Bravo alzó la vista hacia el corazón oscuro de las montañas iluminadas con farolas y pudo sentir la forma, el peso de la historia de Trabzon. Cuando, en 1204, Constantinopla cayó ante los ejércitos europeos como consecuencia de la cuarta cruzada, tres pequeños imperios griegos surgieron de esa debacle: Nicea, Epiro y Trebisonda. Alejo I, nieto del emperador bizantino Andrónico I Comneno, convirtió Trebisonda en el centro más importante y rico de los tres. Lo que los emperadores Comneno vieron en el momento en que ellos y sus ejércitos llegaron a Trebisonda fue la ubicación casi mágica de la ciudad. Situada en el comienzo de la ruta que une la región meridional del mar Negro con Irán, además de alzarse en la entrada del paso de Zigana a través de Erzurum y, por tanto, hacia el interior de Anatolia, su importancia estratégica no era exagerada. De modo que los Comneno se convirtieron en los arquitectos de Trebisonda como un nexo comercial fundamental entre Oriente y Occidente, donde la cristiandad se encontró —y, durante los siglos xiv y xv, chocó violentamente— con el islam, ya que Trebisonda era intensamente codiciada por los griegos, que desarrollaron la «Ciudad Afortunada», los latinos, que comerciaban a través de ella, y los otomanos, que consideraban que se la habían robado ante sus narices.
A través de la hendidura en las montañas oscuras, Bravo imaginó la larga caravana de camellos atezados que serpenteaban en la ciudad por el estrecho y bien defendido valle del Pyxitis, llevando riquezas incalculables a los ansiosos comerciantes y empresarios de Venecia, Florencia, Génova y también del Vaticano, ya que en su época Trebisonda había sido el hogar de muchos sacerdotes guerreros.
El taxi destartalado lo dejó en el hotel Zorlu Harbor, donde había reservado una habitación que daba a las plácidas aguas del mar Negro. La propia noche era profundamente negra, con nubes cargadas y bajas, sin estrellas, sin luna. Los gritos en turco y árabe se mezclaban con los ladridos desesperados de los enflaquecidos perros callejeros. Desde la ventana, Bravo podía ver las embarcaciones que se deslizaban por el agua como si fuese el escenario de un teatro. Abrió la puerta vidriera y salió al balcón, se apoyó en la barandilla y aspiró los exóticos olores de zumaque y mirra, cúrcuma y menta, absorbió la extraña cacofonía de la ciudad. De la puerta abierta de un club situado al borde del mar, la excitación de la música turca, el rasgueo autoritario del
oud
y el
balzouki
. El
staccato
grave de los camiones diésel, la percusión hiperventilada de las pequeñas motos. Luego podían oírse las voces alto y tenor. En las ululaciones, la
toccata
de idiomas que subía y bajaba, podía discernir indicios de arias venecianas, giros bizantinos transportados a Occidente a través de la divisoria de aguas por califas y sultanes, temibles selyúcidas y mamelucos. Oyó lo que podría haber sido la llamada a la oración y levantó la cabeza. Un enorme petrolero negro se alejaba lentamente en dirección al oeste. Al otro lado del mar se encontraba Ucrania, un país incluso más remoto que ése.
Comió un plato de dorada asada con aceite de oliva y menta debajo de una lluvia de orégano. Extrajo la carne blanca del pescado, apartándola de la infraestructura translúcida del esqueleto, una rejilla de ingenuidad matemática. ¿No sería maravilloso —se le ocurrió pensar— crear un código basado en esa rejilla orgánica?
Luego se durmió, aunque no era ésa su intención, acostado en diagonal encima del cubrecama, con las arrugadas ropas puestas, los restos de la cena apilados en el carrito cubierto con un mantel blanco.
Mientras dormía tuvo un sueño, y en ese sueño apareció nuevamente su padre. Dexter estaba en la bañera, el agua corriendo, el vapor elevándose, su cabeza echada hacia atrás, el pelo mojado apartado de su amplia frente. Su padre relajado, pero no vulnerable, nunca vulnerable.
En una ocasión se había afeitado mientras Dexter tomaba su baño.
—Supongo que has leído las noticias de Somalia —había dicho su padre con un tono desapasionado.
—Sí.
Él sabía que su padre se refería a las muertes de
marines
norteamericanos y la posterior supuesta masacre de civiles somalíes que había indignado a algunos miembros de las Naciones Unidas y que la administración estadounidense negaba con vehemencia.
—Acabo de llegar de allí, Bravo. Angola. ¿Quieres conocer la verdad?
—¿El
New York Times
no dice la verdad?
—Ellos cuentan sólo una verdad —dijo Dexter—, igual que
Time
, la CNN, Reuters y todos los demás.
Bravo había dejado la cuchilla de afeitar.
—¿Cuántas verdades puede haber?
—Si una persona cree una historia, ésta se convierte en una verdad… para ella. Por eso la historia es una olla de grillos: es muy difícil determinar lo que ocurrió en oposición a aquello que la gente pensaba que había sucedido, quería que sucediera, sentía que debería haber sucedido. El punto de vista lo es todo, Bravo. El efecto. No lo olvides.
