Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Enjugándose el sudor de la frente, Denubis trató de aplicarse a su trabajo con la mayor diligencia posible. Había iniciado la traducción a lengua solámnica de los Discos de Mishakal, una actividad que requería todo su esfuerzo, si bien no podía evitar que su mente se distrajera. Las palabras que debía interpretar evocaban en su recuerdo el relato que oyera discutir unas horas antes a un grupo de caballeros, una narración siniestra que persistía en alejarle de sus obligaciones a pesar de sus denodados intentos para conjurarla.
Según estos caballeros un miembro de su Orden, llamado Soth, había seducido a una joven sacerdotisa elfa y posteriormente la había desposado llevándola al alcázar de Dargaard, su castillo. Pero Soth ya había estado casado con otra mujer, al decir de los participantes en la conversación y, además, se aseguraba que esta primera esposa había muerto en trágicas circunstancias.
Los dignatarios de Solamnia enviaron una delegación para arrestar a Soth y retenerle hasta el momento del juicio, pero el alcázar se había convertido en una fortaleza defendida, a capa y espada, por los leales seguidores del abyecto señor. Y lo más inquietante de todo era que la dama elfa a quien el caballero había engañado permanecía junto a él, firme en su amor y fidelidad pese a haberse demostrado su culpa.
Denubis se estremeció y se conminó a descartar sus perturbadoras reflexiones. Fue imposible, cometió un error en cuanto se puso a trabajar en la primera frase. ¡Era inútil! Dejó la pluma en la mesa, en el instante en que se abría la puerta de la sala de los escribas. Al oír el ligero chirriar de los goznes, se apresuró a recoger la delicada herramienta y comenzó a garabatear en el pergamino.
—Denubis —lo invocó una voz vacilante.
—Saludos, querida Crysania —respondió él sonriente.
—Si te molesto puedo volver más tarde —ofreció la sacerdotisa.
—No, de ningún modo —le aseguró el clérigo—, es un placer verte.
No era una simple fórmula de cortesía. La presencia de la dama poseía el don de serenarlo, hasta tal punto que incluso la migraña pareció mitigarse. Abandonó el solícito eclesiástico su banqueta y fue en busca de dos sillas, una para él y otra para su invitada. Acomodóse cerca de la Hija Venerable mientras se preguntaba, en su fuero interno, el motivo de su visita.
—Me gusta este lugar —declaró Crysania contemplando la silenciosa y pacífica estancia—. Me cautiva su intimidad, en ocasiones me cansa el ajetreo del Templo —confesó, a la vez que clavaba los ojos en la puerta que conducía a los salones principales.
—Sí, resulta relajante —asintió el clérigo—. Al menos en la actualidad. Cuando llegué aquí, hace de ello varios años, estaba atestada de eruditos que traducían la palabra de los dioses a diferentes lenguas para hacerla accesible a todos los pobladores de Krynn. Pero el Principe de los Sacerdotes juzgó innecesario tan ingente esfuerzo y, uno tras otro, todos abandonaron la tarea a fin de consagrarse a quehaceres más importantes. Excepto yo. Supongo que soy demasiado viejo —añadió a guisa de disculpa—. Intenté dedicarme a otros menesteres, mas no hallé ninguno que me satisfaciera y resolví seguir. A nadie le importó… o a casi nadie.
No pudo por menos que arrugar el entrecejo al evocar sus largas charlas con Quarath, quien lo hostigaba sin tregua para sacar el mejor partido de sus aptitudes. El Hijo Venerable, no obstante, tuvo que darse por vencido, desistiendo de enderezar aquel caso perdido. Denubis se zambulló de nuevo en sus pergaminos, sus libros, que tras horas de incansable labor mandaba a Solamnia, a una biblioteca donde yacían apilados sin que nadie los leyera.
