—En el
Manuscrito de Cobre
.
—Vaya, habéis avanzado de veras… Pues sí, en el
Manuscrito de Cobre
, que fue repartido entre dichas familias. Cada una de ellas conservó un fragmento para que ninguna pudiera hacerse con el tesoro completo del pueblo de Israel. Dichas familias huyeron a tiempo y emigraron a Occidente. Hicieron un juramento para restablecer la gloria del Templo de Yahvé y se perdieron, desperdigándose entre las naciones de Europa. Juraron pasar desapercibidos, asumir las religiones de los pueblos que les acogieran para no llamar la atención con una sola condición: que fueran religiones monoteístas. Pasaron las generaciones y el legado fue de padres a hijos. Así fue como me enteré yo. A la edad de veintiún años, mi padre me llamó y me contó esta historia. Recibí un anillo de oro que representa una de las columnas del Templo, Jaquín. Y así fueron pasando los años. Casi mil. Mil largos años. Un milenio. Cada familia conservó su fragmento del
Manuscrito de Cobre
como pudo. En algunos casos el resto correspondiente sufría deterioros por el paso del tiempo, y entonces las familias pasaban el texto a pergamino. Pero nunca, nunca, ninguna de ellas permitió que se perdiera esa valiosa información.
—Y dichas familias se mantuvieron en contacto.
—De manera muy discreta, sí. Entonces llegó el momento: los turcos conquistaron Jerusalén. El papa Urbano no había destacado por ser ni mucho menos un hombre brillante y no iba a pasar a la posteridad por su perspicacia. No fue difícil convencerle de que había que decretar la cruzada. Las familias se agruparon entonces en una organización secreta…
—El Priorato de Sión.
—Bien, Rodrigo, bien… Las familias ya tenían un candidato para reinar en Jerusalén: nada menos que un descendiente de Cristo, Godofredo de Bouillón.
—¿De Cristo decís?
—No olvidéis que os he dicho que las familias eran todas de origen judío, miembros de la aristocracia y la estirpe real hebrea. La mujer de Cristo a la que vosotros conocéis como María Magdalena, pero que aparece también en los evangelios como María de Betania, la hermana de Lázaro, llegó a costas francesas acompañada por José de Arimatea. Desembarcaron cerca de Marsella y ella llevaba en su seno la semilla de Jesús, un descendiente de la estirpe davídica, de la realeza judía. Los descendientes de Cristo se emparentaron con la nobleza local y crearon una nueva dinastía, los merovingios: los monarcas ungidos. Roma los traicionó y fueron derrocados por los capetos, pero los descendientes de los merovingios, sobre todo varias jóvenes en edad de casarse, entroncaron con los verdugos, nada menos que la estirpe de Carlomagno. Así la Sangre Real llegó hasta nuestros días. Godofredo de Bouillón era un descendiente de los merovingios, un ungido. Vendió todas sus posesiones y se encaminó a la cruzada. El suyo era un viaje sin retorno; o victoria o muerte, no había vuelta atrás. Las familias habían acordado que sería el nuevo Rey de Jerusalén. Afortunadamente, todo salió bien. Se ganó la Ciudad Santa y las familias que lo habían apoyado reclamaron el pago acordado. Querían excavar bajo el Templo, había llegado el momento de juntar los fragmentos del
Manuscrito de Cobre
que había que traducir y hacerse con los tesoros. Godofredo no quiso saber nada del asunto. Las familias lo habían colocado donde estaba y así lo pagaba. Bloqueó el proyecto e hizo partícipe de todo al papa Urbano.
—Ambos murieron entonces, claro.
—Al momento. Las familias se encargaron de ello. Ninguno pudo disfrutar realmente del logro alcanzado. A Godofredo lo sustituyó Balduino, mucho más razonable. Él sí que nos dio permiso para excavar y entonces el Priorato decidió crear la Orden del Temple como tapadera. En aquel momento el más poderoso miembro de las familias era Hugues de Champagne, más rico que el Rey de Francia. Él fue quien sostuvo el proyecto en los primeros años. Lo demás, es una historia conocida por vos.
—¿Y qué hallaron los nueve caballeros en el Templo? ¿Tesoros?
—Algunos, pero los más valiosos no eran el oro, los candelabros…
—¿Las Tablas?
—En efecto, las Tablas de la Ley. En ellas está escrita la ecuación que regula este mundo. Son una fuente de saber eterno. No todo ha sido descifrado, pero tiempo al tiempo. Son un auténtico jeroglífico. La Cábala es la clave para desentrañar su código. De ella surgió nuestro conocimiento físico de este mundo, que es redondo… ¡redondo, Rodrigo! Puedes navegar hacia el este y aparecer meses después por el oeste. Conocemos continentes que los demás ni han soñado, vías de navegación, corrientes favorables… Todo, ¡lo sabemos todo! Sabemos cómo construir un templo para concentrar en él las fuerzas telúricas, conocemos los ritos esotéricos del antiguo Egipto, la Cábala, la gnosis, la vía a la iluminación… y apenas hemos traducido una décima parte de lo que había allí.
