Enseguida me dispuse a seguir a Rodrigo que, tras salir de las excelentes instalaciones del Temple —este tema merecería una carta por sí solo— deambuló por París buscando a sus maestros de juventud. Sólo encontró a un tal Moisés Ben Gurión, en cuya casa comió. Me quedé apostado toda la tarde enfrente, y después de que Arriaga volviera al Temple, salió la sirvienta a hacer unas compras. No me costó acercarme a ella, la moza es algo corta de entendederas y con un par de monedas y unas cuantas chanzas me enteré de lo que habían hablado. Y hay noticias.
Al parecer, cuando Hugues de Payns vino a Europa a reclutar adeptos tras nueve años de excavaciones en el Templo de Salomón, ocurrió algo raro: desaparecieron siete sabios judíos, ¡especialistas en textos sagrados! ¿Os dais cuenta? Creo que estamos en la buena pista, de hecho, he tenido la sensación de que me seguían. Debemos ser cautos.
Me temo que las lealtades de nuestro hombre han quedado claras, así que, para asegurarnos, sólo cabe esperar qué él mismo os escriba al respecto. Veremos.
Vuestro Servidor en Cristo,
Giovanno de Trieste
Rodrigo acudió al despacho de Gavin de Flour en cuanto leyó la esquela que le había traído un armiguero. El secretario del Gran Maestre de Francia parecía ocupado, pues se hallaba rodeado de multitud de pergaminos.
—Ah, Rodrigo, pasad, pasad. Tomad asiento.
El nuevo templario se sentó y esperó a que su interlocutor terminara de ojear una vitela. Entonces, el preboste tomó un pergamino en blanco y garabateó unas letras. Hizo sonar una campanilla y de inmediato apareció un templario increíblemente joven.
—Que se envíe esto ahora mismo —dijo el secretario, para mirar después a Rodrigo y decirle—: Bien, bien. El Gran Maestre de Francia ha decidido algo: la familia del joven Saint Claire reclama que lo llevemos de vuelta a casa. Mi señor ha resuelto que sería prudente hacerlo, no sólo porque piensa que sería bueno para la recuperación del joven, sino porque no nos interesa enemistarnos con familia tan preeminente. Tenéis que ir a Chevreuse. El inmediato superior de Robert debe darle permiso, así que acudid donde Jean y entregadle esta carta mía. Esperaremos también la autorización, que debe llegar desde Tierra Santa, del Gran Maestre de la orden. No sabemos qué opinará al respecto. Éste es asunto de altos vuelos. Partís de inmediato.
—¿Podría antes visitar a Robert en la
Grande Tour
?
—Claro, no hay problema, pero daos prisa. Por cierto, se me olvidaba, tenéis que llevar una cosa a la encomienda.
—¿De qué se trata?
—No os atañe, Arriaga —respondió Gavin de Flour—. Pasad por la capilla, os lo entregarán.
Rodrigo se encaminó hacia la
Grande Tour
y, mostrando un salvoconducto que a tal efecto le habían expedido los ayudantes del secretario, pudo entrar en aquella imponente construcción. Entró por la pequeña puerta de la fachada principal y, tras atravesar un angosto pasillo guiado por un sargento, subió unas estrechas escaleras de caracol que ascendían por una de las torres de sección circular.
Había guardias por todas partes, no en vano se decía que allí se guardaba el tesoro del Temple, que según se empezaba a rumorear era considerable.
Llegaron a una recia puerta en la cuarta altura. Un sargento que hacía guardia junto a ella le franqueó el paso y se encontró con Robert Saint Claire leyendo un breviario sentado a una pequeña mesa junto a la ventana que, como todas las del
donjon
, estaba asegurada con una reja de hierro.
—¡Rodrigo! —exclamó el joven Saint Claire al ver entrar a su compañero.
Ambos se abrazaron.
—¿Os tratan bien?
—Sí, de maravilla —dijo Robert.
