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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

El tesoro de los nazareos (9 page)

BOOK: El tesoro de los nazareos
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Afortunadamente, Giovanno, Toribio y Luis, el posadero, entraron en la habitación y lo ayudaron a sujetar a aquel loco que quería quitarse la vida.

Era ya de madrugada cuando lograron sacar a Robert Saint Claire de la posada de Luis. Los campesinos se dispersaron a la llegada de los caballeros, aunque quedaron pequeños grupos aquí y allá que hacían peligroso sacar al joven templario de la posada. La gente del pueblo parecía molesta, harta; aquello no cuadraba con la idílica imagen que Jean había proporcionado de las relaciones de los templarios con sus siervos del pueblo de Chevreuse. Fue después de maitines, más cerca de vísperas quizá, cuando la ausencia de paisanos hizo prudente el traslado de Robert al
Château
. Jean dio la orden. Iba escoltado por el comendador, Rodrigo y otros tres caballeros. Tuvieron que atar al joven de pies y manos para evitar que se hiciera daño a sí mismo. No parecía soportar el rechazo de su amada, que lo había maldecido por matar a su padre. Éste, al parecer, había sido informado por algún desalmado de que un templario se veía con su hija en la posada, y el hombre acudió armado con un hacha para vengar su honra. Saint Claire había sido entrenado para matar. No es buen negocio atacar a un hombre de armas; Rodrigo lo sabía por propia experiencia: reaccionan primero y piensan después. El joven templario había reaccionado de manera instintiva, como le habían enseñado, y antes de que hubiera podido darse cuenta, el padre de su moza yacía despanzurrado en el tálamo donde momentos antes se amaba con la mujer que le había hecho perder la razón.

Ella reaccionó mal: salió a la calle presa del pánico y gritó a los cuatro vientos que un maldito templario había asesinado a su padre. Le echó a todo el pueblo encima. Robert no lo podía soportar. Quería morir. Lo dejaron atado al lecho en un cuarto de la sólida y redonda torre que quedaba al noreste. Aun así, Jean ordenó que dos sargentos vigilaran a aquel desgraciado, no fuera que lograra liberarse de las ataduras y saltar al vacío. El comendador eximió a Rodrigo de acudir a los oficios y le ordenó que durmiera todo lo que su cuerpo le pidiera; no en vano había estado sometido a una situación de extrema tensión. Según le dijo Jean, se había comportado como un auténtico héroe, un verdadero templario, al arriesgar su vida para salvar a Robert.

Cuando Arriaga despertó comprobó que la luz del sol entraba por una de las amplias ventanas del dormitorio. Era tarde. Se acercaba la hora tercia, así que tras colocarse la sobreveste y calzarse las botas acudió a la cocina, donde le dieron algo de queso y vino aguado para desayunar. Además, como ya había trascendido lo ocurrido en el pueblo, el cocinero le cortó un par de tajadas de buen tocino, que con el pan recién hecho le supieron a gloria. Aquello era gula, pero estaba cansado y se lo merecía. Cuando salió al patio de armas se encontró a Jean, que venía de ver al cautivo, y éste le hizo una seña para que le siguiera a la muralla norte. Allí, mirando sus dominios desde las alturas, el comendador le hizo situarse junto a él.

—Esto es precioso, ¿verdad?

Rodrigo asintió.

—¿Cómo os encontráis después de los sucesos de ayer?

—No sé, cansado, confuso quizá.

—Deberíais haberme contado lo de Robert.

—No lo creí así. Soy un recién llegado. No quise meterme en asuntos que no fueran de mi incumbencia.

—Lo que hace un hermano es de la incumbencia de todo el capítulo y más si se trata de algo como esto —repuso el comendador con cara de pocos amigos—. Os pidió colaboración, ¿no?

—Sí.

—Loco insensato —dijo Jean refiriéndose al joven Saint Claire—. Lo ha estropeado todo. Tenía un futuro brillante en la orden. Viene de una familia de mucho peso. Su padre y Hugues de Payns eran…

—Íntimos. Lo sé.

—Lo ha echado todo a perder, ya veis, por un simple revolcón.

—Está enamorado.

—¡No puedo creer lo que oigo! Será idiota. ¿No podía haberse limitado a folgar con la moza como hace vuestro Toribio y tantos otros?

