Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—También yo creo en el destino, Kitiara —murmuró—. En el que uno mismo se labra.
Dirigió su mirada hacia las ventanas de la Torre de la Alta Hechicería, y percibió cómo se extinguía la luz en la estancia que ocupaban pocos minutos antes. Durante unos segundos envolvió a la mole una oscuridad que se solidificó en un escudo impenetrable a los rayos solares, en el halo de negrura que solía protegerla. Pero rompió el sombrío encantamiento un repentino centelleo.
Procedía aquel atisbo de vida de una sala situada en la cúspide de la Torre. Era el laboratorio del mago, el lugar secreto donde Raistlin perfeccionaba sus virtudes arcanas.
—Me pregunto quién va a aprender una lección —siseó Soth y, sin pérdida de tiempo, se fundió en los lóbregos vapores que disolvía ya la atmósfera diurna.
Un juego divertido
—¿Por qué no nos detenemos aquí? —sugirió Caramon, a la vez que se encaminaba hacia un destartalado edificio que se hallaba apartado del camino, agazapado en el bosque como el animal que acecha a su presa—. Quizás ella haya hecho un alto para reponer fuerzas.
—Lo dudo —replicó Tas, examinando con reticencia la enseña que pendía de una cadena sobre la puerta—. «La Jarra Rota» no me parece el establecimiento adecuado…
—Tonterías —rezongó el guerrero, al igual que había rezongado en más ocasiones de las que el kender podía contar—. Tiene que comer, incluso las sacerdotisas de más altas aspiraciones necesitan alimentarse con algo tangible. Además, existe la posibilidad de que algún cliente se haya cruzado en su ruta y nos dé cuenta de su paradero. Hemos perdido su rastro, hasta ahora no nos ha acompañado la suerte.
—No —repuso Tas entre dientes—, pero quizá los hados nos favorezcan más si exploramos la calzada en lugar de las tabernas.
Llevaban tres jornadas de viaje, y los peores presentimientos de Tasslehoff se habían materializado con creces.
Por regla general, los kenders eran los nómadas perfectos. Al alcanzar la veintena les asaltaba la sed de aventuras, de peregrinar por el mundo, y en esa época se lanzaban en pos de rincones ignotos con el anhelo de no prestar atención más que a las situaciones emocionantes o a cualquier objeto curioso, bello o deforme, que por azar cayera en sus siempre abultadas bolsas. Totalmente inmunes a la emoción del miedo, azuzados por un ansia inagotable de saborear la novedad de cada segundo, los integrantes de esta raza no eran muy abundantes en Krynn, para alivio y tranquilidad de sus otros pobladores.
Tasslehof Burrfoot, a punto de cumplir los treinta —si no le engañaba su memoria— no era, en la mayor parte de sus facetas, un kender característico. Había recorrido, a lo largo y a lo ancho, el continente de Ansalon junto a sus padres antes de que éstos se establecieran en Kenderhome, y al alcanzar la mayoría de edad se había trazado sus propios itinerarios en solitario hasta que conoció a Flint Fireforge, el enano herrero y a su amigo, Tanis, el Semielfo. Más tarde se les unieron en su peregrinar Sturm Brightblade, Caballero de Solamnia, y los gemelos Caramon y Raistlin. En su compañía vivió la aventura más maravillosa de toda su existencia: la Guerra de la Lanza.
Sin embargo, como ya hemos apuntado, su dilatada experiencia lo apartó del prototipo del kender, aunque él lo habría negado de mencionarse este punto en público. A diferencia de otros miembros de su pueblo había sufrido el trance de perder a dos seres entrañables, Sturm Brightblade y Flint, y sus muertes lo habían afectado más de lo imaginable. Así, a través del sufrimiento, había aprendido el significado de la palabra «temor», no por sí mismo, sino por el destino de quienes amó. Y su inquietud, su preocupación por Caramon, era ahora más honda de lo que cabía prever.
