—Algo que sea importante para él —dijo Spagna, todo oídos.
—Su hija. —Jordan hizo un gesto hacia el caballero que estaba sentado a su lado—. Dile al norteamericano que yo me haré cargo de su rehabilitación, lo mejor que exista, todos los gastos pagados.
—Seguramente preguntará por cuánto tiempo.
—Dile que ella estará conmigo durante todo el tiempo que yo desee.
Spagna sonrió.
—Pondrá el grito en el cielo.
—Estoy completamente seguro de que se sentirá más miserable que ahora.
Cortó la comunicación. En respuesta a su señal, el caballero le había pasado un juego de auriculares. A través de ellos pudo oír cada una de las palabras que incriminaban a su madre y a Cornadoro. Además, sin saberlo, ellos le habían proporcionado los datos que necesitaba. El micrófono dirigido a través de la ventanilla por uno de los caballeros estaba funcionando a la perfección.
Bravo vigilaba la puerta ya que, ocasionalmente, alguien entraba o salía de la mezquita. Y, cada vez que eso ocurría, sentía que su corazón se aceleraba. No sólo estaba preocupado por los caballeros, sino también por aquellos que eran leales a Mijaíl Kartli. Había ofendido al georgiano y, aunque Kartli le había permitido marcharse sano y salvo, no había forma de saber si había cambiado de opinión y había dado la orden de encontrar a Bravo y eliminarlo. No tenía absolutamente ninguna duda de que Kartli poseía tanto el poder como la voluntad de dar esa orden, y entonces no serían solamente sus hijos quienes actuarían para complacerlo. Para cualquiera que trabajase para Kartli sería una cuestión de honor.
Mientras permanecía arrodillado delante de la escalera de ébano, Bravo nunca había sido más consciente de estar solo en un medio hostil. Pensaba que había desarrollado una especie de sexto sentido cuando se trataba de los caballeros, pero en cuanto a los hombres de Kartli, cualquiera que pasara junto a él sin demasiada prisa, lo mirara demasiado tiempo, se moviera cuando él lo hacía o apartara la vista cuando él lo miraba era sospechoso. Bajo la pesada carga de esas circunstancias, lo único que cabía hacer era seguir en movimiento. Si permanecía demasiado tiempo en un lugar, sería hombre muerto.
Podía sentir las ruinas romanas bajo los pies como si fuesen raíces que penetraban en la roca viva. Podía oír los cánticos de los sacerdotes en griego de Trebisonda, ver la entrada del emperador vestido de seda blanca y alas imperiales doradas, coronado con su mitra imperial enjoyada, flanqueado por sus
kabasitai
, los guerreros imperiales, mientras las espadas de oro ceremoniales se alzaban en su honor.
Un movimiento a su derecha concitó su atención. Sin volver el cuerpo ni la cabeza, Bravo vio por el rabillo del ojo a los hombres de barba, que ahora parecían incluso más solemnes mientras se arrodillaban para orar sobre pequeñas alfombras que habían extendido sobre el suelo de mosaico. Ambos estaban en el lado opuesto de la mezquita, ligeramente detrás de donde él permanecía arrodillado. Sus frentes estaban apoyadas con fuerza contra las alfombras, que destacaban intensamente bajo la luz con sus ricos colores brillando como el metal. Sin embargo, había algo en aquel lugar que no encajaba, algo oculto a plena vista y que se le había pasado por alto. ¿Qué era?
De pronto sintió un delicado hormigueo en la nuca que descendió por su columna vertebral como una serpiente venenosa. Bravo intuyó una trampa, sus fauces cerrándose alrededor de él, pero al mirar en todas direcciones no pudo descubrir ninguna amenaza inminente.
A pesar de todo, decidió encontrar el siguiente código de su padre y salir de allí cuanto antes. Bajó la vista y estudió el dibujo del mosaico en la base de la escalera. Al principio le pareció que era el mismo que en otras zonas del suelo, pero cuando se arrodilló vio que había algunas diferencias. Por ejemplo, allí una de las baldosas verdes era azul, un poco más allá había ocho baldosas rojas, mientras que en otras partes había cuatro y, a diferentes intervalos, lo que en otras zonas del suelo eran baldosas anaranjadas eran aquí blancas. Siguiendo estas pequeñas anomalías hacia afuera descubrió que acababan en líneas rectas y que, además, se correspondían precisamente con el ancho y el largo de la pintura
Goldenhead
, un muaré de la Virgen María cubierto de oro.