Bravo observó los restos de espuma y pelos que desaparecían por el desagüe.
—¿Qué ocurrió en Somalia, papá?
—Nos patearon el culo, eso fue lo que ocurrió. Los generales cometieron un terrible error de cálculo. Exceso de orgullo, Bravo. Les pasó a los romanos y nos pasó a nosotros. Creíamos que éramos invencibles, creíamos que los somalíes eran unos soldados inferiores. Entonces nos zurraron y, como el secretario de Defensa se cabreó, masacramos a miles de ellos de forma indiscriminada. Su delito fue ser somalíes, y nos aseguramos de que muriesen por ello.
—O sea que el embajador Perry estaba mintiendo cuando negó…
—Perry se estaba comportando como el fiel portavoz de la administración. Él contó la verdad tal como la habían escrito los cerebros grises del presidente.
Bravo se había vuelto hacia su padre.
—¿Estás seguro de eso?
Dexter gesticuló con un brazo cubierto de espuma.
—Compruébalo por ti mismo.
Vio una carpeta negra sobre la tapa cerrada del váter y, después de secarse las manos, la abrió. Dentro de la carpeta había seis fotografías, imágenes aéreas tomadas desde un avión, de cadáveres, montañas de cadáveres. Cadáveres somalíes, no sólo soldados, sino también civiles. Había algo repugnante en esa visión deforme, la indiferencia ante la catástrofe humana. Bravo se dio cuenta de que le temblaban las manos.
—Eres la última persona que verá esas fotografías —dijo Dexter—. Dentro de diez minutos las convertiré en cenizas.
Él había levantado la vista y mirado a su padre.
—¿Por qué me las has mostrado?
Dexter se sentó en la bañera con el agua chorreándole por los hombros y el pecho.
—Porque quiero que sepas la verdad, porque vivimos en la tierra de los ciegos y no quiero que tú nunca estés ciego. Quiero que veas lo que hay a tu alrededor, Bravo, aunque eso te resulte doloroso, aunque no sea lo que quieres ver. Porque la meta no es hacer lo correcto, debes esforzarte por hacer lo mejor. Si eso es lo único que puedes aprender de mí, será suficiente…
Bravo se despertó jadeando. Tenía el rostro perlado de sudor. Había amanecido ya. El sol bañaba el puerto y su reflejo iluminaba las ventanas que miraban al norte. Se desnudó y permaneció bajo la ducha hasta que se le puso la carne de gallina, hasta que empezó a temblar de frío. Fue cuando se estaba secando que las palabras de su padre aparecieron nuevamente en su cabeza como un letrero de neón. Se envolvió en la toalla, regresó a la habitación y, sentado en la cama con las piernas cruzadas, dejó que la daga reposara en sus manos como si fuese un cuchillo de sacrificio. Extrajo la daga de su vaina. ¿Cuántos corazones sarracenos habría partido esta hoja, cuántos vientres otomanos habría abierto, cuántas costillas de caballeros de San Clemente habría astillado?
La luz de la lámpara se reflejó en la hoja mientras la movía, pero también reveló algo más. Bravo apoyó con cuidado la daga sobre el cubrecama y cogió la vaina. Estaba forrada con terciopelo rojo sangre, una tela que no utilizaban los fabricantes de cuchillos porque el roce constante de la hoja al ser sacada y envainada no habría tardado en destruir el paño. Y aun cuando hubiese sido utilizada en esa pieza en particular, el terciopelo no habría resistido intacto durante tantos siglos.
Examinó el interior de la vaina y vio un borde que sobresalía ligeramente del acero. Tiró de él y comprobó que el forro de terciopelo se desprendía con facilidad, dejando al descubierto el cuero que había debajo, brillante por el uso, oscurecido por el aceite y, posiblemente, la sangre. En el reverso del terciopelo encontró un nombre escrito con la letra de su padre: Adem Khalif, junto con un número de teléfono. Justo debajo aparecían dos palabras, una encima de la otra:
CIRCELLUS
PÚRPURA
Fuera del apartamento del padre Damaskinos había una
altane
, una terraza en la azotea. En la actualidad, las
altane
tendían a ser usadas para secar la colada pero, en el pasado, las mujeres acostumbraban a sentarse allí protegidas con sombreros de ala ancha. Aunque el ala mantenía su piel joven y pálida, el sombrero carecía de coronilla, dejando el pelo expuesto al sol, un pelo que había sido empapado en una solución que ayudaba a que éste lo decolorase hasta volverlo rubio.
El apartamento era un refugio para el sacerdote, un lugar alto —un tercer piso era alto en términos venecianos— y alejado del constante consumismo de la ciudad. El padre Damaskinos se sintió especialmente aliviado de estar en su casa después de ese día de auténtica pesadilla. No había probado bocado desde el mediodía, pero descubrió que no tenía ganas de comer ni tampoco de beber, en su boca persistía aún el sabor penetrante, a sal y cobre, de la sangre humana, imaginado, por supuesto, pero no por ello menos terrible.
