El testamento (17 page)

Read El testamento Online

Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
4.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es la casa de mi padre —dijo Jenny, conduciéndolo al interior.

—¿No es éste el primer lugar donde es probable que Donatella nos busque?

—La urbanización está patrullada por miembros de una empresa de seguridad privada. Todos los hombres son ex policías y conocen a cada uno de los vecinos.

Bravo estaba asombrado.

—No creerás realmente que eso detendrá a Donatella.

Ella pudo percibir la irritación en su voz.

—No creo que estés en posición de tomar esa decisión.

—Después de lo que hemos tenido que pasar, si yo fuese tú, no correría más peligros. Propongo que nos larguemos de aquí ahora mismo.

Ella introdujo la llave en la cerradura y abrió una puerta.

—Como guardián, mi deber es proteger la orden y a los miembros de la Haute Cour. —Entró en la habitación a oscuras y se volvió hacia él—. Le prometí a tu padre que te protegería, pero si renuncias a la orden, si renuncias al papel para el que tu padre te entrenó, entonces mi obligación para con él habrá acabado.

Una ráfaga de luz iluminó su rostro, convirtiendo sus facciones en las de un halcón, casi depredadoras. Sus ojos estaban inmóviles, su expresión era decidida. Si se estaba echando un farol, Bravo no podía detectarlo. Dio media vuelta; era importante saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar Jenny.

—¿Has olvidado las gafas de tu padre? Si te marchas ahora, ¿cómo descubrirás qué es lo que te dejó?

Bravo se volvió.

—¿Dónde está la orden ahora que la necesitamos, dónde están sus recursos? La orden seguramente dispone de casas seguras donde podríamos escondernos.

—Creo que deberías concentrarte en la tarea que tienes entre manos —dijo ella tranquilamente—. Deja que yo me ocupe de lo demás.

—Si hubiese dejado que te ocuparas de Rossi —repuso él—, ahora estaría muerto.

—Entonces seguramente no me necesitas.

Jenny se volvió, pero no antes de que él advirtiese la mirada de dolor en sus ojos. Esperó hasta que ella desapareció en la oscuridad.

—¿Por qué no quieres decirme lo que quiero saber? —gritó.

—¿Tú qué crees?

En ese momento, Bravo pensó que podría dar media vuelta y largarse de allí, pero ¿acaso eso haría que olvidase la muerte de Rossi? «Lo hecho, hecho está —se dijo—. Regreso a París, a mi antigua vida. Sería tan sencillo…». Sin embargo, no era nada sencillo. Se sentía clavado en ese lugar, incapaz de darse media vuelta, menos aún de alejarse de la casa. Pensó en su padre, pensó en la forma en que había juzgado equivocadamente todo lo relacionado con él. Había permitido que sus propios sentimientos egoístas le impidieran ver la verdad. Su padre estaba implicado en algo tan importante que Bravo se sentía completamente envuelto en ello. Pero también sabía que el mayor error que podía cometer ahora era librar la lucha de su padre por un sentimiento de culpa. Con toda probabilidad, acabaría muerto. No, tenía que hacer eso porque quería hacerlo.

Sin darse siquiera cuenta conscientemente de lo que hacía, atravesó la puerta y entró en la penumbra de la casa. En la oscuridad, pasó por una pequeña habitación cuyas paredes estaban adornadas con percheros de madera en los que había varios sombreros y gorras, chubasqueros y jerséis de golf, antes de llegar a una gran cocina de estilo rural con su isla central de madera de haya clara y granito. Había montones de armarios y un anticuado mirador, debajo del cual había un asiento mullido. Ambos permanecieron en la oscuridad, atentos a los pequeños ruidos y crujidos procedentes de las cañerías que recorrían la casa.

