Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—Gracias a tu traición —intervino la dama a la vez que trataba, sin éxito, de desembarazarse de su molesta zarpa. Aunque era más alta y más fuerte que el frágil mago, capaz en apariencia de partirle en dos con las manos desnudas, apenas osaba moverse y satisfacer así su ferviente deseo de rechazar el contacto de sus dedos. Algo en él la subyugaba.
Raistlin se rió ante la acusación de Kitiara y, atrayéndola hacia sí, la guió hacia la verja de la Torre de la Alta Hechicería.
—Hablando de traiciones, querida hermana, ¿acaso no disfrutaste cuando utilicé mi magia para destruir el escudo de inmunidad de Ariakas y permití así que Tanis, el Semielfo, hundiera el filo de la espada en su cuerpo? ¿No te convertí con mi acto en la más poderosa entre los dignatarios de Krynn?
—¿De qué me sirvió ocupar el rango de Ariakas? —repuso ella con una voz que destilaba amargura—. Desde entonces no he hecho sino vivir casi como una prisionera en Sanction, en manos de esos infames Caballeros de Solamnia que gobiernan todo el territorio. Día y noche me guardan los Dragones Plateados, vigilando hasta mis movimientos más insignificantes. Y en cuanto a mis tropas, deambulan diseminadas por todo el país.
—Sin embargo, has llegado hasta aquí a pesar de tus cadenas —constató Raistlin—. ¿Te detuvieron los Dragones, se enteraron los Caballeros de tu partida?
Kitiara hizo un alto en la senda que conducía a la Torre para dirigir a su hermano una mirada inquisitiva.
—¿Ha sido obra tuya?
—¡Naturalmente! —El hechicero se encogió de hombros, sin acertar a entender cómo Kit no lo había supuesto de buen principio—. Pero ya discutiremos más tarde esas cuestiones —añadió, a la vez que reanudaba la marcha—. El Robledal de Shoikan desestabiliza los nervios del más ponderado, y además estoy seguro de que tienes hambre y frío. Debo confesarte —su tono era confidencial— que otra persona ha conseguido atravesar los lindes de esta espesura, aunque con mi ayuda, de modo que no has sido la primera. Y lo más sorprendente ha sido el coraje con que se ha enfrentado a la prueba. Sabía que tú, Kitiara, salvarías todos los escollos, si bien abrigaba mis dudas respecto a la sacerdotisa Crysania…
—¡Crysania! —repitió la Dama Oscura escandalizada—. ¡Una Hija Venerable de Paladine! ¿Y has dejado que se internara en tus dominios?
—No sólo eso, yo mismo la invité a visitarme —contestó el mago imperturbable—. Uní a mi ofrecimiento un talismán, por supuesto, ya que de lo contrario nunca habría tenido éxito en el empeño.
—Y ella aceptó —afirmó Kitiara, navegando en un mar de incertidumbre.
—Estuvo encantada.
Ahora fue él quien cesó de andar. Se hallaban frente a la entrada de la Torre de la Alta Hechicería y, gracias a la luz que brotaba de las antorchas encendidas junto a las ventanas, Kit vio con absoluta claridad el rostro de su acompañante. Tenía los labios retorcidos en una mueca y sus doradas pupilas brillaban frías, mortecinas, igual que el sol en invierno.
—Encantada —insistió Raistlin, y la dama prorrumpió en carcajadas.
Unas horas más tarde, después de que se pusieran las dos lunas tras el horizonte y cuando el alba se anunciaba tímida en la lejanía, Kitiara, con el ceño fruncido, estaba aún sentada en el estudio de su hermano con una copa de vino tinto en la mano.
La sala era confortable, o así lo parecía al contemplarla. Varias butacas afelpadas, de la mejor textura y construcción que cabe imaginar, se alzaban sobre unas alfombras de fina artesanía que sólo las personalidades más adineradas de Krynn se podían permitir el lujo de adquirir. Sus urdimbres, realizadas a partir de diseños de animales quiméricos y flores multicolores distribuidos con gusto exquisito, eran capaces de capturar la atención de quien las mirara y lo inducían a perderse durante horas en su belleza. Las mesas de madera tallada, no menos tentadoras, contribuían también a enriquecer el ambiente al igual que los adornos, singulares y hermosos o, acaso, singulares y fantasmagóricos.
Pero el elemento predominante era la inmensa colección de libros. Jalonaban los muros hondas hileras de estantes, de la misma madera que las mesas, repletos de centenares, quizá miles de volúmenes. En su mayoría presentaban una apariencia uniforme, por estar encuadernados en tela azul marino y decorados a base de runas argénteas. La estancia era cómoda mas, a pesar del fuego que chisporroteaba en la descomunal chimenea abierta en una de las paredes, flotaba en el aire un frío sobrenatural. Kitiara creyó advertir que procedía precisamente de los libros, si bien no tenía una certeza absoluta.
Soth se instaló lejos de las llamas, oculto en la penumbra. Kit no distinguía su contorno pero era tan consciente de su presencia como Raistlin, sentado frente a su hermanastra. El hechicero había elegido una silla de alto respaldo situada detrás de un gigantesco escritorio de madera negra, tallado con tal astucia que las criaturas que intervenían en su ornamentación parecían espiar a la dama.
