El tesoro de los nazareos (14 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El tesoro de los nazareos
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—Vaya.

—Progresad, haced lo que podáis, amigo.

—Debo irme. Dentro de poco tocarán a maitines.

—Id con cuidado.

—Lo haré.

Rodrigo inició de inmediato sus pesquisas. Decidió que lo primero que tenía que averiguar era qué habían traído de París en aquel cofre. Jean se había puesto muy contento al recibir el baúl. ¿Qué contenía?

Concluyó que lo mejor era preguntarle directamente. De hecho, el no haber mostrado curiosidad por ello podía parecer más sospechoso aún. Jean acostumbraba a dar un paseo a caballo por el valle todos los días, al atardecer. Le gustaba que los lugareños sintieran que vigilaba sus tierras, ya que era un señor duro y despiadado cuando se hacía necesario. De hecho, los tres paisanos que habían asaltado la posada enfrentándose a Rodrigo habían tenido que escapar, pues el comendador había ordenado que se les ajusticiara por haber levantado la mano contra un noble.

Por otra parte, el cura que había provocado la desgracia de Robert Saint Claire había muerto desnucado. Qué oportuna muerte…

Rodrigo sabía que bajo sus maneras amables Jean de Rossal escondía un talante duro y despiadado. Al comendador le agradaba que Rodrigo lo acompañara a todas partes. El aragonés se estaba convirtiendo en una suerte de secretario de Jean, que delegaba en él más y más funciones.

Una tarde, aprovechando sus largas conversaciones en los paseos a caballo al caer el sol, Rodrigo le preguntó:

—Jean, ¿qué contenía el cofre que trajimos de París?

El comendador sonrió.

—Me extrañaba que no me hubierais hecho esa pregunta.

—Me habéis enseñado a obedecer sin preguntar.

—Bien dicho, hermano. Pues contenía algo muy valioso.

—Lo imagino.

—Es algo… muy querido para nosotros.

—¿Un Cristo? ¿Una Virgen?

De Rossal rio a carcajadas.

—No, Rodrigo, no era un Cristo. Es algo que ahora no podéis conocer… no estáis preparado.

—Quiero saber, Jean, quiero conocer.

—Las cosas no son sencillas. El camino de la iluminación no es fácil. Se necesita ir poco a poco, que un maestro os guíe.

—Estoy dispuesto a ello.

—No me cabe duda, Rodrigo.

—Tengo treinta y siete años, no soy un niño.

—Sí, pero habéis de tener paciencia. Estáis llamado a grandes cosas.

—¿Relacionadas con el hebreo?

—Siempre fuisteis muy perspicaz. Sí, en parte.

—Recuerdo que me dijisteis que mis conocimientos de hebreo podían ser útiles a la orden, pero debo deciros que temo haberlo olvidado. La falta de práctica.

—No necesitareis mucho tiempo para poneros al día, seguro.

—Pero necesitaré un maestro. Y que sea bueno. ¿Tiene la orden maestros que puedan enseñarme el idioma de los judíos? —preguntó pensando en los siete sabios desaparecidos diez años atrás. Quizá con esa excusa lograría averiguar su paradero.

Jean pensó por un instante.

—La orden, no. Pero unos buenos amigos, sí.

—¿Quiénes?

—El Císter. Cuando Bernardo de Claraval fundó su monasterio en Clairvaux se dedicó a estudiar numerosos textos hebraicos ayudado por célebres sabios judíos. Creo que dichas lecturas fueron traídas por Hugues de Champagne desde Tierra Santa, tras la cruzada.

—¿Y de eso hace…?

—Pues, tras la Cruzada. Unos veinticinco años.

Rodrigo pensó que aquellos sabios no eran los desaparecidos hacía diez años y que los documentos no podían ser los hallados en el Templo, pues se encontraron más tarde, en 1128.

—Gracias a sus lecturas sobre enseñanzas hebraicas, Bernardo alcanzó un alto grado de iluminación espiritual. Creo que en Clairvaux siguen contando con buenos maestros de hebreo. Mirad, Rodrigo, se me ocurre una idea: intentaré que podáis ir allí. Cursaré las solicitudes pertinentes.

—¿Nunca hemos contado con la ayuda de buenos sabios judíos? —se arriesgó a preguntar Rodrigo—. Me refiero al Temple.

—No, no, creo que en eso siempre nos ayudó el Císter.

Era evidente que si en algún sitio se sabía algo de los siete desaparecidos, aquel lugar era Clairvaux. Podía ser una buena oportunidad. No perdía nada por intentarlo.

—Jean, ¿y el objeto?

—¿Sí?

—El que traje de París.

—No os lo puedo decir ahora, pero pronto lo sabréis. Os lo merecéis, sin duda. Seréis un iniciado. —Y con esa enigmática frase dieron por terminada la conversación.

Durante las jornadas siguientes, Rodrigo volvió a emplearse a fondo para ser un buen templario. Silvio de Agrigento le había insistido en que no debían verse, pues era algo que podía perjudicar a la misión, así que una vez por semana bajaba a la posada y entregaba una carta a Beatrice, que la joven hacía llegar al secretario de Lucca Garesi.