La penumbra había descendido fuera de la ventana de múltiples cristales, las sombras color cobalto cubrían el sendero de lajas, tejiendo su camino hacia los arbustos del jardín. Las farolas se habían encendido, amarillentas, con un halo de neblina granulada que brotaba de la tierra como un espectro. Un perro ladró en la distancia; unos faros iluminaron brevemente la escena cuando un coche giró en la esquina. Las cigarras hacían sentir su canto agudo.

Bravo la observó mientras ella examinaba el ambiente inmediato con ojo profesional. Un momento después comprendió que Jenny estaba analizando el patrón del tráfico, su mente trabajando como la de un jugador de bridge o de póquer que no sólo es consciente de las cartas que están encima de la mesa, sino que también sopesa las distintas posibilidades.

—¿Tienes hambre? —preguntó ella finalmente.

—Sí, pero antes preferiría ducharme.

Braverman lo dijo con dureza, pero en el instante en que las palabras salieron de su boca, supo que eran una prueba palpable de su capitulación.

Jenny, en silencio, lo acompañó hasta una puerta detrás de la cual había una escalera de madera que llevaba al sótano. Cerró la puerta tras de sí y encendió una luz. Debajo de él alcanzaba a ver una alfombra de color verde mar, el brazo de un sofá de cuero y una parte de una pared desnuda verde pálido. Al llegar al pie de la escalera comprobó que el lugar estaba inmaculado —el mueble que había visto, algunos más apilados contra la pared, una nevera y un congelador, una cocina de cuatro quemadores, un gran fregadero de piedra y una encimera con una fila de cajones debajo—, pero también era espartano y deliberadamente impersonal, como la sala de espera de un hospital. No había ventanas, sólo respiraderos con rejas metálicas. La luz, indirecta y fríamente fluorescente, absorbía toda la calidez de los colores.

Jenny lo condujo hasta un cuarto de baño pequeño con las paredes de metal. Una vez dentro, Bravo se quitó la ropa desgarrada y hedionda. Cuando se volvió para abrir el grifo de la ducha captó su imagen en el espejo. Se quedó inmóvil en mitad del gesto, pasmado. Tenía la cara magullada, con numerosos cortes e inusualmente enrojecida, el cuerpo hinchado, golpeado y descolorido en múltiples lugares. Apenas si pudo reconocerse a sí mismo, pero no era por el castigo que había sufrido su cuerpo. Era la mirada que había en sus ojos, esa expresión especial y profunda que conocía tan bien… era la mirada que veía en los ojos de su padre cuando Dexter Shaw estaba a punto de marcharse de casa en uno de sus misteriosos viajes al extranjero. Cuando era pequeño, esa expresión siempre le había resultado misteriosa, pero ahora comprendía lo que significaba: su padre había apartado su mirada de la sociedad… estaba regresando al Voire Dei.

Encogido por el dolor, Bravo se metió bajo el chorro de la ducha, pero sintió el agua caliente increíblemente deliciosa al bañar su cuerpo desnudo. Cuando salió de la ducha encontró ropa limpia perfectamente doblada y ordenada esperándolo sobre el asiento del váter. Parte del guardarropa del difunto padre de Jenny, dedujo. Abrió el botiquín y encontró vendas y pomada antibiótica, pero no pudo aplicársela en los cortes y las magulladuras que tenía en la espalda. Se puso unos calzoncillos y unos pantalones de color caqui y abrió la puerta del cuarto de baño.

Era obvio que Jenny se había duchado en otra parte de la casa porque, al igual que él, llevaba ropa limpia: tejanos negros, un top también negro sin mangas y unas botas de suela fina y de un cuero tan flexible como las zapatillas de ballet. Tenía el rostro limpio, y el pelo, peinado hacia atrás sin recoger, caía entre los omóplatos. Aún estaba húmedo, brillante con el lustre bronceado de un casco. La sólida línea de su barbilla le confería un aspecto diligente, casi estudioso, que añadía profundidad y dimensión a su belleza. Era la clase de confluencia extremadamente rara que tanto atraía a Bravo. La verdad era que si la hubiese visto en una fiesta a través de un salón lleno de gente, le habría resultado imposible marcharse sin haber hablado con ella. Braverman tuvo que recordarse entonces que apenas si la conocía, no tenía idea de cuánto podía confiar en ella, salvo por el hecho de que su padre lo había hecho, lo había dirigido deliberadamente hacia Jenny. No obstante, eso no era suficiente.

