—Tú eres Braverman —dijo, sosteniendo la moneda de oro entre el pulgar y el índice—. El hijo de Dexter.
—Así es.
Bravo recuperó la moneda.
—Te reconocí por una fotografía que me dio tu padre. —El padre Mosto asintió—. Ahora vendrás conmigo y hablaremos.
Cuando Jenny hizo un intento de acompañar a Bravo, el sacerdote alzó la mano.
—Esto es entre el custodio y yo. Puedes quedarte delante de la puerta de mi rectoría si lo deseas.
Los ojos de Jenny reflejaron su ira.
—Fui asignada a Bravo por el propio Dexter Shaw, y debo acompañarlo a todas partes.
Un cúmulo de emociones parecieron congregarse en el rostro del padre Mosto.
—Eso es simplemente imposible —repuso con brusquedad—. Obedecerás las órdenes. Cualquier otro guardián no necesitaría que le recordasen cuáles son sus obligaciones.
—Ella tiene razón, padre Mosto —intervino Bravo—. Lo que yo tenga que oír ella también lo oirá.
—No, eso no está permitido. —El sacerdote cruzó los brazos sobre su amplio pecho—. Nunca.
—Fue el deseo de mi padre y mi elección. —Bravo se encogió de hombros—. Pero si usted insiste, nos marcharemos de aquí y…
—No, no debes hacer eso. —Un pequeño músculo había comenzado a agitarse en la mejilla del sacerdote—. ¿Sabes por qué no debes hacerlo?
—Lo sé —dijo Bravo—. Pero lo haré de todos modos, puede estar seguro.
El padre Mosto lo miró con cierta beligerancia en el rostro.
Bravo se volvió y, acompañado de Jenny, comenzó a alejarse por el pasillo central de la nave.
—Braverman Shaw —lo llamó el padre Mosto a sus espaldas—. Tal vez no estás tan familiarizado con las tradiciones de la orden. Las mujeres no tienen lugar en…
Vio que los dos continuaban alejándose de él y, cuando volvió a hablar, en su voz había un tono quejumbroso.
—No hagas eso, te lo ruego. Va contra nuestras tradiciones más antiguas.
Bravo se volvió.
—Entonces quizá ha llegado el momento de reconsiderar qué es tradición y qué es rutina, qué es útil y qué es lo que nunca debería haber existido.
El rostro del sacerdote estaba oscuro como el hollín, y se balanceó ligeramente sobre sus pies, que eran pequeños como los de una chica.
—Esto es monstruoso. No pienso tolerarlo. Estás extorsionando…
—No estoy extorsionando a nadie —dijo Bravo tranquilamente—. Sólo estoy sugiriendo otra manera de enfocar esta situación, como habría hecho mi padre si estuviese en mi lugar.
El padre Mosto se rascó la barba con sus dedos torcidos al tiempo que sus ojos ponzoñosos se posaban en Jenny.
—¿Dónde está su alardeada compasión cristiana, padre Mosto? —preguntó ella.
Bravo se sobresaltó, seguro de que Jenny había alterado el delicado equilibrio que él había conseguido crear con tanto esfuerzo. Pero luego miró el rostro del sacerdote y advirtió una sutil relajación en sus facciones. Como cualquier mortal, el padre Mosto no era inmune al halago. Además, Jenny había escogido el momento justo para abrir la boca. El padre Mosto vio que no era tan tonta o sumisa como había imaginado. Bravo comprendió, entonces, cuán inteligente era su compañera. Jenny había estado siguiendo cada matiz de la conversación y supo el momento exacto en que el sacerdote se encontraba al borde del asentimiento. Todo lo que quedaba por hacer entonces era una afirmación por parte de ella que corroborara la posición de Bravo.
En el rostro del padre Mosto se asentó lo que, quizá, era una expresión de resignación.
—Venid conmigo, los dos —dijo ásperamente, y acto seguido los condujo a través de una puerta profusamente pintada que se encontraba en la parte trasera de la iglesia y que era, de hecho, parte de una pintura mural. Era tan pequeña que Bravo tuvo que agachar la cabeza.
Un momento después se encontraban en un corredor descendente que debía de discurrir junto al canal, porque cuanto más avanzaban, más húmedo era el lugar. Aquí y allá, el agua se filtraba a través de los enormes bloques de piedra. A su izquierda apareció una puerta, justo antes de que el corredor alcanzara su punto más bajo. Allí había un desagüe de metal incrustado en la piedra desde el que emanaba el olor fétido de las aguas servidas.
El padre Mosto hizo girar una llave en la puerta que daba acceso a la rectoría y, abriendo la pesada hoja de madera tachonada de hierro, dio un paso a través del umbral. Jenny, sin embargo, estaba mirando hacia el final del corredor.
—¿Qué hay más allá? —preguntó.
Cuando resultó evidente que el padre Mosto no iba a responder a la pregunta, Bravo la repitió.
—Santa Marina Maggiore —el sacerdote se dirigió a Bravo con los labios fruncidos.
—El convento de las monjas —dijo Jenny.
