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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (54 page)

BOOK: El templo de Istar
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La mano abandonó su brazo y se izó a la altura del embozo para, despacio, descubrirlo. Crysania se sintió decepcionada al percibir que los ojos del supuesto hechicero no eran dorados, no tenían aquella forma de relojes de arena que se habían convertido en un símbolo. La piel no presentaba tintes dorados ni tampoco síntomas de debilidad, de dolencias corrosivas, tan sólo se dibujaban en ella las huellas del cansancio que producen las largas horas de estudio. Era aquél un hombre sano, atractivo, incluso, a pesar de la mueca de perpetuo cinismo que se plasmaba en los surcos de la boca y, en cuanto a su cuerpo, su extrema delgadez quedaba compensada por los músculos que lo fortalecían. El oscuro atavío revelaba el contorno de unos hombros anchos, de perfecta constitución, no la figura encorvada del mago que tanto turbaba a la sacerdotisa.

El aparecido sonrió y sus labios se separaron levemente, en una ambigüedad inconfundible.

—¡Eres tú! —exclamó Crysania, incorporándose.

Él depositó de nuevo la mano en su hombro y ejerció una ligera presión, para impedir que se levantara.

—Permanece sentada, Hija Venerable —instó a la dama—. Me uniré a ti, éste es un rincón tranquilo en el que podremos dialogar sin interrupciones.

Trazó un imperceptible sesgo en el aire y una silla, hasta entonces semioculta en el otro extremo de la sala, voló hasta él. La eclesiástica espió la asamblea con el temor reflejado en el rostro pero, si alguien se había percatado del prodigio, prefirió ignorarlo. Sus ojos se posaron entonces en el recién llegado, y enrojeció su tez al observar la expresión burlona con que la miraba.

—Estoy encantada de verte, Raistlin —dijo con acento formal a fin de disimular su sonrojo.

—También yo de hallarme a tu lado —fue la cortés respuesta del hechicero, pronunciada con aquel tono de superioridad que tanto la disgustaba—. Pero mi nombre no es Raistlin.

—Discúlpame —titubeó ella, encendidas ahora sus mejillas en un rubor purpúreo—. Tus rasgos, tu porte me han recordado a alguien que una vez conocí.

—Quizá desentrañe el misterio si te digo que, para todas estas criaturas que nos circundan, me llamo Fistandantilus.

La sacerdotisa se estremeció sin poder evitarlo, azuzada por la sensación de que las luces de la estancia se ensombrecían.

—No —repuso meneando, incrédula, la cabeza—. Eso es imposible. Viajaste a esta época remota para aprender del ser que acabas de mencionar.

—Te equivocas —insistió el interpelado—. Vine con el propósito de metamorfosearme en él.

—He oído contar historias sobre Fistandantilus —se obstinó la eclesiástica— y es abyecto, vil. —Durante todo este intercambio no había cesado de escrutar a su oponente, presa de un recelo teñido de espanto.

—Su perversidad ya no existe —contestó Raistlin—. Ha muerto.

—¿Has sido tú? —inquirió Crysania con un hilo de voz.

—De lo contrario él habría acabado conmigo —explicó el mago imperturbable—, como destruyó a tantos infelices. Era su vida o la mía.

—Hemos cambiado un influjo maligno por otro.

«¡La estoy perdiendo!», pensó Raistlin al advertir la desesperanza que ribeteaba aquellas palabras. La examinó en un perfecto mutismo mientras ella se revolvía en su asiento, ladeado el semblante. Vislumbraba tan sólo su perfil, más frío y puro que la luz de Solinari, mas esta esquiva postura no le impidió penetrar su espíritu, del mismo modo que disecaba a los pequeños animales que abría con su cuchillo en búsqueda de los recónditos secretos de la existencia. Desmembraba a unos para ver el pálpito de su corazón y, a la sacerdotisa, la desnudaba de sus defensas externas en un intento de leer en su alma.

