El tesoro de los nazareos (23 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El tesoro de los nazareos
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—Esta pared representa el muro oeste del templo —dijo Tomás.

—Y ese túnel debe de conducir al castillo. Veamos.

Sacaron más telas que impregnaron en brea y enrollaron en torno a las antorchas, que revivieron. Comenzaron a descender por el túnel, cuya pendiente era acusada. Se escuchaba el goteo constante del agua que rezumaba desde el bosque situado justo encima de ellos. Las paredes aparecían labradas con caras barbudas y figuras que asemejaban un extraño vía crucis. El camino se les hizo eterno. Rodrigo seguía llevando la daga en la mano y Tomás miraba hacia atrás, hacia la oscuridad del túnel, del que temía que saliera algún horrible monstruo que los devorara. Después de una cerrada curva, el túnel terminaba bruscamente.

—No puede ser, debe de haber alguna salida aquí —dijo Rodrigo tanteando las húmedas piedras.

De pronto se oyó un chasquido, el muro giró, les deslumbró una luz cegadora y gritaron al verse frente a un individuo al que no se le distinguía el rostro.

Rodrigo le puso la daga en el cuello y el otro gritó:

—¡Piedad para un buen cristiano!

—Casi nos matas del susto, Toribio —dijo Rodrigo Arriaga quitándose el pañuelo de la boca.

—¡Señor! ¡Parecíais salteadores!

El bueno de Tomás dio un paso adelante. Se leía el miedo en sus ojos.

—¿Dónde estamos? —preguntó Arriaga.

—En la despensa, bajo el Salón Grande, en el pabellón de la familia.

—¿Y cómo has encontrado el pasadizo?

Toribio se hizo a un lado y contemplaron a una moza bien entrada en carnes que roncaba despatarrada sobre unos sacos de harina. Junto a ella había una jarra de vino y dos vasos.

—Ella me lo dijo. Queda semioculto detrás de este botellero y se abre con esta pequeña palanca —argumentó Toribio señalando a la cocinera con la cabeza—. Y no creáis, que me ha costado folgarla tres veces seguidas; no es de las que queda satisfecha con un revolcón.

—Ay, Toribio, Toribio… —dijo Rodrigo, que reparó de inmediato en que habían dejado la lápida de la ermita abierta—. Tenemos que volver a cerrar la entrada en la cripta o descubrirán que hemos entrado en el Templo.

—¿El Templo? —dijo Toribio.

—Ya hablaremos. Mañana partes con Tomás a Clairvaux, necesitaremos que contactéis con Guior a través de la sobrina de su amigo. La del cobertizo.

Toribio esbozó una sonrisa socarrona

—Huuummm… —murmuró.

—¿Y tenemos que volver allí arriba, mi señor? —preguntó el joven Tomás asustado.

—No, hijo, no. Cerrad el pasadizo. Yo lo haré.

Quedó dentro del túnel y el muro se cerró tras él. Entonces sintió que el miedo lo invadía. Cuando volvía, en la primera curva, reparó en una bifurcación del túnel que no había visto antes. Se adentró en ella y comprobó que apenas si tenía más de veinte pasos. Era una galería ciega. En los laterales del estrecho túnel aparecían excavados en la roca unos nichos, diez o doce; varios ocupados por esqueletos que vestían túnicas blancas. Pensó que podría ocultarse allí a la noche siguiente. Volvió sobre sus pasos y caminó lo más rápido que pudo. Pasó por el Templo como una exhalación, cerró la puerta de madera, apagó la antorcha, encendió el candil y subió las escaleras de vuelta a la ermita. Una vez allí cerró la losa y salió aliviado al frío de la noche.

Entonces oyó una voz.

—¿Qué hacéis aquí?

Se giró y vio la figura de Lorena, que se perfilaba en la oscuridad.

—Buscaba un poco de tranquilidad. Quería orar.

