«¡Oh, Dios —pensó—, es la mía!».
Alguien la había atacado, le había robado la navaja y la había utilizado para cortarle el cuello al padre Mosto. Pero ¿cómo podían saber que ella llevaba esa navaja? No había tiempo ni forma de contestar ahora a esas preguntas.
—¡Bravo! —llamó—. ¡Bravo!
Corrió de regreso a la rectoría y alcanzó a la puerta lateral, que estaba lo suficientemente abierta como para permitir que un estrecho triángulo de luz se filtrase en el corredor. Parecía lógico que quienquiera que hubiese asesinado al padre Mosto utilizara esta puerta para escapar. No obstante, para estar segura, inspeccionó la rectoría. Vio el gran armario de madera con la puertas abiertas y un panel interno fuera de lugar, pero no había ni rastros de Bravo. Maldiciéndose por lo bajo, regresó rápidamente al corredor y salió por la puerta lateral al ardiente calor de la mañana.
Casi de inmediato advirtió el tumulto en el puente de piedra que cruzaba el canal. La gente se mostró más que dispuesta a hablarle del hombre al que habían empujado del puente hacia un
motoscafo
que esperaba debajo.
Un hombre mayor, vestido impecablemente al estilo veneciano, estaba indignado.
—¡Los terroristas se lo han llevado!
—¿Cómo sabe que eran terroristas? —preguntó Jenny.
—Lo han secuestrado, ¿no es así? ¿Qué otra cosa podían ser? ¡Y a plena luz del día, ¿se lo puede imaginar?! —Hizo un gesto airado—. ¿Desde cuándo Venecia se ha convertido en Estados Unidos?
Camille, que observaba a Jenny desde la protección que le daba un portal oscuro, aún vibraba con la adrenalina que se había disparado en su organismo. Necesitaba un cigarrillo desesperadamente, pero la nicotina la calmaría, y no era eso lo que ella deseaba ahora. No había nada como una sesión de ejercicio físico extremo para hacer que te sintieras viva, pensó. Para hacerte sentir vital, para demostrar que aún eres joven.
Mientras seguía el progreso de la investigación de Jenny, se pasó un trozo de tela doblada por el costado de la boca con aire ausente. La tela ya estaba manchada con su sangre. El cuerpo le dolía allí donde Bravo la había golpeado, pero era un dolor delicioso, que rayaba en lo erótico, y sentía la respiración caliente en la garganta. Haber estado en contacto físico primero con Jenny y luego con Bravo, haber sentido el peso cálido de ella entre sus brazos, saber que estaba completamente indefensa, y luego enfrentarse a Bravo, sabiendo que ambos habían sido amantes, sentir al otro en su musculatura, como una sombra o una leve depresión en una almohada con todos sus aromas íntimos, la estimulaba más que ninguna otra cosa en el mundo.
Bravo, por supuesto, no había sido tan dócil como Jenny. Él había luchado, se había resistido, permitiéndole evaluar personalmente el trabajo que su padre había hecho con él; esa breve lucha lo había acercado a ella de un modo que encontró agradable. A lo largo de todos esos años, Camille había examinado y estimulado a Bravo, especialmente a través de Jordan, de maneras que él jamás había sido capaz de sospechar. Era bueno haber podido tomar una medida física de Bravo… más que bueno, era justo. Como una hechicera, ella había sido capaz de transformar una imagen en una fotografía y resucitarla. Bravo era como una silla hermosa que ella había deseado una vez, con una pata rota, tambaleante, a punto de caerse.
En el padre Mosto no pensaba en absoluto. Para ella no tenía ninguna importancia excepto como un objeto a través del cual estaba separando a los amantes, aislando a Bravo, dejando al descubierto el punto vulnerable por el cual finalmente ella lo destruiría.
Jenny, apoyada en el parapeto de piedra del puente, fue asaltada por la duda. Estaba en medio de una pesadilla, en gran parte creada por ella. Había estado tan paralizada por sus crecientes sentimientos hacia Bravo y su culpa por no contarle la verdad acerca de sí misma que había permitido que sus instintos se embotasen. Había olvidado quién era y, en consecuencia, se había vuelto vulnerable a un astuto ataque por parte de los caballeros disfrazados de sacerdotes, ya que ésa era la única explicación lógica para lo que había ocurrido. Ahora Bravo estaba en manos de sus enemigos; lo peor había sucedido y la culpa era suya.
Para colmo de males, ella era plenamente consciente de que estaba siendo vigilada. No sabía por quién. Aunque hacía sólo una hora había supuesto que se trataba de Michael Berio, en este momento se negaba a consentir ninguno de esos baches de fe. Lo peor que podía hacer era dejarse guiar por viejas suposiciones. Ahora estaba inmersa en un juego completamente nuevo, y si no era capaz de adaptarse —y de prisa—, la orden lo perdería todo.
