—¿Me dirás ahora por qué mi padre y tú hicisteis esas gafas?
Ya comenzaba a sentirse mejor, tenía la cabeza más despejada, como si hubiese estado durmiendo durante media hora.
Jenny volvió a sentarse a su lado.
—Las gafas son importantes sólo por una cosa: lo que está grabado en la lente derecha. —Las cogió de la mesa como si fuesen las joyas de la corona—. También es la razón de que nos hayamos arriesgado a venir aquí.
Sin añadir nada más, Jenny se levantó y él la siguió a través del sótano hasta una puerta de madera contrachapada en la que no había reparado antes. Ella la abrió y Bravo se encontró en un pequeño y estrecho laboratorio lleno de aparatos desconocidos para él.
—¿Es aquí donde puliste esas lentes?
Jenny asintió y se acomodó en un taburete alto sin respaldo.
—Ninguna óptica tendría la maquinaria necesaria. —Acercó un flexo y lo encendió; una brillante luz iluminó la mesa de trabajo. Luego apoyó la mano sobre una máquina de metal cuadrada que para él tenía el aspecto de una cortadora de carne—. Es una esmeriladora muy especial; la diseñé yo misma.
—Lo que no alcanzo a entender —dijo Bravo— es, si tú puliste las lentes de las gafas, ¿por qué no puedes decirme lo que hay grabado en ellas?
Jenny le sonrió con expresión socarrona.
—Yo pulí las lentes, pero no fui quien las grabó. Eso lo hizo tu padre.
—¿Él estuvo aquí? ¿Él lo hizo?
—Sí, después de un poco de práctica. Aprendía a una velocidad asombrosa.
—Sí, ésa era una de sus tantas habilidades extraordinarias.
Bravo pensó en el porche de la casa con tejado de madera.
—Después de que él grabó las lentes, yo las sellé con un barniz especial.
—De tal modo que el grabado sólo apareciera bajo determinadas circunstancias.
—Así es.
Jenny movió el flexo de forma que la luz apuntase a la pared desnuda y luego accionó otro interruptor. La pared quedó iluminada por un óvalo de una fantasmal luz verdosa.
—Allá vamos —dijo, al tiempo que cogía las gafas y colocaba la lente correcta entre la luz y la pared.
Nada.
Jenny movió las gafas ligeramente para que la lente correcta quedase dentro de la luz verdosa. De inmediato aparecieron una serie de números dentro del óvalo iluminado.
—¡Magia! —dijo la joven con una pequeña sonrisa. Luego se volvió para mirar a Bravo, quien estaba examinando los números.
—¿Sabes lo que representan esos números? —preguntó ella.
El frunció el ceño en un gesto de concentración.
—Para serte sincero, los agrupamientos me resultan vagamente familiares, aunque no podría decir por qué.
—Una fórmula matemática, quizá.
—Sí, eso podría tener sentido. —Cogió un bolígrafo y un taco de notas de la mesa de trabajo de Jenny y apuntó la serie de números y espacios exactamente como estaba proyectada en la pared—. Sin embargo, el hecho es que las fórmulas matemáticas son difíciles de descifrar. En este momento coincidirás conmigo en que no disponemos de tiempo para trabajar en ello. A menos que haya otra razón para que permanezcamos aquí, creo que deberíamos marcharnos de esta casa cuanto antes.
—Estoy de acuerdo.
Jenny apagó la lámpara, le dio las gafas a Bravo y se levantó.
Ambos volvieron a subir a la planta baja, sumida en las sombras. A través de la ventana se filtraba la luz que llegaba desde la calle sinuosa y las casas cercanas en una especie de halo.
Jenny escudriñó la calle manteniéndose apartada de la ventana. Permanecía tan inmóvil que Bravo apenas si podía discernir el movimiento de su respiración en sus pechos.
—¿A qué estamos esperando? —preguntó, pero ella alzó la mano para que guardara silencio.
Un momento después, Jenny retrocedió hacia la oscuridad de la habitación, llevando a Bravo consigo.
—No podemos marcharnos —susurró—, al menos, no ahora.
—¿Donatella?
—El camión de reparto que hay al otro lado de la calle.
—¿Qué pasa con ese camión?
—Si estuviese aparcado ahí por trabajo, las luces estarían encendidas, ¿no te parece?
Bravo miró el camión que estaba aparcado con todas las luces apagadas. ¿Había alguien allí, tal vez Donatella, vigilándolos de forma clandestina? Esa idea hizo que un escalofrío le recorriese por la columna vertebral.
—Me parece que es una suposición exagerada.
—Vi ese mismo camión cuando nos dirigíamos hacia el cementerio.
Bravo dejó escapar lentamente el aire.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo—. No podemos quedarnos aquí.
—No, no podemos. Y, como has dicho, cuanto antes nos larguemos, mejor. Nuestra única posibilidad es que cambiemos de aspecto. —Jenny se volvió de espaldas a él, del mismo modo que Bravo había hecho para que le curase las heridas—. Necesito que me ayudes.