Ella había preparado unos bocadillos y había una jarra de agua fría y dos vasos de plástico rojo sobre una vieja mesa de bridge plegable a la que había acercado un par de sillas de metal también plegables.

Una parte de él no quería hablar con ella. Jenny era una mujer tan terca y obstinada… Entonces, atónito, se dio cuenta de que esas dos palabras eran las que su padre empleaba a menudo para describirlo a él. Aguardó un momento, inseguro de cómo debía proceder. Bajo la cruda luz, el moreno de su piel se tornaba cetrino, sus ojos grises se hundían en pozos de sombras oscuras.

Su boca generosa no guardaba ninguna promesa para él. ¿Cuánto tiempo más seguiría enfadado con ella por la situación en la que se encontraba? Bravo se sintió súbitamente exhausto, como si su ira fuese una vela que, habiendo ardido casi por completo, ahora estuviese goteando cera.

Se volvió para mostrarle la espalda lacerada.

—Necesito tu ayuda —dijo.

Ella dudó apenas un instante y, sin pronunciar palabra, cogió la pomada de sus manos. Bravo se sentó inclinado hacia adelante mientras ella le aplicaba la crema antibiótica. Era agudamente consciente de las puntas de sus dedos mientras se movían a través de sus omóplatos.

—Relájate —dijo ella—. Te dolerá menos.

Finalmente, Bravo le preguntó:

—No me has contado cómo te sientes tú al formar parte del Voire Dei.

Oyó que Jenny dejaba escapar el aire y se preguntó si una parte de ella también quería permanecer en silencio.

—No pienso en ello en absoluto —dijo—, no al menos en la forma en que creo que te refieres; es mi hogar, del mismo modo que lo era de mi padre… y del tuyo.

—Si eso significa más muertes, no sé si es un mundo al que quiero entregarme.

—Ésa es la pregunta del millón de dólares, ¿verdad? —La dureza había vuelto a su voz, pero las puntas de sus dedos no dejaron de moverse en ningún momento—. Debo decirte que en la orden hay quienes no creen que tengas lo que hace falta.

—¿De verdad?

—No te muevas —dijo ella. Había empezado a colocarle los vendajes—. Yo no les gusto y no confían en ti.

—Tú tampoco confías en mí.

—Digamos que todavía no confiamos el uno en el otro.

Bravo pensó en la verdad que encerraban sus palabras, y también en la promesa que incluían. Luego su mente dio un súbito salto.

—¿Es por eso por lo que la orden no nos ayudará?

—Él era el custodio. Parte de su responsabilidad consistía en identificar y formar a su sucesor.

No era una respuesta a su pregunta pero, al menos por el momento, era todo lo que conseguiría de ella.

Bravo se quedó pensando durante un momento en lo que Jenny acababa de decir. Él tenía sólo cuatro años cuando su padre lo había iniciado en el curso de entrenamiento físico, seis cuando su padre comenzó a leer para él tratados de religión medieval.

—El me eligió a mí.

—Exacto. —Jenny dejó a un lado la pomada y las vendas y se lavó las manos—. Puedes acabar de vestirte.

Luego se marchó del cuarto de baño antes de que él pudiese decir nada más.

Un momento después, ambos estaban sentados frente a la tambaleante mesa de bridge, comiendo sus bocadillos en medio de un incómodo silencio. Finalmente, Bravo se limpió las manos con una servilleta de papel y colocó encima de la mesa el par de gafas que había encontrado a bordo del
Steffi
.

Las gafas quedaron entre los dos, como un símbolo de aquello que los unía y también de lo que los enfrentaba.