Tras el toque de maitines, los caballeros, semivestidos, acudían a la pequeña capilla donde rezaban treinta padrenuestros; después, iban a las cuadras a dar de comer y cuidar personalmente a sus caballos de combate, para luego descansar un poco antes del amanecer. Ése era el momento que solía aprovechar Arriaga para bajar a toda prisa a la posada y entregar el informe a la joven. Ella aparecía en camisón, sin ponerse siquiera una manta o un chal por encima, por lo que Rodrigo adivinaba el perfil de sus tersos pechos tras el inmenso escote rematado en una especie de lazo que cada vez anhelaba más desatar. Solía abrirle por la puerta trasera, con el pelo alborotado y los ojos verdes brillando a la luz de la palmatoria que sostenía en su mano. Olía muy bien. Gracias a ella fue reparando lentamente en que llevaba muchos años sin estar con una mujer.

El templario comenzaba a preguntarse qué hacía allí. Era libre para volver al Pirineo a cuidar de sus tierras y sus animales. Aurora descansaba en paz. Silvio de Agrigento le había dicho que era libre, que podía ausentarse cuando quisiera. ¿Por qué se sometía a aquel riguroso régimen de vida que asfixiaría al más pío de los santos? La verdad era que el reverendísimo Lucca Garesi y su secretario habían mostrado una generosidad que lo había conmovido. Era evidente que no les interesaba contar con agentes poco convencidos de su misión, así que, tras la muerte de Giovanno, habían decidido prescindir de sus servicios. O era eso o que eran muy inteligentes, porque su generoso gesto para con Aurora, añadido a la muerte de Giovanno, había provocado que Arriaga se implicara de nuevo en la misión al sentirse en deuda con ellos. Y de veras.

En el fondo tenía que reconocer que si no volvía a casa no era sólo por lo de Giovanno o porque hubieran cumplido su parte del trato con Aurora. Debía admitir que había recuperado las ganas de vivir gracias a aquella misión. Había vuelto a experimentar la emoción, la zozobra de sus días de espía, el aroma del riesgo. Y eso le gustaba. Además, allí había muchas cosas raras. Se sentía intrigado.

¿Podía esa «cosa» haber matado a un tipo robusto como Giovanno? ¿Qué era? ¿Cómo podía un objeto inerte asesinar a alguien? ¿No habría muerto de muerte natural? Quizá por el miedo, por la sugestión…

Luego estaba su ceremonia de iniciación: aquellas extrañas frases… La negación de Cristo… «¡Ha resucitado!»… Por no hablar del misterio de los siete sabios judíos desaparecidos. Según dijo Jean, los hermanos del Císter, o sea, Bernardo y sus acólitos, ya habían estado traduciendo textos hebraicos desde 1115, año de la fundación de Clairvaux, luego, ¿por qué habían secuestrado a siete sabios en 1130, varios años después? Quizá los caballeros templarios habían dado con algo en las ruinas del Templo que no podían traducir los judíos que ayudaban a Bernardo en Clairvaux, o con algo secreto. Sí, eso era. Secreto.

Jean también había explicado que antes de eso Hugues de Champagne y su entonces siervo, Hugues de Payns, habían traído escritos judaicos tras la cruzada, antes de fundar la orden. La mente afilada y analítica de Rodrigo comenzó a imaginar una secuencia de acontecimientos: una serie de familias del Occidente cristiano tienen un «proyecto» relacionado con el Templo de Salomón. Hugues de Champagne, hombre rico y poderoso, construye un monasterio al joven Bernardo, que previamente se ha encargado de entrar en el Císter con más de treinta acólitos. Bernardo y sus monjes traducen multitud de escritos salidos de no se sabe dónde. Quizá los tenían aquellas familias. Posteriormente, Hugues de Champagne acude a Tierra Santa acompañado de su deudor, Hugues de Payns y de otros miembros de la conspiración como Henry Saint Claire. Van y vienen varias veces de Palestina, inspeccionan el terreno y traen más documentos para los cistercienses y sus sabios judíos. Luego Hugues de Payns funda el Temple y consigue que los emplacen en las caballerizas del palacio, o sea, sobre el antiguo Templo de Salomón. Excavan y a los nueve años hallan algo, lo traen a Europa y entonces ¡secuestran a siete sabios judíos! ¿Por qué? ¿Y por qué no utilizar a los colaboradores que Bernardo ya tenía en Clairvaux? Evidentemente, porque aquello suponía un gran secreto. ¿Dónde estarían aquellos sabios? Muertos, sin duda. Si los siete sabios hubieran descifrado algo grande, lo normal hubiera sido eliminarlos. Claro, eso era: estaban muertos. Era obvio que algo habían hallado. El Temple era rico y parecía extorsionar hasta al mismo Papa, pero ¿qué era lo que sabían?

Rodrigo se proponía averiguarlo. Como decía Silvio de Agrigento, aquel era un trabajo a largo plazo. Tardaría años en poder ascender en la orden, en llegar a cotas de responsabilidad tan altas como para saber la verdad, pero no le importaba. Ahora se trataba de un reto personal. Se sabía valioso.

