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Authors: Günter Grass

Tags: #Clásico, #Histórico

El tambor de hojalata (5 page)

BOOK: El tambor de hojalata
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En gracia a que ardo en deseos de anunciar el inicio de mi propia existencia, se me permitirá que sin más comentarios deje deslizarse tranquilamente la balsa familiar de los Wranka hasta el año trece, aquel en que fue botado el
Columbus
en Schichau. Fue entonces cuando la policía, que nada olvida, dio con la pista del supuesto Wranka.

La cosa empezó con que Koljaiczek, como todos los años al finalizar el verano, había de conducir en agosto del año trece la gran armadía desde Kiev por el Pripet, a través del canal, luego por el Bug hasta Modlin y de aquí Vístula abajo. En el remolcador
Radaune
, que trabajaba por cuenta del aserradero, partieron en total doce balseros, desde Neufahr-Oeste por el remanso del Vístula hasta Einlage; luego remontaron el Vístula, pasando frente a Kásemark, Letzkau, Czattkau, Dirschau y Pieckel, y al anochecer anclaron en Thorn. Aquí subió a bordo el nuevo dueño del aserradero, que había de vigilar en Kiev la compra de la madera. Al levar anclas el
Radaune
a las cuatro de la mañana, corrió la voz de que se hallaba a bordo. Koljaiczek lo vio por vez primera a babor, a la hora del desayuno. Estaban sentados todos, unos frente a otros, mascando y sorbiendo café de cebada. Koljaiczek lo reconoció en seguida. El hombre, fornido y con el pelo empezándole a clarear la coronilla, hizo traer vodka y servirlo en las tazas vacías de café. En plena deglución y mientras en la otra punta seguían sirviendo vodka, se presentó: —Para información de ustedes, soy el nuevo dueño del aserradero, me llamo Dückerhoff y exijo disciplina.

A petición suya, por el orden en que estaban sentados y uno después de otro, los balseros fueron diciendo sus nombres y vaciando a continuación sus respectivas tazas, con la correspondiente sacudida, cada vez, de la nuez de la garganta. Koljaiczek vació su taza y dijo luego, mirándole a los ojos: «Wranka». Dückerhoff inclinó ligeramente la cabeza, como lo había hecho con los otros, y repitió el nombre Wranka, lo mismo que lo había hecho antes con los de los demás balseros. Sin embargo, Koljaiczek tuvo la impresión de que había pronunciado el nombre del balsero ahogado con una entonación algo especial: no con mayor fuerza, sino más bien en forma un tanto pensativa.

Con el concurso de pilotos que se iban relevando, y sorteando hábilmente los bancos de arena, el
Radaune
cabeceaba contra la corriente arcillosa de fluir constante. A derecha e izquierda, más allá de los diques, el paisaje era siempre el mismo: un paisaje acá llano, allá ondulado, de campos ya cosechados. Setos, cañadas, depresiones invadidas por la retama, entre granjas aisladas: un paisaje hecho para cargas de caballería, para una división de ulanos operando una conversión a la izquierda en la depresión arenosa, para húsares saltando por encima de los setos, para los sueños de jóvenes capitanes de caballería, para la batalla que ya fue una vez y que siempre vuelve de nuevo, pidiendo el cuadro histórico: tártaros boca abajo, dragones encabritados, caballeros teutónicos que caen, el Maestre de la Orden manchando el manto con su sangre, sin que falte un detalle a la coraza, hasta ese otro al que derriba con su sable el duque de Masovia; caballos como no se ven en ningún circo, tan blancos y nerviosos, llenos de borlas, los tendones reproducidos con minuciosidad extrema, los ollares hinchados, color carmesí, de los que salen unas nubéculas atravesadas por lanzas con banderolas, apuntando hacia abajo, y, partiendo el cielo y los arreboles de la tarde, los sables; y allí, al fondo —porque todo cuadro tiene su fondo—, pegada al horizonte, una aldehuela que humea apaciblemente entre las patas traseras del caballo azabache, una aldehuela con sus chozas de techos de musgo y paja y, detrás de las chozas, provisionalmente en reserva, los lindos tanques que sueñan en el mañana, en el día en que también ellos puedan figurar en el cuadro y desembocar en la llanura, más allá de los diques del Vístula, cual potros juguetones entre la caballería pesada.

