Seguro que se hacía eco de todos los rumores que circularan sobre la orden, por descabellados que fueran. Volvió sobre sus pasos y preguntó a Beatrice, que ya recogía la mesa que habían ocupado.
—Perdonad, el cura… ¿tiene casa en la sacristía o vive en…?
—El cura murió anteayer —repuso ella.
—¡¿Qué decís?! —exclamó Rodrigo mirando a sus amigos.
—Sí, se partió el cuello junto al río. Debió de resbalar y chocó con una roca. Le gustaba pescar.
No podía creerlo. Jean había manifestado estar harto de aquel cura apenas unos días antes y ahora estaba muerto. Algo comenzaba a oler mal en torno a aquella historia. ¿Habrían sido capaces sus confreres de eliminar a aquel hombre? ¿Y Giovanno? Tenía que hacer algo.
—Beatrice —preguntó Arriaga—, ¿recordáis a aquel hombre que vino a verme? ¿Aquel con el que me reuní arriba, en uno de vuestros cuartos?
—Claro.
—Me dijo que se hospedaría cerca de aquí. ¿Os dijo cómo podría localizarle?
—Sí.
—¿Cómo?
La joven no parecía muy comunicativa al respecto. Sin duda, el de Agrigento le había pagado bien, pero era evidente que ella se sentía en deuda con el templario. Se sorprendió mirándola a los ojos y pidiéndoselo por favor. Era hermosa.
—Puedo hacerle llegar una nota —contestó ella esbozando una sonrisa.
—De acuerdo —contestó él.
—Adelante —dijo Silvio de Agrigento.
Una figura embozada entró en el cuarto y se quitó la capa. La luz de una vela iluminaba de manera muy tenue la habitación de la posada en la que se entrevistaran más de dos meses atrás. Comenzaba a refrescar, pues corrían los primeros días de septiembre.
—¿Cómo habéis salido de la encomienda?
—Por el mismo lugar por el que solía hacerlo Toribio en sus correrías nocturnas. Hay una pequeña puerta en el primer sótano, junto al almacén, que da a la cara norte. Tengo que volver antes de maitines, así que no dispongo de demasiado tiempo —respondió Arriaga mientras se sentaba.
—¿Queréis un trago de vino? —preguntó el de Agrigento, recordando de nuevo su primera entrevista con Arriaga, cuando de pocas lo mató.
—Sí, vendrá bien.
El cura sirvió un buen vaso y el otro bebió a pequeños sorbos.
—¿Y bien? —preguntó el secretario del cardenal Garesi.
—Giovanno murió hace diez días.
—Lo sé, leí vuestra nota. He venido lo antes posible.
—Murió en extrañas circunstancias. Yo creo que fue envenenado, pero Tomás y Toribio piensan que fue por la contemplación de un objeto que trajimos de París.
—¿Qué objeto?
—No lo sabemos ni lo hemos podido averiguar. Creo que se llama algo así como
Il Bapho… meti
… No sé. Mirad, dómine, no he sido todo lo honrado que debiera con vos. Comencé esta misión con un propósito, pero no fui sincero con Giovanno y no le di la información que obtuve; no era gran cosa, pero…
—Lo sé.
—¿Qué?
—Sí, Giovanno me mantenía al tanto. Me contó lo del joven Saint Claire, lo de su traslado a París… sé lo de la reunión de esos cinco en la cripta.
—Pero si yo no se lo dije…
—Toribio se lo contó y el bueno de Giovanno me hizo un informe.
—Vaya, ese bocazas no cambiará. Supongo que Tomás también os mantiene al día.
—No, Rodrigo, no. Tomás es un crío, un sirviente.
—Está asustado.
—Me imagino. Éste es un negocio difícil, os lo dije. ¿Comenzáis a creer en mi versión? —preguntó Silvio de Agrigento.
—Al menos creo que he visto demasiadas cosas raras. ¿Qué más sabéis?
—Giovanno me contó lo de vuestra entrevista con Moisés Ben Gurión. Sabemos lo de la desaparición de los siete sabios.