—Dime…

—No podemos seguir adelante a menos que te comprometas. —Jenny meneó la cabeza—. No está bien, ¿sabes?, culparnos a mí o a los otros guardianes por los errores que hayamos cometido. Ahora, este momento es lo único que importa, ya sea que sigas adelante o decidas dejarlo. Si lo dejamos, entonces todo estará perdido. Puede que te suene terriblemente melodramático, pero la verdad es que estoy siendo tan franca como puedo. La perpetuación de la orden, la protección de los secretos que nos han sido confiados a lo largo de los siglos, descansa sobre tus hombros. Sólo tú puedes encontrar el escondite donde se hallan los secretos, tu padre se aseguró de que así fuera. —Respiró profundamente—. Todo se reduce a la simple cuestión de si Dexter Shaw estaba en lo cierto al elegirte a ti o si, por el contrario, cometió un error fatal.

En ese momento, Bravo volvió a oír la voz de su padre como si estuviese sentado a su lado. «Un «error» es algo mecánico, una manera equivocada de actuar, de maniobrar, de pensar. Un error es algo superficial. Pero debajo de la superficie, donde se manifiesta la pérdida, es donde debes comenzar». Miró las gafas que estaban encima de la mesa tratando de ordenar de alguna manera el tumulto de sentimientos que se agitaban en su interior. Como si lo hiciera desde la distancia, vio que su padre extendía la mano, cogía las gafas y las sopesaba en la palma de la mano.

—Jenny, hay una cosa que quiero saber —dijo lentamente—. ¿Por qué elegiste unirte a la orden? ¿Fue por tu padre?

—¿Mi padre? —Un sonido breve y herido salió de sus labios—. Mi padre hizo todo lo que pudo para detenerme, porque yo era su delicada y preciosa hija. Incluso había elegido a alguien para que se casara conmigo, un tío agradable y aburrido perteneciente a una prominente familia que formaba parte del círculo político de Washington. Suena realmente medieval, ¿no crees? Pero así eran las cosas. —Apartó un mechón de pelo de su mejilla—. Cuando vio que no podía disuadirme, me lo puso realmente difícil. Mi entrenamiento hubiese acabado con muchos hombres. Me fracturé dos veces el cúbito izquierdo y una vez la tibia derecha, y tenía incontables magulladuras… Fue una verdadera tortura.

—¿Por qué perseveraste? ¿Lo hiciste por orgullo?

Jenny se echó a reír.

—Podría haber sido fácilmente por eso, pero no, fue otra cosa.

—¿Qué?

—Mi fe en lo que representa la orden: un grupo de hombres cuerdos y sensatos que trabajan en un mundo loco en beneficio de la humanidad. —Sus ojos relampaguearon—. Supongo que eso suena insípido para ti.

—No, pero sí me suena completamente irreal.

De modo que, finalmente, todo se reducía a una cuestión de fe.

Bravo alzó la vista y comprobó que los ojos claros de Jenny lo miraban fijamente, con curiosidad. En su voz había un fervor —un temblor apenas perceptible— que reconoció como algo que llegaba directamente desde su corazón. Ella creía en cada palabra que le había dicho; ahora dependía exclusivamente de él tener fe en que lo que Jenny le había contado era verdad. Él sabía que, más que cualquier otra cosa, su padre había querido hacer del mundo un lugar mejor, a pesar de las probabilidades o, tal vez, conociendo a Dexter Shaw, debido precisamente a ellas. Lo sabía porque su padre se lo había inculcado.

Other books

Atlantis Endgame by Andre Norton, Sherwood Smith
Observe a su perro by Desmond Morris
Wandering Heart by Hestand, Rita
The Story of Danny Dunn by Bryce Courtenay
Anne Barbour by Step in Time
The V'Dan by Jean Johnson
Fury of the Phoenix by Cindy Pon
Love's First Light by Carie, Jamie