—Pero no hablemos de mí —propuso, al estudiar el macilento rostro de la eclesiástica—. ¿Qué es lo que te ocurre, querida? ¿Quizá no te encuentras bien? Perdona mi indiscreción, si oso interrogarte es porque me inquieta tu aspecto. Te he observado en las últimas semanas y no me ha pasado desapercibida tu tristeza, lo desdichada que te sientes.
Crysania posó la mirada en sus manos, enlazadas sobre el regazo, antes de alzarla hacia su oponente y consultarle:
—Denubis, ¿tú crees que la Iglesia representa la voluntad de los dioses, como debería hacer?
No era eso lo que él esperaba, la conducta de la dama se asemejaba más a la de la muchacha que ha sido defraudada por su amante que a la de un creyente decepcionado.
—Por supuesto —contestó confundido.
—¿De verdad? —persistió ella, tan penetrantes su voz y sus pupilas que Denubis quedó anonadado—. Hace ya tiempo que sirves a esta institución, cuando te iniciaste en sus secretos todavía no habían sido investidos el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros. Has sido testigo de sus paulatinas transformaciones ¿Opinas que ha mejorado?
El eclesiástico abrió la boca para afirmar que sí, que no podía ser de otra manera con un hombre tan santo como máximo mandatario, pero los acerados ojos de su interlocutora la sellaron abruptamente. La sacerdotisa transpasaba su alma, iluminaba aquellos recovecos donde había ocultado sus críticas durante decenios. Incómodo, pensó en Fistandantilus.
—Verás, quizás hay… —Estaba balbuceando y lo sabía, así que guardó silencio. Crysania advirtió su rubor, viendo en él una constatación de sus recelos.
—Ha mejorado —aseveró con firmeza el clérigo, temeroso de resquebrajar la fe de la mujer como, en un pasado remoto, vacilase la suya—. No debes mirarte en mi espejo, cuando se está en las puertas de la vejez uno se muestra reticente a los cambios. Eso es todo, el problema radica en nosotros y no en los necesarios progresos que exige la vida —insistió—: «Hasta la nieve era más blanca en los viejos tiempos», solemos decir. El motivo de nuestra actitud negativa es que nos abruma la modernidad, que no la comprendemos. La Iglesia actual hace un gran bien al mundo, querida, establece medidas de orden en la tierra y provechosas estructuras en la sociedad.
—Las quiera o no esa sociedad a la que pretende favorecer —replicó Crysania, si bien él optó por ignorarla.
—Se halla en vías de erradicar el Mal —prosiguió y, de pronto, la historia del caballero Soth cruzó su mente en una irrefrenable secuencia. Acalló presto su influjo perturbador, mas había perdido el hilo de su discurso y, pese al afán que puso en retormarlo, la dama se le adelantó.
—¿Tú crees? —inquirió—. ¿Podrá extirpar la perversidad de la faz de Krynn? A mi juicio nos asemejamos a esos niños que por la noche, en la soledad de su aposento, encienden una vela tras otra para ahuyentar la oscuridad. Ni ellos ni nosotros entendemos que ésta tiene una razón de ser y, agobiados por el pánico, acabamos provocando un incendio.
Las implicaciones de estas palabras escaparon a la percepción de Denubis pero Crysania no se interrumpió, presa de un creciente desasosiego. Era ostensible que había albergado tales pensamientos durante meses y, al hablar, les daba al fin una forma concreta.
—No ayudamos a quienes se descarrían, no nos molestamos en guiarles hacia el camino recto. Les volvemos la espalda con la excusa de que son criaturas indignas o, peor aún, nos desembarazamos de ellos. ¿Sabías que Quarath tiene el proyecto de aniquilar a los ogros?
—Pero, querida, se trata de una raza de asesinos, de villanos —protestó Denubis sin poner excesivo énfasis.
—Una raza creada por los dioses, como nosotros mismos —fue la contundente respuesta de Crysania—. ¿Ostentamos acaso el derecho, en nuestra imperfecta comprensión de las grandes leyes del universo, de destruir a seres que moldearon las divinidades?
