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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (51 page)

BOOK: El templo de Istar
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«O acaso como el dedo exangüe de un cadáver», pensó Caramon mientras escrutaba el callado corredor. Tras filtrarse por las vidrieras, el hilo de luna recorría el alfombrado suelo y se detenía donde él estaba, en su centro.

—Ése es su aposento —anunció Tas, tan quedamente que el guerrero apenas le oyó por encima de su propio pálpito—. El de la izquierda.

Caramon escondió de nuevo la mano bajo su capa, en busca del tranquilizador contacto de la empuñadura de su arma. Pero la halló helada. Inmediatamente le azotó un repentino temblor al rozarla y se apresuró a retirar los dedos.

Parecía sencillo caminar por aquel pasadizo y, sin embargo, el imponente luchador no acertaba a moverse. Quizá se debía a la enormidad de su propósito, matar a una criatura no en el fragor de la batalla, sino en lo más plácido del sueño. Segar la vida de alguien que duerme, en el momento en que se está más indefenso, en el momento en que uno se abandona a la protección de los dioses. ¿Existía un crimen más aborrecible, más cobarde?

«Los dioses me han dado una señal», recordó. También se perfiló en su memoria la imagen del bárbaro moribundo y otra ya lejana pero no menos hiriente, la del suplicio sufrido por su hermano en la Torre. Recapacitó sobre lo poderoso que era el perverso mago en estado de vigilia. Tales elucubraciones le infundieron valor, así que echó a andar por el tramo de pasillo que lo separaba de la enigmática alcoba atraído, además, por la luna, que parecía inducirle a seguir. No extrajo la daga de su cinto, si bien la palpaba a menudo para alentarse.

Sintió, de pronto, una presencia tras él. Era Tas, tan próximo que, al detenerse, el kender tropezó contra su espalda.

—Quédate aquí —le ordenó.

—No —quiso protestar el hombrecillo, pero el guerrero se apresuró a imponerle silencio.

—Es necesario —insistió—, alguien ha de vigilar el corredor. Si se acerca un sospechoso, haz un ruido que yo pueda identificar.

Cuando Tasslehoff se aprestaba a poner otros impedimentos, el gladiador lo fulminó con los ojos, tan inamovible en su decisión que su oponente tragó saliva y optó por obedecer.

—Me cobijaré en esa sombra —anunció, señalando el lugar y dirigiéndose a él.

Caramon aguardó hasta asegurarse de que su amigo no iría tras él de manera «accidental» y, ya satisfecho al vislumbrar que se agazapaba junto a una planta muerta en su maceta meses antes, dio media vuelta y reanudó la marcha.

Apostado al lado de aquel esqueleto vegetal, cuyas hojas resecas crujían al menor movimiento, Tas espió a su amigo. Lo vio llegar al extremo del pasadizo, estirar la mano y apoyarla en el picaporte de la puerta. Un suave empellón bastó para que ésta cediera, abriéndose de inmediato, y Caramon desapareció en el interior del aposento.

El kender empezó a temblar, víctima de una espeluznante sensación que se extendió por todo su cuerpo y le arrancó un gemido. Se cubrió la boca con la mano a fin de evitar que se le escapase un grito delator, a la vez que se apretujaba contra el muro en el convencimiento de que moriría, completamente solo, en la penumbra.

Caramon rodeó la puerta, que sólo había entreabierto por si chirriaban los goznes. Nada perturbó la calma, ni tampoco dentro de la estancia. Ninguno de los murmullos nocturnos del Templo penetraba en la cámara, como si la agobiante negrura hubiera devorado la vida. Tal era la asfixia que atenazaba su garganta que el guerrero sintió arder sus pulmones, al igual que le ocurriera cuando estuvo a punto de ahogarse en el Mar Sangriento de Istar, pero desechó con firmeza el impulso que lo inducía a correr en busca de aire.

