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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

El tesoro de los nazareos (31 page)

BOOK: El tesoro de los nazareos
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—¿Cómo lo habéis hecho? Debo confesar que no creía que pudierais conseguirlo.

—No ha sido una experiencia agradable, creedme. Es una vieja receta que me preparó un médico árabe en Toledo. Hace muchos años de aquello y me costó una verdadera fortuna. Según decía él, el polvo que ingerí este amanecer y que produce una muerte aparente, capaz de confundir a cualquier médico, fue ingerido por Jesucristo para engañar a los romanos y que le bajaran de la cruz. Como veis estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de blasfemias… pero el caso es que es efectivo.

—¿Y qué contiene?

—Nunca me reveló la receta exacta pero sé que hay huesos de animales, algunos venenos de serpientes del África y una toxina de un pez traído de más allá de la India, el pez globo.

—Nunca oí hablar de él.

—No os acostaréis sin aprender algo nuevo. ¿Qué veneno había en mi copa?

Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Él sonrió. Lorena miró la bandeja. Comprendió.

—Sois bueno —dijo—. Habéis girado la bandeja y he bebido…

—Era evidente que no os interesaba dejarme vivo.

—Bastardo —repuso Lorena.

Entonces se dobló, atravesada por un profundo dolor.

—Es por Beatrice. Mi venganza.

Ella levantó la vista y lo miró implorante.

—Parece doloroso. Sólo tendréis la muerte que me habíais preparado —dijo él—. Beatrice era una joven inocente, trabajaba en la posada de su padre y no sabía de estas conspiraciones. No debíais haberla matado. Sé que ahora os arrepentís.

Comenzó a registrar la habitación ajeno a la agonía de Lorena, que emitía pequeños gemidos de dolor.

—¡Aquí! —dijo Rodrigo sacando una llave de un pequeño arcón—. ¡Fantástico!

Entonces se acercó a ella, que yacía junto a una cortina, moribunda; un hilillo de sangre resbalaba de su boca y caía hacia un lado de su bello rostro. Se arrodilló junto a aquella pérfida mujer y le dijo al oído:

—Ah, se me olvidaba… Yo no maté a Robert, murió de manera natural. Os mentí.

—Hijo… de… puta… —le pareció oír que murmuraba mientras él abandonaba la cálida estancia.

Salió al exterior y bajó al patio. Tenía que darse prisa. Llegó a la muralla norte y luego a los calabozos. No había nadie de guardia, pues ya no quedaba allí preso alguno. Sacó la llave de Lorena y abrió la puerta que daba acceso al recinto secreto. Escaparía desde allí por el túnel que llevaba a la iglesia del pueblo. Cuando iluminó la pequeña estancia con la antorcha que portaba, quedó boquiabierto, pues estaba repleta de papeles, cajas y pergaminos.

El tesoro. El legado. Tenía que salir de allí a toda prisa si quería alcanzar a Jean de Rossal. Sólo había un pensamiento en su mente: venganza.

A pesar de ello no pudo evitar que la curiosidad lo hiciera detenerse un momento. Allí estaban los miles de documentos que el Temple había hallado bajo la mezquita de Al-Aqsa. Aquellos papeles les harían invencibles, conocerían secretos, armas, que les harían imponerse a toda la humanidad. Los odiaba. Habían matado a Tomás, a Toribio, a Beatrice…

Había miles de pergaminos, cajas añosas a punto de reventar con papiros en hebreo. El tesoro. Los secretos de una cultura antigua que se perdía en el tiempo, cuando los hombres veían la cara de Dios. La cara de Dios.

¿Podría hacerle llegar un mensaje al sustituto de Agrigento?

Imposible.

Además, aunque lo consiguiera, aquellos desalmados cambiarían el tesoro de sitio antes de que Roma pudiera hacerse con él.

