El guardián sacó una arma y apuntó a Rule.
—¡Quítese la máscara y la
bauta
—ordenó.
Rule hizo lo que le pedía.
El guardián abrió unos ojos como platos.
—¡Signore Rule! ¿Qué está…?
—Puedo explicarlo todo.
El guardián negó con la cabeza.
—Se lo explicará al signore Zorzi y a nadie más.
—Eso es precisamente lo que no pienso hacer. Yo…
—¡No se mueva! —El guardián señaló la máscara y la
bauta
—. ¡Tírelas a cubierta! ¡Ahora!
Mientras Rule dejaba caer la
bauta
, lanzó la máscara con fuerza hacia el hombre. Ésta alcanzó con el borde afilado el puente de la nariz del guardián. Y cuando éste retrocedió, Rule saltó hacia adelante. Con una mano hizo caer la pistola y con la otra le asestó un violento golpe en el plexo solar. El guardián se dobló en dos y Rule volvió a golpearlo con el puño en el costado del cuello. El guardián se derrumbó y ya no se movió.
Rule lo despojó rápidamente de sus ropas y con economía de movimientos y, lanzando su voluminosa capa, se las puso sobre las suyas.
—No quiere enseñarme el código. —Zorzi se encogió de hombros y sirvió un café
espresso
de un pequeño recipiente de metal colocado encima de un fogón—. Me parece justo, usted es el custodio, es su decisión. —Sonrió generosamente mientras empujaba hacia Bravo una de las pequeñas tazas—. Su padre era tan reservado como usted. De hecho, estoy impresionado por lo parecidos que son. Dexter y yo estábamos muy unidos, cuando estaba en el extranjero yo era el encargado de proporcionarle todas las cosas que necesitaba: hombres, material…, usted ya me entiende.
Bravo entendía más de lo que Zorzi podía sospechar. Era hora de pasar a la ofensiva, pensó.
—Mi padre confiaba en usted.
—Sí, por supuesto. Absolutamente. Confiábamos el uno en el otro.
Bravo sabía que estaba mintiendo. Por primera vez desde que había encontrado el cuchillo ensangrentado junto al cuerpo sin vida del padre Mosto, sentía que pisaba suelo firme nuevamente. Sabía dónde estaban Zorzi y él. El carnaval había terminado, las máscaras habían caído, el bien y el mal habían regresado a los rincones que les correspondían en el Voire Dei. Satisfecho, dijo:
—¿Ha tenido alguna noticia de Jenny?
Zorzi bebió su
espresso
solo y de un trago, como si fuese un
macchiato
.
—Hemos descubierto su paradero.
De pronto, Bravo no sintió ningún interés por Jenny o la suerte que pudiera correr. Ella ya podía recoger los frutos que había sembrado. Lo había engañado, de la misma forma, imaginó, que había engañado a su padre. La identidad del traidor en la orden había sacudido profundamente a Dexter, le había dicho el padre Mosto. «Era alguien a quien conocía bien y en quien confiaba plenamente». Bravo sintió el estómago revuelto y sólo quería deshacerse de la rica comida que Zorzi había preparado para él. Ambos eran traidores, Jenny y Zorzi, y colaboraban juntos para socavar los cimientos de la orden y provocar su derrumbe.
—Hay una cosa que debo preguntarle. —Zorzi frunció el ceño—. Me estaba preguntando si ha tenido algún contacto con Anthony Rule.
—¿Por qué lo pregunta?
—Ah, entonces lo ha visto recientemente.
—En realidad, no he visto al tío Tony desde hace más de un año.
Con su odio como catalizador, Bravo descubrió que no le resultaba nada difícil mentirle a ese hombre.
Zorzi se encogió de hombros y Bravo entendió todo: el gesto de indiferencia enmascaraba aquello que era importante para él.
—No estoy tratando de meterme donde no me llaman, quiero que lo entienda. —Zorzi se humedeció los labios—. Lo pregunto simplemente porque no confío en ese hombre. De hecho, creo que él es el traidor que se oculta entre nosotros.
—¿Qué es lo que le hace pensar eso?
—Puedo percibir la acritud en su voz. Lo entiendo, por supuesto; él es su «tío Tony». Quizá haya sido un error haber sacado este tema con usted, pero lo hice por su propio bien y, después de todo, había asumido que era lo bastante maduro como para poder separar sus sentimientos personales de la verdad objetiva.
—El código —dijo Bravo bruscamente—. Me gustaría trabajar ahora en él. —Le resultaba cada vez más difícil mantener su furia controlada. Encontraba a Zorzi aburrido y siniestro—. Me gustaría poder echarles un vistazo a esos libros de los que me ha hablado.
—Por supuesto. —Zorzi no pudo ocultar la excitación de su voz. Se levantó—. Sólo será un segundo.
