Aquel cambio de tema alivió a Arriaga, que se sentía escrutado en lo más profundo de su ser.
—Me temo que mal —contestó—. Ha perdido un poco la cabeza.
—Vaya, es una pena. Algo había oído. Dicen que hace alusiones a nuestro negocio y eso no le importa a nadie, ¿verdad? —Rodrigo asintió—. Puede descubrirnos. Me temo muy mucho que o vuelve en sí o se plantearán eliminarlo.
¿Era cierto lo que había oído? Aquel padre de la Iglesia estaba hablando con absoluta naturalidad de la eliminación del joven. Temió por su amigo Robert; tendría que ayudarle de alguna manera. El abad continuó:
—El hecho de que sea de tan buena estirpe, nada menos que los Saint Claire, dificulta las cosas. No en vano su familia es de las que inició el proyecto, pero este pobre demente puede ponerlo todo en peligro. Rezaré para que vuelva en sí. Si no, me temo que habrá problemas con los Saint Claire, y no pequeños.
Los dos hombres se sentaron en una bancada de piedra frente al inmenso estanque. El abad comenzó a tirar migas de pan que arrancaba de un chusco que había sacado de su hábito. Inmensas carpas y truchas saltaban mostrándose lustrosas.
—Su Paternidad… —empezó a decir Rodrigo.
—¿Sí? —El asceta lo animó a hablar con una gran sonrisa de aire inocente.
—Sobre mi amigo Robert… quizá sería suficiente con alejarlo del centro de todo, de París… creo que sería injusto que le hicieran daño. Es inofensivo, os lo juro. Lo ideal sería llevarlo a las tierras de sus mayores, a Escocia. Allí estará alejado de los asuntos que no le conciernen…
—Sí, es cierto, en aquellas tierras dejadas de la mano de Dios no haría daño; total, sólo podrían escucharle cuatro labriegos analfabetos.
—Exacto. Además, estaría bajo el cuidado de su familia, de sir Henry. Él no permitiría que su hijo hiciera nada inadecuado para la orden. Ha servido bien al proyecto.
Bernardo de Claraval lo miró como sorprendido. Parecía pensativo.
—Ahora entiendo por qué dicen que sois hombre valioso. Quizá sea lo mejor; no me agrada la violencia: nos aleja del camino. Escribiré al Gran Maestre a Jerusalén.
Rodrigo respiró aliviado.
Un novicio llegó al estanque y comentó algo al oído a Bernardo. Éste dijo con cara de fastidio:
—Me reclaman obligaciones más mundanas, hermano. Os dejo. Nos veremos. ¡Ah!, y aprovechad las lecciones.
Rodrigo vio alejarse a los dos monjes por el camino de tierra bajo las hayas. Le había salvado la vida al joven Saint Claire, eso era seguro.
Tanta vuelta, tanto rodeo y había obtenido más información del mismísimo Bernardo de Claraval en unos minutos que en varios meses de pesquisas aquí y allá. «Así son los grandes hombres —pensó—. No conocen los pequeños detalles y su autocomplacencia les impide ver más allá: se confían en exceso».
Le había confirmado que había un «proyecto», que había grandes familias en él, que había un camino hacia algo llamado la «gnosis», el conocimiento. Aquello había de ser herético, sin duda. «La iluminación», había dicho. Le había preguntado si era un iniciado. Iniciado… ¿en qué? Allí había gato encerrado. Eran una organización, quizás un nuevo culto religioso, y querían cambiar el mundo, como el propio Bernardo había reconocido. Tenía que escribir a Silvio de Agrigento: aquel maldito cura tenía razón desde el principio.
Los días pasaban plácidos en Clairvaux. Rodrigo había redescubierto la satisfacción del estudio, se sentía joven, rememorando, quizá, sus días de aplicado estudiante en París. Toribio desaparecía horas y horas por los alrededores del monasterio donde, según suponía Rodrigo, aplacaba sus ardores con las mozas del lugar. Había multitud de viviendas extramuros, aquí y allá, apenas a media legua del cenobio donde residían los menestrales que entraban durante el día a trabajar para los monjes. La demanda de artesanos, artistas y jornaleros era considerable, pues pese a que los cistercienses se aplicaban al máximo al duro trabajo, las dimensiones de Clairvaux eran tales que reclamaba manos y espaldas fuertes para sacar adelante aquellas enormes instalaciones. Tomás, el joven e inexperto boceto de hombre de Iglesia, parecía haberse aficionado a la lectura y pasaba horas y horas entre la biblioteca y el claustro leyendo añosos volúmenes, algunos raros y exóticos y otros proscritos por la Santa Madre Iglesia, que allí, bajo la tutela de Bernardo de Claraval, habían sido traducidos del griego y el árabe o remozados para que no se perdieran. El zagal parecía fascinado con Platón y Aristóteles, leía a Avicena, a Séneca o recitaba poemas. Rodrigo sabía que escribía a escondidas. Quizás algún día contara su historia. Una historia amarga, emocionante, viva…
Dada la nueva afición del zagal y que él se hallaba ocupado en el reaprendizaje del hebreo, decidió encargar al bueno de Tomás que dirigiera sus estudios hacia el Templo de Salomón, la gnosis y todo lo que pudiera encontrar en la fabulosa biblioteca del monasterio sobre ritos esotéricos, que no había de ser poca cosa.
