Jenny cerró los ojos durante un momento. «¿Cómo, si no?», quería preguntar, pero la explicación, la situación, todo era demasiado para ella en ese momento. De hecho, no tenía ninguna prueba, por no mencionar la pregunta crucial de quién había matado al sacerdote. Su vacilación fue un error.
—¡Atrás!
El tono duro de su voz la sobresaltó. Abrió los ojos. Había tantas cosas que decir, pero la mirada de odio en los ojos de Bravo hizo que se le formara un nudo en la garganta que convirtió sus palabras en piedras dentro de la boca.
—Debería matarte por lo que has hecho.
—Él era el traidor, Bravo. Sé que no quieres oír esto, pero Rule era…
—¡Cállate!
Si no hubiese estado acunando aún al tío Tony, Bravo estaba seguro de que habría golpeado a Jenny con todas sus fuerzas. Quería verla de rodillas, balanceándose, aturdida por el golpe que él le había asestado, por el peso de su aborrecimiento. Quería verla pagar por su abominable traición, pero no estaba en su naturaleza matarla de esa forma.
Dejó a Rule sobre las frías losas del suelo, lentamente, sin apartar los ojos de Jenny. La angustia que sentía al dejar allí al tío Tony estaba a punto de acabar con él, pero no importaba la situación horrible que se había producido, Bravo estaba decidido a seguir siendo fuerte. Lo hacía por su padre y porque, en el fondo de su ser, aún era capaz de distinguir el bien del mal, incluso en el infierno del Voire Dei.
—Ahora me marcho —dijo en tono frío y monocorde, el único tono que había podido reunir—. Si intentas seguirme, si vuelvo a verte, te mataré. ¿Lo has entendido?
—Bravo…
—¿Lo has entendido?
La furia de su voz la atravesó de lado a lado, despojándola de cualquier pensamiento coherente.
—Sí.
No diría nada con tal de no volver a oír ese tono de voz.
Merced a alguna fuerza de voluntad sobrehumana, Jenny consiguió contener las lágrimas hasta que Bravo, alejándose cautelosamente, se fundió con las sombras que parecían extender sus largos tentáculos para abrazarlo. Luego su visión se nubló y, barrida por una soledad casi insoportable, cayó de rodillas, sintiéndose como una mujer ciega buscando a tientas los restos mortales de Paolo Zorzi.
En la actualidad.
Venecia, Roma, Trabzon
E
N medio de la terrible desolación que siguió a la lucha en el interior de la iglesia, el padre Damaskinos emergió del refugio que le habían brindado los bancos donde habitualmente se sentaban las mujeres. Al inclinarse sobre la barandilla de la galería superior, bajó la cabeza mientras pronunciaba una silenciosa plegaria por los muertos y los que estaban agonizando. No tuvo ningún pensamiento relacionado con la policía o con el mundo exterior; el aire en su iglesia —la casa de Dios, bajo su administración— estaba ennegrecido por el hollín de los pecados mortales. La necesidad de una limpieza espiritual y del perdón era lo único que había en su cabeza mientras se sumergía más profundamente en la plegaria, buscando primero el perdón para sí mismo, para su propio papel en la locura que había tenido lugar debajo de él.
Pero en mitad de su tarea sagrada, su cabeza se alzó súbitamente, sus ojos se abrieron y, lentamente, se puso en pie y su mirada recayó en una figura delgada que atravesaba la nave como si fuese un cervatillo que cruzaba el claro de un bosque. Su corazón golpeó dolorosamente contra sus costillas y se aferró el pecho con la mano izquierda.
Era el diablo, el diablo estaba en su iglesia. Todos los planes del perdón huyeron como una bandada de pájaros asustados ante la embestida de una tormenta. Su casa no necesitaba el perdón, exigía un exorcismo. Con esta terrible revelación, el padre Damaskinos se volvió y echó a correr.
Jenny estaba aturdida por la conmoción. Pero poco a poco fue tomando conciencia de que una sombra había pasado sobre ella. Alguien se acercaba. Levantó la cabeza y, volviéndose, tensó el cuerpo preparada para el inevitable ataque del guardián. Pero, en cambio, reconoció a Camille Muhlmann. Dejó escapar un suspiro de alivio, las compuertas de sus ojos se abrieron y comenzó a llorar. Camille se arrodilló junto a ella, envolviendo a la chica entre sus brazos, meciéndola adelante y atrás.
Para Jenny, su abandono fue superado por el cegador dolor del pasado, que había comenzado al conocer a Ronnie Kavanaugh. Había sido en Londres, en un casino subterráneo, donde grandes apostadores, Kavanaugh entre ellos, pasaban la noche con juguetes enjoyados en sus brazos. Él estaba cumpliendo una misión, jugando a la ruleta y al
chemin de fer
durante horas. Ella estaba de permiso después de haberse astillado un hueso mientras perseguía a un caballero de San Clemente en una lancha fueraborda por el Támesis.