Cerca de Wloclawek, Dückerhoff tocó con un dedo la chaqueta de Koljaiczek: —Oiga, Wranka, ¿por casualidad no trabajó usted, hace tantos y cuantos años, en el aserradero de Schwetz, aquel que luego ardió, eh? —Koljaiczek sacudió pesadamente la cabeza, como si le costara trabajo moverla, y logró imprimir a su mirada una expresión tan triste y cansada, que Dückerhoff, expuesto a ella, se abstuvo de más preguntas.

Cuando al llegar a Modlin, en la confluencia del Bug con el Vístula, Koljaiczek, como lo hacen todos los balseros, escupió tres veces por la borda, Dückerhoff, que estaba con un puro junto a él, le pidió fuego. Al oír esta palabreja y la de cerilla que siguió, Koljaiczek cambió de color. —¿Qué le pasa, hombre? No hay que ruborizarse porque le pida fuego. ¿Es usted una muchacha, o qué?

Y no fue hasta que hubieron dejado atrás Modlin cuando se le quitó a Koljaiczek aquel rubor, que no era en modo alguno de vergüenza, por supuesto, sino más bien un reflejo tardío de los aserraderos que él había entregado a las llamas. Entre Modlin y Kiev, o sea remontando el Bug, a través del canal que une a éste con el Pripet, y hasta que el
Radaune
, siguiendo el Pripet, llegó al Dniéper, no se produjo entre Koljaiczek-Wranka y Dückerhoff coloquio alguno digno de mención. Cierto que en el remolcador, entre los balseros, entre éstos y los maquinistas, entre el timonel, los maquinistas y el capitán, y entre éste y los pilotos en relevo constante, pasarían naturalmente muchas cosas, como las que dicen que pasan, y seguramente pasan, entre los hombres. Por mi parte, puedo imaginarme fácilmente una disputa entre los balseros cachubas y el timonel, natural de Stettin, o aun un conato de motín: reunión a popa, se echan suertes, se dan consignas, se afilan las navajas.

Pero dejemos esto. No hubo ni disputas políticas, ni puñaladas germano-polacas, ni otra acción principal alguna en forma de motín provocado por la injusticia social. Devorando tranquilamente su carbón, el
Radaune
seguía su curso; en una ocasión —creo que fue un poco más allá de Plock— encalló en un banco de arena, pero logró desprenderse por sus propios medios. Un breve cambio de palabras entre el capitán Barbusch y el piloto ucraniano, fue toda la consecuencia: el diario de a bordo apenas tendría más que consignar.

Si yo debiera o quisiera llevar un diario de a bordo de los pensamientos de Koljaiczek, o aun un diario de la vida interior de un dueño de aserradero como Dückerhoff, tendría sin duda incidentes y aventuras bastantes que consignar: sospechas, confirmación, recelo y, casi al propio tiempo, disimulo presuroso del recelo. Lo que es miedo, lo tenían los dos. Más Dückerhoff que Koljaiczek, porque nos hallábamos en Rusia. Dückerhoff hubiera podido caer fácilmente por la borda, como en su día el pobre Wranka; hubiera podido encontrarse —porque ahora estábamos ya en Kiev—, en alguno de aquellos grandes parques madereros, tan vastos, que uno puede fácilmente perder en semejante laberinto de madera a su ángel de la guarda, bajo una pila de troncos que se desmorona de repente y que ya nada puede contener. O también hubiera podido ser salvado. Salvado por un Koljaiczek que primero pescara al dueño del aserradero de las aguas del Pripet o del Bug, o que luego, en el supremo instante, tirándolo hacia atrás, sustrajera a Dückerhoff, en el parque maderero sin lugar para el ángel de la guarda, a la avalancha de los troncos. ¡Qué bello sería poder narrar ahora que Dückerhoff, medio ahogado o medio aplastado, respirando aún con dificultad y con la sombra de la muerte todavía en la mirada, le había dicho al supuesto Wranka al oído: —Gracias, Koljaiczek, gracias —y luego, después de la pausa indispensable—: Ahora estamos en paz: ¡no se hable más de ello!

