—Dicen que sigue obsesionado con encontrarme para matarme por haber deshonrado a su hija. No fue así. Yo iba a casarme con ella, pero…
—Vuestro señor se interpuso en vuestro camino.
—Así fue.
—Se rumoreaba que bebía los vientos por vos, aunque bien es verdad que se desahogaba con jóvenes más tiernos.
—Al principio, no tuvo un mal gesto conmigo —repuso Arriaga—. Ni se me insinuó, aunque, la verdad, yo sabía de los rumores que corrían sobre mí y notaba que me tenía en muy alta estima. Debí sospecharlo. Nunca pensé que estuviera tan obsesionado con…
—Cuando supo lo de Aurora no pudo soportarlo y mandó que la eliminaran, ¿no?
Rodrigo asintió:
—Los dos esbirros que hicieron el trabajo están muertos. Y sufrieron de veras, creedme. Me encargué de ello personalmente.
—Pero un rey es demasiado, incluso para vos. Tuvisteis que huir. Se os acusó de sodomita y eso se pena con la muerte.
—Sí, torturaron e hicieron confesar a un zagal, de los que frecuentaba mi señor, que había yacido conmigo…
—Una infamia.
—Claro. Tuve que huir. Mi señor sabía que tenía que deshacerse de mí o de lo contrario lo mataría, por eso urdió la falsa acusación de sodomía y lanzó a sus perros tras mi rastro. Me costó trabajo cambiar de piel.
—Pero, según se dice, os veneraba. ¿No intentó…?
—Cuando supo lo de Aurora estábamos camino de Granada. Mandó matarla por celos; me quería para él. Me lancé a darle muerte pero me frenaron. Hizo que me ataran para hablar conmigo a solas. Me juró amor eterno. Él sabía que yo no compartía sus gustos pero creyó que Aurora era algo pasajero, y cuando supo lo de su embarazo se volvió loco.
—Y vos huisteis de allí, desertasteis.
—Sí, claro. Cuando llegué me encontré con que la habían enterrado como a un perro, sin una mala oración. Luego vinieron los alguaciles a por mí, el padre de ella también me buscaba y tuve que huir. Cuando murió el rey Alfonso lo sentí de veras: hubiera querido matarlo con mis propias manos.
—No me gustaría teneros por enemigo.
—No es para tanto, dómine. Y ahora decidme, ¿cómo me habéis encontrado? ¿Quién podía saber que me hallaba en un lugar tan recóndito?
—Sabed, buen hombre, que los servicios que prestasteis a la Corona de Aragón aún se recuerdan con cariño y admiración. Un buen servidor de Nuestra Santa Madre Iglesia nos ayudó a dar con vuestro paradero.
—¿Quién?
—Su Majestad don Ramiro, al que vosotros llamáis
el Monje
por su condición de eclesiástico.
—¿Don Ramiro sabía que yo estaba…?
—Los curas lo sabemos todo, hijo mío. Tenemos sacerdotes, frailes y monjas situados a lo largo y ancho de este mundo de Dios. Hasta la más remota aldea cuenta con algún servidor de Cristo. Esa red, bien utilizada, es el mejor servicio de espías que ha conocido la humanidad.
—¿Y no mandó a sus hombres a prenderme?
—Digamos que no compartía los vicios de su hermano. Don Ramiro es hombre virtuoso y, al parecer, quiso hacer la vista gorda y dejaros vivir en paz.
—Pero vos no, claro.
—Esto os debe de resultar muy aburrido. Un hombre de vuestra valía enterrado en vida en este paraje.
—Soy feliz aquí. Al menos todo lo que yo podría esperar. Me agrada este lugar y tengo tiempo para reflexionar y encontrarme a mí mismo.
—Si vos cumplierais una misión yo os podría ofrecer lo que más queréis.
—¿Y qué es lo que más quiero? —respondió Arriaga algo intrigado.