Reparó en una caja de mayor tamaño. Tomó una lámpara de aceite de la pared y la colocó junto al cofre. La encendió. La caja era de roble y estaba adornada con pan de oro en los lados. Era pesada y apenas pudo moverla, pese a que no era demasiado grande. En aquella caja habían guardado las tablas, sin duda. En ausencia del Arca, aquel era el continente de las losas sagradas. La forzó haciendo palanca con la espada y fue sacando unos pesados volúmenes que había dentro, para hallar una bolsa aterciopelada que contenía algo pesado. La extrajo y se dispuso a abrirla.

—Aquí hay luz. ¡Venid! —exclamó una voz desde la galería de los calabozos.

Cuando se dio cuenta tenía a un templario tras de sí. No lo conocía. Sería nuevo en la encomienda. Rodrigo se dio prisa, golpeó el rostro del otro con la guarda de la espada y empujó la puerta, cerrándola de golpe.

—¡La llave, la llave! —escuchó decir al otro lado.

El joven templario que había entrado en el cuarto acertó a levantarse y lo atacó con su daga. Arriaga lo atravesó de parte a parte con su espada y el otro se dobló como un junco apoyándose sobre él. Estaba muerto.

Le costó zafarse de su abrazo, así que le empujó con fuerza sacándole el hierro del cuerpo. El templario cayó con estrépito sobre el arcón reventando la lámpara de aceite. Su cuerpo y sus ropas prendieron como una tea. La inmensa caja que había contenido las tablas comenzó a arder y los pergaminos adyacentes se incendiaron inundándolo todo con mil lenguas de fuego. El sonido de la llave girando en la cerradura le hizo volverse, la puerta se abrió y vio cómo un pie y una mano se asomaban. Volcó unas cajas obstaculizando el portón. Detrás de él la estancia ardía. Tenía que salir de allí cuanto antes. Arrojó su antorcha a las cajas que obstaculizaban el paso tras la puerta y, esquivando las enormes llamas del arcón, huyó por el pasadizo. Volvió a por la bolsa de terciopelo.

—¡Se queman los pergaminos, se queman! ¡Agua, por Dios, traed agua! —escuchó gritar tras la puerta.

El enorme resplandor que dejó tras de sí le hizo saber que aquella sabiduría robada del Templo se perdía para siempre. Debía darse prisa o le alcanzarían antes de salir de la iglesia del pueblo. Al menos el fuego los mantendría ocupados. Salió de la iglesia caminando junto a los muros, entre callejones. Nada. Ganó la oscuridad de los huertos, luego el bosque, y corrió hasta el pueblo más cercano, Saint Remi. Allí despertó al posadero, que al ver un sueldo de oro le ensilló su mejor caballo: un potro negro y brioso con el que voló hacia La Rochelle en mitad de la noche.

Consumatum est
[18]

No le costó trabajo encontrar el rastro de Jean y los cuatro sargentos que le servían de escolta. Gracias a la bolsa de monedas siguió su camino, basándose en la información obtenida en dos posadas. Más adelante los leyó en el barro: había seis monturas. Jean llevaba dos caballos, uno para sí y el otro cargado con sus pertrechos. Los halló a media jornada del puerto de La Rochelle, acampados en mitad de un bosquecillo, en un claro. Estaban arrebujados bajo sus mantas alrededor de un fuego. Era noche cerrada.

—Mañana saldremos a primera hora —dijo De Rossal—. El barco parte a mediodía y no quiero llegar tarde. Nadie me conoce allí y no querría comenzar el viaje dando una mala impresión.

Dejaron a uno de los sargentos de guardia mientras que los demás se acurrucaban a dormir. Rodrigo decidió esperar.

Una sombra surgió de entre la maleza y pasó junto al vigía, que cabeceaba al calor de la hoguera. Éste se desplomó degollado. Uno de los sargentos abrió los ojos y se vio frente a un rostro demoníaco que desapareció de pronto.

—¡El muerto, el muerto! —gritó despertando a los demás.

El fuego lanzó entonces una suerte de explosión, una llamarada inesperada que lo llevó hasta el cielo.

Los tres sargentos dieron un paso atrás horrorizados.

—¡Brujería! ¡El fantasma!