—Nadie puede entrar allí —dijo el padre Mosto, cuando Jenny entró en la rectoría, el sacerdote ya estaba sentado detrás de su escritorio, un mueble de madera bastante ornamentado para tratarse de un hombre de Dios. Una de las paredes estaba ocupada por un gran armario de roble, sus puertas talladas cerradas con cadenas y candados. Las otras únicas piezas de mobiliario eran un par de sillas de respaldo alto y aspecto incómodo de una madera casi negra. Sobre la cabeza del padre Mosto pendía una talla de Jesús en la cruz. Debido a la ausencia total de ventanas, la habitación, que olía a resina e incienso, resultaba absolutamente claustrofóbica.
—Me temo que tengo malas noticias que darte —dijo—. La salud del papa se ha deteriorado rápidamente.
—Entonces tengo menos tiempo del que pensaba —comentó Bravo.
—Así es. Con todo el respaldo de la camarilla del Vaticano, los caballeros de San Clemente son quienes dominan la situación en este momento, de eso no cabe la menor duda. —El padre Mosto se mesó la barba—. Puedes comprender por qué me inquieté tanto cuando decidiste marcharte. Tú eres la única esperanza de la orden. La protección de nuestros secretos es lo que nos salvará. Los secretos son nuestro poder, nuestro futuro… son la propia orden. Sin ellos, dejaremos de existir, nuestros contactos se esfumarán, y los caballeros de San Clemente saldrán victoriosos de esta batalla. —Hizo una mueca—. Estoy seguro de que adviertes la ironía de la situación. Nosotros comerciamos con nuestros secretos para poder hacer nuestra labor, pero también para defendernos. Hasta que hayas encontrado el lugar donde se guardan los secretos, no podremos utilizar nuestros contactos para que nos ayuden a repeler el ataque de los caballeros.
—Hay algo que debe explicarme —dijo Bravo—. Jenny me ha asegurado que ahora la orden es secular, apóstata, y que lleva siéndolo desde hace algún tiempo. No obstante, aquí estamos, hablando con un sacerdote, no con un hombre de negocios o un funcionario del gobierno como era mi padre.
El padre Mosto asintió.
—Se debe completamente a tu padre. Mientras que otros miembros de la Haute Cour se alejaron de la parte religiosa de la orden, tu padre no lo hizo. Fue él quien se encargó de mantener nuestra centenaria red viva y floreciente.
—Quiere decir que mi padre mantenía secretos incluso ante la Haute Cour.
—Tu padre estaba en lo cierto cuando abogaba por la reinstauración de un
magister regens
. Él miraba hacia un campo más amplio y veía un nivel más alto que sentía de manera urgente que debería ser la misión de la orden.
—¿Qué era lo que mi padre quería que hiciera la orden?
—No tengo ni la más remota idea. Él nunca me lo dijo y, como puedes imaginar, mis contactos con los demás miembros de la Haute Cour son prácticamente inexistentes.
Bravo asintió.
—Ojalá mi padre estuviera aquí. Ahora la orden está siendo atacada desde el exterior y también desde el interior.
—El traidor, sí. Los miembros de la orden se hacen cargo de los errores que han cometido sus líderes.
—Demasiado tarde para mi padre.
—Ah, hijo mío, todos tenemos una enorme deuda con Dexter. Era un hombre profético. —El padre Mosto apoyó una mano sobre el hombro de Bravo—. Es posible que la orden esté en crisis, Braverman, pero si puedes llevar a cabo la misión de tu padre, si podemos sobrevivir a esta terrible situación, estoy seguro de que, por fin, se producirá un verdadero cambio. —Hizo un gesto con la mano—. Pero estoy olvidando mis modales. Por favor, tomad asiento.
Las sillas eran tan incómodas como sugería su aspecto. Bravo y Jenny se acomodaron lo mejor que pudieron en sus respectivos asientos. A pesar de su ira, de su análisis de la nueva información, Bravo no perdía de vista su cometido. Tomó nota mentalmente de que debía llamar a Emma en cuanto pudiese. Tal vez hubiese conseguido alguna pista acerca del topo, pero tan pronto como lo hubo pensado se dio cuenta de que estaba dando palos de ciego. Su hermana sin duda lo habría llamado si hubiese hecho el más mínimo progreso en ese sentido.
El sacerdote extendió las manos.
—Supongo que te han dicho que la orden vino aquí por el eterno enfrentamiento entre Venecia y Roma, y eso es verdad, en cierto modo. —Se inclinó hacia adelante con las manos apoyadas en el escritorio y las yemas de los dedos unidas—. Existía, no obstante, otra razón mucho más perentoria. Para entenderla debemos retroceder hasta el año 1095, cuando se organizó la primera cruzada.
»Venecia es recordada casi exclusivamente como una ciudad-estado de extraordinarios políticos y es verdad… nuevamente, a su manera. «Proteged del tiempo tormentoso, oh, Señor, a todos vuestros fieles marineros, a salvo de súbitos naufragios y de las malvadas, insospechadas artimañas de sus arteros enemigos». —Su dedo índice oscilaba adelante y atrás—. «Arteros enemigos», ¿lo ves? Ya entonces. Pero me estoy adelantando.