—Recuperar vuestra vida. La Iglesia estudiaría de nuevo vuestro caso y se os absolvería del delito por el que se os condenó.
Rodrigo rio socarrón.
—¡Cómo se nota que no me conocéis, dómine! Eso me importa un bledo.
—No me habéis dejado terminar. Lo que más queréis… la Iglesia reabriría el caso de Aurora, vuestra amada. Se declararía públicamente que no se arrojó de la torre sino que fue asesinada; se restauraría su buen nombre. Pensad: la enterrarían en sagrado.
Arriaga puso, en efecto, cara de pensarlo. El de Agrigento aprovechó para insistir:
—Mirad, Rodrigo, volveríais a ser vos, vuestra Aurora descansaría como merece, su padre os lo agradecería, el hijo vuestro que llevaba en las entrañas, también. Es un buen arreglo para vos. El rey Ramiro está de acuerdo.
—¿Y si dijera que no?
—El Rey me aseguró que no lo haríais, pero me consta que eso le desagradaría mucho. Me temo que tendríais que huir, a ser posible en cuanto terminara esta conversación. No debéis temer nada por nuestra parte, pero el monarca aragonés… Pensadlo bien: en este momento vuestra amada arde en el infierno. No se le administró sacramento alguno y yace en tierra no consagrada. Vuestro hijo, la criatura que anidaba en sus entrañas, estará en el limbo. Vos podéis acabar con los sufrimientos de ambos. Si os hacéis cargo de esta misión tened la certeza de que se harán públicos los nombres de los sicarios que arrojaron a vuestra amada de la torre, se exhumará el cadáver, se le administrarán los últimos sacramentos, se restituirá su buen nombre y el de su familia y se la enterrará en sagrado. Ella y el niño irán al cielo. Tenedlo en cuenta.
El anfitrión quedó un rato en silencio, pensando. Era obvio que le torturaba la idea de que su amada estuviera en aquel mismo momento ardiendo en el infierno.
Entonces Rodrigo Arriaga se levantó, abrió la puerta y ordenó a su ama que preparara algo de cena. Después volvió a la mesa y tras servirse un buen vaso de vino dijo:
—¿De qué se trata?
La Eufrasia entró en la estancia sirviendo un capón asado con verduras cuyo aroma hizo estremecer el malparado estómago de Silvio de Agrigento. Una vez que la sirvienta salió de la estancia, el anfitrión hizo los honores y el cura comenzó a hablar entre bocado y bocado:
—¿Sabéis qué es el Temple? —preguntó.
—Pues claro, es una orden militar. Goza del favor del pueblo, los he visto en la tierra de mi madre, el Languedoc, donde han conseguido muchas adhesiones en poco tiempo, la verdad.
—Sí, han progresado mucho en apenas veinte años. ¿No conocéis a ningún templario?
—No, no conozco a ninguno personalmente.
—¿Os suena el nombre de Jean de Rossal?
—Claro —respondió sonriente Arriaga—, fue mi compañero de estudios. Crecimos juntos.
—¿Habéis mantenido contacto durante todos estos años?
—Sí, hasta que tuve que esconderme. Nos escribíamos a veces y en una ocasión vino a verme a las tierras de mi padre. Hace tiempo que le perdí la pista.
—Bien, bien. Eso está bien.
—¿Qué ha hecho mi buen amigo que importuna a la Iglesia?
—Él, nada. Su padre, Jacques de Rossal, de Flandes, es uno de los nueve caballeros que fundaron la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, los templarios.
—Que hace unos años vuestro amigo profesó en dicha milicia. Está al mando de una pequeña encomienda no muy lejos de París. Vuestra cercanía a él nos puede resultar extremadamente útil.
—Vaya, cuando era joven era bastante mundano. Me sorprende. No me lo imagino como un monje guerrero de costumbres ascéticas.
—No creáis todo lo que se dice sobre los caballeros templarios.
—Parece que no les queréis bien.