—¿Qué decís? —gritó Jean malhumorado.

—¡Ese Arriaga! ¡Lo he visto! Junto a mí, ahí… me ha susurrado «¡Vais a morir!».

Jean miró a su alrededor conmocionado. El vigía se desangraba luchando por respirar. Los sargentos comenzaron a recular. Uno de ellos alzó el índice y dijo:

—¡Mirad!

Unas extrañas luces comenzaron a encenderse frente a ellos en el bosque.

—Es Arriaga —dijo el sargento más joven—. Yo lo escuché, en el calabozo, juró que se vengaría. Ha vuelto desde la muerte a por vos.

—¡No seáis ignorantes! —gritó Jean tomando su cinto del suelo y desenvainando la espada. Entonces se oyó el zumbido de una saeta que surgió de la oscuridad para clavarse en la frente de uno de los sargentos. Antes de que pudiera darse cuenta Jean, los dos soldados restantes huyeron monte a través gritando:

—¡Es su fantasma! ¡Es su fantasma!

Al momento, una figura andrajosa se perfiló delante de la hoguera. Portaba la espada delante de sí, sujeta con las dos manos, y tenía las piernas abiertas, en posición de combate.

—¡Lo veo y no lo creo! —dijo Jean—. ¡Maldito y taimado hijo de puta!

La aparición se acercó lentamente. De Rossal volvió a hablar:

—Claro, el cuerpo que se estrelló contra las rocas era el del otro preso, el timador. Esa perra os ayudó… Debí suponerlo… Es igual, os alcanzarán. La orden es poderosa y poseemos encomiendas en todas partes.

—Vais a morir —dijo Rodrigo—. Como Lorena Saint Claire, vuestro padre o André de Montbard. Y disfrutaré haciéndolo.

Jean quedó perplejo ante aquellas noticias, como el que encaja un golpe.

—Vamos, vamos —contestó el comendador de Chevreuse bajando su espada y apoyándola en el suelo—. Los dos sabemos que éste es un combate desigual. No peso ni la mitad que vos, sois soldado y mi cargo, puramente administrativo, me ha impedido entrenarme en los últimos cinco años…

—¿Y?

—Que no mataréis a un hombre que no va a luchar con vos.

—Creéis conocerme muy bien.

—Por eso os amaba, amigo.

—Hijo de puta.

Estaban situados frente a frente. Rodrigo quedó mirando a su viejo camarada. Parecía cansado, muy cansado. No era la clase de hombre que mata a un tipo indefenso. Entonces se giró y justo cuando parecía que iba a alejarse dio la vuelta lanzando un mandoble de revés que seccionó de golpe la cabeza de Jean de Rossal. La testa del templario rodó por el suelo golpeando la tierra con un ruido sordo que lo transportó al pasado. La detuvo pisándola con el pie y entonces se fijó en el cuerpo de Jean boca abajo. Una mano a la espalda escondía la daga traicionera que iba a utilizar contra él.


Consumatum est
—dijo satisfecho.

Entonces pensó. ¿A dónde iría? No podía ir hacia Roma, tenía que recorrer el camino hacia atrás y era evidente que de aquella dirección vendrían partidas en su busca. ¿A París? Imposible. Allí el Temple le encontraría enseguida. A sus tierras de Benasque no podía ni acercarse. El Temple estaba en todas partes. Ni luchando contra el moro en Aragón y Castilla lograría deshacerse de ellos, lo perseguirían sin descanso toda la vida, como sabuesos que hallan el rastro de una presa y no se rinden hasta verla muerta.

«El Temple está en todas partes», pensó otra vez.

¿En todas?

Las palabras de Jean de Rossal junto al fuego vinieron a su memoria: «El barco parte al mediodía y no quiero llegar tarde. Nadie me conoce allí y no querría comenzar el viaje dando una mala impresión».

Se encaminó hacia el equipaje del muerto.

Llegó a La Rochelle poco antes del mediodía y encaminó su caballo directamente hacia el puerto. Una vez allí, no le resultó difícil encontrar la enorme embarcación.