Aunque fuese lo último que deseaba hacer en el mundo, tenía que llamar a Paolo Zorzi y reconocer su fracaso. Necesitaba ayuda. Buscó su teléfono móvil y se preparó para la andanada de improperios que él le dedicaría. Entonces se le heló la sangre en las venas; su móvil también había desaparecido.
Cerró los ojos con fuerza tratando de controlar el dolor que sentía en la cabeza y el cuello. Respiró lenta y profundamente, permitiendo que la cuota extra de oxígeno que estaba incorporando hiciera su trabajo. Lo primero era lo primero. Tenía que escapar a la vigilancia de sus enemigos. En Venecia, lo sabía, podía caminar toda la tarde y aun así no estar segura de haber despistado a su perseguidor. No había vehículos que le permitiesen alejarse, y las embarcaciones eran demasiado abiertas y lentas como para servirle de alguna utilidad.
Entonces recordó algo que había leído mientras estudiaba la guía Michelin. Se irguió y miró en todas direcciones, como si no estuviese segura de qué camino seguir… algo que no distaba mucho de la verdad. Cruzó al extremo más alejado del puente y atravesó el pequeño
campo
, girando en una estrecha calle lateral. Allí, entró en una tienda donde vendían máscaras. Mientras el dueño preparaba y envolvía una máscara para un cliente, ella echó un vistazo al interior de la tienda, examinando las filas de máscaras de cuero que colgaban de las paredes. Del mismo modo en que habían hecho los artesanos con el vidrio soplado, el papel marmolado y las sedas de Fortuny, Venecia había elevado la fabricación de máscaras a la categoría de arte. Las máscaras que representaban a distintos personajes, muchos de ellos pertenecientes a la
commedia dell'arte
, se usaban durante la celebración del famoso carnaval, que tradicionalmente daba comienzo el día después de Navidad y se prolongaba hasta el día después del Miércoles de Ceniza. Todas las leyes quedaban suspendidas durante el carnaval, y todo el mundo, clases altas y bajas, se mezclaban en las calles, una práctica nacida del deseo del dux de poder caminar por las calles de su ciudad y visitar a aquellas mujeres con las que deseaba acostarse en el más absoluto anonimato.
Una horda de ojos tristes, narices grotescas y bocas sonrientes la miraban desde las paredes, y era tal la pericia de los artesanos que cada máscara parecía transmitir una emoción: ardor, alegría o amenaza. Había también largos mantos de telas suntuosas, que se denominaban
tabarro
, según le explicó el dueño de la tienda. Cuando los celebrantes se vestían con esos mantos, junto con una máscara y una
bauta
, una capucha negra de seda y una pequeña capa de encaje, podían pasar junto a su propia esposa o hija sin ser reconocidos.
Cuando el hombre quiso saber en qué podía ayudarla, Jenny le preguntó cómo llegar a Rio Trovaso, que, según resultó, se encontraba más cerca de lo que ella pensaba. Luego abandonó la tienda a regañadientes, como si abandonase una fiesta llena de nuevas y fascinantes amistades.
No le resultó difícil encontrar Rio Trovaso, y siguió la calle hasta el cruce con Rio Ognissanti. Al girar en la esquina se topó con el Squero, uno de los pocos astilleros que quedaban en la ciudad donde se construían y reparaban las omnipresentes góndolas que surcaban los canales venecianos. El astillero consistía en tres edificios de madera —algo poco habitual en Venecia— y un pequeño muelle que se extendía delante del propio taller.
Jenny entró sin vacilar. Uno de los venenos de Venecia actuaba ahora en su provecho. Mediante una generosa suma de dinero consiguió un atuendo de trabajador del astillero. El maestro carpintero que dirigía los trabajos en el Squero no le hizo ninguna pregunta; toda la respuesta que necesitaba estaba contenida en los euros que ella depositó en la palma de su mano extendida. El atuendo incluía una gorra bajo la cual escondió el pelo largo. La visera bajada sobre la frente ayudaba a ocultar parte del rostro pero, como medida adicional, Jenny cogió un trozo de carbón del taller, se tiznó las mejillas y a continuación lo hizo girar entre las manos para oscurecerlas también.
Por otra suma incluso más pequeña consiguió que el maestro carpintero la condujese a través de un pasadizo al edificio contiguo, que era donde vivían los empleados del astillero. El hombre la acompañó a través de la planta baja y ambos salieron del edificio por una puerta lateral, caminando varias manzanas con ella como si fuese uno de los miembros de su personal. Entraron en un café y el hombre se marchó minutos más tarde.
Jenny, con su nuevo disfraz, salió del café y echó a andar aparentemente sin rumbo. En realidad, estaba comprobando si alguien la seguía, volviendo lentamente sobre sus pasos, girando y volviendo a girar en calles que ahora le resultaban tan familiares como las de su ciudad natal, hasta asegurarse de que nadie la seguía.
Luego regresó a la zona de la iglesia de l'Angelo Nicolò en I Mendicoli, donde se detuvo un momento para estudiar los alrededores. La calle estaba dominada por la policía y grupos de turistas curiosos. Obviamente, ya habían descubierto el cuerpo sin vida del padre Mosto.