—No tengo nada en contra de ellos.
—Salvo…
—Salvo que es muy probable que mi señor, el cardenal Garesi, termine siendo Papa. Eso sucederá cuando Nuestro Sagrado Hacedor llame a su lado a nuestro querido Inocencio, claro, pero para ello se hace necesario que se cumpla un pequeño detalle.
Un silencio se hizo entre los dos hombres.
—Y bien, ¿cuál es? —dijo el aragonés.
—Que la Santa Madre Iglesia siga existiendo.
—¡¿Cómo?!
—Oís bien. Nos tememos que una oscura conspiración se cierne sobre la Obra de Dios.
—¿Y pensáis que los templarios…? —Silvio de Agrigento asintió—. No digáis tonterías, dómine. Nuestra Iglesia ha pervivido durante mil cien años, sobrevivió a la persecución de los césares, al fin del milenio, a las ansias del emperador de Germania y de los reyes de Francia. ¿Cómo van los templarios a amenazar su continuidad?
—El asunto es serio. Escuchad con atención.
Arriaga sirvió dos vasos de vino y aguardó expectante a que su interlocutor comenzara a hablar.
—Desde hace un tiempo hemos venido notando movimientos un tanto… extraños. Mirad, hacia el año 1120, nueve caballeros fundaron el Temple de Jerusalén.
—¿Y?
—Que lo hicieron al amparo del monarca de dicha ciudad, Balduino II, y éste los alojó en sus propios aposentos, en una parte de la mezquita de Al-Aqsa, en lo que anteriormente fue el Templo de Salomón, de ahí que se les llame templarios. Allí hay unas caballerizas enormes bajo las cuales deben de estar las ruinas del templo de los judíos. Oficialmente, su propósito era proteger a los peregrinos de Tierra Santa, vigilar los caminos y defender a los necesitados de los ataques de esos malditos musulmanes, a los que Dios confunda.
—Me parece loable.
—¿Con nueve caballeros? ¿Sabéis de la extensión de aquellas tierras?
—He visto caballeros que tenían a su servicio a más de tres mil hombres.
—Ya, de acuerdo —repuso el clérigo—. Pero ¿sabéis lo que hicieron estos nueve hombres durante nueve años? ¿Acaso pensáis que se dedicaron a salir por los caminos a tragar polvo y luchar por los desposeídos? No, querido amigo, no. Pasaron casi nueve años excavando bajo las citadas caballerizas, las que hay sobre el templo; sabed que esas cuadras son inmensas, pueden albergar más de tres mil bestias.
—¿Excavando para qué?
—Es un misterio. Además, durante esos nueve años no aceptaron nuevos miembros. ¿No hubiera sido más lógico acoger a todos aquellos caballeros que quisieran profesar para hacer la guerra de Dios como hacen las otras órdenes?
—Sí, eso es raro.