Le dio instrucciones para que le hiciera una trenza y la sujetase en su cabeza. El pelo que caía en cascada sobre su espalda era grueso, pesado y sedoso. Cuando lo cogió entre sus dedos, la sensación fue completamente nueva para él, limpia, clara y exenta de todo tipo de asociaciones previas. Lo que Jenny le pedía que hiciera era básico, tan sencillo que muy bien podría haberlo hecho ella misma. Pero, para él, se trataba de algo íntimo y erótico, de modo que cuando hubo terminado se mostró reacio a dejarlo. Bravo se preguntó, fugazmente, si la petición de Jenny había sido un intento deliberado de reconciliación… o bien una excusa para unirlo a ella.
Ambos regresaron entonces a las puertas del garaje. Al pasar junto al perchero, Jenny cogió una gorra de béisbol, se la calzó en la cabeza, luego cogió una sudadera con capucha de su padre y le dio a Bravo una chaqueta de lana con un estampado de rombos de colores.
Cruzaron el garaje, pasaron rápidamente junto al Mercedes clásico y atravesaron una puerta en el otro extremo, entrando en el cobertizo del jardinero. Jenny se acercó inmediatamente a una pared contra la que estaba apoyada una silla de ruedas plegada. La abrió e hizo un gesto con la mano.
—Siéntate.
Bravo la miró durante un momento y luego se echó a reír. Meneando la cabeza con una expresión de curiosidad, se instaló en el asiento de cuero.
—Ahora adopta una postura encorvada, trata de elevar los hombros hasta las orejas. —Jenny se puso unos guantes de conducir sin dedos—. Eso es. Piensa como un anciano.
Las manos de Bravo comenzaron a temblar sobre los brazos de la silla de ruedas.
—Buen estilo —dijo Jenny mientras lo envolvía con un chal. Luego abrió una puerta lateral y empujó la silla de ruedas hacia el exterior de la casa—. Allá vamos.
Donatella, sentada detrás del volante del camión de reparto, no esperaba que en la casa se encendiera ninguna luz; estaba atenta a cualquier movimiento. Con las gafas de visión nocturna ATN PVS7—XR5 sujetas a la cabeza, tenía un aspecto extraño, como si fuese una especie de perezoso nocturno gigante. Aunque la función infrarroja no podía penetrar paredes o vidrio, le proporcionaba una lectura precisa. Aparte de una única lectura fantasma cuando estaba instalando el equipo —y podría haberse tratado de un coche o de un mapache—, no había detectado ningún movimiento alrededor de la casa. Pero eso no significaba que Braverman Shaw y su guardián no estuviesen dentro, sino todo lo contrario. Después de todo, ¿a cuántos lugares podían acudir?
Por qué le habían asignado ese guardián a Shaw seguía siendo un misterio para Donatella, y era algo que la irritaba. No le gustaban nada los misterios, especialmente cuando estaban relacionados con Dexter Shaw, que había sido un personaje legendario debido a los misterios de los que siempre se había rodeado. En tres ocasiones habían tratado de eliminarlo desde que ella se había unido a los caballeros de San Clemente, y todas ellas habían acabado en otros tantos fracasos. El ataque exitoso estuvo fraguándose durante meses, tal vez incluso años, mucho antes de que se produjese la crisis y se vieran obligados a alterar el programa. La prisa y la desesperación habían hecho que se recurriese a personas menos competentes, y eso había llevado inevitablemente a cometer numerosos errores. Donatella estaba segura de que el guardián de Braverman sabía que las muertes recientes de los cinco miembros de la Haute Cour habían sido consecuencia del ataque concertado de los caballeros, una ofensiva para hacerse finalmente con el escondite de secretos que la orden herética había estado atesorando durante siglos.
Volvió la cabeza para poder ver otro sector de la propiedad. A pesar del hecho de que ella era el enemigo, Donatella sentía cierta afinidad secreta con el guardián de Braverman Shaw que no tenía nada que ver con la filosofía y todo que ver con una cuestión de género. Ivo, al igual que los guardianes masculinos de la orden, odiaba el estatus de Jenny, y había ocultado ese odio detrás de una actitud burlona, cruel e injusta. Como resultado de ello, Ivo había subestimado las habilidades de Jenny, y Donatella creía capaz a Dexter Shaw de haberla asignado a ella para que protegiera a su hijo sólo por esa razón.
La visión por infrarrojos estaba captando algo a su derecha y Donatella volvió la cabeza como un perro al que se le muestra la presa. La configuración era muy extraña y cambió la modalidad a visión nocturna convencional. Un anciano en silla de ruedas era empujado por un joven delgado —posiblemente su hijo— que llevaba una gorra de béisbol y una sudadera con capucha. Pero, por otra parte, quizá no fuese así. Abrió rápidamente su teléfono móvil y pulsó el primer número de marcación directa. Cuando la voz contestó, preguntó por la lista de residentes en esa calle. La investigación lo era todo y los recursos de que disponían los caballeros de San Clemente era enormes.
—Estoy buscando a una persona inválida, de unos setenta años o más.
Noventa segundos más tarde recibió la respuesta y, confirmadas sus sospechas, puso en marcha el motor del camión y sacó su pistola.