Crysania escuchaba la voz melodiosa del Príncipe, dejándose impregnar de la paz que irradiaba. Su aparente beatitud, sin embargo, no engañó al suspicaz hechicero, quien recordaba el aspecto que ofrecía al entrar él en la sala. Avezado a adivinar las emociones que sus congéneres pretendían camuflar, no le había pasado desapercibida la delgada línea de su entrecejo, ni tampoco la sombra que entelaba sus ojos grises. Mantenía las manos enlazadas en su regazo, pero él vio cómo sus dedos arañaban el paño del vestido. Además, conocía su conversación con Denubis y las dudas que la agitaban, que arrastraban su fe al borde del precipicio. No había de resultarle difícil lanzarla al vacío y, si tenía un poco de paciencia, quizá la eclesiástica se arrojaría por su propia voluntad.

Reflexionó el mago sobre cómo ella se había sobresaltado al sentir su contacto así que, cuando menos lo esperaba, se inclinó hacia su muñeca y la aferró con firmeza. Crysania, en una reacción instintiva, trató de liberarse de su zarpa, pero no cedió. Indefensa, la dama alzó los ojos y le miró sin acertar a moverse.

—¿De verdad crees eso de mí? —preguntó Raistlin con el desencanto de quien, tras haber sufrido indecibles tormentos, constata que de nada sirvió su sacrificio.

La sacerdotisa, desencajada por el dolor que él le transmitía, hizo ademán de hablar, pero el nigromante prosiguió, dispuesto a hurgar en la herida.

—Fistandantilus tenía planeado volver a nuestro tiempo, aniquilarme, enseñorearse de mi cuerpo e iniciar su andadura allí donde la abandonara la Reina de la Oscuridad. Quería gobernar a su antojo a los dragones del Mal sabedor de que sus Señores, entre ellos mi hermana Kitiara, se arracimarían en torno a su estandarte. Así, la guerra habría asolado de nuevo la faz del mundo. Yo lo he salvado de esta amenaza —concluyó en tonos apagados.

Sus pupilas atraparon las de Crysania, como sus dedos aprisionaron la delicada muñeca. Al contemplarse en ellas, la sacerdotisa se vio reflejada en un espejo y se enfrentó no a la severa, pálida erudita que tenía a gala ser, sino a una mujer hermosa y tierna. Este contraste fue un revulsivo. De pronto, comprendió que el hechicero había confiado en su ayuda y ella le había defraudado. La pesadumbre que destilaba su voz era irresistible si bien, cuando de nuevo intentó manifestarse, Raistlin reanudó su parlamento, muy cerca de su oído.

—Conoces mis ambiciones —siseó—, no he tenido inconveniente en abrirte mi corazón. ¿Aspiro, acaso, a provocar una contienda que me permita conquistar el mundo? Kitiara, mi hermanastra, me visitó para proponérmelo y yo rehusé sin vacilaciones. Me temo que tú pagaste las consecuencias de aquella negativa —afirmó entre suspiros—. Le hablé de ti, Crysania, de tu bondad y tu poder, con tanto énfasis que ella montó en cólera y encomendó tu muerte a su esbirro de ultratumba, el caballero Soth. De ese modo esperaba desterrar tu influencia de mi espíritu.

—¿Es auténtica esa influencia? —indagó Crysania, que ya no se esforzaba en desembarazarse de su garra, con un temblor de júbilo en su timbre—. ¿Quizás he logrado que atisbes las sendas del Bien, de la Iglesia?

—¿De esta Iglesia? —corrigió Raistlin, entre amargo y desdeñoso. Retirando su mano de manera repentina se reclinó en su asiento, recogió los pliegues de su túnica y clavó en su oponente una mirada aún más sarcástica que la mueca de sus labios.