—El otro día dijisteis que esa conducta era muy grave.

—¡El otro día no había un muerto por medio! Los votos son sólo eso: ¡votos! ¡Obediencia! ¡Castidad! ¡Pobreza! Todos los votos se pueden romper; no se debe, pero a veces ocurre. Somos humanos. La Iglesia está llena de curas, frailes y monjas que incumplen a veces sus votos. No está bien, Rodrigo, pero es un pecado como otro cualquiera. Si uno se arrepiente, si hay propósito de enmienda y se acude de inmediato a confesar la falta, Nuestro Señor nos perdona. El pecado queda lavado y ¡hala, a vivir! ¡Pero, no! ¡Este idiota se ha enamorado! ¡Un futuro preboste de la orden, quizás un Gran Maestre, enamorado de una plebeya! ¿Qué le digo yo ahora a su padre?

Rodrigo quedó algo impresionado por la flexibilidad que mostraba De Rossal con respecto a las faltas de la carne. ¿Sabría lo del caballero Beltrán y el armiguero? Seguro que sí. Jean leyó el pensamiento a su amigo.

—No os asustéis. Está en la naturaleza del ser humano. Somos pecadores. Podemos controlarnos unos a otros; podemos estar sometidos a la más dura de las autodisciplinas, pero, a veces, los hermanos pecan. No es condescendencia, Rodrigo. Si no existiera la confesión y el perdón de los pecados no habría caballeros templarios, ni frailes, ni curas, ni cardenales. Esto es así. Siempre ha sido así y siempre lo será. Debemos perdonar como hizo Nuestro Señor con sus propios enemigos.

—Pero…

—¿Sí?

—He visto a la gente del pueblo algo soliviantada, como si nos odiaran… Ayer se sublevaron.

—Sí, Rodrigo, ahora lo sabéis. La gente, en el fondo, nos odia.

—¿Cómo?

—Como lo oís. Y si vais a ser uno de nosotros debéis acostumbraros. La obra de Dios no es un camino fácil. Ese hombre, el campesino al que Robert abrió en canal…

—¿Sí?

—Alguien le contó que nuestro amigo jodía con su hija.

—¿Y?

—Fue el cura del pueblo.

—¿Cómo lo sabéis?

—Yo sé todo lo que ocurre en el valle de Chevreuse, Rodrigo —dijo el comendador mirando a Arriaga con dureza. El espía sintió un escalofrío—. Ese cura nos odia.

—Pero ¿por qué? ¿Acaso no defendemos más que nadie los derechos de la Iglesia?

—No seáis ingenuo, Rodrigo. ¿Conoces la bula
Omni Datura Optimi
?

—Por supuesto.

—El Papa nos otorgó privilegios, digamos que… sin precedentes. Sólo respondemos ante el capítulo general de nuestra orden y, si acaso, ante el mismísimo Pontífice, quien nos permitió cobrar el diezmo en nuestras encomiendas. ¿Me seguís?

—No sé…

—Sí, Rodrigo, el diezmo que antes cobraban muchos obispos glotones, lujuriosos e inoperantes ha pasado a nuestras manos en muchas comarcas, regiones y encomiendas. Han dejado de percibir unos buenos dineros por nuestra culpa. Encima, nosotros nos administramos bien. Allí donde ponemos el pie, la tierra florece y la riqueza surge. Es una cuestión de buena organización, de falta de despilfarro, de administración seria, justa y eficaz. Eso es lo que le ocurre a ese maldito cura, al que el diablo confunda. Desde que llegamos aquí nos ha intentado perjudicar con las más asquerosas calumnias. Tuvimos una gran polémica con el icono de Nuestra Señora que donamos a la Iglesia del pueblo.

—La Virgen Negra.

—El mismo. No lo quería colocar. Tuve que acudir a altas instancias. Su obispo no cobra ya diezmos aquí y eso hace que él mismo reciba menos dinero. Nos odia.

—Y por eso azuzó al padre de la moza a…

—Exacto. Y como él hay muchos, la verdad. El Temple es rico, amigo, y poderoso, y eso nos ha creado muchos detractores.

—Pero la gente del pueblo…

—Rodrigo, ¿conocéis algún pueblo, algún feudo, en el que los deudos estén contentos con su señor?

—La verdad, no.