—¿Y cómo os encontráis? ¿Mejor?
El otro ladeó la cabeza.
—No me dejan ni usar un simple cuchillo para comer. Temen que me mate.
—Hacen bien —dijo Rodrigo—. Volvéis a casa.
—¡¿Cómo?!
—Parece que vuestra familia os ha reclamado. No me explico cómo les han hecho caso. Faltan un par de gestiones y en unas semanas estaréis de vuelta al hogar. El Gran Maestre tiene que pronunciarse desde Jerusalén.
—La mía, no en vano, es una de las familias.
—¿Las familias? ¿Qué familias?
—Ya sabéis, las familias, los fundadores… el Proyecto.
En ese momento, cuando Rodrigo iba a preguntar por ello, se abrió la puerta y entraron dos sirvientes con las viandas para el preso. Permanecieron allí mientras comía, junto con el sargento que custodiaba al reo. Rodrigo temió por la salud mental de su amigo, pues enseguida el joven comenzó a decir tonterías; cosas sobre nuevos mundos con pájaros de colores y donde la plata se recogía del suelo. Los dos jóvenes criados se miraron sonriendo. Luego el joven Saint Claire comenzó a hablar de su amada y llegó a sollozar, aunque siguió comiendo con apetito. Parecía algo desequilibrado y murmuraba incoherencias.
Rodrigo no pudo hacer más porque, en cuanto el preso acabó de comer, el sargento le indicó que la visita había terminado, pues iban a venir los barberos a sangrar al enfermo. Además, tenía prisa. ¿Qué sería eso del Proyecto?
No lograron salir hasta la hora sexta, pues tuvieron que esperar a que les entregaran un cofre que habían de llevar a la encomienda. A Rodrigo le extrañó un poco que no fueran armigueros ni sargentos los encargados de empaquetar el misterioso objeto. Cuando entró en la sacristía de la capilla para hacerse cargo del envío se encontró a tres caballeros templarios que guardaban un saco de tela en un cofre de tamaño mediano, que cerraron con un fuerte candado. Llevaban pañuelos en la boca que se quitaron al cerrar el labrado baúl.
—¿Arriaga? —preguntó uno de ellos.
Rodrigo asintió, tendiéndole una esquela que le habían proporcionado para identificarse.
—Todo vuestro, cuidadlo —dijo un milanés, el más espigado de los tres templarios—.
Il Baphometti
es algo muy valioso.
Rodrigo llamó a Toribio y a Giovanno para que cargaran el cofre en una mula. ¿Cómo lo habían llamado? Supuso que sería algún objeto de culto de la capilla para incorporar a la iglesia de la encomienda, algún icono o candelabro, quizás una valiosa cruz.
Entonces se llevó otra sorpresa. Justo en la puerta de acceso al recinto le aguardaban nueve templarios que habían de acompañarlo. Según le dijeron, pertenecían a una encomienda situada en Rhedae, cerca de los Pirineos, y les habían ordenado custodiarlo hasta Chevreuse porque debían seguir el mismo camino que él. Le extrañó tanta escolta.
El viaje se le hizo corto. No en vano aquellas tierras en verano eran de una belleza extraordinaria. El atardecer, la profusión de arroyuelos y los frondosos bosques le hacían sentirse bien, como si se hallara de vuelta en su casa del valle de Estós sin más preocupación que sus tierras o su ganado, lejos de conspiraciones y miserias de la raza humana.