—¿Ves ese sedán Lexus negro que hay en la otra manzana? —preguntó Jenny mientras empujaba la silla de ruedas a través de la acera—. Era de mi padre, lo tenía ahí aparcado para casos de emergencia. Es nuestro billete para salir de aquí.
En ese momento la lluvia era una verdadera cortina de agua que volvía negras y amenazadoras las paredes de las casas. El motor de un coche se puso de repente en marcha y Bravo se sobresaltó. Estaban a unos ochenta metros del Lexus cuando oyó la tos profunda y flemosa del motor de un camión y vio el movimiento por el rabillo del ojo.
Aparentemente, Jenny también lo había oído, porque empujó con fuerza la silla de ruedas, enviándola a gran velocidad en dirección al Lexus. Echó a correr y accionó el mando a distancia que quitaba los seguros. Bravo abrió la puerta incluso antes de que la silla de ruedas chocase contra el lateral del coche.
El camión se acercaba rugiendo en su dirección cuando Jenny se lanzó al interior del vehículo junto a Bravo. Él se desplazó hacia el asiento del acompañante mientras ella metía la llave en el contacto y ponía el Lexus en marcha. Accionó la palanca de cambios y pisó el acelerador. Los neumáticos chirriaron entonces sobre el asfalto mojado, y el Lexus se alejó calle abajo con el camión rugiendo tras ellos.
Se oyó un disparo y el sedán negoció la primera curva, con el viento silbando y la lluvia densa como aguanieve golpeando contra el parabrisas, aumentando la velocidad con cada segundo.
Inclinada sobre el volante, Jenny conducía el Lexus por la sinuosa carretera. Delante de ellos se encontraba la primera pendiente de un camino que seguía los empinados contornos de la colina. Pasaron a toda velocidad junto a grandes casas, ringleras de hierba y jardines adornados con parterres de flores. De vez en cuando se veía el espacio abierto y frondoso de un solar vacío, breves vistas de la belleza primitiva de esa zona de la ciudad antes de que los constructores desplegaran sus excavadoras.
Un sonido cada vez más estridente hizo que Jenny gritase:
—¡Echa un vistazo a nuestras espaldas!
Pero Bravo ya se había vuelto todo lo que le permitía el cuello.
—¡El camión! —gritó—. ¡Creo que su intención es embestirnos!
Sin embargo, Jenny tenía cosas más inmediatas de las que preocuparse. En ese tramo, el camino era mucho más empinado y, con el asfalto mojado y resbaladizo y la escasa visibilidad, necesitaba cada gramo de su concentración para impedir que el Lexus derrapase en una curva y volcase. En varias ocasiones estuvieron peligrosamente cerca de que eso ocurriese y Bravo sintió que el corazón se le subía a la garganta ante el temor de que acabaran estrellándose. Entonces, mediante algún ardid ingenioso, Jenny conseguía enderezar el rumbo y volvían a situarse en el centro de la carretera desierta.
El rugido ronco del camión resonaba en las fachadas de las casas. Bravo comprobó que les iba comiendo el terreno. Ahora estaba tan cerca que la luz de una farola iluminó fugazmente el rostro de la persona que iba al volante. ¡Donatella! Ella no volvió a disparar; en ese lujoso barrio residencial no cometería el mismo error dos veces. En cambio, se concentró en reducir el espacio que los separaba, hasta que el motor del camión se convirtió en un rugido en sus oídos y Bravo pensó que podía sentir su calor en la nuca como si del aliento de un perro del infierno se tratase.
No estaba muy equivocado. Un instante después oyó un ruido escalofriante cuando un costado del parachoques delantero del camión golpeó la parte trasera de su coche. El Lexus se deslizó hacia el bordillo y vio que Jenny maniobraba desesperadamente con el volante, desviando el vehículo hacia la izquierda. Durante un instante que se hizo eterno, el coche se deslizó sobre el pavimento mojado manteniendo su rumbo hacia el desastre; luego pareció dudar, como si no estuviese seguro de qué le habían pedido que hiciera. Cuando estaban a punto de chocar contra el bordillo, los neumáticos se agarraron al asfalto, el Lexus se desvió hacia la izquierda y la crisis fue neutralizada. Pero ahora el rugido gutural del camión parecía haberse multiplicado cuando Donatella se aprestó a asestar el golpe mortal.
Un poco más adelante, un BMW con un adolescente al volante se dirigía en sentido contrario sólo con las luces de posición encendidas. A través de las ventanillas abiertas se oía claramente la música rapera a toda pastilla. El chico, embriagado por la cerveza y la música, circulaba demasiado de prisa para esa carretera, aunque el asfalto hubiese estado seco y el coche hubiera sido menos potente. El BMW se desviaba ligeramente a ambos lados mientras su inexperto conductor intentaba hacer frente a los efectos de las hojas empapadas y los tramos resbaladizos en el asfalto. Sus labios estaban tensos hacia atrás en una mueca maníaca, pero tenía los ojos abiertos como platos… aunque era evidente que aún no los había visto.