—¡Vaya!
—¿Y aún negaréis que el Temple no es trigo limpio?
—No lo sé dómine, no lo sé. Confieso que me había encontrado bien por primera vez en muchos años, que me importaba un bledo este negocio. Creía que vos y vuestro amo estabais un tanto obsesionados con vuestras intrigas palaciegas y habíais perdido el sentido, pero no sé, ¿cómo queda ahora nuestro trato? Os he fallado.
—No temáis, Silvio de Agrigento cumple su palabra. Mirad, si creéis que el Temple está limpio, proseguid con vuestra vida de monje guerrero; pero si os queda un atisbo de duda, sólo uno, deberéis cumplir la misión, se lo debéis a Giovanno.
—¿Y Aurora?
—Cuando recibí vuestra nota cursé la orden. Ya ha sido exhumada y se le han dado los últimos sacramentos. Se bautizó a la criatura. Bueno, a los restos que quedaban en el féretro. Está enterrada en las posesiones de su padre, en el cementerio familiar. Descansa en paz, Rodrigo.
Arriaga se sintió en paz consigo mismo y se arrodilló para besar las manos de Silvio de Agrigento. No esperaba aquello, la verdad. Una gran sensación de serenidad lo invadió de pronto. Toda la pena, toda la culpa que había sentido y que le oprimía el corazón durante aquellos años fue liberada. Sintió una enorme tristeza por su amada, pues estaba muerta, pero algún día se reuniría con ella. Había ido al cielo. Ya no penaría más por estar enterrada en suelo no consagrado.
—¡Gracias, gracias! —dijo entre sollozos.
—Levantaos, hombre de Dios. Fue una orden de mi amo, dadle las gracias a él.
Un largo silencio se estableció entre los dos. Rodrigo Arriaga parecía confundido, entre triste y alegre. Sollozaba y reía a ratos.
—Bien —dijo el cura—. Ahora sois libre. Aunque no habéis cumplido la misión nosotros os hemos pagado como si lo hubierais hecho. ¿Qué vais a hacer?
Rodrigo permaneció callado por un momento. Miraba con aire hipnótico al brasero que caldeaba la habitación.
—Pues cumplir con la tarea que me encomendasteis. Os lo debo. A vos y a Giovanno.
—Lo sabía. Nunca me equivoco al elegir a un colaborador —contestó el diácono con cara de satisfacción. Era obvio que su señor, Lucca Garesi, había acertado exhumando a la joven. Ahora Arriaga se sentía en deuda con ellos.
—¿Y no os pareció sospechoso? —preguntó Silvio de Agrigento tras escuchar los detalles de la ceremonia de iniciación.
Rodrigo de Arriaga contestó:
—No, Jean tiene una explicación para todo.
—¡Por Dios, Rodrigo! ¿Negar a Cristo os parece normal?
—Parecía lógico; para ser como Pedro, el apóstol… era un símbolo…
El de Agrigento se tocó la barbilla con la diestra pensando y añadió:
—Y eso de «¡ha resucitado!», ¿qué sentido tiene? Esto resulta herético, sin duda. ¡Herético! ¡Negar a Cristo! Hay que acabar con esos malditos herejes, pero cada cosa a su tiempo, claro… Calma, calma. Tienen amigos poderosos.
—Sí, como Bernardo de Claraval.
—En efecto.
—Jean me contó que el Papa le debe la tiara a Bernardo.
—Y es cierto.
—Eso explica la bula
Omni datum optimi
—repuso Arriaga como el niño que se sabe la lección.
—¿Y la conversación de Inocencio II en privado con el Gran Maestre? ¿Y los gritos que escuchamos desde fuera? ¿Cómo explicáis que Su Santidad se encerrara luego a solas sin querer ver a nadie? ¿Y la fiebre cerebral que le aquejó esa misma noche? ¿Qué sentido le veis a que lo primero que hiciese tras recuperarse fuera dar las órdenes precisas para que se redactara esa bula? Yo os lo diré: el chantaje, un burdo chantaje.
