—Mírala. —Uno de los guardias se echó a reír—. Será mejor que le des un pañuelo.
—Una toalla sería mejor —respondió su compañero con una carcajada.
Jenny oyó el roce de las suelas de las botas sobre el gastado suelo de piedra, el crujido de la madera vieja cuando uno de los guardianes se inclinó sobre su silla. Pudo olerlo y saber exactamente lo cerca que estaba.
—Toma, coge esto —dijo el guardián— antes de que provoques el
acqua alta
, ja, ja…
Jenny soltó entonces el codo, imprimiendo en él toda su fuerza física y toda su furia. El codo doblado impactó de lleno en el ojo del guardián y éste dejó escapar un grito de dolor, amortiguado por las manos apretadas contra la cara. El segundo guardián intentó atacarla, pero ella tenía un brazo alrededor del cuello de su compañero y su cuchillo en la mano.
El segundo guardián se detuvo durante un segundo. Luego sonrió.
—No me obligues a usar esto —le advirtió Jenny.
El tipo alzó su cuchillo, la hoja curva brillando bajo la luz de las velas.
—¿Te parezco preocupado? —dijo con una mueca, y se acercó a ella haciendo girar el arma—. No tienes agallas.
Jenny lanzó el cuchillo con el mango por delante. Con experta precisión encontró el lugar exacto encima de la nariz del guardián. Cuando el hombre se derrumbó, inconsciente, ella alzó la rodilla, golpeó la cara del primer guardián contra la misma y éste también se derrumbó sin conocimiento.
Jenny corrió a través de la oscuridad. Tan pronto como hubo superado el rompeolas pudo oír el agua de la laguna que chocaba contra las rocas de la orilla. El cielo estaba ahora despejado. Las estrellas, brillantes como lámparas bizantinas, proyectaban su resplandor a través de los últimos vestigios de niebla. Una brisa fresca agitaba unos mechones rebeldes de su rostro y los hacía flamear detrás de la cabeza. Su corazón latía de prisa, pero hacía tiempo que no se sentía tan ligera. Tenía una misión que cumplir y, por primera vez, estaba segura de quién era.
Corrió hacia la luz que salía de la cabina, hacia el olor penetrante del gasoil que flotaba en el aire de la noche. El
motoscafo
aún estaba allí. Jenny vio que Zorzi y varios hombres más estaban ocupados en los últimos preparativos antes de partir. Por alguna razón habían transformado el
motoscafo
en un barco de policía, completado con adhesivos y una bandera ondeando en la proa. Cuando entró en el agua oscura, quitaron los cabos del amarre y el burbujeo de los motores se hizo más intenso.
Nadó con poderosas brazadas, los brazos muy extendidos, las piernas cortando el agua, y llegó junto al
motoscafo
justo en el momento en que los motores producían un rugido gutural. La proa se elevó y ella se cogió con fuerza de uno de los amortiguadores laterales cuando la embarcación aceleró. Jenny sintió el súbito tirón en los hombros y se relajó para compensar la inercia. Debería estar sin aliento, pero no era así. Se había hecho con el control de su propia vida, exactamente como Arcángela había sugerido, y estaba exultante.
B
RAVO y Rule desembarcaron en Lazzaretto Vecchio, un islote cuadrado que sobresalía de las aguas poblado de una frondosa vegetación. La noche era muy oscura, pero se veían algunas estrellas y, hacia el oeste, una nube estaba iluminada por la luna desde abajo de un modo teatral. La nube parecía musculosa y surcada de venas, como un dios antiguo que despierta después de un sueño de miles de años.
—El traidor se había mantenido en la sombra durante algún tiempo —dijo Rule—, transmitiendo información de forma lenta pero segura a los caballeros de San Clemente. Pero ahora, contigo a la búsqueda del Testamento, ha tenido que descubrir su juego.
—¿Te refieres a Zorzi?
Rule asintió.
—Eso me temo. —Encendió una linterna que había encontrado en la cabina de la barca—. Era uno de los compañeros más íntimos de tu padre. Conoce casi tantas cosas de Dexter como yo. Y ahora va a por ti. Es un hombre astuto, malvado y extremadamente peligroso. De hecho, hay pruebas crecientes de que está volviendo a todos sus guardianes contra la orden. Sólo lo obedecen a él. Me temo que no puedes fiarte de ninguno de ellos.
Rule extendió sobre el
motoscafo
una tela alquitranada que los monjes franciscanos utilizaban para cubrir los alimentos que llevaban a la isla.
—Tuvimos suerte en nuestra breve travesía hasta aquí —continuó diciendo Rule—. Los monjes seguramente deben de haber denunciado a la policía el robo de su embarcación. Habrá que tener los ojos muy abiertos cuando nos marchemos de aquí.
Ambos se alejaron del
motoscafo
. Estaba suficientemente oculto a la inspección superficial de un bote patrulla de la policía, pero una búsqueda más exhaustiva daría con él en cuestión de minutos. Tendrían que estar lejos de allí antes de que eso ocurriese, Bravo lo sabía, lo que significaba que tenía muy poco tiempo para encontrar el siguiente código dejado por su padre.
