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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

El tesoro de los nazareos (21 page)

BOOK: El tesoro de los nazareos
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—Sí, ya sabéis, un templario. ¿Me acompañáis? Voy a coger unas castañas. Quiero asarlas para Robert: era su manjar favorito de niño.

Rodrigo asintió recordando que por primera vez en mucho tiempo no llevaba el uniforme del Temple. Vestía un jubón de cuero de color marrón claro, unas cálidas calzas de algodón con polainas, botas y un manto negro que lo protegía del frío. Todo se lo había proporcionado el hermano vestiario antes del viaje. Comenzaba a cansarse de no tener nada.

Salieron del castillo y tras cruzar el puente que salvaba el barranco, tomaron un camino a la derecha. Se dirigían hacia una pequeña zona alomada en la que arriba, entre los árboles, se distinguía una pequeña capilla de piedra gris.

—Es la iglesia familiar, la capilla de Rosslyn.

Al templario le pareció muy pequeña.

La vegetación era frondosa, abundaban las setas, los enebros, los olmos, las hayas y las castañas. Iban recogiendo los pequeños frutos que ella depositaba en su delantal. Estaba hermosa a la luz del sol.

—No hay muchos días como éste por aquí, ¿no?

—¿De sol? No, la verdad, quizás en verano…

—Es un lugar hermoso, pero…

—¿Sí? —preguntó ella—. ¿Qué ibais a decir?

—No, nada. Quizás un poco inquietante.

—Yo no lo hubiera definido mejor.

Miraron hacia abajo, al camino. Dos hombres delgados, de pelo largo y luenga barba y vestidos con túnicas azul marino ceñidas con cuerdas al cinto, se dirigían al castillo. Detrás iba un hombre a caballo. Vestía de blanco.

—¡André de Montbard! —exclamó Rodrigo sorprendido al identificar al hombre que encabezaba la comitiva del Temple que viera meses atrás en Carcasona. ¿Qué hacían aquellos dos perfectos
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con André de Montbard, el tío de Bernardo de Claraval y uno de los nueve fundadores?

—Ya están casi todos —dijo ella con fastidio.

—¿Casi todos?

—Sí, faltan algunos huéspedes que llegarán mañana, tras la fiesta de esta noche. Algunos miembros de las familias.

Rodrigo sintió que, de nuevo, alguien pensaba que sabía más de aquel asunto de lo que en verdad había averiguado. Decidió arriesgarse:

—¿Quiénes? ¿Los Montdidier, los Jointville, o quizá los Brienne?

—Viene un Jointville, creo, un tal Pierre, y uno de los Saint Omer… Sigfridus.

—Vaya, menuda reunión —dijo él.

—Sí, empezarán como siempre con sus canturreos y sus túnicas blancas. —De pronto, dejó de hablar—. Perdón, son vuestros superiores. Seguro que gustáis de esos juegos absurdos, sociedades secretas, documentos… ¡imbéciles!

—No os veo muy entusiasmada con el proyecto.

—Desde niña no he oído hablar de otra cosa. Entretenimientos de hombres ricos con sus absurdos anillos y sus historias de otras épocas. En el fondo lo único que buscan es poder y más poder. —¿Había dicho absurdos anillos?—. Mirad a mi hermano. Se halla en peligro de muerte.

—No digáis eso, está en casa, a salvo.

—No seáis ingenuo, Rodrigo. ¿Qué pensáis que van a discutir en la reunión? Hacía tiempo que no veía juntos a tantos miembros de las familias. Van a decidir el destino de mi hermano Robert y, creedme, no se paran ante nada…

—Robert mejorará. Tened fe.

—¿Fe? Eso es lo menos que tengo ahora. ¿Es verdad que enloqueció por una mujer? Al menos eso lo haría más humano. Desde niño le llenaron la cabeza con sus absurdas pretensiones de dominar el mundo. Los varones de esta casa no saben hablar de otra cosa. Mi madre, Elisa, tuvo que criar sola a sus hijos, por no hablar de mi pobre tía Elisabeth o su hijo Theobald, abandonados por mi tío Hugues de Payns por esa maldita orden que fundó.