Cuando Kavanaugh se acercó a ella, Jenny se mostró sorprendida, y comprensiblemente halagada cuando le dijo que había reparado en ella en el instante en que había entrado en el casino. Luego le preguntó si era jugadora, y cuando ella le respondió que no entendía la motivación que había detrás de ello, Kavanaugh se echó a reír. Sus ojos brillaban con una especie de luz salvaje, sintió Jenny más que vio. Llevaba una camisa de rayas gruesas y un esmoquin azul oscuro de corte perfecto. Calzaba unos zapatos, que parecían pantuflas, con un lustre impecable. Olía agradablemente a madera de sándalo y sudor. Un delgado halo de humo de cigarro parecía suspendido sobre su cabeza de cabellos rizados.
Su aventura amorosa había comenzado esa misma noche, suponía ella, aunque no había permitido que se la llevase a la cama, como era el deseo de Kavanaugh. Ella quería tenerlo; su elegancia, su sofisticación, su encanto, por no mencionar su rostro ferozmente bien parecido con su tentadora pizca de crueldad, todo ello la atraía como una llama a una polilla. Pero al mismo tiempo también le inspiraba temor; Jenny temía no poder manejarlo, que su energía simplemente la absorbiese y que, acostada junto a él, dejara de existir. A pesar de estos temores —o posiblemente a causa de ellos—, acabó por sucumbir ante él un día después de haberse conocido.
Su aventura, tórrida e intensa, duró poco más de tres meses, todo un récord para él, según supo más tarde. Durante ese tiempo, Jenny se entregó totalmente, se abandonó a su propia lujuria quizá por primera vez en su vida, y llegó un momento —la rapidez con la que había llegado la asustó— en que supo que sería capaz de hacer cualquier cosa por él.
Cualquier cosa, sí. Pero ¿todo?
El día que él decidió dejarlo, ella llevaba una semana de retraso en su período. Lloró durante tres días seguidos, pero la sangre no bajó. Finalmente, se arrastró hasta una farmacia y, en la soledad de su habitación, se hizo la prueba del embarazo. Luego salió, compró otra y repitió el procedimiento. No podía creerlo: estaba embarazada.
Presa de la desesperación, Jenny fue a verlo, estúpidamente, histéricamente —¿cómo diablos iba a pensar con claridad?—, y se lo dijo, esperando contra todo pronóstico que Kavanaugh se sintiese feliz, que volviese con ella, que le propusiera un futuro juntos. En cambio, él la golpeó, le propinó un revés casi con indiferencia, cruelmente, y le dijo que pusiera remedio al asunto.
—Cómo lo has complicado todo —había dicho él. En su voz no había una ni pizca de desprecio; eso habría implicado alguna clase de emoción. Mucho peor para ella, el tono era frío e indiferente—. ¿No has oído hablar de la píldora? Demasiado joven, demasiado estúpida, debería haberme dado cuenta de ello. —Meneó la cabeza, claramente disgustado por su llanto histérico. Se inclinó y la ayudó a levantarse—. Conozco un lugar, te llevaré allí. —Su mano le había cogido la barbilla para obligarla a que le mirase—. Tienes suerte, ¿sabes? Si cualquier otra persona de la orden supiese esto, te echarían a patadas. Ahora no debes preocuparte. Yo me encargaré de solucionarlo y será como si nunca hubiese ocurrido. Venga, ni siquiera pienses en ello, no vuelvas a comportarte como una estúpida.
Y, así, ella no había vuelto a pensar en ello, hasta mucho, mucho después, hasta que todo hubo terminado y en su interior no quedó más que un lugar vacío que estaba segura que nunca volvería a llenarse. No fue hasta seis meses más tarde, en la isla de Rodas, despertada por la inminencia del amanecer, la llegada del peligro, que entendió finalmente lo que Ronnie Kavanaugh le había hecho. Por supuesto que no quería que ella dijese nada; quería que «solucionara» el problema y todos vivieran felices a partir de entonces. Kavanaugh no estaba preocupado por la carrera de Jenny, sino por la suya propia. Si llegaba a saberse que había dejado embarazada a un guardián, eso hubiese sido el final para él, y no pensaba permitir que tal cosa sucediese.
¿Por qué no había acudido a su padre, por qué no había buscado su ayuda? Porque él había estado ayudándola durante toda su vida: ahora era una persona adulta y, si se había metido en problemas, le correspondía a ella luchar para solucionarlos.
Ella lo había intentado, lo había intentado, pero…
Al sentir que el corazón de Jenny latía con fuerza contra el suyo, Camille la abrazó más estrechamente, murmurando con suavidad en su oído. Sintió la quemazón poco familiar de las lágrimas contra los párpados, pero esas lágrimas eran por ella, no por Jenny. En el lienzo de su mente vio el cuerpo sin vida de Anthony Rule tendido en el suelo, con una expresión totalmente inusual, como si fuese una figura de cera para el museo de madame Tussaud, una especie de doble que había sido confundido con Rule.