Rodrigo avanzaba en su relación con Isaías. Sentía que la simpatía del rabí hacia él crecía por momentos. Al parecer Moisés Ben Gurión le había escrito deshaciéndose en elogios hacia Rodrigo, así que, con semejante recomendación, más el esfuerzo del templario, el maestro Guior había comenzado poco a poco a mirarlo con buenos ojos.
Rodrigo aprovechaba las lecciones y reflexionaba. ¿Qué habría sido de los sabios raptados en París? Había pasado mucho tiempo desde aquello y hasta era probable que ya estuvieran muertos. ¿Qué sentido tenía llevarse a varios hombres, todos expertos en textos judaicos, si ya había sabios judíos trabajando en Clairvaux?
La respuesta era clara: los templarios tenían algo secreto que no querían enseñar a nadie. Ese algo requería de la ayuda de sabios judíos, y era obvio que no querían compartirlo ni siquiera con sus amigos cistercienses. ¿Sabría algo Bernardo de Claraval de aquello? Seguro. Estaba al corriente del proyecto, tenía que saberlo todo.
Una mañana, después de un mes de estancia en Clairvaux y hablando del bueno de Moisés Ben Gurión con su maestro en el despacho de las tenerías, Rodrigo se arriesgó a preguntar.
—Mi maestro tenía un hermano erudito como él mismo y vos, ¿llegasteis a conocerle?
—No —contestó el rabí—. He oído que era más joven que Moisés, pero mucho más brillante. Una mente privilegiada —dijo señalándose la cabeza.
—Desapareció —repuso el alumno.
—Sí, algo oí de eso.
—Él y otros seis sabios.
Se hizo un silencio. Era evidente que el judío no quería hablar de aquello. Rodrigo se dio cuenta de que era un templario y decidió cambiar de tema.
—Maestro, ¿qué es la gnosis?
Isaías Guior pareció sorprendido. Lo miró con ojos escrutadores.
—Vaya, ¿no sois un…?
—¿Un iniciado? No, rabí, no lo soy.
—Pero Bernardo me…
—Lo sé, creo que aquí piensan que soy más importante en la orden de lo que la realidad impone.
El rabí lo miró con desconfianza, así que Rodrigo añadió:
—Supongo que tienen grandes planes para mí, pero de momento me encuentro al comienzo del camino, un largo camino.
Los profundos y cansados ojos azules del maestro lo miraron de nuevo y Guior dijo:
—Pensaba que erais uno de ellos. Un iniciado, vaya. Pero ahora veo que no. Por eso me habéis preguntado por el hermano de Moisés Ben Gurión, ¿no? ¿Por qué preguntáis? Algún día, al final del camino se os revelarán todas estas cosas.
—Ya, pero ¿y si todo esto no es algo lícito? ¿No creéis que tengo derecho a saber en qué me estoy metiendo?
—Entonces… dudáis.
—Sí, en efecto.
—El hombre cabal debe dudar de todo.
—¿Sabéis de la suerte de David Ben Gurión?
—No. Pero creo que el Temple estuvo tras ese asunto.
—¿Cómo lo sabéis?
—Entre la gente de mi pueblo se rumoreó.
—Pero vos no sabéis nada.
—No. ¿Por qué os interesa este tema?
—Porque mi maestro, Moisés Ben Gurión, me pidió que le ayudara.
—¿Y si con ello perjudicarais a vuestra orden?
—Entonces tendría que decidirme. Pero me gustaría conocer su paradero.
—Me temo que no os puedo ayudar. En aquel momento, me refiero a la desaparición de los siete de París, todos los miembros de la comunidad nos escribieron alarmados. Se hacían una idea de la naturaleza de nuestro trabajo aquí y pensaron que podíamos saber algo.
—¿La naturaleza de vuestro trabajo?
—Sí, llevamos aquí mucho tiempo, trabajando para Bernardo de Claraval; desde la fundación misma del monasterio, diría yo. Siempre nos ha tratado bien teniendo en cuenta la animadversión que, en general, muestran los cristianos hacia nuestro pueblo.
—¿Y para qué os necesitaba?
—Al parecer tenía algunos textos que quería traducir.
—¿Qué clase de textos?
—Antiguos textos judaicos.
—¿Sobre qué trataban?
—Es un misterio, nos daban fragmentos sueltos. Cada uno traducía trozos separados y luego ellos, los monjes, los unían.
—Ya, pero aun así, algo deduciríais.
—Sí, algo.
—¿Y bien?
—Hablaban del Templo.
—¿El Templo?
—Sí, el Templo de Salomón. Y de su caída ante las tropas de Tito. Viejas historias.
—Ya.
—También había otros textos de los esenios, una suerte de anacoretas de Palestina que se entregaban al ayuno y la meditación. Compararon esos textos con algunos que ellos tenían de su mitología. Bernardo estuvo viviendo con ellos antes de profesar. Fue tomando lo que necesitaba de cada culto.