—Sí, puede ser. No digo que no.
Entonces Rodrigo le contó la alusión que Robert Saint Claire había hecho a «las familias» y a un «proyecto».
—¿Qué familias? ¿Qué proyecto?
—Eso mismo le pregunté yo.
—¿Y qué dijo?
—Incoherencias. Además, entró gente en el cuarto.
—¡Vaya! —dijo el de Agrigento haciendo chasquear sus dedos con fastidio—. ¡Familias! ¿Qué familias? El joven Saint Claire podría sernos útil.
Rodrigo tomó la palabra y repuso:
—He hecho algunas averiguaciones al respecto de lo de las familias. Jean me explica todo al detalle. Ve con agrado mis preguntas, pues cree que quiero progresar en la orden. Dice que hay «grandes planes para mí».
—Pero ¿no sospechará de vos? Mataron a Giovanno.
—No lo sabemos seguro. Puede que su muerte fuera natural. Además, Jean me tiene en alta estima y me está convirtiendo en su mano derecha. Eso me da libertad de movimientos para entrar y salir de la encomienda a cumplir con sus recados. Como decía, he hablado largo y tendido con él, y es muy fácil leer entre líneas en la historia que cuenta. Me preguntabais por las familias, ¿no? Bien, pues he averiguado que teníais razón y que hay un espeso entramado, una red de complejas relaciones que une a las familias de los más importantes miembros del Temple. Esta red llega hasta Bernardo de Claraval. Nada es casual. Mirad, Bernardo era un joven de origen noble, conde de Fontaine, que un buen día decidió entrar en el Císter, lo que alarmó sobremanera a su familia, de tal modo que hasta su propio hermano se lo reprochó. Vamos, que se lo quitaron de la cabeza. No obstante, unos años después, así, de pronto, se presentó con nada menos que treinta y cinco familiares directos para ingresar en la orden. ¡Y uno de ellos era su propio hermano!
—Treinta y cinco… vaya. ¿Y el hermano era el mismo que…?
—En efecto, el que no quería que Bernardo entrara en la orden. ¿Qué puede llevar a treinta y cinco varones de una familia noble, de lo más granado de Francia, a entrar en una orden monástica? Esto me lo cuenta Jean como prueba de la iluminación que Bernardo proyecta sobre los que le rodean, pero yo creo que hay que ver más allá. Hasta aquí me seguís, ¿no? —Al ver que su interlocutor asentía, el templario continuó—: Bien, poco después, Hugues de Champagne, uno de los hombres más ricos y poderosos de Francia, dona al mismísimo Bernardo unos terrenos en el Valle de la Luz, en Clairvaux, donde aquél, acompañado de sus acólitos, funda el monasterio del mismo nombre; en mi idioma, Claraval. Curiosamente, el obispo de la diócesis lo nombra abad. El propio Hugues de Champagne está metido de lleno en el negocio, pues primero hace que un joven imberbe como Bernardo llegue a abad, así porque sí, a los veintipocos años. ¿De acuerdo? Y luego… ¿recordáis a Hugues de Payns?
—Claro, primer Gran Maestre del Temple, el fundador, amigo de Henry Saint Claire, padre de vuestro compañero Robert.
—El mismo. De Payns era vasallo de Hugues de Champagne. ¿Casualidad? Hugues de Payns era un noble de rango medio, no excesivamente rico. ¿Sabéis quién era su señor? ¿A quién tributaba?
—Al mismísimo Hugues de Champagne, el benefactor de Bernardo de Claraval —acertó Silvio de Agrigento.