—Te enseñaré dónde están las ruinas de la antigua iglesia —dijo Rule mientras se adentraban en el islote.
—¿Cómo supiste adonde me habían llevado? —preguntó Bravo.
—Me limité a seguir mis sospechas. Llevaba vigilando a Zorzi desde hacía algún tiempo.
—Esto es como en los viejos tiempos.
Rule sonrió y sus ojos tocaron brevemente a Bravo de esa manera tan familiar para ambos.
En esa zona del islote los árboles eran muy frondosos, y debajo de ellos se extendía una pródiga humedad. El aire olía a rancio.
—Quiero agradecerte lo que has hecho —dijo Bravo.
—Yo debería darte a ti las gracias por haberme salvado el pellejo con Zorzi.
—Habrías encontrado la manera de salir de esa situación —dijo Bravo—, pero no me refería a eso.
Rule lo interrogó con la mirada.
—El invierno en que murió Junior yo estaba muy cabreado contigo.
—Que yo recuerde, no lo disimulaste en absoluto.
—Lo siento.
—Es agua pasada.
—No, no lo es. Yo estaba furioso contigo por haberte llevado lejos a mi padre.
—Sí, bueno…
—No, escucha, tío Tony, necesito decir esto. Yo era un niño entonces, sólo pensaba en mí mismo, en mi propio dolor. No pensaba en lo terrible que debía de ser para mi padre. —Se hizo un pequeño silencio. Bravo deseó que el tío Tony dijese algo, que añadiera una afirmación—. Tú sabías que él necesitaba alejarse, ¿verdad? Sabías que se derrumbaría si no lo hacía.
—Dexter parecía tan destrozado cuando me llamó que supe que no podía permitir que vieses lo que podía ser de él. Un hijo no debería ver a su padre en ese estado, ya era bastante terrible para ti.
—¿Adonde fuisteis?
—A Noruega. Nos fuimos de caza, alces y ciervos rojos principalmente. Tu padre era un excelente tirador. Un día (recuerdo que estaba nevando) encontramos unas huellas que no me resultaban nada familiares. Eran muy frescas, de otro modo la nieve las hubiese cubierto. En fin, la cuestión es que Dexter se excitó. Hizo que siguiésemos a ese maldito animal hasta que la nieve se volvió azul cuando el sol estaba ocultándose en el horizonte. Sólo para poder echarle un vistazo… un glotón. Incluso por aquel entonces era raro toparse con uno de ellos.
—¿Le disparasteis?
—¿Bromeas? Dexter estaba como en trance, dejó el arma a un lado y se sentó en la nieve como si fuese un niño, mirando al glotón. Y creo que el animal sabía que estábamos allí, o al menos que Dexter estaba allí, porque miró una vez en nuestra dirección y retrocedió. Pero en ningún momento mostró los dientes y tampoco huyó. —Ahora se encontraban en una pequeña arboleda de pinos delgados y agitados por el viento, y Rule apartó una rama flexible de su camino—. Fue un viaje realmente memorable. Vi a tu padre hundirse en un abismo y luego rebotar en el fondo. Allí, en medio de aquella inmensidad blanca, en comunión con ese glotón, volvió a encontrar la sal de la vida.
Bravo sintió de nuevo el terrible peso de la muerte de su padre, pero esta vez ese peso se vio aligerado como si lo hubiesen rozado las alas de un enorme pájaro que se lanzara en picado desde la oscuridad de la noche. «Supongo que podrías llamarnos
outsiders
o algo así; nos resulta mucho más difícil encontrarnos a nosotros mismos. A veces me pregunto qué es lo que debo hacer para salvarme». Ahora se le revelaba otra capa más de lo que su padre le había dicho aquella tarde de verano en Georgetown, la difícil verdad que él mismo había aprendido acerca de la conexión humana y el mundo del
outsider
.
—Siempre fuiste un buen amigo —dijo con la garganta y el corazón llenos—, para mi padre y para mí.
Rule, en un gesto cariñoso, le dio un suave golpe en la mejilla.
—Es increíble cómo recuerdas a Dexter algunas veces. —Hizo una pausa y añadió, ya más sereno—: Sé cómo os afectó a todos la muerte de Junior… especialmente a ti. Bravo, hiciste todo lo que pudiste. No fue culpa tuya.
El joven se estremeció al oír un eco de Jenny diciéndole exactamente las mismas palabras. Por un momento, lo vio todo tal como había sido en Venecia: la habitación del hotel, la ducha, la cama. Oyó de nuevo las voces de los repartidores, ascendiendo desde las aguas del canal como la niebla de la mañana. Sintió las caricias de Jenny, la oyó susurrándole al oído. Y entonces volvió a oír el pavoroso sonido del hielo agrietándose bajo sus pies. Ella había acariciado a su padre, había susurrado en su oído como lo había hecho con él. Sintió una especie de horror que le subía por la columna vertebral y volvió a estremecerse mientras continuaban su camino.