—¿Y el Arca?
—Nada. Fue llevada a Roma como la Menorah y suponemos que los visigodos la fundieron para forjar coronas y joyas. Pero lo importante eran las Tablas, que quedaron ocultas bajo el
santasanctórum
.
—Vaya.
—Y hay algo más, el plato fuerte, una nadería, pero a fin de cuentas la baza a nuestro favor que desniveló la balanza: en las galerías del Templo, entre los documentos hallados, se encuentran las pruebas de toda la historia que os he contado sobre Jesús: partidas de nacimiento de Cristo y sus hermanos, su acta de matrimonio, los documentos que demuestran que era un nazareo, un candidato a la corona, la fecha de su defunción… todo. Aquella información nos resultó más valiosa que el oro, mucho más. Nos sirvió para extorsionar a dos papas. No se atreven a meterse con nosotros.
—Entonces las sospechas de Lucca Garesi eran fundadas.
—Totalmente.
—Una conspiración de varios siglos.
—Exacto.
—De mil años… Mil años.
En aquel momento se abrió el portón que daba acceso a las celdas y entró el sargento de nuevo. Abrió la reja y se acercó a Jean para decirle algo al oído. Éste sonrió.
—Vaya, Rodrigo, buenas noticias. Al parecer los daños que vais a causar no van a ser tan cuantiosos como parecía en un principio. Ahora debo irme: os espera una sorpresa.
Arriaga se quedó solo. Fue entonces cuando se dio cuenta de todo. Quizá fue debido a que su destino había sido sellado, a la cercanía de una muerte inevitable y horrible, pero por primera vez reparó en el calado de la investigación que había llevado a cabo. No se trataba de un negocio entre nobles en el que se jugaba el dominio del mundo, no. Era algo más profundo, mucho más. ¿Sería verdad todo lo que Jean de Rossal le había contado sobre Cristo? Ahora entendía por qué no creían en la divinidad de Cristo, por qué negaban a Jesús en el rito de iniciación al Temple. Si aquello era verdad, todo lo que le habían enseñado desde pequeño se desvanecía en el aire, como un sueño. No era una persona excesivamente religiosa pero le reconfortaba la idea de poder reunirse en el cielo con Aurora.
Aurora.
También pensó en la joven Beatrice: había muerto por su culpa. Y en su padre, Luis. Pobre hombre.
¿Sería todo un gran bulo? Jean aseguraba tener pruebas de ello, pero ¿y si se trataba de una burda mentira urdida por las familias? Quizás estaban equivocados. Aunque una cosa era cierta, estaban en poder del
Manuscrito de Cobre
y al parecer habían localizado los tesoros bajo el Templo. ¿Serían sólo una banda de locos o estarían en lo cierto? El comendador dijo que sólo habían descifrado la décima parte de los documentos encontrados bajo el templo. ¡La décima parte! Y sólo con eso eran más ricos de lo que jamás podría ser cualquier Estado europeo. No quiso pensar en el poder que podrían adquirir las familias si algún día se hacían con todos los saberes del Templo, si traducían todos los documentos hallados.
No quería morir. Al menos no hasta que pudiera orientarse, saber si aquello en lo que había creído era verdad. Sintió miedo de verdad por primera vez en mucho tiempo. Miedo a la muerte, al dolor, a la tortura. Le odiaban.
Intentó buscar algún resquicio, alguna fisura en el discurso de Jean, necesitaba hallar un punto débil que al menos le proporcionara una buena baza.
Ellos lo sabían todo, hasta se habían enterado de que Tomás había hecho una copia de su libro de notas. Era obvio que sabían que uno de los volúmenes había quedado en casa de Silvio de Agrigento y buscaban el otro. Era una prueba de todo lo ocurrido. Debía de ser vital para ellos localizarlo.
Siguió pensando, necesitaba hallar algo que él supiera y ellos ignoraran pero no dio con ello. Se quedó dormido.
La luz del sol que entraba por un ventanuco lo despertó a la mañana siguiente. El carcelero vino y le dio unas gachas casi imposibles de tragar aunque tenía hambre.
Cuando terminó de comer dejó la escudilla en el suelo y la observó con la mirada perdida. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de la celda. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?
Entonces reparó en un pequeño detalle. A veces una simple tontería te salva o te cuesta la vida. En el oficio de espía una palabra a destiempo, una frase, un simple gesto, te pueden descubrir. Por eso era siempre tan minucioso repasando los hechos. Y había dado con un detalle que, aunque nimio, no debía ser despreciado: Jean, al igual que su padre y André de Montbard, creían que él había matado a Robert Saint Claire. Sólo él sabía que no había sido así. ¿Le serviría de algo?
En ese momento se abrió el portón y oyó ruido de pasos. Dos guardias cruzaron frente a la reja llevando a una suerte de guiñapo en volandas. Reconoció el jubón granate de Tomás.
—¡Dios! —exclamó desesperado.
El joven debía de estar inconsciente porque no respondió a las llamadas de Rodrigo cuando los carceleros los dejaron a solas. Gritó y gritó para que su amigo le oyera desde su celda, y al final pudo oír:
—¿Rodrigo?