Observó los cambios de color —rojo, blanco, azul— y sacó de su bolsillo el pin de solapa esmaltado, uno de los objetos que su padre había dejado para él en el velero en Washington. Ya lo había examinado con anterioridad y había determinado que la bandera norteamericana tenía el número equivocado de barras y estrellas.
Alzó la vista y vio que en el templo había aparecido un sacerdote con un hábito provisto de capucha y un ancho cinturón. ¿Se trataba de un imán?, Bravo no estaba seguro. El hombre hablaba con los dos tipos de barba, interrumpiendo sus plegarias. Los tres tenían el aspecto siniestro de los porta féretros. Había algo familiar en el sacerdote, en su fisonomía o en su pose, posiblemente ambas cosas. Bravo se arriesgó a mirarlo directamente, pero el sacerdote le daba ahora la espalda, y con la capucha puesta no alcanzaba a distinguir sus facciones. Quizá, después de todo, se había equivocado.
Volvió a concentrarse nuevamente en su trabajo aunque su sensación de inquietud había aumentado de manera exponencial. Después de haber determinado la zona de mosaicos con los colores alterados, encontró la baldosa que estaba en el centro exacto. Desde ese punto avanzó cinco baldosas hacia arriba, el número de estrellas que faltaban en el pin de la bandera; luego tres hacia la derecha, el número de barras ausentes en la bandera. Encontró una baldosa ocre. Allí no había nada. Ahora invirtió la dirección, cinco baldosas hacia arriba y tres a la izquierda y encontró una verde. Nada. Luego cinco hacia abajo y tres a la derecha. Este movimiento lo llevó hasta una baldosa negra. Cinco hacia abajo y tres a la izquierda: una baldosa marrón. Ni roja, ni azul, ni blanca como esperaba. ¿Y ahora qué? Se movió y su sombra se movió con él. La luz oblicua jugaba sobre el mosaico, atrayendo su mirada nuevamente hacia la baldosa negra. Al pasar la punta del dedo sobre ella descubrió que era ligeramente redondeada y no plana como las demás.
Con la frente casi tocando el suelo en una posición que no difería de la que habían adoptado los hombres de barba que rezaban inclinados sobre sus pequeñas alfombras, Bravo estudió la baldosa negra con más detenimiento. Parecía estar hecha de un material diferente del de las que la rodeaban.
Insertó una uña en el espacio que había entre las baldosas y pudo levantarla con sorprendente facilidad. La baldosa era lustrosa, negra como el ala de un cuervo. Frotó varias veces la superficie con la yema del pulgar, luego la acercó al suelo y vio que atraía, como si fuese a través de la electricidad estática, una fina capa de polvo.
La prueba sirvió para demostrar su sospecha de que ésa no era una baldosa más del mosaico que cubría el suelo, sino una pequeña pieza de azabache, más específicamente
oltu tasi
, una piedra utilizada en joyería que había sido trabajada por los monjes del monasterio de Sumela en las montañas que rodeaban Trabzon. De la cavidad que ocupaba antes la piedra extrajo un trozo de papel doblado.
Fue en ese momento cuando advirtió que algo se movía a su derecha. El sacerdote había dejado a los dos hombres barbados y se dirigía resueltamente hacia él. Mientras avanzaba, alzó una mano y retiró la capucha que le cubría la cabeza. Bravo se dio cuenta entonces de que en el interior de la mezquita reinaba una especie de silencio anormal; salvo por los otros tres hombres y él, estaba improbablemente desierto.
El sacerdote atravesó un haz diagonal de luz y Bravo pudo reconocer a Adem Khalif. ¿Por qué había estado hablando con los dos hombres barbados? ¿De qué lado estaba, del de Mijaíl Kartli? Parecía que Trabzon le pertenecía a Kartli, aunque en realidad el nativo de la ciudad era Khalif.
Como si fuese una confirmación de su hipótesis, los dos hombres enrollaron sus alfombras; la luz volvió a revelar la rica coloración del tejido. Con una profunda inspiración, Bravo comprendió entonces qué era lo que había estado inquietándole, qué era lo que estaba oculto a plena vista: las alfombras eran de seda, demasiado valiosas para ser usadas para la oración diaria. Los hombres de barba no habían acudido a la mezquita a rezar, eran emisarios de Mijaíl Kartli, el comerciante de alfombras. Adem Khalif, haciendo la única elección práctica posible, se había aliado con el georgiano. Era lo que Bravo había temido: aliados y enemigos tras él.
