El testamento (24 page)

Read El testamento Online

Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
11.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, ¿y a qué te dedicas tú, Jenny?

—Soy consultora de empresas en países en vías de desarrollo —respondió ella sin vacilar—. Los ayudo a ajustarse a los estándares fijados por el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio para el comercio internacional.

—Y, a pesar de tu trabajo, estás aquí con mi Bravo.

—La amistad es tan importante para mí como para usted, madame Muhlmann.

Ella volvió a coger la mano de Jenny con ese gesto curiosamente íntimo.

—Camille, por favor.

Para entonces ya habían llegado al aparcamiento. El cielo de París estaba cubierto de nubes grises, y la mañana ya era calurosa y húmeda. El rugido de un trueno se abrió paso entre el ruido del tráfico.

—Ahora, Bravo —dijo Camille—, debes decirme qué era eso que no podías contarle a Jordan por teléfono. ¿Qué os ocurrió en Estados Unidos que fue tan violento para ambos?

Camille se detuvo junto a su coche, un flamante Citroën C5 color gris paloma.

—¿No has alquilado un coche para nosotros? —preguntó Bravo.

—Os llevaré yo misma. —Cuando Bravo intentó protestar, ella levantó una mano—. Son las órdenes de Jordan, cariño. Debes ver la lógica que hay en ello. Allí donde necesites ir, yo puedo llevarte más de prisa y con absoluta seguridad. Un coche de alquiler se puede identificar por la matrícula,
n'est-ce pas
?, y, por tanto, llamaría la atención sobre ti. No es seguro, ¿sí?

Bravo miró a Jenny y, haciendo caso omiso de su leve negativa con la cabeza, respondió con una sonrisa:

—Jenny y yo te lo agradecemos, Camille. Es un gesto muy amable de tu parte.

—Bon, ya está arreglado. —La mujer abrió la puerta del coche—. Debéis de estar muertos de hambre. Iremos a comer y luego conseguiremos algo de ropa; ambos tenéis un aspecto horrible. —Le hizo un gesto a Bravo para que subiera al vehículo—. Me lo contarás todo mientras conduzco.

Bravo abrió la puerta trasera.

—No, mi amor, quiero que te sientes a mi lado. —Camille se volvió hacia Jenny—. A menos que tú no lo apruebes, Jenny.

—Por supuesto.

Jenny sonrió, aunque temía que su sonrisa fuese tan frágil que pudiera rajarse en cualquier momento. Odiaba la forma en que Camille lo había sugerido, como si hubiese sido culpa suya si se negaba.

Camille deslizó su mano encima de la de Bravo y sus ojos muy separados lo miraron fijamente. Estaban de pie, muy juntos. ¿Se tocaban sus caderas? Jenny podía sentir la ardiente energía sexual que exudaba Camille Muhlmann. Mientras miraba a la mujer mayor con los celos reflejados en sus ojos verdes, tuvo la sensación de que el aroma a almizcle de Camille giraba alrededor de Bravo como la cabellera de Medusa.

Cuando subió al asiento trasero del Citroën, Jenny miró a Bravo, pero él parecía atacado por una súbita melancolía y su mirada era inaccesible para ella. Bravo miró a su alrededor y se dio cuenta de que su padre ya nunca volvería a visitarlo en París, de que las luces aureoladas del Sena ya no iluminarían nunca más a Dexter Shaw mientras los dos hombres caminaban por sus márgenes entre fragmentos de una forzada y ahora anhelada conversación.

Cuando Camille salía del aeropuerto al volante del Citroën C5, Bravo le ofreció una versión breve y corregida de todo lo que le había sucedido en Estados Unidos después de que abandonó su cama en el hospital. Camille no hizo ningún comentario mientras él describía cómo habían conseguido escapar de la casa de Jenny y la posterior persecución, permitiendo que ocupase el centro del escenario sin interrupción.

