, el Bobr, el Bug y el Vístula. Hay que añadir que en los húsares del Kronprinz y a las órdenes de Mackensen llegó a sargento con el nombre de Wranka, porque éste no había hecho todavía su servicio militar, en tanto que Koljaiczek, que era cuatro años mayor que el ahogado, había servido ya como artillero en Thorn, donde fue conocido por su mala conducta.

Por mucho que roben, maten e incendien, los más peligrosos entre los ladrones, asesinos e incendiarios no dejan generalmente de estar al acecho de alguna ocasión que les permita abrazar un oficio más seguro. A algunos de ellos, buscada o casual, esta oportunidad llega a presentárseles. Y así Koljaiczek, convertido en Wranka, fue un excelente esposo, tan curado de su inflamado vicio que la simple vista de una cerilla le daba escalofríos. En su presencia, ni las inocentes cajas de cerillas abandonadas por descuido sobre la mesa de la cocina se sentían seguras —y eso que él habría podido ser su inventor. Por la ventana arrojaba de sí la tentación. Mi abuela, la pobre, pasaba toda clase de apuros para tener la comida lista al mediodía y llevarla caliente a la mesa. Y a menudo, durante las veladas, la familia permanecía sentada en la oscuridad, porque a la lámpara de petróleo le faltaba su llamita.

No quiere decir esto que Wranka fuese un tirano. Los domingos acompañaba a su Ana Wranka a la iglesia de la parte baja de la ciudad y, como antaño en el campo de patatas, le permitía, a ella que era su legítima esposa, que llevara puestas sus cuatro faldas. Durante el invierno, cuando los ríos estaban helados y los balseros no tenían trabajo, se quedaba tranquilamente en el Troyl, donde sólo vivían balseros, estibadores y obreros de los astilleros, y cuidaba de su hija Agnés, que, por lo visto, salía al padre, porque cuando no se deslizaba debajo de la cama se metía en el armario ropero, y cuando había visita, permanecía sentada con sus muñecas bajo la mesa.

Gustábale pues a la niña Agnés esconderse y saborear en su retiro una seguridad del mismo tipo, aunque de placer distinto, del que en su día hallara José bajo las faldas de Ana. Koljaiczek el incendiario estaba lo bastante chamuscado él mismo para comprender la necesidad de protección que sentía su hijita, y de ahí que en ocasión de construir en el saliente en forma de balcón de su pisito de un cuarto y medio una conejera, le añadiera a ésta un pequeño compartimiento hecho exactamente a la medida de la niña. Allí jugaba mamá con sus muñecas, y allí creció. Más adelante, cuando ya iba a la escuela, parece que abandonó las muñecas para jugar con bolas de vidrio y plumas de colores, mostrando así su precoz sentido de la belleza perecedera.

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