Su desasosiego había ido en aumento desde que emprendieron la búsqueda de Crysania. La diversión inicial había durado muy poco. Después de abandonar el hogar del guerrero, cuando éste hubo proclamado su rencor contra la dureza de corazón de Tika y la incapacidad del mundo entero para comprender sus desgracias, dio unos tragos de su odre y se entonó a los pocos minutos, comenzando a relatar historias sobre la época en que rastreaba draconianos por la espesura. Tas halló tales anécdotas amenas y entretenidas de modo que, pese a vigilar sin respiro a Bupu para asegurarse de que no la arrollaba una carreta ni se hundía en el fango, disfrutó de sus primeras horas al aire libre.
Sorbo tras sorbo, al atardecer el odre estaba vacío, si bien Caramon conservaba el buen humor y se mostraba dispuesto a escuchar las narraciones de Tas, que el kender gustaba de repetir una y otra vez. Por desgracia en el momento culminante de una de ellas, cuando escapaba junto al mamut lanudo y los magos le arrojaban relámpagos ígneos, pasaron por delante de una taberna.
—No tardaré, sólo quiero llenar el odre —prometió el guerrero, y desapareció en el interior del local.
Tas hizo ademán de seguirle, pero, de pronto, advirtió que Bupu contemplaba boquiabierta la fragua que había en el linde opuesto de la senda y comprendió que, hipnotizada por el fuego, era capaz de provocar un incendio de graves consecuencias. Como, por otra parte, sabía que en numerosos establecimientos rehusaban servir a los enanos gully y no deseaba someterse a esta prueba, decidió quedarse fuera y mantenerla bajo control. Después de todo, Caramon le había asegurado que no se demoraría.
Dos horas más tarde, el hombretón salió a trompicones de la taberna.
—En nombre del Abismo, ¿dónde te has metido? —preguntó el kender arrojándose sobre su amigo con furia felina.
—Sólo he tomado una copa para cobrar ánimos. —Pero el guerrero se balanceaba de manera alarmante.
—¡Debo cumplir una importante misión! —le recordó Tas exasperado—. Es la primera que me encomienda una personalidad de tan alto rango, que además quizás esté en peligro, y frente a tal panorama tú me obligas a permanecer dos horas inactivo, encadenado a una enana gully. —El kender señaló con el índice a Bupu, quien dormía plácida en una acequia—. Nunca me había aburrido tanto, y ¿para qué? Para esperar a un individuo que aparece rezumando alcohol por todos los poros.
Caramon le clavó una furibunda mirada y proyectó los labios en una mueca que quería ser agresiva.
—¿Sabes lo que te digo? —gruñó, al mismo tiempo que echaba de nuevo a andar por la senda—. Que tus sermones son idénticos a los de Tika.
La pronunciada inclinación de una ladera, que tuvieron que bajar en la penumbra, evitó una reyerta más seria. Entrada ya la noche, llegaron a una encrucijada.
—Vayamos por ahí —propuso Tasslehoff con el dedo extendido—. Sin duda Crysania imagina que alguien intentará detenerla y elegirá una ruta poco utilizada por los viajeros, donde disminuya el riesgo de ser descubierta. Creo que deberíamos tomar el camino que seguimos hace dos años, cuando abandonamos Solace.
—¡No seas insensato! —lo reprendió el guerrero—. Es una mujer y una sacerdotisa, ambas razones de peso para que evite los lugares solitarios donde podría ser atacada. Preferiría las sendas frecuentadas, como por ejemplo la que conduce a Haven.
A Tas no le gustó la alternativa, pero accedió. Sus resquemores, sin embargo, eran fundados y lamentó no haberse puesto firme. No habían cubierto más que unas millas cuando se toparon con una posada.
El guerrero entró para averiguar si alguno de los parroquianos había visto a una persona que encajara con la descripción de Crysania, dejando una vez más a Tas encargado de custodiar a Bupu. Una hora después su colosal figura se dibujó en el umbral, coronada por una faz encarnada y risueña.