Bravo no identificó a Donatella e Ivo por sus nombres. En cuando a Jenny, le dijo a Camille que era una amiga de la infancia de Nueva York.

—Mi hermana la había invitado a la cena del Cuatro de Julio —concluyó—. Su avión se retrasó y llegó a casa de Emma después de la explosión. Cuando desperté en el hospital, la suya fue la primera cara que vi.

—Qué afortunada eres —comentó Camille mientras su mirada se encontraba con la de Jenny a través del espejo retrovisor.

—¿Qué puedo decir? —Jenny sonrió con lo que imaginó que era la desagradable sonrisa medio congelada que había adherido a su cara desde que conoció a Camille Muhlmann—. Nací bajo un signo afortunado.

Camille viró hacia la A-11 y se dirigió luego hacia el norte, hacia Rouen.

—Pero, cariño, ¿quiénes eran esas personas que os perseguían y por qué lo hacían? —Camille aceleró hasta situarse en el carril de la izquierda—. Debo decirte que Jordan tiene una teoría al respecto: está convencido de que los Wassersturm están detrás de esto.

—¿Los Wassersturm? —dijo Jenny.

—Un acuerdo comercial en el que estuve trabajando durante seis meses. —Bravo se volvió a medias en el asiento para mirarla—. Queríamos comprar una compañía en Budapest. El problema era que ya había un acuerdo sobre la mesa con una compañía de Colonia propiedad de los hermanos Wassersturm. Entonces hice algunas averiguaciones y descubrí que, a través de un laberinto de compañías fantasma, estaban suministrando armas ilegales a la mafia rusa. Viajé a Budapest, hablé con el consejo de dirección de la compañía, les mostré las pruebas y, una semana más tarde, firmamos el acuerdo.

—Venganza. —Con un airado chillido de la bocina del Citroën, Camille adelantó a un coche que se movía demasiado lentamente para su gusto. Cuando regresó al carril izquierdo, aceleró aún más—. Los Wassersturm estaban furiosos cuando el trato se les fue al garete. Jordan estaba preocupado ante la posibilidad de que ellos fueran a por ti para vengarse. Lo que hizo que se intranquilizara de ese modo fue que estuvo tres días en Munich trabajando en otro acuerdo con ellos sólo para que se calmasen.

Bravo frunció el ceño.

—Jordan no tendría que haber hecho eso; no hay ninguna razón para que nos fiemos de ellos.

Camille se echó a reír.

—Ya conoces a Jordan —dijo jovialmente—. Si así puede conseguir lo que se propone, es capaz hasta de hacer un trato con el diablo.

—Bueno, en esta teoría en particular se equivoca. Los hermanos Wassersturm pueden desgañitarse gritando, pero dudo mucho que sean capaces de autorizar un acto violento.

—Entonces supongo que tienes tu propia teoría —dijo Camille.

—Sospecho que esos ataques están relacionados con la muerte de mi padre —declaró Bravo después de cierta vacilación.

Camille lo miró.

—Je ne comprends pas. ¿Qué quiere de ti esa gente?

—No tengo la menor idea —dijo Bravo intencionalmente—. Mi padre insistió para que nos reuniésemos antes de ir a casa de mi hermana. El hecho es que quería hablar conmigo de algo que, según él, era muy importante, pero mi ira se interpuso en el camino e inventé una excusa para que hablásemos más tarde.

—Oh, Bravo. —Camille accionó el intermitente mientras atravesaba los carriles de la A—11—. Y en ese estado, tu padre te fue arrebatado.
Quel dommage
!

Los grandes y modernos edificios de oficinas grises que se alzaban en los suburbios del norte de París habían dado paso a campos verdes salpicados de viviendas residenciales no menos feas, lamentablemente, que sus hermanos industriales.