—Según esos argumentos hasta la vida de las arañas ha de ser respetada —aventuró, irreflexivamente, el clérigo. Al estudiar la expresión de asombro de su oponente, sonrió y trató de excusarse—. No me hagas caso, era un delirio senil.
—Vine aquí persuadida de que la Iglesia era el máximo exponente de la benignidad, y ahora me atormentan… —No pudo concluir, hubo de cobijar el rostro entre las manos.
A Denubis le dolía el corazón más aún que la cabeza. Extendiendo su trémula palma acarició la suave y negra melena de la sacerdotisa, deseoso de consolarla como habría hecho con la hija que nunca tuvo.
—No te avergüences de estos titubeos, pequeña —le aconsejó, sin olvidar que también a él le habían obsesionado los suyos—. Habla con el Príncipe de los Sacerdotes, él disipará tus resquemores con su inmensa sabiduría.
Crysania lo miró esperanzada.
—¿Querrá escucharme?
—Naturalmente —la tranquilizó Denubis—. Esta noche celebra audiencia, será el momento oportuno. Y no temas, tus preguntas no despertarán su cólera.
—De acuerdo —accedió la mujer en actitud resuelta—. Tienes razón, no debería haber librado esta batalla sin ayuda. Me sinceraré con nuestro dignatario, él alumbrará las tinieblas de mi espíritu.
Se levantó y, movida por un impulso, estampó un beso en la mejilla del clérigo.
—Gracias, amigo —susurró—. No quiero interrumpir por más tiempo tu trabajo.
Mientras la veía alejarse por la sala, ahora soleada, Denubis sintió un inexplicable pesar. Le asaltó un acuciante temor al imaginarse que, mientras él se hallaba en aquel lugar luminoso, la sacerdotisa se encaminaba hacia una vasta negrura. La luz que lo envolvía se tornaba más intensa a medida que la dama se sumía en unas tinieblas densas, escalofriantes.
Desconcertado, el eclesiástico se llevó la mano a los ojos. No había sufrido una momentánea alucinación, aquel resplandor lacerante, deslumbrador, brotaba de una fuente insondable para derramar belleza tan llena de misterio que no podía enfrentarse a ella. El aura, al penetrar en su cerebro, incrementaba su migraña hasta hacerla insoportable. «Debo prevenir a Crysania, detenerla, quizás estas visiones son premonitorias», pensó.
La luz lo subyugó, ahogando su alma en un océano de llamas. Pero de forma tan brusca como habían nacido, los destellos se fundieron en los tibios rayos solares y se instauró la atmósfera caldeada, agradable de unos minutos antes. Denubis estudió, perplejo, su entorno.
No estaba solo. Tras pestañear varias veces a fin de acostumbrarse a la penumbra, una penumbra que no era tal pero que a él así se lo pareció después de la experiencia vivida, distinguió la figura de un elfo que le escudriñaba fríamente. Era un anciano de pronunciada calvicie, poseedor de una barba cana, larga, atusada. Iba ataviado con una túnica blanca, se ceñía a su cuello el Medallón de Paladine y miraba a Denubis tan lleno de tristeza que éste sintió deseos de llorar, aunque ignoraba el motivo.
—Lo siento —se disculpó el clérigo con un hilo de voz si bien, al apoyar la mano en su castigada cabeza, descubrió que había cesado de dolerle—. No te he oído entrar. ¿Puedo ayudarte? ¿Buscas a alguien?
—Ya lo he encontrado —repuso el elfo sereno, controlado, pero sin que la congoja se desdibujara de sus rasgos—. Si, como presumo, tú eres Denubis.
—Lo soy —confirmó el eclesiástico—. Pero no logro identificarte, debes perdonar mi torpeza.
—Me llamo Loralon —anunció el recién llegado.