El desasosiego, la ira y un súbito sentimiento de culpa tiñeron los pómulos de la sacerdotisa de unas claras matizaciones rosadas, la gris intensidad de sus ojos se torno azúrea. Hasta sus labios tomaron color, confiriéndole una belleza que no escapó a la percepción de Raistlin pese a su esfuerzo por ignorarla. Este turbador descubrimiento le molestaba, amenazaba con desviarle de su propósito. Irritado, lo descartó y se concentró una vez más en su charla.

—No desconozco tus dudas, Crysania —declaró—, adivino tu profundo descontento. Has penetrado los entresijos de la Iglesia, eres tan consciente como yo de que sólo se intenta manipular el mundo a su albedrío en lugar de predicar las enseñanzas de los dioses. Has presenciado escenas en las que los clérigos, sedientos de supremacía, sellan pactos políticos, derrochan en banalidades el dinero que debería gastarse en alimentar a los pobres. Al catapultarte a la antigua Istar te proponías rehabilitar esta institución, demostrar que fueron otros, y no sus ministros, quienes obligaron a las divinidades a hundir bajo la montaña ígnea a los transgresores de sus leyes. Abrigabas la esperanza de acusar a los hechiceros de la hecatombe, ¿me equivoco?

Incapaz de afrontar este reproche, la dama apartó su semblante. Pero la humillación que la atenazaba era ostensible en sus más mínimos gestos.

Raistlin se mostró inconmovible.

—Se acerca el Cataclismo —aseveró—, los verdaderos sacerdotes ya han abandonado el Templo. Tu amigo Denubis, por ejemplo, ha partido esta misma tarde. Eres tú, Crysania, la única sierva del Bien que queda en la ciudad.

—Eso es imposible —susurró la eclesiástica, con los ojos desorbitados ante tan imprevista noticia.

Inspeccionó la sala y, por primera vez desde su llegada, prestó atención a los grupos que cuchicheaban lejos del Príncipe de los Sacerdotes. Los oyó parlotear sobre los Juegos, discutir acerca de la distribución de los fondos públicos y comentar la necesidad de formar ejércitos, único medio para aplastar a los rebeldes… todo en nombre de la Iglesia.

Y entonces, como si quisiera ahogar tan mezquinos conciliábulos, la voz dulce, armoniosa del máximo dignatario inundó su alma, calmando su zozobrante ánimo. El Príncipe seguía allí, en su trono, la invitaba a desechar la negrura y volverse hacia la luz donde su fe inquebrantable, pura, había de defenderla de cualquier tentación.

—Todavía existe la bondad en el mundo —dijo, fortalecida en sus convicciones—. Mientras este hombre sin mácula, elegido de los dioses, ostente el poder, no creo que estos últimos descarguen su ira sobre la Iglesia. Si, como relata la Historia, están a punto de invocar una hecatombe, es para castigar a quienes vuelvan la espalda a nuestro santo estamento.

Su tono era desapasionado, su serenidad irrefutable. Se levantó resuelta a salir y Raistlin, tras imitarla, se aproximó a ella sin cejar en su empeño. Ajena al escrutinio al que su interlocutor la sometía, la sacerdotisa prosiguió:

—O quizá las divinidades condenarán con su acción a todos cuantos se obstinan en ignorar el prudente mandato del Príncipe, la verdad que él simboliza. Sin duda él presiente la catástrofe e implora la piedad de los supremos hacedores en un desesperado intento de evitarla.

—Fíjate en ese «hombre sin mácula, elegido de los dioses» —le urgió el hechicero con su proverbial susurro.

Estirando la mano, Raistlin inmovilizó a Crysania y la forzó a mirar al mandatario. Agobiada por los remordimientos, enfurecida consigo misma por su flaqueza y por haber permitido que el nigromante ahondara en ella, la dama forcejeó con objeto de apartarse. Pero él la sujetaba con firmeza, el contacto de sus dedos le abrasaba la piel.

—¡Fíjate en esa criatura! —repitió el hechicero, al mismo tiempo que le hacía levantar la cabeza para que contemplara la luz, la gloria que rodeaba al sumo dignatario.