Camille abandonó la autopista en la salida de Magny-en-Vexin. Pasaron entre dos magníficas alamedas de carpes de hojas negras, un emparrado oscurecido con el cielo bajo y el aire pesado como el agua marina, hasta llegar finalmente a la ciudad propiamente dicha. Una vez en la parte antigua de la ciudad, bajaron del coche acompañados del rugido de un trueno y el breve destello blanco de un relámpago en la penumbra turbulenta del cielo septentrional.

El Bistro du Nord se encontraba en la rue de la Halle, un pequeño y elegante restaurante situado tres escalones por debajo del nivel de la calle. Era un local largo y estrecho, con vigas de madera oscura y las sencillas paredes encaladas de un
mas
, la típica granja francesa. Pinturas enmarcadas de paisajes campestres, coloridas y agradablemente primitivas, colgaban al azar de las paredes.

Una joven los acompañó a una mesa situada en la parte trasera, cerca de la boca ennegrecida de un enorme hogar apagado. Bravo no pudo evitar recordar la chimenea de la casa de Jenny, detrás de la cual se encontraba el pasadizo vertical que los había salvado del ataque inicial de Ivo y sus hombres.

Cuando Camille fue al lavabo, Jenny se inclinó por encima de la mesa y dijo en voz muy baja:

—¿Qué crees que estás haciendo?

—¿De qué estás hablando? —dijo él.

—No deberíamos llevarla a ella, ni a nadie, con nosotros a Saint Malo.

—Ya has oído lo que ha dicho Camille, Jenny. Y tiene razón. Alquilar un coche podría delatarnos.

—Por las carreteras de Francia circulan un millón de coches de alquiler en cualquier momento —dijo Jenny acaloradamente—. Además, dudo mucho de que tu padre hubiese aprobado la participación de esta mujer en tu búsqueda de la verdad.

—¿Por qué dices eso?

—Simplemente quiero decir que…

—¿Sabes que tienes las mejillas sonrojadas?

—Simplemente quiero decir —insistió ella— que, conociendo a tu padre, creo que él pensaría que es mucho más peligroso estar con ella que alquilar un coche, eso es todo.

—¿Estás segura de que eso es todo?

Jenny cogió el menú, lo sostuvo delante de su cara y susurró:

—Capullo.

Bravo bajó la parte superior del menú dejando al descubierto la cara de la chica. Luego sonrió con expresión persuasiva, pero ella no estaba dispuesta a dejarse seducir.

—¿Por qué estás tan decidido a burlarte de mí?

—Me gustas —dijo él.

Ella resopló y estaba a punto de soltarle una respuesta desagradable cuando Camille regresó a la mesa.

—¿Interrumpo algo? ¿Una disputa de amantes, quizá?

—En absoluto —dijo Jenny con la mirada fija en el menú.

Camille suspiró.

—Los amantes pueden pelearse siempre que la disputa no dure mucho.
Alors
, ahora tenéis que besaros y hacer las paces.

—Yo creo que no —dijo Jenny, al tiempo que Bravo añadía:

—No somos amantes.

—No, por supuesto que no. —Su tono de voz y su expresión revelaron que era evidente que Camille no los creía. Les cogió las manos a ambos—. Queridos, la vida es demasiado corta para estar enfadados. Ahora quiero que los dos me escuchéis con atención, no estaré satisfecha hasta que no os hayáis besado y yo sepa que todo está bien entre vosotros. —Les apretó las manos—. Venga, ya ha habido demasiada tristeza en vuestras vidas últimamente.

Los ojos de Jenny estaban nublados por la ansiedad, tanto peor porque no tenía la menor idea de lo que Bravo sentía. Sin embargo, ambos entendieron que no había manera de eludir ese momento terriblemente incómodo. Con Camille observándolos, sus labios curvados en una misteriosa media sonrisa estilo Mona Lisa, ambos se levantaron de sus sillas y se acercaron con cierta vacilación. Bravo apartó una silla pero, aun así, ambos se detuvieron a escasos centímetros el uno del otro.