Había oscurecido ya y apenas si quedaba una hora de camino cuando junto a un pequeño arroyuelo escucharon gritos. Al parecer, unos salteadores estaban golpeando a alguien, así que todos los caballeros picaron espuelas y corrieron hacia la pequeña hondonada. Allí se encontraron con cuatro bandidos que forzaban a una joven ante los gritos de la madre de ésta. Una carreta tirada por bueyes quedaba a la derecha, junto al cuerpo de un hombre sin vida, descerebrado. Al ver tamaña hueste, aquellos desvergonzados trataron de huir, pero los diez caballeros dieron cuenta de ellos. Toribio y los escuderos contemplaron la escena desde lo alto del camino, y Giovanno se quedó atrás, junto a las muías de carga. Al verse solo, aprovechó la oportunidad y, con la única ayuda de la luz de la luna y un afilado estilete, logró abrir el candado del cofre. Rápidamente alzó el saco, que pesaba muy poco, y desató el lazo que lo cerraba. Sacó lo que había en su interior y lo alzó para verlo a la luz de la luna. Un grito de horror hizo que Toribio y Tomás se volvieran.
—Pero ¿estás loco? ¿Qué haces? —exclamó Toribio encaminando su montura hacia el sargento papal—. ¿No ves que se acercan?
Giovanno volvió a guardar el objeto en la bolsa y cerró el candado.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Toribio.
—Algo horrible —dijo Giovanno—. Era…
—¡Nos vamos! —ordenó Arriaga, que volvía del río.
Aclaró a sus sirvientes que dos de los salteadores habían muerto y otros dos habían logrado escapar en la espesura del bosque.
Las dos mujeres lloraban. Era noche cerrada ya y se escuchaban los aullidos de los lobos. Las dolientes no querían dejar al muerto allí, pero lograron convencerlas. Giovanno y Toribio, junto a tres de los templarios de Rhedae, tuvieron que quedarse a vigilar el carro con los bueyes y los cuerpos del asaltado y los dos bandidos, mientras que los demás siguieron camino.
Subieron a las afligidas mujeres a un caballo y Tomás tuvo que caminar hasta Chevreuse. Los lugareños deberían volver donde la emboscada y recuperar el cuerpo del fallecido. Los cadáveres de los dos bandidos serían abandonados a las bestias para que los despedazaran. Se lo merecían.
Rodrigo llegó agotado a la encomienda pero, una vez más, apenas si pudo pegar ojo. Cuando Toribio y Giovanno arribaron al castillo era cerca de maitines. Se acostaron a descansar. Al amanecer, Arriaga sintió que alguien le zarandeaba. Era Tomás.
—Rápido, señor. Es Giovanno.
Medio dormido, siguió al armiguero al dormitorio de los sargentos, donde se encontró con que todos rodeaban al sargento papal. Toribio intentaba auxiliarle mientras el otro luchaba por respirar. Giovanno intentaba decir algo, pero se asfixiaba; tenía los ojos fuera de las órbitas y se llevaba las manos a la garganta. Rodrigo le tomó el pulso. El doliente decía algo medio ahogado, en susurros.
Jean, que acababa de llegar, mandó a avisar al médico del pueblo y acercó el oído a la boca del enfermo.
—La cabez… —acertó a entender que decía en un susurro cargado de muerte. Al instante su testa cayó hacia atrás y quedó inmóvil con los ojos fijos en el techo. Estaba muerto. Todos los sargentos quedaron paralizados. Toribio no sabía qué hacer ni qué decir. Entonces Rodrigo se acercó al muerto y olió su aliento: tenía la lengua morada, lo mismo que el rostro. Giovanno de Trieste estaba exánime.
A la tarde siguiente Giovanno fue enterrado a la manera templaría. Igual que hacían los monjes del Císter, fue colocado boca abajo en una tabla. Su hábito marrón oscuro fue clavado a la misma y lo devolvieron a la tierra sin ataúd, con la máxima austeridad posible. Polvo eres y en polvo te convertirás.
Memento mori
.
[9]
Otra coincidencia más entre la Orden del Císter y el Temple; los monjes blancos y los caballeros de manto blanco. San Bernardo una vez más. Rodrigo pensó que tenía que hacer averiguaciones al respecto. Aquello comenzaba a oler mal, pues Giovanno de Trieste había muerto de manera extraña. El médico del pueblo, que llegó tarde, había dicho que la causa de la muerte era un cólico miserere, pero Toribio, en un aparte antes del entierro, le había susurrado con cara de pánico que «aquella cosa lo había matado».