Asaltada por leves pero molestos temblores, Kitiara apuró demasiado deprisa el contenido de su copa. Pese a estar acostumbrada al alcohol comenzaba a marearse y tal sensación la horrorizaba, ya que de sobra conocía su significado: estaba perdiendo el control. Irritada posó el cristalino recipiente en la bandeja, resuelta a no beber más.
—¡Tu plan es una locura! —reprochó a Raistlin. Disgustada por la inefable mirada que el hechicero había clavado en su persona, se levantó y continuó mientras recorría la amplia sala de uno a otro extremo—: Es una insensatez y una pérdida de tiempo. Con tu ayuda podríamos reinar en todo el continente de Ansalon. Y aún iré más lejos: si tú quisieras —se volvió de manera repentina, iluminado su rostro por un siniestro anhelo— dominaríamos el mundo entero. No necesitas el apoyo de Crysania ni el de nuestro tosco hermano.
—Dominar el mundo —repitió Raistlin en un quedo murmullo que contrastaba con sus ardorosas pupilas—. Me temo que no has comprendido una palabra, querida Kitiara, por eso me dispongo a explicártelo del modo más sencillo que sé.
También él se incorporó para, apoyando ambos puños en el escritorio, inclinarse hacia su hermanastra más sinuoso que una serpiente. La Dama Oscura, que se había detenido atenta a su reacción, sintió un escalofrío.
—¡El mundo nada me importa! —exclamó el hechicero—. Podría someterlo a mi yugo mañana mismo si me apeteciera, pero no es eso lo que ambiciono.
—No te interesa gobernar Krynn —farfulló ella a guisa de constatación, con acento sarcástico y encogiéndose de hombros—. En ese caso, sólo queda…
No concluyó. Casi se mordió la lengua cuando sus ojos se cruzaron con los de Raistlin, reveladores al fin de sus más secretos deseos. En las sombras de la habitación, las llamas anaranjadas que danzaban en las cuencas oculares del caballero espectral lanzaron destellos más vivos que el fuego.
—Se ha hecho la luz en tu mente —comentó el mago y, satisfecho, se sentó de nuevo—. La Hija Venerable de Paladine reviste una importancia capital en mis planes, como sin duda entenderás. Es el destino quien la trajo hasta mí en el momento en que mi viaje empezaba a tomar cuerpo en mi imaginación.
Kitiara no atinaba sino a contemplarlo aturdida, muda. Al cabo de un rato, no obstante, recobró el habla e indagó:
—¿Cómo sabes que te seguirá? ¡No le habrás contado la verdad!
—Tan sólo lo suficiente para plantar la semilla en su pecho. —Raistlin sonrió al evocar su encuentro, a la vez que se reclinaba en el asiento y se llevaba dos dedos a los labios—. No pecaré de inmodestia si digo que mi representación fue una de las más espléndidas de mi vida. Hablé a regañadientes, impelido por su bondad y pureza y, al surgir las sílabas entre titubeos y esputos sanguinolentos, ella pasó a pertenecerme. Sus sentimientos caritativos la arrastraron hasta perderla. Vendrá —aseveró, regresando con sobresalto al presente—. Y también aparecerá ese bufón que tenemos por hermano. Me servirá de manera irracional, atolondrada, pero así es como actúa siempre.
Kitiara extendió la mano sobre sus sienes, donde la sangre latía con violencia. El responsable no era ya el vino —había recobrado la sobriedad—, sino un sentimiento de furia y desánimo.
«¡Podría ayudarme! Es tan poderoso como se rumorea, o incluso más. ¿Por qué se habrá vuelto loco?», pensó fuera de sí.
De pronto, una voz que no había invitado resonó en los pliegues de su cerebro: «¿Y si su juicio se mantuviera intacto? ¿Y si su resolución de seguir hasta el final fuera lúcida e irrevocable?»
La dama pasó revista al plan del mago fríamente, enfocándolo desde todos los ángulos. Sus conclusiones la espantaron. Nunca saldría victorioso y, lo que era peor, existía la posibilidad de que la precipitase a ella al abismo.
Estas ideas se sucedieron en fugaces secuencias, sin que ninguna se reflejara en el rostro de la dignataria. Por el contrario, su sonrisa asumió un raro embrujo, un ambiguo encanto que en su día hizo que muchos de sus enamorados muriesen invocándola.
Quizás era éste el objeto de las meditaciones de Raistlin cuando le propuso, con ojos escrutadores:
—Vamos, hermana, únete por una vez al vencedor.
La convicción de Kitiara se agitó, a punto de desmoronarse. ¡Si se cumplían los designios de Raistlin sería glorioso! Krynn caería en sus manos, y tan halagüeña perspectiva la obligó casi a ceder.
Miró al mago. Veintiocho años atrás era un recién nacido débil y enfermizo, la triste contrafigura de su robusto gemelo.
—Dejadle morir o su existencia será un infierno —les recomendó la comadrona. Kit era entonces una adolescente, y se horrorizó al ver que su madre consentía entre sollozos.
