—¿Y por qué decidiste venir a Santa Marina Maggiore, Jenny Logan?
—Necesito ayuda.
—¿Y qué es lo que te hace pensar que puedes encontrarla aquí?
—Me dijeron que debía preguntar por el Anacoreta.
Entre ambas se hizo un silencio mortal.
—¿Quién te dijo eso?
—El Plomero.
El rostro de la monja pareció volverse blanco como la harina. Le llevó un momento reponerse.
—¿Tú eres «esa». Jenny?
—Sí.
—Debes esperar aquí —dijo entonces sor Maffia di Albori—. No te moverás ni hablarás con nadie salvo conmigo, aunque alguien se dirija a ti, ¿entendido?
—Sí, madre —dijo Jenny con la misma docilidad que sor Andriana.
—No eres
converse
y tampoco
monache da coro
. No estás obligada a dirigirte a mí como madre.
—Aun así, lo haré, madre.
La
madre di consiglio
asintió
.
—Como quieras.
Se volvió, pero no antes de que Jenny alcanzara a percibir un ligero brillo de placer en sus ojos.
Jenny, sola en la antecámara oscura y mohosa, permaneció en silencio, esperando como le habían ordenado. En la habitación no había ventanas, y el escaso mobiliario —dos sillas y un sofá— tenía un aspecto incómodo y desagradable, como si hubiese sido fabricado para la sala de visitas de una prisión. El suelo era un mosaico que representaba la Crucifixión, desteñido ahora por el paso del tiempo y quizá el agua de la laguna. Aun así, era evidente que sólo se habían utilizado los colores más apagados, ya que en el convento los tonos brillantes eran considerados indecorosos y debían ser evitados. En tres de los lados, unas arcadas conducían a un interior aún más oscuro.
Unas voces comenzaron a cantar en la distancia, mientras la sexta, la oración del mediodía, flotaba a través del convento de monjas. Como siempre, su mente estaba ocupada por Dexter. Él fue él quien le habló de Santa Marina Maggiore, quien le dijo que debía preguntar por el Anacoreta. Dexter era el Plomero; así era, le había confiado, cómo le llamaban las monjas del convento de Santa Marina Maggiore. Cuando ella le preguntó la razón de ese nombre, Dexter la había obsequiado con esa sonrisa sesgada y burlona que a ella tanto la cautivaba.
—Como tantas otras cosas, procede del latín y significa plomo —le había dicho él—. En tiempos medievales, los techos se emplomaban, de modo que los plomeros eran constructores de techos. Las monjas de Santa Marina Maggiore me llaman el Plomero porque creen que yo sostenía el techo encima de sus cabezas.
—¿Y lo hacías? —había preguntado ella.
Otra vez esa sonrisa burlona y sesgada se dibujó en sus labios.
—En cierto sentido, supongo, con dinero… y con mi fe en ellas.
Evidentemente, Jenny quería saber más, pero no le había preguntado, y él tampoco le había contado nada. Ahora, contra todo pronóstico, allí estaba, en Santa Marina Maggiore, pidiendo ver al Anacoreta, sin saber siquiera quién o qué era. Pero así era como siempre habían sido las cosas entre Dexter y ella, se dijo: él decía algo y ella lo tomaba como un artículo de fe, desde… Pero no quería pensar en eso ahora y, con una violenta torsión mental, orientó sus pensamientos en otra dirección.
Abrió los ojos. Debajo de sus pies, los ojos tristes de Jesús le imploraban. ¿Qué era lo que le pedía? Fe, por supuesto. Para un católico con fe la vida era muy simple. La frase «Ten fe, es la voluntad de Dios» cubría cualquier situación, no importaba cuán terrible pudiera ser. La vida, no obstante, era cualquier cosa menos simple, y a ella le parecía que las trivialidades que escapaban de los labios de los sacerdotes eran como pompas de jabón, incapaces de sostenerse a sí mismas, desapareciendo casi al mismo tiempo en que eran pronunciadas.
La plegaria del mediodía ya casi había acabado cuando sor Maffia di Albori regresó a la pequeña antecámara. Sus mejillas estaban sonrojadas, como si se hubiese apresurado en volver.
—Ven conmigo, Jenny —dijo.
La joven obedeció a la
madre di consiglio
. Después de pasar por debajo del arco central, sor Maffia di Albori atravesó una puerta y salió a un pórtico sostenido por delicadas columnas de piedra caliza clara con capiteles trebolados. El pórtico descendía hasta un jardín cuadrado, dividido en cuatro parcelas iguales, cada una de ellas con diferentes plantas. En una se cultivaban hierbas verdes, en otra había una pequeña higuera, un limero y un peral. En la tercera alcanzó a ver las cabezas de zanahorias y remolachas, junto con las pieles brillantes y oscuras de berenjenas y los bordes arrugados de la achicoria, mientras que la cuarta contenía una serie de diminutas y complejas plantas con hojas que no pudo identificar.