—Sí, soy yo.
—¿Estáis herido?
—Me duele todo el cuerpo, me dieron una paliza.
—¿Puedes acercarte a la reja de tu celda? Yo estoy encadenado al muro.
—Yo también.
—Tomás… ¿y Toribio?
Silencio.
—¿Tomás?
Escuchó un sollozo, quizá una queja.
—Nos estaban esperando. Cuando llegamos a vuestras tierras y entramos en vuestra casa no vimos nada. Fuimos a la de Matías y Eufrasia. Los habían degollado en la cama. Intentamos salir de allí pero surgieron cuatro esbirros de no sé dónde. Era una pelea desigual. Tres fueron a por Toribio y uno me atacó a mí. Hice lo que pude pero no soy bueno con la espada y me desarmó. Toribio peleó como un bravo, vi caer a uno de ellos pero los otros dos lo ensartaron al unísono. Estaba muerto antes de llegar al suelo. Se pusieron furiosos por lo de su compañero. Eran templarios disfrazados de campesinos. Me tiraron al suelo y me patearon hasta que me desmayé.
—Lo siento, Tomás.
—Fue culpa mía —dijo el crío, que comenzó a sollozar.
Quedaron de nuevo en silencio. Rodrigo le oía respirar con dificultad. Seguro que tendría rota alguna costilla.
—Y ahora ¿qué? ¿Van a matarnos, Rodrigo?
—Me temo que sí, hijo.
—No quiero morir… soy joven… ¡ni siquiera sé lo que es estar con una mujer!
—¡Tranquilo, hijo, sé fuerte!
Otro largo silencio.
—¿Nos torturarán?
Rodrigo no quería contestar. Entonces pensó algo:
—Mira, hijo, hay una posibilidad para ti. Podemos negociar con ellos para que no te hagan daño… déjame a mí.
—¿Cómo?
—¿Dónde escondiste el libro?
—Está en lugar seguro.
—Bien hecho, pero ellos lo quieren, lo necesitan. ¿Dónde está?
—No os lo diré. Si lo sabéis os torturarán y si se lo damos, nos matarán.
—Me torturarán igualmente, pero si me dices dónde está podré negociar y salvarte la vida. Me quieren a mí, ¿entiendes?
El joven comenzó a toser.
—¡Tomás! ¡Tomás! ¿Me oyes?
Nada.
Pensó que debía de haberse desmayado. Rodrigo se sintió morir. ¿Qué iba a hacer? Muchas veces había pensado en la posibilidad de caer en manos del enemigo y ser torturado, era algo natural en su oficio, pero ahora, ante la inminencia del más atroz de los sufrimientos, se sintió desfallecer. Quizá él podría aguantar pero… ¿y Tomás?
Era entrada la noche cuando Jean llegó acompañado por dos tipos de aspecto fiero.
«Ya están aquí», pensó Arriaga.
Jean entró solo en la celda.
—El libro —dijo.
Rodrigo suspiró, no podía decirle que Tomás no había querido contarle dónde estaba la copia que faltaba.
—No sé dónde está, Jean, de veras.
—Voy a disfrutar con esto, ciertamente…
Salió de la celda y fueron donde Tomás. Vio que traían un brasero. El crío lloraba, suplicaba. Entonces comenzó a oír el sonido de los golpes sordos sobre el cuerpo adolescente de Tomás y sus gritos de dolor.
—Dadme el hierro —ordenó Jean.
El inconfundible siseo y el olor de la carne quemada coincidieron con el aullido del crío. Luego vino otro, y otro.
—¡Díselo, Tomás! ¡Díselo! —gritó Rodrigo.
Sólo se escuchaban los alaridos del joven hasta que Arriaga tuvo que taparse los oídos para no oír. Cuando los torturadores se fueron intentó hacer razonar a Tomás, pero éste no contestaba. Debía de estar inconsciente.
Volvieron por la noche. Rodrigo perdió la noción del tiempo, que pasaba muy lentamente. Le hubiera gustado estar en el lugar de Tomás: era una víctima inocente y Jean sabía que hacía mucho más daño a Arriaga torturando al joven. De vez en cuando se asomaba y le preguntaba por el paradero del libro. No quiso escuchar las súplicas de Arriaga, no lo creyó cuando le repitió llorando que él no lo sabía, que dejaran al chico, que hablaría con él. Sabía que llegaba un momento en que un torturado perdía el control sobre su propia mente, un punto sin retorno en el que sólo se murmuran incoherencias. Era de madrugada cuando Jean entró en su celda. Llevaba el hábito manchado de sangre.
—Ha muerto —dijo sonriendo.
—Hijo de puta.
—Me voy a dormir, estoy cansado. Mañana os toca a vos. Disfrutaré de veras. Sois más fuerte que ese chiquillo. Me duraréis más.
—¿Cómo habéis podido hacerlo?
—La culpa es vuestra. Vos lo metisteis en este negocio.
—Yo no, fue su amo, Silvio de Agrigento. Era su criado. Ahora sé por qué la gente del valle de Chevreuse os odia tanto.