—En respuesta a vuestra pregunta os diré que, en cierto modo, vuestro hermano enloqueció por una mujer. Estaba enamorado. Sufría porque no sabía cómo dejar la orden; estaba cansado y me temo que quería desposar a esa moza de Chevreuse, pero el padre de ella intentó matarlo y Robert reaccionó como un soldado, lo destripó. La joven le rechazó entonces y su mente no pudo soportarlo.

—Al menos me consuela que mi hermano hallara el amor, que quisiera tener una vida normal, decente, lejos de esta locura. ¿Nunca os habéis casado, Rodrigo?

—Una vez estuve a punto —dijo pensando en Aurora.

—Vaya. ¿Y no echáis de menos el estar con una mujer, llevar una vida sencilla, cuidar vuestras tierras, tener hijos?

—Cada vez más, Lorena, cada vez más —contestó pensativo pelando una castaña.

Los dos se habían sentado, al sol, bajo un inmenso árbol desde donde veían el camino.

—¿Cuántos años tenéis? —dijo ella.

—Treinta y ocho.

—Parecéis más joven.

—¿Y vos?

—Eso no se pregunta a una dama.

—Ni tampoco vos deberíais haber preguntado la edad a un anciano como yo.

Ella rio. Su cara se iluminó con una sonrisa perfecta, de dientes blancos y alineados como piedras.

—Tengo veintisiete —contestó ella—. Y sí, ya sé que a mi edad debería estar casada, pero mi familia me reserva para cuidar a mis padres cuando sean ancianos. No me desposaré.

—Yo tampoco, supongo. El destino de un templario es morir joven, en algún lugar perdido, en la arena del desierto y bajo un sol de mil demonios.

—Porque vos queréis —dijo ella.

Él pensó en Beatrice. Se sintió excitado por el olor de Lorena Saint Claire. ¿Qué hacía metido en ese lío? El destino le había situado en el lugar adecuado en el momento justo. Allí, en aquella reunión de notables, iban a tomarse decisiones importantes y él tenía que enterarse.

¿Qué hacían allí dos perfectos cátaros? Todo se complicaba por momentos.

La comida fue sobria. Rodrigo fue ubicado lejos de la mesa principal en la que se situaban Henry Saint Claire, Jacques de Rossal, los dos perfectos cátaros, de nombres Francisco y Jaime, y el muy influyente André de Montbard.

Arriaga observó que tanto De Rossal como De Montbard vestían amplias túnicas blancas cubiertas con unas largas sobrevestes sin mangas, que estaban hechas de paño de idéntico color. Ni ellos ni los perfectos comieron carne, sólo algo de pescado con verduras y pan. No probaron el vino. Antes de retirarse a hacer la siesta, Jacques de Rossal se le acercó, le dijo que De Montbard quería conocerlo y lo emplazó a que acudiera a su aposento, donde los tres se reunirían a media tarde.

Se retiró a su cuarto para hablar con Toribio y Tomás. Tenía que actuar con diligencia pero con tacto.

—Estamos metidos en algo importante —dijo al llegar.

—¿Cómo qué? —contestó Tomás.

—Parece una reunión de muy alto nivel entre las familias. He sabido que mañana llegarán nuevos invitados de los Saint Omer y Jointville.

Tomás tomó nota en su libro. Rodrigo prosiguió:

—André de Montbard y Jacques de Rossal visten enteramente de blanco, como los nazareos. Necesitamos información sobre dicha secta.

—Si pudiéramos hablar con algún sabio judío… —repuso Tomás.

—Sí. En tus notas sobre el Templo, ¿hay algo de ellos?

—Poca cosa, lo que ya sabemos.

—Lo que me comentó Isaías Guior, que vestían de blanco y que de alguna manera resucitaban.

—Eso mismo.