Rehusó acatar tan cruel consejo. Algo que bullía en su interior la impulsó a enfrentarse a todos. ¡El niño viviría! Viviría porque ella así lo quería, y no aceptaría una negativa.
—La primera batalla que libré —solía contar orgullosa a los otros lugareños— fue una guerra encarnizada contra los dioses. ¡Y vencí!
Mientras estudiaba a su hermano, se confundían en su mente las imágenes del hombre y la del pequeño desamparado que fuera en sus inicios. De súbito, sin motivo aparente, le dio la espalda.
—Lo lamento pero debo partir —anunció, ajustándose los guantes—. ¿Te pondrás en contacto conmigo a tu regreso?
—Si salgo victorioso no será necesario —replicó el hechicero sin vehemencia ninguna—. Te enterarás de todos modos.
Kitiara profirió casi un comentario burlón, pero se contuvo a tiempo. Indicó a Soth con un leve ademán de cabeza que había llegado el momento y se dispuso a abandonar la estancia.
—Adiós, hermano. —Aunque conservó el control de sí misma, no logró reprimir un ribete de ira en su voz—. Es una lástima que no compartas mi deseo de disfrutar cuanto la vida puede ofrecernos de hermoso. ¡Juntos habríamos acometido grandes empresas!
—Adiós, Kitiara —se despidió a su vez el hechicero. Ordenó a las lóbregas criaturas consagradas a su servicio que mostrasen la salida a sus invitados sin despegar los labios, por vía telepática, y añadió, antes de que Kit traspasara el umbral—: Por cierto, hay algo que debo decirte. En más de una ocasión me aseguraron que me salvaste la vida poco después de nacer pero, aunque eso sea cierto, considero que saldé mi deuda al propiciar la muerte de Ariakas quien, sin lugar a dudas, habría acabado por destruirte. Así pues, estamos en paz.
Kitiara examinó el semblante del mago, sus áureos relojes de arena, en busca de una amenaza o una promesa. Nada halló, ni un atisbo de emoción susceptible de orientarla. Un instante más tarde, Raistlin había pronunciado la fórmula de un hechizo y desaparecido de su vista.
La travesía del Robledal de Shoikan fue, ahora, sencilla. Los guardianes no acosaban a quienes dejaban la Torre y Kitiara y Soth recorrieron juntos el camino. El Caballero de la Muerte caminaba con el sigilo que lo caracterizaba. Proveniente de un universo inmaterial, sus pies no imprimían la más ínfima huella sobre las hojas secas que se extendían por el suelo como un manto de perenne podredumbre. La primavera no visitaba jamás el siniestro bosque.
La Dama Oscura no habló hasta que hubieron sobrepasado el perímetro exterior de árboles y se hallaron, una vez más, sobre el sólido empedrado de las calles de Palanthas. El sol asomaba tras los recortados edificios, difuminándose el rico azul del cielo en un pálido gris teñido de rojo. En la ciudad, aquéllos cuyo quehacer reclamaba su presencia a primera hora se desperezaban en sus lechos. Los pasos aislados de los más madrugadores se mezclaron con los de los centinelas que, concluido el turno de noche, se retiraban a descansar y eran relevados en las almenas. Estos lejanos ecos, que llegaban a oídos de Kitiara desde el otro lado de las semiderruidas casas adyacentes a la torre, la recordaron que se encontraba de nuevo entre los vivos.
—Hay que detenerlo —declaró a boca de jarro la dignataria sin una vacilación, sin un suspiro.
El espectro no se pronunció en ningún sentido.
—Sé que será una tarea difícil —reconoció Kitiara al mismo tiempo que se ajustaba el yelmo y caminaba a grandes zancadas hacia Skie que, al distinguirla, había alzado la testa en actitud triunfante. Tras dar unas cariñosas palmadas en el cuello de su Dragón, la dama volvió a dirigirse a su esbirro.
—Pero no es necesario encararse con él. Todo su proyecto gira en torno a la sacerdotisa. Si eliminamos a Crysania su castillo de naipes se vendrá abajo. Y nunca averiguará nuestra participación en el asunto, ya que son muchos los que han sucumbido a las fuerzas letales del Bosque de Wayreth. ¿Me equivoco?
Soth negó con la cabeza y sus ojos destellaron, en señal de complicidad.
—Ocúpate de que se esfume sin dejar rastro. Haz que aparezca como un designio de los hados —le encomendó—, mi hermano cree en tales maldiciones. Cuando era niño le enseñé que no doblegarse a mis deseos era una falta grave, punible mediante unos azotes, y por lo que veo debe aprender de nuevo la lección.
Montó a lomos de Skie y este, obediente a su orden, se preparó para elevarse. Sus gigantescas patas traseras se hundieron en el adoquinado, requebrajando las piedras, y al fin desplegó las alas y dio un majestuoso salto hacia las alturas. Los habitantes de Palanthas sintieron como si les hubieran quitado un peso de encima, una sombra malévola que se cernía sobre sus corazones, pero casi ninguno vio partir al reptil ni a su jinete.
Soth permaneció inmóvil en el linde del Robledal.