Camille evocó el espectro de su propio abandono y, con algo de esfuerzo, las lágrimas inundaron sus ojos y rodaron lentamente por sus mejillas para que Jenny las viese y las interpretase de un modo completamente equivocado. ¿Acaso no era posible que ella sintiese al menos un atisbo de compasión por el dolor y la desdicha del abandono de Jenny? Después de todo, ella misma había sido tirada como una alfombra vieja después de haber dedicado años al cuidado mental y la alimentación de los caballeros de San Clemente. Ella los había guiado entre bastidores, usando sus pechos y sus muslos, sus labios y sus dedos, conversaciones de almohada que se traducían en conocimientos políticos. Pero en el momento en que intentó salir de las sombras, en el momento en que trató de alcanzar el poder, fue rechazada por los mismos hombres de alto rango que habían absorbido sus ideas en plena noche para aplicarlas cuando el sol se hallaba en el punto más alto del cielo. Ella los había hecho más fuertes, más poderosos, extendiendo su alcance hasta el corazón mismo de los observantes gnósticos, un lugar que ellos no habían conseguido alcanzar. A pesar de ello, habían rechazado su propuesta de dirigirlos, sin que se hubiese producido ningún debate importante, de eso estaba segura. Una reacción instintiva más probablemente. De modo que había regresado nuevamente a las sombras, a lamerse las heridas, dedicándose a la tarea de manipularlos para que colocasen a su hijo en el puesto que estaba destinado a ser ocupado por ella. Otra victoria pírrica que le había dejado un sabor agridulce en la boca.
Pero no, ese abandono no había sido nada comparado con el que había sentido cuando Dexter Shaw la dejó. Su pérdida del paraíso, la destrucción de los sueños, el fin de todas las cosa. En cuanto a Anthony, él se marchó de su cama, de entre sus cálidos muslos, de su intrincada red, pero Camille debía reconocer que la excitación que sentía al hacer el amor con él no se debía a sus habilidades amatorias, sino al estallido caliente de venganza de que disfrutaba, no sólo contra la orden, sino contra Dexter cada vez que Anthony entraba y salía de ella. Rule era la fuerza bruta que ella ejercía contra la Orden de los Observantes Gnósticos. Anthony le había pertenecido, sólo a ella. Incluso Jordan, que había sabido de su existencia, ignoraba su identidad. Qué bien que había conseguido engañar a Anthony, los había engañado, a todos, incluido a su propio hijo. Pero es que ella vivía para el engaño…
De pronto sintió los brazos de Jenny alrededor de ella, el tañido vibrante de sus nervios. Desdicha y dolor, la materia prima de Camille, el estado psicológico del que se alimentaba. Sí, Anthony había muerto, pero no estaba sola. Tenía a Jenny, tenía a alguien a quien engañar y manipular.
—Está bien, está bien —susurró—. Ahora estoy aquí.
Camille se levantó con el peso de su nuevo instrumento contra ella.
—Jenny, ¿qué ha ocurrido?
Con gran aplomo, sacó a Jenny fuera de la iglesia de San Giorgio dei Greci hacia el resplandor opaco de las últimas horas de la tarde y la frenética fanfarria de las sirenas que se acercaban a toda velocidad. Las lanchas de la policía comenzaron a llegar al lugar de los hechos. Jenny y ella tenían que alejarse de allí antes de que los policías invadiesen la zona.
—Michael Berio me llamó, desesperado. —Michael Berio era el alias que Damon Cornadoro había utilizado con Bravo y Jenny—. Cuando vosotros le disteis esquinazo al salir del hotel. Fue una buena elección por su parte. Si Berio hubiese llamado a Jordan, mi hijo lo habría despedido inmediatamente.
Llevó a Jenny a un pequeño café, donde pidió
espressos
y pastas cubiertas con chocolate para recuperar energías.
Cuando Jenny regresó de lavarse y arreglarse en el baño, Camille cogió sus manos, frías como el hielo.
—Ahora cuéntame —dijo con voz suave—. Sé que hoy ha sido un día terrible, una experiencia espantosa. Hazlo lo mejor que puedas.
Jenny le contó lo que había pasado: cómo había sido incriminada en el asesinato del padre Mosto, cómo habían capturado a Bravo, cómo creía él que ella era la traidora trabajando junto a su mentor, Paolo Zorzi, cómo se había enterado de que Anthony Rule era, en realidad, el traidor.
Cuando llegó a la parte en que Bravo no había creído nada de lo que le contaba, Camille dijo:
—¿Cómo esperabas que te creyera? Rule era como un tío para él. Él lo crió en parte.
En ese momento llegaron los
espressos
y las pastas y, durante unos minutos, ambas permanecieron en silencio. Las tazas eran de porcelana pintada, los platos grabados en plata. En el interior del local, grupos de ángeles de mejillas sonrojadas retozaban entre grandes nubes de color de rosa. La gente entraba y salía, las voces se elevaban en sonoras risas o en breves discusiones. En el extremo más alejado del canal podían ver las luces de las lanchas de policía y las formas oscuras de los uniformes bloqueando el brillante sol que se ponía lentamente en el horizonte. Los movimientos de los policías eran eficaces, como si cada uno de ellos fuese una pieza de una máquina. Ese pensamiento aligeró el corazón de Camille. Ella había estado de uñas con la sociedad durante años, pero siempre resultaba agradable ver reafirmada su decisión.