Ella se le acercó mucho, demasiado.

—¿Habéis pecado, Rodrigo? —Había cierto retintín en sus palabras.

—Pues sí, un templario debe mantenerse lejos de las cosas mundanas.

—¿Qué cosas mundanas hay aquí arriba, en la ermita?

—Vine huyendo de mi pecado.

—¿De vuestro pecado?

Estaba en un apuro. No le interesaba que ella pudiera contar que lo había visto allí a aquellas horas de la noche. Lo descubrirían. Tenía que arriesgarse.

—Sí, he pecado de pensamiento. Con vos, desde que os vi por primera vez. —La atrajo hacia sí, tomándola por el talle, y la besó. Sintió cómo la joven se estremecía. La agarró por las posaderas y le besó el cuello. Notó que jadeaba y envolvió sus senos con las manos; eran pequeños y duros.

—Venid —dijo ella.

Fueron a un cobertizo que había detrás de la pequeña iglesia.

Tomás y Toribio partieron al día siguiente. Al tratarse de dos sirvientes nadie le dio mayor importancia. Justo cuando Rodrigo salió a despedirlos al camino se dio de bruces con dos caballeros de mediana edad que llegaban acompañados por gente de armas. Eran los representantes de las familias Saint Omer y Jointville, sin duda.

Cuando volvió al patio del castillo y antes de adentrarse en el pabellón de invitados comprobó que Henry Saint Claire, Jacques de Rossal y André de Montbard recibían a los recién llegados con abrazos y parabienes. Le pareció escuchar algo así como «esta noche hablaremos con calma en la reunión, ahora bebamos un poco de vino».

Subió a su aposento para poner en orden sus ideas, tenía que hacer llegar una esquela a Silvio de Agrigento. Le iban a pedir que eliminara a Robert Saint Claire y luego querrían que partiera hacia Tierra Santa para alejarlo de allí. No le desagradaba pasar por el puerto templario de La Rochelle, así podría averiguar algo sobre el paradero de los siete sabios, pero la idea de eliminar al pobre demente de Robert le hacía sentirse muy angustiado.

Al entrar a su cuarto se sintió reconfortado por el calor del brasero. Entonces sintió una presencia tras de sí, en la penumbra que quedaba junto a la puerta entreabierta. Se volvió alarmado y vio a Lorena Saint Claire.

—Os esperaba —dijo ella—. Ahora tenemos el cuarto para nosotros dos solos.

Dicho esto, dejó caer el vestido que llevaba. Estaba desnuda.

Era una mujer de belleza extraordinaria, de tez pálida y pecosa. Tenía los senos pequeños y el vello de su sexo rojizo. Era una noble, no había duda, su piel no había sido curtida por el sol como la de Beatrice.

Ella se le acercó y se fundieron en uno solo. Aquello se le estaba yendo de las manos, pensó el templario.

—No he dejado de pensar en vos desde anoche —dijo ella.

Después de comer, Arriaga salió a dar un paseo para relajarse. Se había sentido algo tenso durante el almuerzo en la Sala Grande, pues Lorena no paraba de lanzarle miradas maliciosas que afortunadamente no llamaron la atención de los demás. El era un templario y por tanto debía mantenerse célibe. Además, Henry Saint Claire le había abierto las puertas de su casa y él había respondido a aquella hospitalidad deshonrándole al yacer con su única hija. Al menos le quedaba el consuelo de que ella parecía versada en las artes amatorias.

¿Qué pensarían Jacques de Rossal y André de Montbard si le descubrían? Parecían dos ascetas. No lo entenderían.

Intentó poner en orden sus ideas para enviar un mensaje a Silvio de Agrigento. Tenían que verse lo antes posible, pero… ¿dónde? En La Rochelle. Le habían dicho que allí había un barco que lo llevaría a Palestina. Si lograba solucionar el problema que se le planteaba con Robert Saint Claire —ya vería cómo— tendría que marchar hacia el puerto templario. Allí, antes de partir, podría reunirse con el de Agrigento y con Tomás y Toribio.