—Pues eso.

—Pero el Papa, ¿por qué nos dio esas prebendas? ¿Qué sabemos?

Jean estalló en una violenta carcajada y miró a su amigo de la infancia con aire divertido.

—¡Rodrigo, Rodrigo! ¡Habladurías! No sabemos nada. ¡Nada! La explicación es mucho más simple y prosaica. No creas todo lo que te digan por ahí. Preguntad sin miedo, amigo. Nuestro querido papa, Inocencio II, fue monje del Císter, como nuestro protector Bernardo de Claraval. ¿Lo entendéis?

—Sí, claro.

—Bien, los primeros momentos de su pontificado fueron especialmente duros, pues tuvo que vérselas con el antipapa Anacleto. El negocio era difícil, pues ya sabéis como actúan los gobernantes y reyes de la cristiandad en estos casos: intentaron sacar tajada del cisma y no pusieron las cosas precisamente fáciles para Inocencio. La intervención de Bernardo de Claraval fue, una vez más, crucial. Él inclinó la balanza a su favor y el Papa nunca olvidará que está ahí gracias a nuestro querido mentor.

—Y en pago a aquella ayuda…

—Bernardo consiguió que promulgara la bula.

—¡Acabáramos!

—¿Veis? Las cosas son más sencillas de lo que parece. Todos nos envidian, Rodrigo y ¿sabéis por qué? Porque a pesar de nuestros pecados, y me refiero a casos como el de ayer, somos perfectos. ¡Perfectos! O casi. Pensad en la gente de armas. Vos mismo fuisteis soldado. ¿Cómo son los caballeros? Decidme.

—¿La gente de armas? —pensó Arriaga en voz alta—. Pues… ruda, sin duda, acostumbrada a tirar de hierro a la mínima…

—¿Bebedores?

—Mucho. Amantes del vino y las cogorzas más extremas. Comedores de carne en exceso.

—¿Fornicadores?

—Sí, claro, amigos de putas y, en la guerra, violadores. He visto a buenos caballeros comportarse como auténticos bárbaros.

—¿Modestos?

—No, qué va, unos fanfarrones. Muy amigos de los perifollos, los palafrenes y escudos llamativos.

—¿Y sus atuendos?

—Qué os voy a decir… he visto armaduras y sobrevestes más bonitas que los vestidos de las damas de la más lujosa de las cortes; y espuelas de oro, cintas y gallardetes de seda.

—¿Y los cabellos?

—Largos, como los de las mujeres.

—¿Son píos?

—No, en absoluto.

—Bien. Ahora comparad con el Temple a esa gentuza que asola Europa y, a veces, Tierra Santa. Comparadlos con nosotros: ascéticos, puros, sin afeites, ni cintas, ni alardes. Sin posesiones personales. Los caballos, sin adornos, todos iguales. Cumplimos con la disciplina militar y la vida conventual. Estamos dispuestos a dar la vida por Nuestro Señor Jesucristo en cualquier momento. La orden no paga rescate por sus caballeros cuando éstos caen cautivos. ¡Ni siquiera por el Gran Maestre! No valemos nada, sólo lo que vale un
Milites Christi
en combate. ¿Resiste la caballería seglar la comparación?

—En absoluto.

—Pues he ahí la cuestión. Por eso nos envidian y por eso los jóvenes idealistas de las mejores familias de Europa acuden a alistarse al Temple como las moscas a la mierda. Somos lo mejor que tiene el Papado a su servicio y la Iglesia lo sabe.

—Dicho así…

—Mirad, Rodrigo, este asunto de Robert se nos ha ido de las manos. Os necesito, no tengo a mi disposición a nadie de confianza al no contar con el joven Saint Claire y no podemos esperar. Vais a ser miembro de pleno derecho de la orden. Preparaos para la ceremonia: será mañana. ¿Estáis listo?

Rodrigo se sintió invadido por una gran ilusión, como no sentía desde que era mozo. ¿Qué tenía aquel ideal, aquella orden, que le hacía sentirse así?

—Sí, lo estoy —se oyó decir a sí mismo.

—Robert está en una mala situación. Nuestros enemigos van a pedir su cabeza.

—Pero actuó en defensa propia.

—Violó sus votos y todo el mundo lo sabe. Y a consecuencia de ello mató a un pobre desgraciado.