¿Era ése el momento apropiado para tratar de escapar?, se preguntó Bravo. Se volvió en su silla. Pero no, en la puerta había un guardián, observándolo como si fuese una brema recién sacada de la laguna y preparada para el festín. Las puntas de sus dedos tocaron la culata de la SIG Sauer. Podía sacar la pistola, por supuesto, pero entonces todo cambiaría. Debería enfrentarse inmediatamente a todos los guardianes. Y, lo que era aún peor, haría que Zorzi y él entrasen en un conflicto directo, en terreno de Zorzi y rodeado de sus hombres. A Bravo no le importaban esas probabilidades. No, la SIG Sauer era un último recurso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Bravo.
—Anzolo —respondió el guardián lacónicamente. Sus ojos eran duros como el pedernal.
—¿Sabes adonde ha ido el
signore
Zorzi? —Se levantó—. Me gustaría hacerle una pregunta.
—Debe quedarse aquí hasta que el
signore
Zorzi regrese.
El guardián le bloqueó la salida. No había ninguna duda: a pesar de que Zorzi había insistido en afirmar lo contrario, Bravo era su prisionero.
A
través de un pequeño bosque de sauces, Rule divisó a los dos guardianes que flanqueaban la puerta del monasterio como si de una pareja de esfinges se tratara. Uno de ellos lucía una cicatriz blanca debajo de la barbilla, mientras que el otro, más alto, tenía los ojos grises como la niebla veneciana. Parecían implacables y también un tanto inquietos. Bien, eso cambiaría pronto, pensó Rule mientras salía de entre los árboles y se dirigía decididamente hacia ellos.
En el momento en que los guardianes lo vieron acercarse supieron que había ocurrido algo. Aunque ambos sonrieron y lo saludaron en silencio, Rule advirtió que separaban ligeramente los pies, flexionaban las rodillas y sus hombros se ensanchaban al tensar los músculos. Estaba claro que habían oído algo… ¿de uno de los guardianes que había abordado el
topo
quizá? Esa parecía ser la única posibilidad. Rule imaginó que uno de ellos había conseguido enviar un mensaje a través de teléfono móvil antes de morir.
Con el factor sorpresa arruinado, Rule echó a correr hacia ellos; su objetivo era conseguir que se moviesen. Los dos guardianes fueron entonces hacia él, desafiándolo, como él sabía que harían. Rule les dio la espalda y regresó a la carrera hacia el bosque que había abandonado hacía unos minutos. Los dos guardianes probablemente llevasen armas de fuego pero, al igual que los hombres que habían abordado la embarcación, no las usarían por temor a alertar a los monjes franciscanos que estaban al otro lado de la isla.
Una vez en el bosque se enfrentó a ellos usando su estoque a modo de arma ofensiva, atacando y retrocediendo, utilizando los árboles para protegerse de sus puñales bizantinos cortos y ligeramente curvos. Rule conocía perfectamente esas armas, y sabía que podían lanzarse además de apuñalar con ellas. La hoja curva tenía un propósito: podía abrir una gran herida aun cuando el corte fuese desviado ligeramente. No tenía espacio para el error, y así era exactamente como a él le gustaba. Vivir al límite era la principal razón de Rule para estar en el Voire Dei. Era mejor que caminar por la cuerda floja, más embriagador que escalar montañas, más adictivo que saltar en paracaídas.
Se inclinó hacia adelante sobre una pierna flexionada y se expuso deliberadamente al guardián que tenía la cicatriz en la barbilla. El hombre, con una sonrisa feroz en los labios, hizo girar su cuchillo con un silbido siniestro. Rule se agachó entonces y sintió que la afilada hoja pasaba rozándole la coronilla y se clavaba en el tronco de un árbol. Se irguió, levantando el codo izquierdo y protegiéndose así con el hombro. Pero Cicatriz Blanca había anticipado su movimiento y, soltando el cuchillo bizantino, golpeó con ambos puños el costado de la cabeza de Rule.
Rule se tambaleó hacia atrás y sintió más que vio que el guardián de los ojos grises se acercaba a él; lo cogió de la ropa y lo hizo girar. Cicatriz Blanca había conseguido desclavar el puñal del tronco del árbol y ahora estaba describiendo con la afilada hoja curva un amplio círculo en dirección a Rule. La hoja se clavó en el pecho de Ojos Grises y Rule lo apartó de él inmediatamente y se lanzó hacia Cicatriz Blanca en un ataque frontal.
Cicatriz Blanca abrió mucho los ojos en una expresión de sorpresa al ver que había herido a su compañero. Ese era todo el tiempo que Rule necesitaba. Lanzó el estoque hacia adelante, impulsando la fina hoja desde un ángulo extremadamente bajo. Cicatriz Blanca tosió una vez y la sangre salió a borbotones de su boca. Miró hacia abajo completamente atónito y cayó de rodillas sujetándose el abdomen con las manos. Se había olvidado de Rule, quien aprovechó la oportunidad para patearlo con fuerza en la cabeza. El guardián se derrumbó inconsciente.
Rule dejó a los guardianes en el bosque sin mirar atrás y se adentró entonces en la oscuridad del monasterio, sin ser visto ni oído, como un fantasma.
—Viene hacia aquí —anunció Alvise.
—Muy bien —dijo Paolo Zorzi—, ahora la situación ha cambiado por completo, ¿verdad?