Era en esa parcela donde estaba trabajando sor Andriana, arrodillada y revolviendo la tierra con un desplantador, quitando semillas, recortando cuidadosamente las plantas. La joven monja no alzó la vista cuando pasaron junto a ella, pero Jenny se percató de que sus hombros se tensaban, y sintió una punzada de compasión por la muchacha.
Los senderos entre las distintas secciones formaban una cruz cuyo centro atravesaron en dirección a las habitaciones privadas de Santa Marina Maggiore. Jenny estaba lo bastante familiarizada con los conventos como para saber que le estaban concediendo un honor, ya que normalmente a ningún extraño se le permitía el acceso a las habitaciones interiores.
—Es mejor que te prepare para tus entrevistas —dijo sor Maffia di Albori con su voz sobria y vagamente masculina—. Tal vez sepas que la mayoría de las monjas de Venecia proceden de las clases altas de la sociedad. La sociedad interior, nuestra sociedad, está formada a lo largo de líneas estrictamente jerárquicas. Están las
monache da coro
, las monjas del coro, aquellas de noble cuna, y luego están las
converse
, las monjas socialmente inferiores. Así era en el año 1500 y así sigue siendo en nuestros días.
Para entonces ya habían cruzado el jardín y pasado debajo de otro arco más grande, el portal que daba acceso a los terrenos enclaustrados del convento propiamente dicho. Esta parte de la estructura del edificio estaba muy alejada de la calle, más próxima a la iglesia de lo que Jenny habría imaginado. Pero la arquitectura veneciana tenía una forma especial de imitar las calles de la ciudad, que a menudo giraban sobre sí mismas. Era inevitable que uno acabara perdiéndose en Venecia: era algo que formaba parte de las agradables peculiaridades de la ciudad.
La oración del mediodía había concluido, y en el interior del edificio reinaba un profundo silencio, apenas con la leve sugerencia de ecos que llegaban hasta ellas de vez en cuando, como el suave oleaje de las aguas de la laguna contra los antiguos pilotes.
Desde una diminuta antecámara de forma ovalada accedieron a un corredor largo y estrecho, carente de todo adorno y color. El techo era abovedado y había lámparas eléctricas en nichos excavados en la pared donde antaño debían de haber ardido las velas.
En un momento dado pasaron junto a lo que parecía ser un perchero, una larga barra de madera en la que habían atornillado una serie de ganchos de hierro forjado. De cada uno de esos ganchos colgaba una delgada correa de cuero, uno de cuyos lados estaba toscamente cubierto con tela de crin.
Jenny, incapaz de reprimir su curiosidad, estiró la mano para tocar una de las correas, pero sor Maffia di Albori se la apartó.
—Pertenecen a las monjas, son privadas. —Sus ojos oscuros miraron fijamente a la joven durante un momento—. No lo sabes, ¿verdad? —Descolgó una correa de uno de los ganchos y la sostuvo por uno de sus extremos—. Esto es lo que llamamos una disciplina. En realidad, es un mayal. La disciplina se usa periódicamente, todas las noches en cuaresma y, en Adviento, tres veces por semana. En otros momentos del año, dos veces al mes. —Con un hábil movimiento de la muñeca, el mayal se arqueó por encima de su cabeza y, con un restallido, la golpeó en la espalda—. Pareces horrorizada, pero es un proceso imperativo para liberar las tensiones internas del cuerpo. Al igual que sucede con el ayuno, prepara mejor al espíritu para la devoción.
Con una suerte de reverencia, sor Maffia di Albori volvió a colgar la correa en el gancho.
—Antes de continuar, es importante que entiendas una cosa. Venecia, en muchos sentidos, sigue siendo una ciudad medieval. Es una ciudad que muestra escaso interés en el mundo moderno. Aquí el tiempo parece haberse detenido y estamos agradecidos por ese regalo. Si no eres capaz de entenderlo, Venecia seguramente te derrotará.
Con esas palabras finales, sor Maffia di Albori giró sobre sus talones y continuó a través del corredor.
Jenny echó un último vistazo a la correa de cuero que se balanceaba en su gancho antes de seguir a la
madre di consiglio
hasta el final del pasillo, donde continuaron por otro corredor que discurría en perpendicular al anterior, como la cabeza de la letra T.
Cuando torcieron a la izquierda, sor Maffia di Albori dijo:
—Yo pertenezco a la noble casa de Le Vergini. Seguí a mis dos tías y tres hermanas a este convento, y ellas estaban presentes cuando tomé los hábitos. —Se volvió hacia Jenny—. Cuando nací, mis padres se hicieron la misma pregunta que se hacen todos los padres de una hija:
maritar o monacar
? ¿Me casaría o me convertiría en monja? —El tono de su voz era impasible, práctico—. Yo no tenía mal genio ni estaba deformada por el parto, una enfermedad o un accidente. Pero puedes ver mi cara, ¿qué hombre me hubiese querido por esposa? Además, en ese sentido yo tenía muy poco interés por los hombres. No tenía más alternativa que tomar los hábitos, y así, con una modesta dote, me casé con Jesucristo. No me importó, pero no era extraño que las familias con muchas hijas obligasen a algunas de ellas a ingresar en conventos de monjas como una forma de ahorrarse el pago de dotes mucho más cuantiosas a los potenciales esposos.