Era la
altane
lo que tenía en mente en esa noche húmeda y calurosa, y en el momento en que cerró tras de sí la puerta de su apartamento, cruzó la alfombra bizantina y abrió la ventana detrás de la cual se extendía la terraza. Cuando la hubo abierto advirtió una sombra, larga y gruesa. Volvió la cabeza para ver de qué podía tratarse y la sombra se movió, haciendo que se sobresaltara. Un momento después, la sombra se transformó en una figura humana, un hombre grande y robusto que lo cogió con dos puños poderosos y lo sacudió hasta que sus dientes comenzaron a castañetear.
El sacerdote vio un par de ojos del color de la laguna por la noche, un rostro distinguido, parte de un largo linaje para aquellos estudiosos de la historia de Venecia.
—Cornadoro —dijo casi sin aliento—, ¿qué está haciendo aquí?
—Volvamos a su salón, padre.
Poniendo en acción su enorme musculatura, Damon Cornadoro arrojó al sacerdote a través de la ventana abierta. Con una agilidad desmentida por su tamaño, Cornadoro se acercó a la alfombra bizantina y levantó al padre Damaskinos.
—Respuestas, padre —dijo—. Necesito respuestas.
—¿A qué? —El sacerdote meneó la cabeza—. ¿Qué podría decirle yo?
—El paradero de Braverman Shaw.
Los ojos del padre Damaskinos se pusieron blancos y sus fosas nasales se ensancharon como si hubiese olido la proximidad de su propia muerte. Sin embargo, dijo:
—No tengo ni idea…
La última palabra fue arrebatada de su garganta, acabando en un sonido agudo no muy diferente del que emite un cerdo empalado.
—Grita igual que una niña, ¿lo sabía, padre? —El aliento de Cornadoro olía a bilis y a alcohol. Lo cogió con fuerza de la sotana—. No será usted una mujer debajo de todas esas ropas, ¿verdad, padre? Oh, sí, he oído esas historias. —Cornadoro frunció el ceño como si estuviese decepcionado—. Pero no, no hay necesidad de seguir buscando, ¿verdad, padre?, aunque no puedo imaginar para qué puede servirle a usted una polla.
Con un violento tirón, Cornadoro alzó al padre Damaskinos del suelo.
—Ahora quiero saber dónde está Braverman Shaw. —Sus ojos, como dos pozos de oscuridad, parecían inmisericordes—. No se lo volveré a preguntar.
—Yo… no lo sé.
Cornadoro besó al sacerdote en su velluda mejilla.
—Ah, padre, ahora me ha hecho feliz.
Lo empujó hacia un sillón, cogió una vela de la repisa de la chimenea y la encendió. A continuación acercó la llama al rostro del sacerdote.
—Padre, le diré algo acerca de mí. Soy un hombre chapado a la antigua. Los modernos métodos de tortura no van conmigo. Me gusta lo probado y verdadero. —Dicho esto, Cornadoro cogió el pelo del sacerdote, lo inmovilizó contra el respaldo del sillón y le echó la cabeza hacia atrás—. Dentro de cinco segundos prenderé fuego a su barba. Tiene hasta entonces, ni un segundo más. —Tiró con fuerza del pelo rizado haciendo que los ojos del padre Damaskinos se llenasen de lágrimas—. No se equivoque conmigo, padre. No tendrá una segunda oportunidad: lo quemaré vivo.
—No —tartamudeó el padre Damaskinos.
—Cinco, cuatro…
—No lo hará.
Presa del terror, el sacerdote había hablado en su griego natal.
—Tres, dos…
—Esto no puede estar pasando. Me niego a creer…
—Uno, cero.
Cornadoro hizo que la llama de la vela entrase en contacto con el borde de la barba del padre Damaskinos. El pelo prendió fuego de inmediato y, gritando, el sacerdote trató de levantarse del sillón. Pero Cornadoro lo inmovilizó apoyando una rodilla en su plexo solar. El aire empezaba a apestar.
—¡Basta! ¡Está bien! ¡Basta! —El padre Damaskinos consiguió liberarse—. ¡Ha ido a Trabzon! ¡Trabzon! ¡Turquía!
—Demasiado tarde. —La feroz hoja de un pequeño cuchillo de remate sobresalía entre los dedos del puño derecho de Cornadoro—. Le advertí que no tendría una segunda oportunidad.
Y con terrible eficacia rebanó el cuello del sacerdote de oreja a oreja.
Jordan Muhlmann llamó por su teléfono móvil a Osman Spagna en el momento de abordar el
motoscafo
que estaba esperándolo. Detrás de él, en la pista del aeropuerto Marco Polo, estaba posado el avión de reacción privado Gulfstream G—550 de Lusignan et Cie. No había avisado a su madre de que iba a Venecia y, por supuesto, Cornadoro tampoco sabía absolutamente nada de su paradero. Tenía gente que los mantenía vigilados a los dos, personas a las que debería haber recurrido hacía ya mucho tiempo. No importaba. Ahora él se haría cargo de todo, como les había prometido a los «caballeros de Muhlmann», el nombre con el que pensaba en ellos desde su intervención la noche de su promoción en Roma.