—Los templarios visten de blanco —dijo Toribio.

—Y los cistercienses —apuntó Tomás.

—Y los druidas celtas —añadió Rodrigo—. Guior dijo que Cristo era un nazareo y que san Pablo malinterpretó su resurrección. ¿Recordáis? En mi iniciación alguien gritó «¡ha resucitado!». No entiendo nada.

—Y negasteis a Cristo —dijo Toribio.

—No quiero recordarlo, ¿sabéis? Esta mañana, hablando con la dama Lorena, he comprendido que podemos sacar mucha información de las mujeres de la casa.

—Bienvenido a mi mundo —contestó Toribio.

—No, si ahora resultará que vais por ahí folgando con criadas por la misión —dijo Tomás.

—Sí —dijo Toribio—. Un sacrificio, que alguien debe hacer.

—¿Cuántas criadas hay? —preguntó Arriaga.

—De la casa, tres, y dos cocineras.

—¿Y…?

—No, aún no he logrado beneficiarme a ninguna. Sólo hablan gaélico.

—¿Todas?

—Todas no, hay una, la cocinera más veterana, que habla francés normando.

—¿Podríais…? —dijo irónicamente Rodrigo.

—Se intentará, mi señor, se intentará. No es moza pero tiene buenos cántaros.

—Qué sátiro. Escuchad los dos: la dama Lorena hizo una alusión a que comenzarían enseguida con sus cánticos y reuniones. ¿A qué os recuerda eso?

—A la cripta de Chevreuse y esa maldita cosa. Se me eriza el vello sólo de pensarlo —respondió Toribio.

—¡Exacto! Cuando llegó Jacques de Rossal vi que traía un cofre en una mula.

—¿Pensáis que esa cosa está aquí? —preguntó Tomás con aprensión, abriendo su libro de notas por la página en que había un dibujo horrible del
Baphomet
, una horrenda cabeza barbada con cuernos de cabra.

—No, no creo que sea la misma; el cofre era otro. Es probable que cada encomienda tenga su ídolo propio. El caso es que si van a reunirse no creo que lo hagan a la luz del día y en pleno salón de la casa, delante de las criadas. Debe de haber algún subterráneo, alguna cripta. Toribio, esa es vuestra misión. Tomás y yo intentaremos hacer otro tanto.

—¿Y en la capilla de la loma? —preguntó el joven.

—Puede ser, puede ser… —contestó Rodrigo—. Después de mi entrevista de esta tarde echaremos un vistazo.

—Lo ideal sería hacerlo durante la fiesta —apuntó Toribio.

—No sé qué haríamos sin alguien como vos —contestó Rodrigo estallando en una carcajada.

—Pasad, hijo, pasad —dijo Jacques de Rossal—. Éste es mi buen amigo André de Montbard.

Rodrigo y el tío de Bernardo de Claraval se abrazaron e intercambiaron un ósculo de bienvenida.

—Me han hablado muy bien de vos —dijo el hombre con maneras aristocráticas.

La estancia era amplia y ardía un buen fuego en la inmensa chimenea. Había tres butacas junto a la misma, con una pequeña mesita, exquisitamente tallada, en la que aguardaban una botella de vino dulce y frutos secos.

—¿Un poco de vino? —preguntó De Rossal.

—No, gracias —respondió Rodrigo.

—Bien —comenzó el padre de Jean—. Ya nos hallamos todos juntos. Ni qué decir tiene que estamos muy contentos con vuestra incorporación.

—Así es —refrendó André de Montbard.

Se hizo un silencio.

—¿Por qué pensáis que estamos aquí? —preguntó Jacques de Rossal arropándose en su asiento con su amplio manto blanco.

—Por la fiesta de retorno de Robert Saint Claire —contestó Rodrigo.

—Es prudente e inteligente —dijo De Montbard, mirando a su compañero.

—Sí, lo es. No os habrá pasado inadvertida la reunión que mantendremos mañana, aunque aún faltan algunos invitados.