Sintió Raistlin que aquel cuerpo tan cercano al suyo se agitaba en un ligero temblor, y sonrió satisfecho. Adelantando su encapuchada cabeza hacia la de la mujer, le murmuró al oído:

—¿Qué ves, Hija Venerable?

No recibió más contestación que un gemido.

—Descríbemelo —insistió, tibio su aliento al rozar el pómulo femenino.

—Un hombre —balbuceó Crysania, llena de perplejidad ante la imagen que se revelaba a su examen—. Sólo un ser humano, exhausto y asustado. Advierto las arrugas de su tez, las pronunciadas bolsas oculares que denotan un continuo desvelo. De sus azules pupilas se desprende un temor, un pánico que nunca osaría confesar en público…

Comprendió, de pronto, la magnitud de sus palabras y calló, consciente de la proximidad de Raistlin, del poder que sobre su talante ejercía aquel cuerpo musculoso pese a hallarse embutido en una gruesa túnica de terciopelo. Desconcertada, se soltó de un violento tirón.

—¿En qué encantamiento me has sumido? —inquirió enfurecida, encarándose a su oponente.

—En ninguno, Hija Venerable, lo único que he hecho es desvirtuar el hechizo donde él se refugia de su miedo. Ese miedo será la causa de su caída y la posterior destrucción del mundo.

Crysania lo consultó con la mirada, remisa a aceptar tales afirmaciones. Quería que mintiera, lo necesitaba, si bien no tardó en recapacitar que, aunque así fuera, poco importaba. No podía engañarse a sí misma.

Confundida, abrumada, la dama dio media vuelta y, cegada por las lágrimas, abandonó a toda carrera la sala de audiencias.

Raistlin la espió mientras huía, insensible a su propia victoria. No cabía alegrarse por algo que había previsto de buen principio. Sentándose una vez más, ahora junto al fuego, asió una naranja de un frutero depositado sobre la mesa y, abstraído en sus cavilaciones, comenzó a mondarla sin desviar la vista de las llamas.

Alguien más, uno de los presentes en la cámara, observó la despavorida fuga de Crysania. También, aunque se mantuvo al margen, contempló cómo el hechicero comía la fruta, sorbiendo primero su jugo para luego engullir la pulpa.

Lívido su rostro en una mezcla de ira y aprensión, Quarath dejó la estancia y se encerró en su aposento, donde paseó inquieto hasta el alba.

11

La noche de los Hados

Fue conocida en la Historia como la «Noche de los Hados», la noche en la que los auténticos clérigos abandonaron Krynn. Dónde se dirigieron, cuál fue su destino, es algo que ni siquiera figura en las Crónicas de Astinus. Hay quien afirma haberlos visto en los trágicos días de la Guerra de la Lanza, tres siglos más tarde de su desaparición, y son numerosos los elfos que juran por lo más sagrado que Loralon, el más importante y devoto de los sacerdotes de su raza, recorrió las arrasadas tierras de Silvanesti, llorando su declive y bendiciendo los esfuerzos de cuantos se entregaron a la ardua tarea de reconstruirla.

Pero, para la inmensa mayoría de los habitantes de Krynn, el desvanecimiento de los verdaderos ministros del Bien pasó desapercibido. Sea como fuere, aquélla fue la Noche de los Hados en diferentes aspectos.

Crysania huyó de la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes movida por el desconcierto, por el temor. El desconcierto era fácil de explicar, había visto a la más perfecta criatura, un dignatario que aún reverenciaban los eclesiásticos de su tiempo, como un simple mortal asustado de su propia sombra, un hombre que se agazapaba tras sus hechizos y permitía que otros gobernaran en su nombre. Todas las dudas, los recelos que habían revuelto su alma cobraron vida con lacerante intensidad. En cuanto a su temor, no podía, o no quería, definirlo.

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