—Pues sí, ¡qué casualidad! Los dos, Bernardo y el fundador del Temple, dependían de él. ¿Y qué tiene que ver Hugues de Champagne con el Temple? Al ser el señor de Hugues de Payns, ambos viajaron juntos en la cruzada junto a Henry Saint Claire. Luego De Payns y Hugues de Champagne, o sea, el deudor y su amo, fueron hasta tres veces más a Tierra Santa. Está claro que algún negocio tenían allí. Hugues de Payns fundó el Temple con otros ocho caballeros y su señor lo favoreció y le hizo grandes donaciones. Como sabéis, pasaron nueve años sin aceptar a nadie, sólo a un tal Fulco de Anjou, hombre poderoso también. Y apenas un tiempo después, ¿sabéis quién solicitó entrar en la orden como simple caballero?
Silvio de Agrigento puso cara de no imaginar quién, por lo que Rodrigo soltó de sopetón:
—¡El mismísimo Hugues de Champagne! ¿Qué os parece?
¡El hombre más rico de Francia lo deja todo e ingresa en una orden monástico-militar para ponerse a las órdenes de su siervo Hugues de Payns!
—¡Qué raro!
—En efecto. Jean me cuenta esta historia como ejemplo de voluntaria renuncia, de humildad, de pobreza, pero yo veo algo más. Es decir: un hombre inmensamente rico crea un mito, Bernardo de Claraval, y a continuación apoya, también con sus dineros, la fundación de una orden militar. Dicha orden requiere de un apoyo teológico para ser reconocida por el Papa: necesita una regla y entonces, en ese momento… ¿quién aparece?
—Bernardo de Claraval. Está clarísimo. ¡Lo tenían todo preparado!
Manus manum lavat
.
[11]
—En efecto.
—De acuerdo. Todo está claro. Hugues de Champagne favoreció a Bernardo, luego a su siervo De Payns y, después, Bernardo legitimó al Temple ante el papado.
—No, no, aún hay más —dijo Rodrigo.
—¿Más?
—Otro de los fundadores del Temple era André de Montbard.
—¿Sí?
—Que es tío de Bernardo de Claraval.
—¡Acabáramos!
—Es una red: Montbard, Bernardo y sus parientes, Hugues de Champagne, De Rossal (el padre de mi amigo Jean), los Saint Claire y por supuesto Hugues de Payns. Intrigan, ascienden, nombran papas…
—Sí, sí, está claro, pero ¿qué pretenden? —se preguntó Silvio de Agrigento.
—No lo sé, pero algo grande, seguro.
Quedaron en silencio y el cura sirvió más vino.
—Bien, bien —dijo—. Veamos, de momento lo más prudente es que continuéis igual: siendo un aprendiz perfecto para vuestro Jean. Cumplid sus órdenes e intentad progresar en la orden. Deberíais averiguar qué era esa «cosa» que vio Giovanno y cuál fue la causa de su muerte. Sea lo que fuere lo que había en ese saco, provocó que reforzaran vuestra comitiva con nueve caballeros. Debéis averiguar de qué se trata, es obvio que es importante. Por otra parte, lo de renunciar al crucifijo, y el «ha resucitado», son aspectos que deberíais ir tratando con Jean poco a poco.
—¿Y lo de los sabios judíos?
—Es otro misterio. Sin duda los necesitaban para traducir o descifrar textos antiguos, algo que hallaran en el Templo de Salomón.
—Creo que nunca llegaremos a entender nada.
—Tened paciencia Rodrigo, tened paciencia. Nos encontramos ante algo grande, muy grande. Vamos a tardar años en averiguar lo que ocurre aquí. Sabed que el Temple es, hoy por hoy, muy poderoso. ¿Qué os parecieron sus instalaciones de París?
—Sencillamente impresionantes.
—No sabemos de dónde sacan tanto dinero. Hay quien comienza a rumorear que han dado con el secreto de la alquimia; no tiene otra explicación. Se han convertido en banqueros. Podéis depositar una cantidad de dinero, digamos, en París, y ellos os dan un pagaré. Luego acudís a cualquier encomienda del Temple, por ejemplo en Jerusalén, y os devuelven vuestro dinero. Así se puede viajar sin el riesgo que supone llevar grandes cantidades de oro. Además, son prestamistas. Creo que el mismísimo rey de Francia les debe un capital.