Y, con ruda amistad, se habrían mirado sonriendo algo confusos, los ojos varoniles enturbiados por las lágrimas, cambiando luego un apretón de manos algo tímido pero calloso.

Ya hemos visto esta escena en películas de perfecta técnica fotográfica, cuando al director se le ocurre convertir a dos hermanos de actuación, pero enemigos, en compinches unidos en adelante en la fortuna y la adversidad y destinados a correr juntos mil aventuras todavía.

Pero Koljaiczek no halló oportunidad ni de dejar que Dückerhoff se ahogara ni de arrancarlo de las garras de la muerte en forma de troncos que rodando se le vinieran encima. Atento y velando por los intereses de su empresa, Dückerhoff compró en Kiev la madera, vigiló todavía la composición de las nueve balsas, repartió entre los balseros, conforme a la costumbre, un buen puñado de dinero en moneda rusa para el viaje de retorno, y se sentó luego en el tren que, pasando por Varsovia, Modlin, Deusch-Eylau, Marienburg y Dirschau lo llevó donde estaba su negocio; el aserradero se encontraba en el puerto maderero, entre los astilleros de Klawitter y de Schichau.

Antes de dejar que desde Kiev los balseros desciendan durante varias semanas de arduo trabajo río abajo, pasen luego el canal y lleguen finalmente al Vístula, me pregunto si Dückerhoff estaba seguro de haber reconocido en Wranka al incendiario Koljaiczek. Diría por mi parte que, mientras se hallaba a bordo de un mismo barco con el inofensivo y servicial Wranka, al que todos querían a pesar de sus limitaciones, el dueño del aserradero confiaba en no tener de compañero de viaje a un Koljaiczek dispuesto a todo. Esta esperanza no lo abandonó hasta que se vio sentado en el acojinado compartimiento del ferrocarril. Y al llegar el tren a la terminal y hacer su entrada en la estación central de Danzig —ahora sí lo digo—, Dückerhoff había tomado sus decisiones a la Dückerhoff: hizo cargar su equipaje en un coche que se lo llevara a la casa, se dirigió con paso ligero, puesto que no llevaba maleta, a la delegación de policía del Wiebenwall, que queda allí cerca, subió de dos en dos las escaleras hasta la puerta principal, y, después de una breve búsqueda presurosa, halló aquel cuarto que estaba amueblado con la sobriedad necesaria para sacarle a Dückerhoff un informe sucinto y limitado exclusivamente a los hechos. No es, pues, que el dueño del aserradero presentara ninguna denuncia, sino que pidió simplemente que se investigara el caso Koljaiczek-Wranka, del que la policía le prometió ocuparse.

Durante las semanas siguientes, mientras la madera con las caobanas de caña y los balseros se deslizaba río abajo, fueron llenándose en múltiples oficinas numerosas hojas de papel. Había aquí, en primer lugar, el acta del servicio militar de José Koljaiczek, soldado de segunda del regimiento número tantos de la artillería de campaña de la Prusia Occidental. Dos veces tres días de arresto había debido cumplir el mal artillero por haber gritado a voz en cuello consignas anarquistas, mitad en alemán y mitad en polaco, en estado de embriaguez. Tales manchas en vano se habrían buscado en los papeles del sargento Wranka, que había cumplido su» servicio en el segundo regimiento de los húsares de la guardia, en Langfurk. Antes bien, el tal Wranka se había distinguido gloriosamente en calidad de enlace de su batallón y había causado al Kronprinz, en ocasión de las maniobras, una excelente impresión, habiendo recibido de éste, que llevaba siempre táleros en el bolsillo, un tálero Kronprinz de regalo. Claro que este tálero no figuraba en la hoja de servicios del sargento Wranka, sino que fue mi abuela Ana la que lo confesó, entre grandes lamentos, al ser sometida a interrogatorio junto con su hermano Vicente.