Una vez hubiera contado lo que sabía al secretario de Lucca Garesi, éste tendría que decidir. Él, por su parte, se encontraba cansado, harto de aquel negocio. Quizás era debido a que no le agradaba la idea de asesinar al joven Saint Claire. Creía haberle salvado la vida tras su conversación con Bernardo de Claraval pero, al parecer, la rama más dura de las familias apostaba por una solución más expeditiva.

Pensaba haber acabado con la parte más desagradable de su trabajo como espía: la muerte, la daga, los venenos… aquello formaba parte del pasado. Cuando era más joven no se lo planteaba siquiera. Actuaba como se le ordenaba y no reparaba en ello ni un solo momento. Había sido entrenado para hacerlo, era un soldado. Unos eran duchos manejando el arco, otros cargaban a caballo en las batallas, había zapadores que excavaban túneles a fuer de derribar los muros más sólidos de las fortalezas, y él, por su parte, fingía ser lo que no era, obtenía información, sobornaba y en caso necesario… mataba.

No sabía muy bien por qué pensaba en Beatrice y en terminar con aquella misión, volver a Chevreuse y llevarla consigo; vender sus tierras junto a los Pirineos y perderse en una granja lejos de Roma y las familias. Cultivar la tierra y tener hijos; vivir en paz.

Lorena era una mujer excitante, culta y de origen noble, pero había algo en ella que le hacía desconfiar. Se sentía culpable por haber yacido con ella, allí, en la casa de sus mayores. Ella se había vuelto a manifestar muy cansada de todo aquel asunto del proyecto y las familias. Le había descubierto otra cara: la de las mujeres de aquellos confabuladores, sus familias, que habían sido abandonadas cuando la misión lo requería. La prima de Lorena, Elizabeth, la madre de Theobald, había sido entregada en matrimonio a Hugues de Payns a la edad de trece años. Así sellaron su extraordinaria amistad Henry Saint Claire y el fundador del Temple, quienes habían luchado juntos en la cruzada. Hugues de Payns había dejado a su esposa adolescente y a su hijo recién nacido por ingresar en la orden que acababa de fundar. ¿Merecía la pena? Gracias a Henry Saint Claire su sobrina no se vio obligada a ingresar en un convento. Lorena había visto marchitarse a su prima mayor por culpa del proyecto.

Rodrigo, aprovechando las confidencias que suelen hacerse los amantes, preguntó a Lorena por su padre. Henry Saint Claire no había ingresado en la orden. Ella le dijo que su progenitor era uno de los más firmes defensores del proyecto, pero que nunca se había planteado por ello renunciar a su esposa, a sus hijos y a sus tierras. Quizá por esa razón se había sentido culpable y había inducido a su hijo menor, Robert, a ingresar en el Temple; era la contribución de los Saint Claire al brazo armado de las familias. Y así se lo pagaban ahora. Ella le dijo que con seguridad iban a tratar de matar a su hermano. Rodrigo se sintió culpable. No podía decirle que él era el encargado de hacerlo. Cuando volvió al castillo, Arriaga vio más monturas. Habían llegado nuevos invitados; aquella reunión era importante. Subió a su habitación, pues no le quedaba tiempo, tenía que escribir la esquela para Silvio de Agrigento, bajar al pueblo y dársela a Owen.

Lorena fue a visitarlo tras la cena e hicieron el amor. Era agradable compartir el lecho con una mujer, abrazados, desnudos bajo la manta y al calor del brasero del cuarto mientras en el exterior la nieve hacía su aparición. A punto estuvo de quedarse dormido. En cuanto sintió que la respiración de la joven se hacía rítmica y pausada se deslizó fuera del lecho y se vistió con las ropas que había preparado: calzas oscuras, jubón negro y manto del mismo color. Se pintó el rostro de oscuro con un tizón que había tomado de la inmensa chimenea y salió del cuarto evitando hacer ruido.