La sombra de una sonrisa asomó a los labios de sor Maffia di Albori.
—Parece que he adquirido la costumbre de escandalizarte.
—No es eso; debo decirle que siento una cierta afinidad.
—¿Con una monja? Pero tú eres un guardián.
—Vivo en el Voire Dei. Sospecho que el Plomero debió de hablaros de…
—Oh, sí. —Sus labios fruncidos, exangües ahora, tenían un color casi blanco.
—El mundo exterior me resulta tan ajeno como para vos y vuestras hermanas monjas.
—¿Es eso lo que piensas, Jenny? —La
madre di consiglio
hizo un curioso gesto que podría haber significado cualquier cosa—. De acuerdo. Entonces es mejor que hayas venido a visitarnos. Ahora debemos ir a ver al Anacoreta.
—¿Quién es el Anacoreta? —preguntó Jenny.
Sor Maffia di Albori se llevó un índice admonitorio a sus labios finos y blancos.
—No soy yo quien debe ilustrarte en esa cuestión. —Se volvió y continuó andando por el corredor—. Pronto podrás verlo por ti misma.
A Jenny esas palabras le parecieron un pronunciamiento innecesariamente melodramático. Sintió la ausencia de Bravo con mayor intensidad aún; él seguramente sabía quién era el Anacoreta. A medida que avanzaban por el corredor, Jenny era consciente de la creciente oscuridad que la rodeaba: la luz del sol jamás había penetrado en esa parte del convento. Normalmente no era propensa a sentir claustrofobia, pero tenía la inquietante impresión de que allí las paredes eran más gruesas y, peor aún, que se inclinaban hacia el interior, tratando de clausurar esa sección del edificio para siempre. El silencio era anormal, incluso el sonido de sus pisadas estaba curiosamente amortiguado, como si algo invisible estuviese tratando de ahogarlo.
Por fin alcanzaron lo que parecía ser el extremo más lejano del corredor, un callejón sin salida, como si los constructores, exhaustos después de haber llegado tan lejos, se hubiesen rendido. Y más curioso aún, no había ninguna puerta, sólo tres ventanas con barrotes: una en la pared izquierda, otra en la derecha y una justo delante.
La luz era muy débil y sor Maffia di Albori cogió una antorcha de uno de los nichos y la encendió. La luz proyectada por la llama oscilante reveló un corredor de ladrillos en lugar de bloques de piedra, como en los anteriores.
Sor Maffia di Albori levantó la antorcha a medida que se acercaba a la reja de hierro de la ventana que tenía delante.
—Ven, Jenny —dijo, haciendo una seña—, debes acercarte. Más cerca aún. Ahora mira hacia el interior y preséntate al Anacoreta.
Jenny hizo lo que le indicaba la monja, aproximándose a la ventana hasta que su nariz casi topó con los barrotes de hierro de la reja. Cierta peculiar cualidad de la llama le permitió ver un crucifijo en la pared al otro lado de la celda. Había un catre y un antiguo lavamanos, nada más. Excepto las sombras.
De pronto, una de las sombras se movió y Jenny retrocedió, sobresaltada. Pero sintió la mano sorprendentemente fuerte de sor Maffia di Albori entre sus omóplatos que la empujaba hacia adelante. Entonces, la sombra animada apareció a la luz de la llama y Jenny se quedó sin aliento.
—Puedo imaginar la enorme presión a la que se ha visto sometido —le dijo Jordan Muhlmann al cardenal Félix Canesi. Ambos se encontraban en el exterior de la suite especialmente acondicionada del hospital en el ala privada y protegida dentro de la Ciudad del Vaticano—. Estar al corriente de las necesidades del pontífice, ocuparse de la prensa, disipar los alarmantes rumores de que Su Santidad se encuentra al borde de la muerte, celebrar conferencias de prensa, crear «nuevos» discursos uniendo fragmentos de los comentarios no publicados del pontífice, además de tranquilizar a nuestros amigos del concilio interno.
El cardenal Canesi sonrió.
—Todo discurre fluidamente y, si Dios quiere, así continuará si usted cumple su parte.
—¿Cómo podría no hacerlo? —dijo Jordan, sonriendo a su vez—. La relación especial que existe entre la Santa Sede y mi organización se ha mantenido durante siglos.
—Sí. Fue el Vaticano el que creó a los caballeros de San Clemente, fue el Vaticano el que suscribió sus misiones. Ustedes nos sirven a nuestra voluntad.
El tono de las palabras del cardenal Canesi no era en absoluto amenazador, pero eso no era necesario. Él sostenía el peso de la historia y la tradición sagrada en la palma de la mano. Sólo quería asegurarse de que Jordan sabía cuál era la mano que le daba de comer.