Sin mediar palabra, Bravo la cogió entre sus brazos y la besó en la boca. Para su propio asombro, Jenny sintió que sus labios se abrían ante la presión de los de Bravo, sintió la lengua entrando en su boca, sintió que la suya se entrelazaba por un instante con la de él. Se quedó sin aliento y su corazón pareció detenerse. Luego se separaron, permaneciendo muy cerca pero ya sin tocarse, y los latidos del corazón de Jenny recuperaron lentamente el ritmo normal.

—Muy bien, ¿no está mejor ahora? —dijo Camille con una sonrisa enigmática.

Cuando volvieron a sentarse, Camille le hizo una discreta señal al camarero y pidieron la comida.

Luego Bravo volvió a enfrascarse en una conversación con Camille explicándole adonde tenían que ir, aunque sin decirle la razón; Jenny consideró esta reserva de información como una pequeña victoria para su equipo. En cambio, ambos discutieron la mejor ruta para llegar a Saint Malo y dónde quería Bravo que Camille los dejara una vez que llegaran allí. Camille insistió en esperarlos, pero Bravo se negó, diciéndole que no tenía forma de saber cuánto tiempo necesitarían permanecer Jenny y él en Saint Malo y adónde tendrían que ir después. Mientras tanto, llegaron los platos que habían ordenado.

—Te comportas de un modo terriblemente misterioso —dijo Camille entre pequeños bocados de marisco crudo.

Jenny, que sentía auténtica aversión por los mejillones, las almejas y las ostras fuera cual fuese la forma en que los preparasen, hizo un esfuerzo por controlar su asco mientras cortaba su bistec.

—No es que me importe —continuó diciendo Camille—, pero me preocupa que corras un peligro mayor del que estás dispuesto a admitir. Ésa es la razón por la que no quieres que me quede con vosotros en Saint Malo, ¿verdad?

—Sinceramente, sí. —Bravo dejó el tenedor en el plato—. Ya has hecho mucho más de lo que podía esperarse. No quiero que corras ningún peligro.

—Pero, cariño, es mi decisión…

—No, Camille, no lo es. En este caso mucho me temo que debo insistir. Nos llevarás a Saint Malo, que es mucho más de lo que deberías hacer, pero ése será el final del viaje. ¿Entendido?

Camille lo miró por un momento. Luego suspiró y se volvió hacia Jenny.

—¿Postre, querida? No puedes perderte la
tarte
Tatin que preparan aquí.

Una vez que acabaron de almorzar, Camille los llevó a la farmacia de la que les había hablado, donde adquirió varios ungüentos y cremas para sus magulladuras, cortes y rasguños. Luego fueron a comprar ropa; se cambiaron en la propia tienda y arrojaron sus pantalones y camisas viejos a un contenedor de basura.

Cuando regresaron al coche, Camille condujo a gran velocidad, circunvalando la ciudad de Rouen. Poco después entraron en la E—1 en dirección oeste, donde la ruta se convertía en la EB—1. Viajando en paralelo a la costa, pasaron justo por el sur de Honfleur, donde a principios del siglo xix reinaron los impresionistas, y las elegantes villas marinas de Deauville y Trouville. Veinte kilómetros más allá de Caen, el cielo, que se había oscurecido poco antes del almuerzo, parecía rozar ahora las copas de los árboles. A ambos lados de la autopista, los edificios se tornaban cada vez más negros y amenazadores. En la distancia, el horizonte había desaparecido detrás de una cortina de lluvia opaca y, un momento después, las gruesas gotas comenzaron a golpear el techo del Citroën, apartadas a un lado y otro del amplio cristal por la acción del limpiaparabrisas. Los faros del coche penetraban en la sibilante penumbra como si fuesen lámparas de gas en una noche negra como el carbón.

Other books

My Husband's Wife by Jane Corry
Undone by R. E. Hunter
Seraph of Sorrow by MaryJanice Davidson
Don't Tempt Me by Barbara Delinsky
The Seventh Day by Tara Brown writing as A.E. Watson
Montana Rose by Mary Connealy