Hizo un alto en el umbral para apaciguar su alterado ánimo, y escudriñó el dormitorio. La luz de Solinari penetraba a través de una rendija en la unión de los cortinajes de la ventana, similar en su intensidad a la que se proyectaba en el pasillo. El fino haz de plata surcaba las tinieblas, dividiéndolas como una aguja que, con su conspicuo filo, condujera al lecho.

El mobiliario era escaso. Además de la cama, situada en el rincón opuesto a la puerta, el humano distinguió el amorfo contorno de una túnica negra doblada sobre una silla. Junto a ella se dibujaban unas botas de piel, y apenas nada más se reveló a sus ojos en la oscuridad reinante. No ardía el fuego en el hogar, la noche era demasiado tibia. Asiendo una vez más la empuñadura de su acero, Caramon lo desenvainó y atravesó la sala guiado por el único, argénteo resquicio de luminosidad.

«Una señal de los dioses.» Pronunció estas palabras alentadoras en su fuero interno, pero el pálpito de su corazón se sobreponía a cualquier acicate. Le asaltó el miedo, un pánico que nunca había experimentado antes y que paralizaba sus piernas, revolvía sus intestinos, un terror que distendía sus músculos. Sintiendo la garganta irritada, se apresuró a tragar saliva para refrenar una tos susceptible de despertar al durmiente.

«¡Debo actuar deprisa!», se aleccionó, horrorizado frente a la perspectiva de marearse. Terminó de cruzar la estancia, amortiguados sus pasos por la tupida alfombra, y se inmovilizó junto al lecho. Ahora veía con claridad la figura que en él reposaba, pues el delgado rayo de luna trazaba una línea recta en el suelo, se encaramaba por la rica colcha y, culminado su ascenso, moría en la cabeza que yacía sobre la almohada. Los rasgos del misterioso personaje, no obstante, se camuflaban al abrigo de la capucha, que sin duda utilizaba al objeto de aislarse de la luz.

«Los dioses me indicaron el camino» se dijo, sin percatarse de que había proferido el comentario en voz alta. Acercóse al enemigo y se detuvo, con la daga en la mano, para escuchar su sosegada respiración y, de este modo, detectar cualquier cambio en su profundo, regular compás que le anunciara un próximo despertar. Si eso sucedía, significaría que había sido descubierto.

Inhalar y exhalar, inhalar y exhalar… el aliento era hondo, tranquilo, el resuello de un joven sano. Caramon se estremeció al recordar cuan viejo debía ser el mago en realidad, al evocar los relatos que había oído contar sobre cómo solía renovarse. De aquel hombre, del aire que expelían sus pulmones, dimanaba firmeza. No se percibían en él titubeos ni aceleraciones. La luna bañaba la alcoba gélida, inalterable como una señal…

Levantó el brazo de la daga. Un golpe limpio, directo, en el pecho y todo habría concluido. Pero no, aún no era tiempo. Inclinó el cuerpo hacia adelante movido por un repentino deseo. Antes de asestar la puñalada mortal debía conocer el rostro de aquella criatura que tanto había torturado a su hermano.

«¡Necio, no lo hagas! —exclamó una voz en sus entrañas—. ¡Mátale, no te demores!» Alzó el guerrero el cuchillo, mas su mano rehusó doblegarse a su mandato. Tenía que ver aquella faz. Estirando sus trémulos dedos, rozó la capucha, cuya textura se le antojó blanda y acariciadora, y la apartó. El argénteo fulgor de Solinari se posó en el dorso de su mano antes de hacerlo en el rostro del durmiente, que bañó con radiante brillo. La mano de Caramon se tornó rígida, fría, asumió la lividez de la muerte al contemplar sus ojos el semblante de su proyectada víctima.

No eran aquéllas las facciones de un brujo anciano, maléfico, desvirtuadas por pecados inconfesables. Ni siquiera eran los rasgos de un ser atormentado al que hubieran arrebatado la energía corporal para preservar su vida en un plano superior.