Denubis quedó sin aliento. Se hallaba frente a uno de los Sumos Sacerdotes elfos, una criatura que, años atrás, se había opuesto al ascenso de Quarath. Pero su rival era demasiado fuerte, lo respaldaban fuerzas poderosas que impidieron que fuera escuchado el mensaje de paz, de concordia entre los pueblos, del que Loralon era portador. Desalentado, el derrotado clérigo se refugió entre los suyos, en la hermosa tierra de Silvanesti que tanto amaba, prometiéndose a sí mismo que nunca volvería a pisar el suelo de Istar.
¿Qué hacía en la sala de los escribas?
—Sin duda has cometido un error y es al Príncipe de los Sacerdotes a quien quieres ver. Iré…
—No —lo interrumpió el anciano—, sólo hay una persona que me interesa en este Templo y eres tú, Denubis. Acompáñame, nos aguarda un largo viaje.
—¡Un viaje! —repitió el aludido boquiabierto, en el borde de la locura—. Es imposible, no he salido de Istar en los treinta años de servicio que…
—Ven, Denubis —atajó Loralon sin mudar su amable tono.
—¿Dónde? ¿Cómo? No comprendo —exclamó éste. Su interlocutor se erguía en el centro de la iluminada estancia, espiándole con una pesadumbre profunda, indescriptible, a la vez que alzaba la mano y la cerraba sobre el Medallón que exhibía en el cuello.
De pronto, al ver su gesto, Denubis comenzó a vislumbrar la razón de su venida. Paladine le había concedido el don de predecir el futuro. Lívido de terror, el bondadoso clérigo meneó la cabeza.
—No —susurró—. Es demasiado espantoso.
—No está todo decidido. Las balanzas se desequilibran, pero no se han volcado. Nuestro periplo puede ser temporal, o durar más tiempo del que acertaríamos a calcular. Sigueme, aquí no te necesitan.
El sacerdote elfo estiró el brazo y Denubis sintió una paz, una beatitud que ni siquiera había experimentado en presencia de su Príncipe. Inclinó la cabeza y asió la mano que Loralon le tendía, sin poder reprimir las lágrimas.
Crysania estaba sentada en un rincón de la suntuosa sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes, unidas las manos en su regazo y con el rostro pálido, pero sosegado. Nadie que se hubiera detenido a observarla, habría detectado el torbellino que azoraba su alma. Nadie, salvo el personaje que acababa de entrar en la cámara y que, pasando desapercibido a los presentes, se había instalado en un umbrío recoveco para vigilar a la dama.
Al escuchar la voz musical del sumo mandatario, el extraordinario acierto con que dilucidaba los urgentes asuntos de Estado, aquella versatilidad que le permitía pasar, sin intervalo, de los temas políticos a otros de mayor trascendencia, los relativos a los enigmas del universo, Crysania se ruborizó. En medio de tanta sapiencia, ¿cómo osaría abordarlo para plantear sus mezquinas dudas?
Le vinieron a la memoria unas palabras de Elistan: «No recurras a otros cuando necesites respuestas, búscalas en tu corazón, pasa revista a tu fe. O bien hallarás la clave de tus anhelos, o llegarás al convencimiento de que son los dioses quienes la poseen, no el hombre.»
Y así, absorta en sus cábalas, la sacerdotisa interrogaba a sus propias entrañas. Pero la paz que ansiaba se obstinaba en eludirla y, de pronto, decidió que quizá no había respuestas a sus disquisiciones. El contacto de una mano en su brazo interrumpió sus pensamientos. Cuando alzó la faz, sobresaltada, una voz siseó en su oído:
—Tus preguntas tienen respuesta, Crysania.
Reconoció aquel timbre y, dominada por un súbito nerviosismo, escudriñó las sombras de la capucha a fin de confirmar sus sospechas. No distinguió los rasgos, de modo que lanzó una fugaz mirada a la mano que la sujetaba y al atuendo de su dueño. Vestía una túnica de terciopelo negro, como imaginaba, mas no halló las runas plateadas que él solía lucir. Una vez más centró su atención en el semblante, no vislumbrando sino el resplandor de unos ojos ocultos, una tez lívida.