—Tres muertos, dos heridos.
—Pagará por cada afrenta —gruñó Zorzi—, y también por el resto.
Los dos hombres se encontraban en el corredor que llevaba al refectorio. Alvise, un guardián de manos fuertes y piernas cortas, tenía dificultades para seguir las largas zancadas de su señor.
—Es vital que mantengamos a Braverman Shaw aislado en el refectorio —dijo Zorzi—, ahora más que nunca.
Alvise asintió y habló brevemente por su teléfono móvil.
—Hecho —dijo.
—Ahora debemos prepararnos para la imprevista llegada del
signore
Rule.
—Será un placer —declaró Alvise, pero se quedó súbitamente en silencio cuando Zorzi lo cogió del brazo y lo hizo volverse.
—Si subestimas a ese hombre, incluso por un instante, te matará.
Alvise, con el rostro serio y contraído, contestó:
—Lo mataré antes de que tenga esa oportunidad.
La boca de Paolo Zorzi se abrió en una risa silenciosa.
Algo había ocurrido en los últimos treinta segundos, Bravo estaba seguro de ello. Anzolo había recibido una llamada en su teléfono móvil y sus ojos le habían traicionado. Su mirada se había posado en Bravo y luego se había apartado rápidamente, casi de un modo furtivo, mientras daba la espalda al refectorio. Bravo se dio cuenta de que la llamada tenía que ver con él, de que Anzolo estaba recibiendo instrucciones, probablemente del propio Zorzi. Parecía evidente que este último no tenía ninguna intención de regresar con los libros de códigos, y posiblemente tampoco de regresar sin ellos. Durante la comida, Zorzi había realizado su último intento con Bravo, ofreciéndole amablemente su ayuda para descifrar el código de su padre, a fin de descubrir el lugar donde Dexter Shaw pretendía enviar a su hijo a continuación. Como su tentativa había fallado, era obvio que Zorzi había decidido tomar el camino duro, y Bravo sólo era capaz de imaginar los horrores que ese movimiento implicaba. Él le había dicho a Camille que eso no era un juego, que los caballeros buscaban sangre… su sangre.
Cuando se levantó, Anzolo se volvió con una sonrisa forzada.
—Por favor, vuelva a sentarse.
—Me gustaría hablar con el señor Zorzi.
—Lo siento, pero el
signore
Zorzi está ocupado con otro asunto.
Cuando Bravo no hizo ningún movimiento para sentarse, Anzolo entró en la habitación.
—Por favor, siéntese. —La expresión de su rostro se endureció—. Se le enfría el
espresso
.
—Ya he cubierto mi dosis de café por hoy.
Bravo se cuidó de mantener un tono de voz normal. Sin embargo, Anzolo dio otro paso dentro del refectorio.
—Debo insistir.
—De acuerdo. —Bravo sonrió mientras cogía su silla, inclinándose ligeramente hacia adelante. Luego cambió el tono de voz—. ¿Quieres una taza? Aún queda mucho.
—No, gracias.
Pero la tensión había desaparecido del cuerpo de Anzolo, lo que era precisamente el objetivo de Bravo. Acercó otra silla y apoyó los antebrazos en ella. Ahora la habitación parecía estar más oscura, los discos dorados que proyectaban las velas parecían más pequeños y tenues. Y entonces una de las velas se apagó y la oscuridad se acentuó aún más.
—Anzolo… no es un nombre muy común.
—Oh, pero sí lo es en Venecia,
signore
, en nuestro dialecto.
—¿De verdad? ¿Cuál es el equivalente en italiano?
Anzolo lo pensó un momento y unas arrugas se le formaron en la frente, luego su rostro se iluminó.
—Ah, sí, Angelo.
En ese instante, Bravo se incorporó y le arrojó la silla con tanta rapidez que cogió a Anzolo completamente desprevenido. La silla lo golpeó en pleno rostro y el guardián cayó al suelo prácticamente inconsciente. La sangre salpicó las tablillas de la silla en un arco similar a un abanico.
Bravo se colocó encima de él de inmediato, pero Anzolo sólo estaba allí tendido, recobrando el equilibrio. No obstante, cuando sintió su contacto, dobló el cuerpo y su rodilla alcanzó a Bravo en el plexo solar. Bravo sintió entonces que el aire escapaba de sus pulmones.
A continuación Anzolo lo golpeó violentamente con el puño en el costado.
—No se resista —dijo.
Haciendo caso omiso de sus palabras, Bravo contraatacó dirigiendo un puñetazo a sus costillas, pero no tenía punto de apoyo y su golpe no llevaba la fuerza necesaria. El guardián lo aplastó entonces con toda la fuerza de su peso.
—Se lo advertí —dijo, y apoyó el antebrazo con fuerza contra el cuello de Bravo.
Anthony Rule avanzó ligeramente agachado a través de los corredores del monasterio. No había encontrado nada ni a nadie, lo que resultaba desconcertante y alarmante a la vez, puesto que había esperado toparse al menos con una pareja de guardianes.