»La oración que acabo de recitar está recogida en las primeras historias de La Serenissima, pronunciada el Día de la Ascensión, cuando los dux de Venecia se desposaban con el mar. Porque los venecianos eran, por encima de todas las cosas, un pueblo navegante.
»Cuando Roma llamó a todas las espadas disponibles para que viajaran a Tierra Santa, cualquiera podría haber pensado que aquellos que respondieron a la llamada eran personas religiosas que deseaban ganarse su paso a la otra vida. Pero no fue así, los soldados del Señor eran sólo un puñado; la inmensa mayoría de aquellos que cogieron sus armas para luchar por Roma eran oportunistas que vieron en la inminente matanza en masa una posibilidad de adueñarse por la fuerza de las armas de feudos, estados, incluso imperios en el Levante, como llamaban entonces a Oriente Medio.
El padre Mosto alzó una mano.
—Sé que ambos estáis familiarizados con esta época, pero os ruego que seáis indulgentes conmigo por unos momentos.
Se levantó y rodeó el escritorio para colocarse delante de Bravo y Jenny. Era evidente que disertando el padre Mosto se sentía en su elemento. Tanto su porte como su manera de hablar eran claramente anticuados, como si hubiese llegado de muchos siglos atrás.
—Los dux de Venecia fueron inicialmente tan codiciosos como sus rivales de Génova, Pisa y, más tarde, Florencia, para adquirir bases en Tierra Santa. Es decir, hasta que fueron aconsejados por miembros de la orden, quienes señalaron que sería mucho mejor dejar que otros lucharan y muriesen por tierras extranjeras. Su sabio consejo fue éste: mientras vuestros rivales luchan por la tierra, vosotros debéis utilizar vuestras armadas para controlar el mar. ¿El mar?, dijeron los dux. ¿Por qué habríamos de querer controlar un lugar tan vasto e inhóspito? Porque, les dijimos, cuando controláis el mar, también controláis el comercio, no solamente en el Adriático, sino en todo el mar Medio, que hoy llamamos Mediterráneo. Con vuestra invencible armada cobraréis impuestos a todos los barcos que lleguen a Italia desde cualquier país, regularéis el comercio para beneficiar el negocio veneciano y, de ese modo, obtendréis términos comerciales más favorables para vuestros comerciantes, quienes prosperarán sin importar cuál sea el resultado de las guerras.
»La orden, por supuesto, tenía sus propias razones para querer que Venecia controlase el comercio en el Mediterráneo. Queríamos contar con una travesía segura desde y hacia el Levante, porque ya teníamos en nuestro poder algunos secretos que apuntaban a otros, mucho mayores, que estaban enterrados o habían sido escondidos en zonas del
Oltremare
.
—Sí, sí —dijo Bravo—. Chipre, Siria y Palestina.
—Oh, no, no sólo allí, sino también a lo largo de la costa meridional del mar Negro, en Trebisonda.
El sacerdote se aclaró la garganta, lo que significaba que no le importaba que lo interrumpiesen.
—Fuimos tan persuasivos que, durante cuatrocientos años, Venecia persiguió el único objetivo de conseguir la supremacía en el mar. No podían utilizar bloqueos porque, en aquellos tiempos, los barcos no eran construidos ni aprovisionados para permanecer en alta mar durante períodos de tiempo muy prolongados, de modo que decidieron concentrarse en lo que sabían: escoltar a sus barcos mercantes de puerto en puerto y asolar los puertos enemigos y las rutas comerciales según la táctica de atacar y huir.
»Mediante la sugerencia de que utilizaran los mástiles de sus buques de guerra como torres de asedio, fue la orden la que ayudó a los caballeros de las cruzadas a tomar Constantinopla; gracias al conocimiento esotérico de la tierra que se extendía más allá de
Oltremare
, fue la orden la que ayudó a los hermanos venecianos, Nicolò y Matteo Polo, padre y tío de Marco. Habiéndonos enterado a través de nuestra red de contactos en las altas esferas de que los genoveses se habían aliado con los griegos, quienes habían sojuzgado anteriormente la región de Levante, para reconquistar Constantinopla, ellos alentaron a los Polo y a todos los venecianos que pudieron a que abandonasen la ciudad. Aquellos a los que no pudieron encontrar o no quisieron hacer caso de sus advertencias fueron hechos prisioneros y tratados como piratas: se los dejó ciegos o bien les cortaron la nariz.
»Un traidor ayudó a los griegos en su exitoso ataque a Constantinopla y, menos de un siglo más tarde, fue otro traidor dentro de la corte de David Comneno, emperador de Trebisonda, quien provocó que la ciudad cayese en manos de los otomanos. Nosotros también estábamos allí el día que cayó Trebisonda, y nos llevamos algunos secretos incomparables del lugar.
—Todo eso es realmente fascinante —dijo Bravo—, pero he venido aquí por una razón. ¿Dónde está…?
El padre Mosto se bajó del borde del escritorio y levantó la mano.