Llegaron a los derruidos cimientos de piedra de la antigua iglesia sin ver a nadie. Parte del edificio había sido convertido en los últimos años en la perrera. Una de las paredes de la iglesia seguía en pie, negra y brillante, tan agrietada como el rostro de un viejo soldado. Había sido partida en dos.
—¿Y ahora qué? No es mucho lo que hay aquí —dijo Rule mientras ambos inspeccionaban el lugar.
Bravo miró la pared. «Recuerda dónde estabas el día que naciste». Recordar el hospital Santa María de Nazaret lo había llevado hasta ese lugar. ¿Dónde estaba el hospital en Chicago? Entonces lo recordó: 2.233 de West Division Street.
Fue hasta la grieta que había en la pared —la división— y caminó diez pasos hacia el oeste, pues diez era la suma de los cuatro números de la dirección del hospital en Chicago. Luego se arrodilló en el suelo cubierto de hierbas en la base de la pared. Rule se reunió con él y juntos comenzaron a cavar con las manos. A un metro de profundidad encontraron un paquete envuelto en una tela impermeable.
A lo lejos, a través de la laguna, las luces titilantes del Lido señalaban hacia ellos como un dedo torcido. Una gaviota chilló varias veces y su sonido quejumbroso se redujo hasta convertirse en una súbita ráfaga de aire.
Atentos a la búsqueda policial que sin duda ya habría comenzado, ambos regresaron al
motoscafo
a toda prisa. Por el camino, Bravo desenvolvió el paquete. En su interior había una pequeña cruz griega de plata. Y envuelta a su alrededor, como si fuese una colmena o un nido de avispas, una madeja de hilos rojos.
—¿Qué te sugiere eso? —preguntó Rule.
Bravo meneó la cabeza.
Llegaron al
motoscafo
sin incidentes. La lona alquitranada estaba colocada en la misma posición en que Rule la había dejado. La doblaron, la guardaron rápidamente y se pusieron en marcha. Rule le pasó la linterna a Bravo. Mientras él maniobraba el
motoscafo
para alejarse del Lazzaretto Vecchio, Bravo encendió la linterna y, sosteniendo la cruz griega bajo el haz del luz, deshizo la pequeña madeja de hilos rojos. Había veinticuatro hilos. La superficie de la cruz reveló ahora tres palabras grabadas en el metal. Bravo sabía que se trataba de un sistema codificado de fraccionamiento con dos claves. Era uno de los códigos de campo más famosos y había sido utilizado por el ejército alemán durante la primera guerra mundial. Las dos primeras palabras eran las claves, la tercera palabra era el texto cifrado. Abrió el cuaderno de notas de su padre por una página en blanco y comenzó a trabajar.
El sistema de cifrado estaba basado en el código ADFGVX, que empleaba una matriz 6 × 6 para codificar las veintiséis letras del alfabeto anglosajón y diez dígitos en pares de los símbolos A, D, F, G, V y X. El código bilateral resultante era solamente un código intermedio. Luego se escribía en una matriz rectangular y era transpuesto para producir un código final.
Una vez que Bravo terminó de hacer todas las operaciones necesarias, obtuvo una sola palabra: «Sarcófago».
—¿Adonde debemos ir ahora? —preguntó Rule finalmente—. ¿Lo sabes?
—Debemos regresar a Venecia —dijo Bravo, guardando el cuaderno de notas y la cruz. Luego lanzó los hilos rojos a las aguas oscuras y encrespadas como si fuesen los últimos vestigios de su padre, que había estado allí y, ahora, a través de ese gesto, volvía a estar en ese lugar.
El amanecer desplegaba sus largos dedos perlados a través de la llana extensión de la laguna. Por unos momentos estuvieron solos en el agua. La luz oblicua convertía la superficie en una hoja metálica que su barca cortaba limpiamente, como una navaja afilada. Los pájaros chillaban y volaban en círculos, despertados de su sueño por la salida del sol y el hambre en sus estómagos. Se lanzaban en picado y se llamaban unos a otros mientras cazaban, sumergiéndose brevemente para atrapar un pez entre sus picos curvos.
En la laguna había también otros cazadores. Cuando el
motoscafo
rodeó el extremo del Lido divisaron la lancha de la policía, y Rule redujo inmediatamente la velocidad.
Bravo se acercó a él.
—¿Qué haces?
—Ya lo verás.
Rule no había alterado el rumbo. De hecho, que Bravo supiera, estaba dirigiendo la proa del
motoscafo
hacia la lancha de la policía. Y ahora, aunque Bravo sabía que la laguna, bajo una determinada luz, podía engañar al ojo humano e incluso crear espejismos, como en el desierto, estaba seguro de que la lancha de la policía había descubierto su presencia y había aumentado la velocidad. Pudo ver cómo se levantaba la proa y la nueva estela de espuma que se extendía detrás de la embarcación.
—Tío Tony…
—Ten fe, Bravo. Ten fe.
La lancha de la policía se lanzó como una exhalación hacia ellos, su ruido y su velocidad disipando lo que quedaba de las aves que buscaban su desayuno en la laguna. Bravo alcanzó a distinguir a los hombres que iban a bordo, aunque todavía no sus rostros o los uniformes.