—Aún hay más. De pronto, a los nueve años de haber comenzado a excavar, cambiaron su comportamiento. El jefe de este grupo, un tal Hugues de Payns, viajó a Occidente acompañado de cinco caballeros. Visitaron a Bernardo de Claraval buscando su apoyo, querían que les diera legitimidad. Lo consiguieron. Más tarde De Payns acudió a visitar al Papa, que lo recibió con honores. ¡Ya veis! ¡A una orden integrada por nueve hombres! Aquello parecía más un negocio particular que una orden militar. El caso es que en aquel momento ocurrió algo extraño: el actual Papa (por aquellos días un cardenal de futuro prometedor) y su mano derecha, mi señor, el ilustrísimo Lucca Garesi, servían a Honorio II, el pontífice en aquellos azarosos tiempos. Hugues de Payns venía recomendado por Bernardo de Claraval, el joven y prometedor abad que comenzaba a influir en toda la cristiandad. Entonces, Honorio hizo salir a todo el mundo para poder hablar a solas con el noble franco. Durante la conversación se escucharon voces y gritos; Hugues de Payns habló altaneramente al Pontífice; no se oyó lo que le decía pero el tono no era el correcto, en eso coincide todo el mundo. Cuando el De Payns se fue acompañado por sus cinco caballeros, Honorio II se encerró sin querer hablar con nadie y tras unos días convocó a toda prisa un concilio y reconoció a la orden oficialmente. Según me contó mi señor, todos veían con buenos ojos el que unos caballeros lo abandonaran todo para defender los Santos Lugares, así que no extrañó demasiado que el Papa les otorgara su favor. Hasta aquí el negocio no es tan raro, pero, de pronto, los nueve templarios cambiaron de táctica y aceptaron nuevos freires en la orden. Hugues de Payns recorrió Europa y las adhesiones se contaron por cientos; especialmente entre gente noble que donaba sus posesiones a la orden. Volvió a Palestina con más de trescientos caballeros. Florecieron en apenas unos años. Así, estos monjes que también son soldados han ido progresando de manera espectacular hasta que, hace cosa de un año, su Gran Maestre, el sustituto de De Payns…
—Ese Hugues, ¿ya no es el mandamás?
—Murió hace tres años.
—Entendido.
—Lo sustituyó un tal Robert de Craon. Bien, pues decía que este nuevo Gran Maestre de la orden visitó a Su Santidad hará cosa de año y medio y, una vez más, fue recibido a solas por el Sumo Pontífice; en este caso nuestro actual Santo Padre Inocencio II. Nada ha trascendido de la reunión pero mi señor, Lucca Garesi, y un servidor comprobamos horrorizados que Inocencio se acostaba sin cenar. Esa noche sufrió un ataque de fiebre que lo tuvo sumido entre delirios varios días. En cuanto se halló repuesto encargó una bula que fue promulgada de inmediato:
Onme datum Optimi
. Esta bula es la carta magna de la orden. En ella, Inocencio II libera al Temple de toda sujeción a la autoridad eclesiástica, excepto la del Papa, y concede además otros importantes privilegios que han escandalizado al resto de órdenes y a la Iglesia toda.
—¿Privilegios? ¿Cómo cuáles?
—En primer lugar se les permite conservar el botín tomado a los sarracenos.
—Me parece razonable.
—La orden se sitúa bajo la tutela exclusiva de la Santa Sede, de forma que únicamente depende de la autoridad del Papa. O sea, que estos freires no responderán de sus actos ante sus superiores; ni ante obispos, ni ante cardenales. Sólo el Papa tendrá autoridad sobre ellos.
—Ciertamente, eso sí es un privilegio.
—Y no pequeño, Arriaga, y no pequeño. Y además, por si esto fuera poco, la bula prohíbe modificar «la regla». Solamente el maestre, con la venia del capítulo, ostentará esa facultad; prohíbe que se exija a la orden ningún tipo de servicio u homenaje feudal; prohíbe que los que abandonan el Temple sean admitidos en otras órdenes salvo con la autorización del maestre o del capítulo; confirma la exención de diezmos y el disfrute de los recibidos y les autoriza a tener a sus propios capellanes, quienes quedarían fuera de toda jurisdicción diocesana.
—No está mal.
—Nunca, repito, nunca, ninguna orden ni congregación dentro de la Iglesia ha tenido privilegios tales, y menos una orden con apenas veinte años de existencia. ¿Os parece normal?
—No. ¿Y qué pensáis de ello?
—Mi señor, y yo mismo, creemos que estos bribones han extorsionado al Papa.
Arriaga prorrumpió en una estruendosa carcajada.
—No os riáis. Todo apunta a que así ha sido.
—El Papa podría haberlos detenido en ese caso.
—¿Y si saben algo, digamos, trascendental?
—¿Como qué?
—No tenemos ni idea. Su Santidad no suelta prenda. Algo debieron de hallar en las ruinas del Templo de Salomón.