—Que le atacó.

—Sí, pero el pueblo ha dictado su sentencia. Un caballero que desflora a una joven, un monje, a fin de cuentas, y encima va y mata al padre de la moza. Merece la horca.

—¡¿Cómo?!

—Tranquilo —dijo Jean alzando la mano—. Vestiremos de blanco al preso ése, al estafador. Pasará por Robert. Desde abajo, el pueblo no notará la diferencia.

—¿Al vendedor de falsas reliquias?

—Exacto. Cuando la cosa se calme, un par de días después de la ejecución, vos escoltaréis a Robert Saint Claire al Temple de París. Allí decidirán qué hacer con él, pues tenemos nuestra propia justicia. Esta noche ahorcaremos al preso. Así, en la oscuridad, el engaño saldrá mejor.

—Pero Jean, ese hombre no tiene culpa…

—¿Qué preferís, la vida de un desgraciado vagabundo por el que nunca nadie preguntará o la de vuestro amigo Robert? ¿Qué me decís del bienestar de la encomienda?

Rodrigo pensó que su amigo tenía razón. Total, había hecho y visto cosas mucho peores en su anterior vida de espía.

—Sea, pues —dijo Jean frotándose las manos—. Preparaos para la ceremonia. El hermano procurador os indicará.

Rodrigo no se atrevió a preguntar por la extraña reunión junto a las mazmorras.

In albis
[7]

Un día entero es mucho tiempo a solas. De rodillas, casi a oscuras, excepto por la tenue luz de una vela en la pequeña capilla de la encomienda y ante la figura de una Virgen Negra, Rodrigo tuvo la oportunidad de hacerse una idea de su nueva situación.

Iba a entrar en el Temple. Se sentía ilusionado, como un niño. La vida en la encomienda, la rutina, la oración, el entrenamiento… todo formaba parte de un ritmo pausado de vida, algo duro, con falta de sueño y frugalidad en las comidas, sí, pero una rutina a fin de cuentas que le proporcionaba una agradable sensación de seguridad. No pensaba en Aurora. Estaba haciendo lo posible por sacarla del infierno. Si cumplía con éxito la misión —e iba camino de ello, pues nada hacía sospechar que Silvio de Agrigento estuviera en lo cierto— sería exhumada, se le darían los últimos sacramentos y moraría en la Gloria para siempre, en tierra sagrada. Él, por su parte, expiaría sus culpas, las penas de su vida anterior de espía, de hombre de armas y de asesino, luchando con el Temple en Tierra Santa. A su manera, y por primera vez en mucho tiempo, se sentía feliz. Oyó desde la capilla la llegada de muchas monturas, y supuso que otros caballeros de encomiendas cercanas acudirían a su iniciación. Todo se había precipitado tras los acontecimientos de la posada. Robert Saint Claire había echado a perder un brillante futuro en la orden. De algún modo, lo había envidiado: era un joven de buena familia que ya ingresaba en la misma con las mejores recomendaciones, y cuyo futuro era, a ciencia cierta, ocupar un lugar principal en el Temple. Intentó desechar esos sentimientos oscuros. Debía presentarse al rito de la manera más pura, sin mácula. Era cierto que el Temple había comenzado siendo un proyecto de un grupo de amigos de lo más granado de la nobleza europea, pero ahora había alcanzado proporciones de verdadero estado y su empresa no tenía parangón: mantener Tierra Santa en manos cristianas. El propio Arriaga había peregrinado a Palestina con su fiel Toribio y sabía de las dificultades que entrañaba un viaje de aquellas características. Gracias a las órdenes del Temple y del Hospital, muchos peregrinos podían viajar con escolta por aquellas desoladas tierras en manos de los infieles. Pensó en Jean y en Robert. El primero, hijo de uno de los nueve míticos fundadores de la orden; el segundo, emparentado con el venerado y ya fallecido Rugues de Payns. Eran lo mejor de lo mejor: jóvenes, nobles, valientes y entregados al ideal del Temple. Jean había dicho a Rodrigo que necesitaba una mano derecha en la encomienda y, de momento, no podía contar con Robert; por eso había decidido que ingresara en la orden cuanto antes. Además, De Rossal necesitaba que Arriaga llevara a Saint Claire hasta París. Luego verían.

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