Y no fue sólo dicho tálero lo que invocó para combatir el calificativo de incendiario. Podía exhibir papeles en los que resultaba reiteradamente que ya en el año cero cuatro José Wranka había ingresado en el cuerpo de bomberos voluntarios de la municipalidad de Danzig, y durante los meses de invierno, en los que todos los balseros estaban cesantes, había combatido más de un incendio. Existía también un acta oficial atestiguando que, cuando el gran incendio del depósito del ferrocarril del Troyl, el año cero nueve, el bombero Wranka no sólo había apagado el fuego, sino que había salvado a dos aprendices cerrajeros. Y en términos análogos se expresó el capitán Hecht, de los bomberos, citado como testigo. Éste declaró lo siguiente: —¿Cómo puede ser incendiario aquel que vemos que apaga? ¿Acaso no lo veo todavía en lo alto de la escalera cuando ardió la iglesia de Heubude? Cual fénix surgiendo de entre las cenizas y las llamas, apagaba no sólo el fuego, sino el incendio de este mundo y la sed de Nuestro Señor Jesucristo. En verdad os digo: El que a este hombre con el casco de bombero, que tiene prioridad de paso en las calles, al que quieren las compañías de seguros, y que siempre lleva un poco de ceniza en el bolsillo, sea ello como símbolo o por razón de su oficio; el que a este fénix magnífico quiera llamarlo gallo rojo, ése merece en verdad que con una rueda de molino atada al cuello...

Ustedes se habrán dado cuenta de que el capitán Hecht, de los bomberos voluntarios, era un pastor elocuente, que subía domingo tras domingo al púlpito de su parroquia, la de Santa Bárbara de Langgarten, y que mientras duraron las investigaciones contra Koljaiczek-Wranka no desdeñó inculcar en sus feligreses, con palabras por ese estilo, parábolas del celeste bombero y el incendiario infernal.

Sin embargo, comoquiera que los funcionarios de la policía no iban a la iglesia de Santa Bárbara y que, por otra parte, la palabreja fénix les sonara más a ofensa contra Su Majestad que a justificación de Wranka, la actividad de éste como bombero voluntario se convirtió más bien en cargo adicional.

Se mandaron recoger testimonios de varios aserraderos y apreciaciones de los municipios de origen: Wranka había visto la luz del día en Tuchel, en tanto que Koljaiczek era natural de Thorn. Pequeñas contradicciones en las declaraciones de algunos balseros más viejos y de parientes lejanos. El cántaro volvía siempre a la fuente, y al fin no le quedaba más remedio que romperse. Al llegar los interrogatorios a este punto, la gran armadía entraba precisamente en territorio del Reich, y a partir de Thorn se la vigiló discretamente, apostándose observadores en los puertos de escala.

Mi abuelo sólo se dio cuenta de la vigilancia pasado Dirschau. Se lo esperaba. Puede que esa pereza rayana en melancolía que lo invadía de vez en cuando le impidiera intentar en Letzkau, o tal vez en Kásemark, una fuga que allí, en una región que le era tan familiar, y con la ayuda de algunos balseros abnegados, habría resultado todavía posible. A partir de Einlage, al entrar las balsas lentamente y chocando unas contra otras en el remanso del Vístula, un bote pescador con más tripulación de lo necesario empezó a seguirlas, disimuladamente y no tan disimuladamente. Poco después de Plehnenhof, las dos lanchas motoras de la policía portuaria salieron de repente de entre los cañaverales de la orilla, y zigzagueando sin cesar, empezaron a agitar con sus surcos las aguas cada vez más salobres que anunciaban ya el puerto. Pasado el puente de Heubude empezaba el cordón de los «azules». En los parques madereros frente al astillero de Klawitter, en los astilleros más chicos, en el puerto maderero que se iba ensanchando cada vez más hacia el Mottlau, en los pontones de los distintos aserraderos, en el puente de su propia empresa, en el que lo esperaba su familia: por todas partes se veían azules. Por todas partes, excepto del lado de Schichau, en donde todo estaba empavesado: aquí se preparaba otra cosa, se iba, sin duda, a botar algo; había un gran gentío y un revuelo de gaviotas; todo estaba de fiesta —¿sería en honor de mi abuelo?

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