El guerrero se enfrentaba a un rostro en pleno apogeo, agotado tras las largas noches de estudio pero ahora relajado, plácido en su sueño reparador. Las arrugas que cercaban su boca delataban una tenaz resistencia al dolor, se perfilaban profundas como cicatrices, mas no ensombrecían su juventud. Al hombretón le resultaban más que familiares estos surcos, y de hecho todas sus otras peculiaridades. En incontables ocasiones había velado a la criatura que su brazo ejecutor amenazaba, había refrescado sus sienes con agua fresca…

La mano que blandía la daga descargó su peso sobre el colchón. Resonó en el aire un grito salvaje, estrangulado, que brotó espontáneamente de la garganta del guerrero. Cayó éste de rodillas junto al lecho, agarrando el edredón con los dedos retorcidos en una invencible agonía y el cuerpo convulsionado por el llanto.

Raistlin abrió los ojos y se incorporó, si bien tuvo que pestañear al sentir sobre sus párpados la luz de Solinari. Tras cubrirse una vez más con la capucha procedió, entre irritados suspiros, a arrancar la daga de los dedos petrificados de su hermano.

9

La oscura verdad de Raistlin

—Has cometido una estupidez, hermano —declaró Raistlin, volteando la daga en su delgada mano a la vez que la estudiaba sin excesivo interés—. Me cuesta creer que seas tan pueril.

Arrodillado en el flanco del lecho, Caramon alzó la vista hacia su gemelo. Tenía el rostro macilento, desencajado. Cuando despegó los labios para hablar, fue el hechicero quien parafraseó:

—«No lo comprendo, Raist.»

El gladiador cerró la boca, endurecida su faz en una máscara de amargura. Sus ojos, acerados por el sufrimiento y la frustración, se clavaron en el arma que aún sostenía el nigromante.

—Quizás hubiera sido mejor no apartar la capucha —murmuró.

Raistlin sonrió, aunque su hermano no pareció advertirlo, exhibiendo una mueca irónica.

—No eras libre de elegir, no te quedaba otra alternativa —apuntó—. ¿De verdad pensabas que podías introducirte en mi aposento y matarme mientras dormía? Ya sabes que siempre he tenido el sueño ligero.

—¡No era a ti a quien buscaba! —replicó Caramon con voz quebrada—. Supuse… —No logró terminar su frase.

El mago le miró, al principio desconcertado, y estalló en carcajadas. Era la suya una risa espantosa, cruel y estridente, que obligó al kender —todavía oculto en el extremo del corredor— a taparse los oídos. En esta actitud, ensordecido por el alboroto, Tas se aproximó a la puerta para averiguar qué ocurría.

—Suponías que era Fistandantilus quien yacía en esta cama —apostilló Raistlin a la interrumpida explicación de su hermano. Divertido, reanudó sus perturbadoras muestras de jocosidad—. Había olvidado lo entretenido que puedes ser.

Caramon se ruborizó y, vacilante, se puso en pie.

—Iba a hacerlo por ti —confesó. Encaminóse hacia la ventana, descorrió la cortina y observó taciturno el patio del Templo, que refulgía en matices nacarados bajo los haces de Solinari.

—No lo dudo —repuso Raistlin, con un atisbo de su vieja acritud—. No recuerdo una sola ocasión en que no fuera yo el motor de tus acciones.

Una áspera, imperiosa frase del arcano repertorio del hechicero hizo que la estancia se inundara de luz. Procedía el vivo resplandor de su inseparable Bastón de Mago, que estaba apoyado en el muro, y a su calor vino a sumarse el de la fogata. En efecto, tras retirar el cubrecama y alzarse del lecho, Raistlin pronunció otro versículo y prendieron las llamas en la gélida piedra de la chimenea. Sus destellos anaranjados animaban su enteca faz y se reflejaban en aquel par de ojos castaños, penetrantes.