—¿Te han dado pistas fiables? —inquirió el kender irritado.
—¿De quién? ¡Ah, te refieres a ella! No.
Transcurrieron dos días más sin que avanzasen apenas en su viaje. En realidad se hallaban a mitad de camino de Haven. Si bien Tasslehoff podría haber escrito un libro acerca de los establecimientos que flanqueaban la senda.
—En los viejos tiempos —comentó el kender al borde del paroxismo— habríamos ido hasta Tarsis en este mismo plazo. Incluso estaríamos de regreso.
—Entonces yo era joven e inmaduro. Mi cuerpo es ahora el de un adulto, ha de renovar fuerzas y mantener su perfecto equilibrio —explicó Caramon con gesto altivo.
«¿Cómo se atreve a hablar de equilibrio? No son fuerzas lo que renueva», pensó Tas, entre furioso y apenado por su compañero.
Caramon no podía avanzar más de una hora seguida sin detenerse a descansar. A menudo, en lugar de sentarse por su propia iniciativa se derrumbaba de manera repentina y prorrumpía en agónicos sollozos, bañado en sudor todo su cuerpo. Se necesitaban en tales casos los esfuerzos combinados de Tas y Bupu, sumados a unos sorbos de aguardiente enanil, para incorporarlo. Se quejaba, además, sin tregua y amargamente porque la cota de malla le excoriaba la piel, el sol le quemaba demasiado o la sed y el hambre se hacían insoportables. Por las noches persistía en cobijarse en cualquier posada nauseabunda, con tal de que sirvieran bebidas fuertes. Entonces obsequiaba a Tas con el espectáculo de su borrachera y, cuando caía sin sentido, el kender lo subía con ayuda del hospedero al aposento, donde dormía hasta media mañana y obligaba a su amigo a perder un tiempo precioso.
Transcurrida la tercera jornada de tan absurdos desafueros, y consumido el licor de la enésima taberna sin hallar, por otra parte, el menor rastro de la sacerdotisa, Tasslehoff se planteó la opción de regresar a Kenderhome, comprar una casa y retirarse de la aventura.
Era mediodía cuando arribaron a «La Jarra Rota». Caramon, fiel a su costumbre, se zambulló en el interior mientras, exhalando un suspiro que pareció brotar de sus nuevos y relucientes botines verdes, Tas se apostaba al lado del mugriento local en compañía de su inseparable Bupu.
—Estoy harta —anunció la enana dirigiendo al kender una mirada reprobatoria—. Me prometiste que conocería a un hombre guapo ataviado de rojo, y la única cara que he visto es la de ese borrachín más grueso que un tonel. Regreso a mi patria, a la corte de Fudge I, el Gran Bulp.
—No, aguarda un poco más —le suplicó él desesperado—. Encontraremos al hombre guapo, te lo aseguro. Quizá Caramon averigüe al fin su paradero.
Resultaba obvio que Bupu no le creyó, debido acaso a la carencia absoluta de convicción que delataban sus palabras.
—Concédeme una oportunidad —insistió Tas—. Espérame aquí y traeré algo de comer. Este viaje no se prolongará mucho… ¿Te quedarás aquí sin moverte hasta que vuelva? —concluyó, remiso a darle explicaciones falaces.
La enana se mordió los labios, sumida en profundas reflexiones. Al fin dijo, a la vez que se sentaba en la fangosa senda:
—De acuerdo, esperaré hasta después del almuerzo.
Tas irguió el rostro, proyectando el mentón, y desapareció en el desvencijado establecimiento. Estaba resuelto a hablar con Caramon largo y tendido.
Sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos no fue necesario el intercambio.