Como Jean les había eximido de obligaciones y oficios al suponer que se hallaban afectados, Rodrigo decidió dar un paseo con Toribio y Tomás, quienes eran presa de un nerviosismo evidente. Al poco, se llegaron donde la taberna y, tras sentarse a una mesa, pidieron una jarra de vino. La joven y bella Beatrice y su padre, Luis, dijeron que invitaba la casa y se deshicieron en loas para con su salvador. No en vano gracias a Rodrigo la turba no les había destrozado el negocio. Cuando la chica dejó la jarra y los vasos, Toribio espetó:
—Rodrigo, debemos salir de aquí lo antes posible. El demonio acecha en ese castillo. Los siguientes seremos nosotros. Esa cosa lo ha matado.
—¿Qué cosa? —preguntó el templario.
El joven Tomás miró a Rodrigo y murmuró con los ojos muy abiertos por el pasmo:
—Esa cosa que trajimos. Cuando bajamos al río durante el ataque de los bandoleros, él se quedó atrás y abrió el cofre. Dio un grito horrible y entonces lo vi. Tenía algo en la mano, esa «cosa»…
—¿Qué era?
—No lo sé, estaba a oscuras y a más de treinta pasos. Le insté a que la guardara, que nos iban a descubrir. Más tarde me dijo que aquello era algo horrible, pero no pudimos hablar porque en ningún momento nos quedamos a solas: los tres templarios de Rhedae nos acompañaban. Yo no le di mucha importancia, pero él estaba asustado. Tuvo pesadillas en su catre hasta que al alba… ¡Esa cosa lo mató! Debemos irnos de aquí ahora que estamos a tiempo. Silvio de Agrigento tenía razón: este negocio nos supera. Hay algo demoníaco en este asunto, lo sé.
Rodrigo miró a sus sirvientes y dijo:
—No hay ninguna cosa rara, Toribio. En efecto, es cierto que este negocio se pone turbio, pero no hay nada sobrenatural en la muerte de Giovanno. —Los dos lo miraron con cara de asombro, así que continuó—: Nuestro amigo murió envenenado.
—¡¿Cómo?! —exclamó Tomás.
—Su pulso era muy agitado, tenía la lengua azul, el rostro de color púrpura y, para colmo, el aliento le olía a almendras amargas. Creedme, sé de venenos porque los utilicé muchas veces en mi época de espía. Giovanno de Trieste fue envenenado con una mezcla de digital y cianuro.
Se hizo un silencio, y al poco el joven Tomás tomó la palabra.
—Pero, mi señor… ¿no es el cianuro un veneno de efecto rápido?
—En efecto, lo es.
—Entonces… —continuó el joven—, ¿cuándo lo envenenaron?
—Sí, eso —repuso Toribio—, porque los cuatro comimos lo mismo en el camino. Recordad que compartimos el mismo trozo de cecina, el mismo queso y el mismo pan. ¡Si hasta yo bebí agua de su pellejo!
—Sí, reconozco que ése es un punto débil en mi teoría… ¿Bebió algo al llegar?
—No —contestó Toribio—. Y no me separé de él ni un instante.
—Sigo pensando que fue envenenado —dijo Arriaga.
—Lo mató esa cosa horrible —repitió su sirviente.
—Sí —apostilló Tomás.
—Debemos averiguar lo que contenía ese saco —dijo Rodrigo pensando en voz alta—. Me da la sensación de que este juego se complica.
Al rato, tras dejar unas monedas en la mesa, los tres se levantaron para abandonar la taberna. Fue en aquel momento cuando pensó en el cura del pueblo. Ahora que empezaba a sospechar que había algo raro en los manejos del Temple, necesitaría toda la información posible, y aquel sacerdote se había manifestado muy en contra de la encomienda de Chevreuse.