La moza de Toribio le abrió la puerta del pabellón principal de Rosslyn y bajaron al sótano. Abrieron la falsa puerta tras el botellero y Arriaga encendió la tenue llama de un pequeño candil.

—Espero que tengamos suerte y se reúnan esta noche.

—Id con cuidado —dijo ella.

—En cuanto cerréis el muro, salid de aquí. Es seguro que entrarán por esta puerta, no creo que usen la de la ermita con lo que está cayendo.

—Así lo haré —dijo la cocinera.

El muro se cerró tras Rodrigo y se le apagó la llama. Sintió miedo. Iba embozado, por si hubiera algún tipo de polvo venenoso en el
Baphomet
del Templo. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y con una yesca pudo volver a encender la llama. Se sintió aliviado. En lugar de avanzar por la galería principal —la que conducía a la réplica del Templo— se internó por el túnel que se abría a la derecha. Pasó santiguándose junto a los nichos ocupados por esqueletos y se introdujo en uno que estaba vacío. Allí, tumbado, volvió a sentir que aquel negocio lo superaba. Sopló el candil y se hizo la oscuridad. Se arrebujó bajo el manto. Hacía un frío atroz y la humedad calaba los huesos.

Debieron de pasar horas. La estancia allí resultaba insoportable, el tiempo no pasaba y tan sólo se percibía el goteo del agua que rezumaba o el correteo de alguna que otra rata sobre el pavimento de piedra. De pronto, cuando ya debía de haber avanzado la madrugada, oyó un ruido inconfundible —el muro de piedra— y una débil y momentánea luz se reflejó en el muro que tenía enfrente. Voces. Eran ellos. Escuchó atentamente los pasos y contempló con aprensión cómo el resplandor de las velas que portaban se reflejaba en las piedras oscuras de las paredes del túnel. Por un momento sintió que lo invadía el pánico otra vez, al sopesar la posibilidad de que entraran donde los nichos; pero no, continuaron túnel arriba, hacia el Templo.

Dejó pasar un rato en silencio y esperó a que la oscuridad fuera completa. Entonces se levantó y caminó palpando las paredes del muro. Cuando llegó a la bifurcación, siguió hacia arriba.

Un lúgubre cántico, grave y de voces masculinas, llegaba resonando en las gruesas paredes de piedra. No entendía lo que decían, pero parecía hebreo. Se fue acercando. La claridad se hacía mayor por momentos. Llegó al fin del túnel, justo tras el
santasanctórum
, donde se situaba la pared que equivalía al muro oeste del Templo de Salomón. Aprovechando que estaba situado en la penumbra y que iba vestido enteramente de negro, decidió asomarse un poco. Habían colocado unos bancos en la sala, entre las columnas, formando un cuadrado. En el centro había una mesa con el horrible
Baphomet
. Los allí reunidos, excepto los dos perfectos cátaros, vestían inmensos mantos blancos con enormes capuchas que cubrían sus cabezas.

Comenzaron a entonar otro cántico monótono, repetitivo, en una lengua que él no entendía, primitiva y gutural. Fueron pasando uno a uno delante de la talla y, reverenciándola, la besaron. Aquello debía de ser más que suficiente para que los detuvieran a todos y confesaran su herejía ante el verdugo. Uno de los encapuchados parecía dirigir la ceremonia. Todos llevaban el inmenso anillo de oro con la columna a modo de sello. Cuando el último de ellos besó al
Baphomet
, tras un gesto del mandamás, cesaron los cánticos.

—Estimados hermanos —dijo con voz recia y solemne André de Montbard—. Nos hemos reunido aquí para tomar decisiones importantes, esperemos que Yahvé nos ilumine para poder recuperar el camino perdido y restaurar la gloria de su Templo.

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