—Llegas tarde, mi querido hermano-continuó—. Fistandantilus ha muerto, a manos mías —anunció mientras, estirando sus miembros, los calentaba frente al fuego y ejercitaba sus hábiles dedos.

El guerrero dio media vuelta para escrutar a su hermano, sobresaltado por el enigmático tono con que le transmitiera tal noticia. Pero, lejos de lo que él imaginaba, Raistlin permanecía tranquilo junto al hogar, absorto en la contemplación de las llamas.

—Así que planeaste entrar aquí y hundir la daga en su carne, sin más preámbulos —musitó en un renovado sarcasmo—. No se te ocurrió otro modo de aniquilar al mago más poderoso que nunca existió… hasta ahora.

Caramon advirtió que su gemelo se sostenía en la repisa, repentinamente debilitado.

—Se sorprendió mucho al verme —contó el mago sin que el hombretón hiciera ademán de socorrerlo—. Se mofó de mí, como hiciera en la Torre, pero leí en sus ojos que estaba asustado.

»"Y bien, pequeño nigromante, ¿cómo has llegado hasta aquí? —me interrogó—. ¿Te envió Par-Salian?"

»"No necesito a nadie para emprender este viaje —le respondí—. Ahora soy el señor de la Torre."

»No esperaba esta contestación, te lo aseguro. "Imposible —comentó sonriente—. Es mi venida la que menciona la profecía, soy yo el Amo del Pasado y del Presente. Cuando esté dispuesto regresaré a mi propiedad."

»Pero el miedo se agrandaba en sus pupilas a medida que hablaba pues penetraba mi pensamiento, adivinaba mis designios. 'No —confirmé sin necesidad de que expusiera en voz alta sus resquemores—, la profecía no se ha cumplido según tus esperanzas. Pretendías catapultarte del pasado al presente utilizando la fuerza vital que me arrebataste para conservar tu integridad, tan seguro de ti mismo, o tan poco precavido, que no pasó por tu mente la idea de que yo podía robarte tu fuerza espiritual. Tenías que mantenerme vivo, erudito, a fin de sorber mi savia y, con este propósito, me enseñaste el manejo del Orbe de los Dragones. Cuando yacía moribundo a los pies de Astinus inhalaste aire en mi maltrecho cuerpo, que tú habías sometido a suplicio, me llevaste a presencia de la Reina de la Oscuridad y le rogaste que me revelara la clave de los textos antiguos, esotéricos que de otro modo no habrías podido interpretar. Y, una vez concluido mi aprendizaje, te proponías adueñarte de mi ruinosa carcasa y reclamarla como tuya.'

Raistlin se encaró con su hermano y éste retrocedió, espantado del odio, y la ira que bullían en sus pupilas, y que centelleaban con más vigor que las danzarinas llamas.

—A la vez que me preparaba para que fuera digno de albergar su alma —prosiguió tras un breve lapso de silencio—, intentaba aumentar mi fragilidad. ¡Pero luché contra él! Luché contra él —repitió más quedamente, pero con un énfasis singular en sus palabras—. Lo utilicé, me fui enseñoreando de su espíritu, recogiendo sus enseñanzas en mi propio beneficio al mismo tiempo que descubría la manera de sobreponerme al dolor. «Eres el Amo del Pasado —admití—, mas te falta la energía precisa para desplazarte al presente. Soy yo el Amo del Presente, y me dispongo a usurpar tu título.»

Exhaló un suspiro, dejó la mano laxa y las chispas que lo iluminaban devolvieron a su tez, al apagarse, un tono mortecino.

—Le maté —murmuró—, pero tuve que librar una ardua batalla.

—¡Por los dioses! —vociferó Caramon—. Todos creíamos que, si habías viajado a esta época remota, era con la finalidad de instruirte a su lado.— Las frases salían entrecortadas de sus labios, la perplejidad demudaba su semblante.

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