Por ejemplo, en la misma encomienda de Chevreuse, todos los caballeros excepto Jean eran analfabetos. Rodrigo hablaba varias lenguas e incluso chapurreaba el árabe. Además, había luchado contra el moro en la península, nada menos que a las órdenes de Alfonso I
el Batallador
, uno de los monarcas más queridos por el Temple. Por si todo esto fuera poco, era amigo personal de Jean de Rossal, que le tenía en alta estima; se había ganado la amistad del joven Robert Saint Claire y además le había salvado la vida actuando con suma discreción en el asunto de la posada y el traslado del reo a París. Sí, tenía un brillante futuro en la orden y debía tener paciencia, mucha paciencia.

Sumido en estos y otros pensamientos, llegó donde la posada. Era noche cerrada. Beatrice le esperaba, pues se adivinaba una luz a través de la membrana de piel que recubría las ventanas. La chica abrió la puerta trasera y salió a su encuentro. Olía a brezo y a tierra mojada. Él le entregó la carta y ella le invitó a pasar a la cocina a tomar algo de vino caliente con canela. Corrían los primeros días de octubre y hacía frío. Hablaron durante un rato. Ella se interesó por su vida anterior; sobre todo quería saber si había estado casado.

Él le contó que la vida de un hombre de armas no es para tener esposa e hijos. No pudo evitar el recuerdo de su padre, siempre ausente por las guerras de su señor. También le contó lo de Aurora. Conforme iba narrando aquella desgraciada historia iba advirtiendo que se deshacía del peso de su culpa. Ella yacía en paz. Algún día se reencontrarían. Se sintió mejor, como desahogado. Beatrice sabía escuchar. Él le pidió que hablaran de ella. La joven no había conocido otro mundo que el trabajo en la posada con su padre, un buen hombre. Su madre había muerto en el parto.

Cuando vino a darse cuenta, estaban a punto de tocar vísperas. Tuvo que correr sendero arriba para llegar a tiempo.

20 de octubre del Año

de Nuestro Señor de 1140

A la atención de Su Paternidad, Silvio de Agrigento,

de parte de Rodrigo de Arriaga

Estimado hermano en Cristo:

No puedo contar en estas letras que hemos progresado mucho en nuestro encargo pues sería faltar a la verdad. Tanto Toribio como Tomás o este humilde caballero intentamos por todos los medios averiguar algo nuevo respecto a esta hermética orden, pero la verdad es que no es fácil. Algo hemos adelantado; por ejemplo, tanto Toribio como yo nos hemos hecho eco de ciertos rumores que corren por el pueblo que dicen que hay un túnel que comunica los subterráneos del
château
con una cripta bajo la iglesia de la villa. Para que os hagáis una idea, también se dice en el pueblo que los templarios no ahorcaron al joven Saint Claire sino a un estafador, y que Robert escapó al Temple de París y de ahí a Tierra Santa. Como veis no andan desencaminados, así que creo que no es descabellado dar cierto crédito a las cosas que averigua el pueblo llano. Si lo del túnel fuera cierto y lo de la cripta también, tendríamos una respuesta a uno de los enigmas que más nos ocupan: ¿dónde guardan el cofre con esa cosa que mató a Giovanno?

He registrado toda la encomienda, con disimulo, claro, y no he hallado nada; ni en la capilla ni en el despacho de Jean hay nada. Sólo nos queda por registrar esa estancia misteriosa junto a los calabozos donde se reunieron en secreto Jean y otros cuatro aquella noche en que celebraron la extraña ceremonia.

Por otra parte, os diré que Jean aumenta por momentos mis atribuciones y me consta que alguien de «arriba» ha ordenado que se me envíe a Clairvaux a refrescar mi hebreo. Creo que será durante un mes, pero no sé cuándo. Con respecto al destino del joven Saint Claire, siguen pensando que yo mismo lo acompañe a las tierras de sus padres en Escocia escoltados convenientemente, pero según dice Jean el turbado estado de su espíritu no aconseja aún sacarlo de la
Grande Tour
del Temple de París. Por lo demás, aquí todo sigue igual, la misma rutina, los entrenamientos matutinos y la vida monacal. Debo reconocer que, como militares, estos templarios no tienen rival. Son duros, disciplinados, se entrenan y mantienen el material en perfecto estado. Su estructura militar asegura que las órdenes se obedecen al momento y sin temer las consecuencias para la integridad física del individuo. La salvación del alma si se cae en combate está asegurada. Nos ejercitamos a diario. Nos dividimos en «hombres de armas», y cada uno de éstos no es una sola persona sino el conjunto formado por un caballero y cuatro soldados —dos sargentos y dos armigueros— que combaten junto a aquél como un solo hombre. Los ejercicios que practicamos son continuos y todo el mundo sabe lo que tiene que hacer en combate. No me extraña que los infieles nos teman.

Espero poder haber avanzado algo más en mis pesquisas en mi próxima misiva. Sobre todo en lo referente a «esa cosa», al lugar donde se oculta y al misterioso túnel.

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