Bethania
se llamaba aquel barco inmenso, de recia madera negra, como un fantasma oscuro, fuerte, con cuatro palos e inmenso velamen. Era aún más grande que las otras dos naves que surcaban el Atlántico hacia las tierras ignotas del oeste. Aquel barco no tenía remos a babor y estribor, sólo navegaba a vela. Su casco era colosal y se hundía en gran medida bajo el agua. No era una embarcación tan marinera como una galera, pero estaba diseñada para atravesar las frías y revueltas aguas del océano cubriendo amplias distancias. A su lado permanecían ancladas
La Madeleine
y
La Petite Marie
, ambas embarcaciones templarías que, aun siendo más pequeñas, eran el mismo tipo de nave que la
Bethania
, una nueva clase que llamaban galeón.

Rodrigo, que se había cortado el pelo a la manera militar con su cuchillo, se presentó ante el capitán vestido de templario y mostrando la credencial de Jean de Rossal.

Bernard, el hombre al mando de la nave, al igual que los capitanes de las otras dos naves, era un templario. La orden se había encargado de bragarlos, a ellos y a sus tripulaciones, pues no podían confiar en gente ajena al Temple y por ello las tripulaciones de aquellos tres grandes barcos estaban integradas por armigueros, sargentos y caballeros de la orden. Rodrigo supo por su capitán que en cada barco viajaban siete caballeros y que él, Jean de Rossal, estaba al frente de la expedición. Entonces se presentó a bordo el capitán de
La Madeleine
disculpando a su colega de
La Petite Marie
, Antoine Vallat, que se hallaba indispuesto. Según supo Rodrigo era un viejo conocido de Jean de Rossal que deseaba verlo lo antes posible y le pedía excusas por no haberse podido presentar al tener suelto el estómago. Rodrigo ordenó que las naves partieran de inmediato pese a que su capitán aconsejaba esperar a que mejorara el tiempo. No podía permitirse un encuentro con Antoine Vallat. Le descubrirían.

Durante los días siguientes pensó en su situación. Nadie conocía a Jean a bordo, así que hasta que llegaran a su destino podía estar tranquilo. Maduró su plan. Al llegar, ordenaría que la
Bethania
desembarcara primero. Así se aseguraría poder escapar antes de que ese tal Vallat pusiera el pie en tierra firme. ¿Cómo serían aquellas tierras? ¿Podría perderse en ellas y sobrevivir? ¿Hallaría a aquellos salvajes de los que le habló Alonso Contreras?

Después de trece días de navegación llegó la calma: una total ausencia de viento, una tranquilidad que aflojó las velas y detuvo el avance de los barcos. Una mañana escuchó voces al despertar, se levantó frotándose los ojos y cuando salió de su camarote se dio de bruces con un tipo que resultó ser Antoine Vallat. Aprovechando la calma chicha, se había acercado en un bote a saludar al jefe de la expedición.

—Éste no es Jean de Rossal —dijo.

Rodrigo no tuvo tiempo de reaccionar. ¿A dónde iba a ir? ¿Cómo escapar en medio de un barco?

Rápidamente se vio rodeado. Alzó los brazos mostrando a las claras que se entregaba.

—¿Quién sois entonces?

—Me llamo Rodrigo Arriaga. Dadme un vaso de vino y os contaré.

Había llegado bastante lejos pero supo que su aventura terminaba allí. Era obvio que iban a torturarle para saber qué había hecho con Jean de Rossal, así que se lo contó todo. El capitán y Vallat se miraron cuando Rodrigo les relató lo ocurrido. Sin duda, Arriaga era una buena captura. Aquello les haría progresar en la orden. Rodrigo pensó que al menos faltaba más de un mes para la vuelta; quizá podría escapar al tocar tierra, de no ser así se quitaría la vida antes de que lo llevaran de nuevo a Francia. Quedó recluido en la bodega, hacia la proa, en un pequeño hueco que quedaba delante de los caballos, que habían introducido allí abriendo la tripa del barco y sellándola con brea.

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