—¿Con ellos? ¿Con quién, con David?
—Con los druidas. Vivió con ellos en los bosques de sus tierras. Conoce a la perfección la mitología celta y sus secretos.
—¿Tienen algo que ver con la gnosis?
—Más o menos. Mirad, Rodrigo: gnosis, en griego, como bien sabréis, significa conocimiento. Conocimiento claro, exhaustivo, conocimiento profundo de algo.
—¿De qué?
—Es difícil de entender. A través del conocimiento trascendental del hombre y del universo, y siguiendo ciertos ritos, se puede llegar a la autorrealización del ser, es decir, de las infinitas posibilidades del alma y la mente humanas. Desde antiguo han existido corrientes gnósticas en Egipto, en el judaismo, en el culto celta… Bernardo parecía muy interesado en ello. Él y sus amigos tenían textos antiguos que habían sacado de no se sabe dónde. Textos en hebreo.
—¿Y qué decían?
—Cosas… yo sólo recuerdo retazos de los fragmentos que tuve que traducir. Algo así como que aquello era la vía para conocerse a uno mismo, para renacer, resucitar y saber qué somos, qué éramos y hacia dónde vamos. Al conocerse uno a sí mismo al nivel más profundo se termina conociendo a Dios.
—Vaya. Y eso, ¿cómo se consigue?
—Vos lo comprobaréis. Os enseñarán, sois uno de ellos. Creo que abandonando el cuerpo, dominándolo en una primera fase, sacudiéndose del yugo de nuestra envoltura mortal. Luego, una vez conseguido esto, se llega a alcanzar la iluminación en otra fase: el renacimiento.
—¿Renacimiento?
—Sí. Al parecer, para alcanzar la gnosis, la iluminación, hay que regenerarse nuevamente, recrearse. Recuerdo cierta frase… «Algo viejo debe morir en el hombre y nacer algo nuevo». Ésa era la resurrección de los nazareos; entonces se vestían de blanco como estos cistercienses o vuestros templarios…
—¿Los nazareos?
—Sí, vuestro supuesto Mesías lo era. Él resucitó así, nació a la gnosis. San Pablo no entendió nada y lo resucitó físicamente. Creyó que Jesucristo había resucitado, que había vuelto de la muerte, pero no fue así.
Rodrigo comenzó a asustarse de veras ante el cariz que estaba tomando la conversación.
—Pero esos nazareos… —comenzó a decir en el momento en que se abrió la puerta y se presentó allí el cirellero.
—Os llaman, Rodrigo. El abad os quiere comunicar algo. Parece que se os reclama en París. Quieren trasladar al joven Saint Claire a Escocia y dicen que sois el hombre idóneo para acompañarle. Venid conmigo.
Rodrigo lamentó vivamente aquella interrupción. Estaba avanzando de veras en la resolución del enigma.
El secretario de Bernardo de Claraval entregó a Arriaga una esquela que acababa de llegar de París: se le reclamaba inmediatamente en el Temple.
Al parecer, Bernardo de Claraval había utilizado sus influencias y se había ordenado el traslado del joven Robert Saint Claire a su tierra natal, Rosslyn.
No le agradó tener que interrumpir su estancia en Clairvaux pero, al menos, suspiró de alivio al ver que su joven y demente amigo iba a salvar la vida y lo habían elegido a él para escoltarlo de vuelta a casa.
Le costó trabajo encontrar a Toribio. Tomás estaba donde siempre, leyendo en el
scriptorium
. Era casi media tarde cuando dio con su antiguo escudero, que se estaba beneficiando a una moza en un cobertizo junto al estanque. Ni el hecho de vestir el uniforme de sargento de la orden ni hallarse dentro del cenobio lo habían frenado.
Cuando Rodrigo pateó la puerta de la frágil construcción, se encontró con su poco agraciado amigo poseyendo por detrás a una moza no muy favorecida y entrada en carnes. Sostenía sus enormes pechos entre sus manos a la vez que le decía groserías al oído. No tenía remedio. La moza se bajó la falda avergonzada y salió huyendo, mientras Toribio se subía el calzón entre los empellones de su amo, que se mostró enfadado de veras con él.
De camino al dormitorio de invitados para hacer el petate, Rodrigo recriminó su lascivia a aquel sátiro, que le aclaró que estaba «trabajando en la misión».
—¿Qué? —repuso el templario sonriendo. No podía creerlo.
—Sí, sí, Rodrigo. Esa moza es nada menos que la sobrina de don Isaac, uno de los compañeros de vuestro maestro, un judío catalán que acabó afincado en Lyon. La dejan entrar al monasterio durante las horas del día para hacer de sirvienta de los traductores judíos y para que limpie y mantenga ordenadas sus habitaciones junto a las tenerías.
—Pues no hace demasiado bien su trabajo —espetó el templario recordando el desorden de los aposentos de los maestros.
—El caso es que me propuse sonsacarla.
—Difícil y sacrificada misión, tratándose de vos.
—Lo cierto es que la moza es ardiente, sí —dijo Toribio sonriendo con malicia y frunciendo su frente uniceja—. El caso es que hoy mismo me he enterado de algo.