—A vuestra salud, amigos. —Era el hombretón quien brindaba, alzada la copa frente a los parroquianos de la taberna. No eran numerosos, tan sólo una pareja de enanos viajeros que estaban sentados cerca de la puerta y un grupo de humanos, ataviados de guerreros, quienes levantaron sus jarras en respuesta al saludo del extraño gigante.
Tas tomó asiento junto al fornido compañero, tan deprimido que hasta restituyó a uno de los enanos la bolsa que, distraídamente, le había arrebatado al pasar.
—Se te ha caído esto —le susurró con la mano extendida, en una actitud que dejó perplejo a su interlocutor.
—Buscamos a una mujer —declaró Caramon, arrellanado en su banco como si pretendiera pasar la tarde entera en el local. Recitó acto seguido la descripción que había expuesto en todas las posadas y tabernas desde que partieran de Solace—. Cabello oscuro, delgada, delicada, faz pálida, túnica blanca. Se trata de una sacerdotisa…
—Nosotros la hemos visto —lo interrumpió uno de los guerreros.
—¿De verdad? —preguntó el robusto humano expulsando por la boca un chorro de líquido, casi asfixiado.
—¿Dónde? —preguntó el kender al percatarse de su apuro.
—Deambulando por los bosques que cubren la zona este del territorio —explicó el mismo hombre, a la vez que agitaba el pulgar en aquella dirección.
—¿Ah, sí? —Era Caramon quien hablaba, receloso de los desconocidos—. ¿Y qué hacíais vosotros en esa espesura impenetrable?
—Perseguir goblins. En Haven ofrecen por ellos sabrosas recompensas.
—Tres monedas por ejemplar —coreó su hasta entonces silencioso amigo, y les propuso con una sonrisa desdentada—: Quizá queráis probar suerte también vosotros.
—Volvamos a lo que interesa —los atajó Tas, visiblemente nervioso—. Contadnos pormenores acerca de la mujer.
—Está loca, no me cabe la menor duda —comentó el primer guerrero—. Le advertimos que la región era un hervidero de goblins y no debía viajar en solitario, pero ella se limitó a contestar que estaba en manos de un tal Paladine y que este misterioso personaje se ocuparía de salvaguardarla.
Caramon suspiró y se llevó la copa a los labios.
—Todo concuerda, es la persona que buscamos —aseveró. Pero en el momento en que iba a humedecer su gaznate, Tas dio un salto en el aire y le arrebató el cristalino objeto para lanzarlo al suelo—. ¿Qué diablos…? —intentó protestar el hombretón.
—Vámonos —le ordenó el kender sin hacerle caso, tirando de su brazo—. Tenemos que partir ahora mismo. Gracias por vuestra ayuda —dijo al grupo, jadeando a causa del esfuerzo que suponía arrastrar a Caramon—. ¿Dónde os tropezasteis con ella exactamente?
—A unas diez millas al este de aquí. Encontraréis un sendero en la parte trasera de la taberna, una ramificación de la ruta principal. Internaos en él y os conducirá, a través del bosque, hacia Gateway. Los lugareños lo utilizaban como atajo antes de que se convirtiera en un camino peligroso.
—Nos habéis sido de gran utilidad, os lo aseguro. Vuestro favor no tiene precio. —Con estas palabras de reconocimiento Tas empujó a Caramon al exterior del local, aunque éste pretendía quedarse un poco más.
—¡Los Abismos te confundan! ¿A qué viene tanta prisa? —vociferaba el guerrero encolerizado, deshaciéndose de la presión que ejercían en su cuerpo las manos del kender—. Al menos podríamos comer algo.
—¡Caramon! —le urgió a callar el hombrecillo—. Piensa, recuerda. ¿No te das cuenta de dónde está la sacerdotisa? A diez millas al este. Mira. —Abrió uno de sus saquillos y extrajo un pliego de mapas, que hojeó de manera precipitada hasta hallar el que buscaba y desenrollarlo frente al rostro congestionado del compañero. En su ajetreo, algunos de los otros se deslizaron y cayeron en el camino.