—Fui espía, mis señores, y un espía nunca deja de serlo. Pero soy miembro de la orden y mi discreción me impide hacer cualquier juicio al respecto.

Pareció agradarles la respuesta.

—No sois un iniciado aún, ¿verdad? —preguntó André de Montbard.

—No, estoy al principio del camino.

—Mi hijo es su tutor —añadió De Rossal.

—Bien, bien —dijo De Montbard, que parecía tener voz y mando en aquel asunto—. Pero a pesar de ello estáis desempeñando labores de extrema confianza.

—Me place ser útil a mi orden.

—¿Y qué tal el hebreo?

—Tuve que interrumpir mi aprendizaje para traer aquí a mi amigo Robert.

—Pero ¿lo habéis refrescado?

—Bastante.

Los dos prebostes se miraron. De Rossal volvió a hablar.

—Estamos aquí para decidir qué hacer con el joven Saint Claire.

—Pensé que ya se había tomado una decisión al respecto. El Gran Maestre, Robert de Craon…

—No hagáis caso de lo que diga ése. Es un muñeco en nuestras manos —dijo De Montbard.

Rodrigo pareció sorprendido.

—No os asustéis —continuó el tío de Bernardo—. No se os escapa que éste es negocio dominado por unas pocas familias.

—Las familias.

—En efecto. Y aunque debéis fidelidad al Temple, sabed que la orden es sólo un medio temporal para alcanzar otros objetivos más elevados.

—El proyecto.

—Exacto, Rodrigo. Aprendéis rápido.

Arriaga observó que ambos hombres lucían sendos anillos, gruesos, de oro, con una especie de recia columna grabada en ellos, como un sello.

De Rossal intervino entonces:

—A ver, Rodrigo, ¿por qué el poder del papado es tan escaso? ¿Cómo explicáis que todos los papas necesiten del poder temporal, del apoyo de éste o aquél monarca para mantenerse en la silla de Pedro?

Rodrigo sopesó la respuesta:

—Porque no tienen un verdadero Estado, dineros, ejércitos.

—He ahí el quid de la cuestión —apuntó André de Montbard—. Imaginad, por otra parte, que las tres religiones, el judaísmo, el cristianismo y el islam pudieran ser aunadas bajo un solo credo, amplio, abierto, tolerante… ¿Qué se necesitaría en primer lugar para asegurar la supervivencia inicial de ese nuevo orden?

—No sé… —murmuró Rodrigo.

—Mano de hierro, un verdadero ejército que pudiera protegernos del ataque de Roma, siempre tan inmovilista, tan custodio de esos depauperados valores eternos, del mensaje erróneo de ese inconsciente de san Pablo. Y ese ejército es el Temple, sólo un medio para alcanzar un fin.

—El proyecto —dijo de nuevo Rodrigo.

—El proyecto, en efecto —apostilló De Rossal—. Nunca olvidéis a quién servís. No os ocultaremos que se están produciendo tensiones en relación con el caso del joven Saint Claire. Está como una cabra y ha de ser eliminado. Lo siento por mi hijo Jean y por vos, que le tenéis aprecio; lo siento por mi viejo amigo Henry Saint Claire, que siempre fue un bastión de la causa. Lo siento de veras. Robert iba a ser uno de nuestros líderes en el futuro, pero se torció.

—Oficialmente fue ahorcado en Chevreuse —interrumpió André de Montbard—. Imaginad que en Roma se enteraran de que está vivo. Cada hora que pasa corre en nuestra contra. Debe ser eliminado. Hay disparidad de pareceres, no lo negaré. Los Saint Claire, con Henry al frente y apoyados por su sobrino Theobald, el hijo de Hugues de Payns, piensan que la situación actual no es peligrosa. Quieren al joven, no hay duda. Tienen el apoyo de los Jointville. El resto de las familias está con nosotros. Esto es un problema, pues siempre habíamos sido como un solo hombre. Estamos viejos, cansados, mi viejo amigo Henry no quiere perder a su hijo…

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