Se preguntó si los caballeros mantenían vigilada la zona. Ellos la habían perdido, de eso estaba segura; ¿mantendrían algunos hombres allí? Jenny pensó que no. Los caballeros sabrían que ella, al haber perdido a Bravo, no tendría ninguna razón para regresar a la iglesia. Imaginó que estarían explorando una sección circular de la ciudad, aumentando progresivamente el radio de la búsqueda a medida que pasaba el tiempo y no conseguían dar con ella. De hecho, los caballeros se alejarían cada vez más de ese lugar.
Echó a andar nuevamente, pasó por delante de la entrada de la iglesia, que estaba atestada de policías y personal del departamento forense. Luego giró en la esquina y se dirigió a la calle siguiente. En la entrada de Santa Marina Maggiore se detuvo y, usando la campana de latón empotrada en la pared de estuco junto a la puerta de madera color azul índigo, se anunció.
Si la primera acción había sido librarse de la vigilancia de sus enemigos, la segunda era encontrar refugio y ayuda. Y a Jenny no se le ocurrió un mejor lugar para ello que con las monjas de Santa Marina Maggiore.
La puerta se abrió casi al instante y se encontró frente a un rostro ovalado y pálido en el que se mezclaban el miedo y la suspicacia.
—¿Qué desea,
signore
?
La monja era joven; el horror vivido en la puerta de al lado hizo que su pregunta fuese anormalmente abrupta y casi hostil.
—Necesito ver a la madre abadesa —dijo Jenny.
—Lo siento,
signore
, pero hoy es imposible. —La monja no pudo evitar desviar la mirada hacia la calle en dirección al costado de la iglesia—. La abadesa está muy ocupada.
—¿Dejaría a un suplicante en la entrada del convento?
—Tengo órdenes —dijo obstinadamente la joven monja—. La abadesa no puede ver a nadie.
—Ella debe verme a mí.
—¿Debe verla?
Ante el sonido de esa voz más profunda y madura, la joven monja se sobresaltó y, volviéndose, vio que había otra monja de pie junto a ella.
—Eso será todo, sor Andriana. Ahora puede ocuparse del jardín.
—Sí, madre.
Sor Andriana hizo una pequeña reverencia y con una mirada aterrada por encima del hombro se alejó a toda prisa.
—Pase, por favor —dijo la monja mayor—. Debe disculpar a sor Andriana, es muy joven, como puede ver, y es una
converse
. —Su voz era grave, casi masculina. Era una mujer alta y delgada, con las caderas estrechas de un muchacho, y parecía deslizarse a través de las lajas de piedra gracias a un misterioso medio de locomoción—. Mi nombre es sor Maffia di Albori. Soy una de las
madri di consiglio
, el consejo rector de Santa Marina Maggiore.
En el momento en que Jenny atravesó el umbral, sor Maffia di Albori cerró la puerta y volvió a colocar el enorme y antiguo cerrojo. Sin pronunciar palabra, condujo a Jenny hasta una fuente de piedra, debajo de la cual había una pila de agua fresca.
—Lávese la cara, por favor —dijo sor Maffia di Albori.
Jenny obedeció, se inclinó y recogió agua con las manos ahuecadas para lavarse el tizne de carbón de las mejillas. Cuando se volvió, sor Maffia di Albori le dio un pedazo de muselina sin teñir, que usó para secarse el rostro.
—Quítese la gorra, por favor. —Cuando Jenny lo hizo, la monja dejó escapar un sonido ronco—. Ahora ya puede presentarse como corresponde.
—Me llamo Jenny Logan.
—¿Y de quién o de qué estás huyendo, Jenny Logan?
Sor Maffia di Albori no era una mujer hermosa. No necesitaba la belleza, ya que poseía un rostro poderoso con una gran nariz romana, pómulos prominentes y una barbilla que se proyectaba como la hoja de una espada.
—De los caballeros de San Clemente —dijo Jenny—. Dos o más de sus agentes se infiltraron en la iglesia y asesinaron al padre Mosto.
—¿No me digas? —Sor Maffia di Albori estudió a Jenny con los ojos hundidos y curiosos de una intelectual—. ¿Y te arriesgarías a adivinar cuál fue el método empleado para asesinar al padre Mosto?
—No tengo que adivinarlo, yo lo vi —dijo Jenny—. Le habían cortado el cuello.
—¿Y el arma del crimen? —preguntó sor Maffia di Albori fríamente.
—Un cuchillo… una navaja de resorte con mango de madreperla, para ser exactos.
Sor Maffia di Albori dio un paso decidido hacia ella.
—¡No me mientas, jovencita!
—Lo sé porque es mi cuchillo. Alguien me lo robó.
Le explicó brevemente a la monja lo que le había ocurrido.
La
madre di consiglio
escuchó su relato inexpresivamente y sin hacer ningún comentario. Jenny podría haber estado contándole cómo había perdido los dos euros que sor Maffia di Albori le había dado para que comprase una botella de leche.