Dio media vuelta y echó a correr. Oyó la voz de Khalif a su espalda, pero el sonido se interrumpió de golpe cuando aceleró junto a un grupo de columnas. Los dos hombres de barba también habían salido en su persecución, tratando de cortarle el paso antes de que llegase a la parte frontal de la mezquita.
Giró hacia un lado y luego hacia el otro en un intento de despistarlos, pero ellos seguían acercándose. Se arriesgó a mirar por encima y vio a Khalif que, vestido con las ropas de un imán, se aproximaba a gran velocidad. Volvió a gritar algo, pero él se negó a escucharlo, no se dejaría distraer. Tenía que concentrarse en sobrevivir, y ahora eso significaba escapar de la trampa que le habían tendido.
Un banco de madera se acercaba demasiado de prisa y Bravo lo salvó de un salto, pero en el momento en que pasaba por encima del borde tropezó con el pie izquierdo. Giró en el aire y trastabilló de mala manera al caer, perdiendo varios pasos. Uno de los tipos de barba, aprovechándose de su tropiezo, se abalanzó de un salto encima de él, lo golpeó en la zona lumbar y lo hizo caer de rodillas. El hombre extendió entonces el brazo tratando de acabar rápidamente el trabajo, pero Bravo estrelló su codo contra la nariz de su rival. La sangre estalló en su rostro y la mano soltó a Bravo, permitiendo que se levantase.
Para entonces, Adem Khalif ya estaba junto a él. Cuando Khalif comenzó a gritar, Bravo le asestó un violento golpe en el plexo solar, haciendo que se doblase en dos. Saltó por encima de Khalif y echó a correr otra vez, entre las columnas gemelas que flanqueaban la entrada, cruzó la puerta, bajó la escalera y se alejó a toda velocidad de la mezquita.
Una vez en el gris anochecer metálico, Bravo se zambulló en la multitud y, casi al instante, perdió todo sentido de la orientación, permitiendo que el flujo de gente lo zarandease como si fuera un desperdicio arrojado desde la borda de un barco. Por el momento le traía sin cuidado adonde iba, siempre que fuese lejos de sus enemigos. Arrastrado por esa marea humana, absorbía relámpagos de color, la fragancia intensa de las especias, el café fuerte, ansiedad y presentimientos. El día estaba tocando a su fin, todas las bendiciones y las pequeñas derrotas que acompañaban las preocupaciones de cada persona que pasaba junto a él. La cadencia de las voces que hablaban en distintas lenguas invadía sus oídos como el ritmo de los tambores que acompañaban las plegarias.
Esos preciosos momentos de bendito anonimato se deslizaron como arena entre sus dedos. Per no pasó mucho tiempo antes de que divisara a uno de los tipos de barba y, no muy lejos de él, al otro, tratando de detener el flujo de sangre que brotaba de su nariz rota con la manga manchada de su camisa.
¿Lo habrían visto? No lo sabía, sólo sabían que se dirigían en su dirección. Se desvió inmediatamente a la derecha, fuera del grueso de la multitud. Sí, quedaba expuesto por un momento, pero pensó que merecía la pena correr el riesgo si con ello llegaba a un refugio seguro.
Se alejó por una calle lateral, tratando de no echar a correr, de mantener más o menos el mismo paso de la gente que caminaba a su alrededor. Pero los acelerados latidos de su corazón, las descargas de adrenalina que corrían por su sistema, hacían que fuese una tarea muy difícil. Y entonces, con una ansiosa y rápida mirada por encima del hombro, vio que los dos hombres de barba salían disparados como tiburones fuera de la vía principal en dirección a la calle lateral que él había tomado.
Entró en las sombras de un estrecho callejón que apestaba a basura, creosota y carne putrefacta. Los perros comenzaron a ladrar, anunciando su presencia, y la cabeza triangular de uno de ellos lo miró brevemente antes de desaparecer en medio de una segunda explosión de ladridos.
Continuó andando, obligándose a seguir, aunque comenzaba a preguntarse si no habría cometido un grave error. Allí no había tiendas, ningún portal que pudiese servirle como refugio. Sus temores ocultos se vieron confirmados cuando miró hacia atrás y comprobó que otras figuras entraban en el callejón. ¿Los tipos de barba? Oyó el ritmo acelerado de sus pasos. ¿Quiénes podían ser sino ellos?
Apuró el paso, casi trastabillando, girando rápidamente en otra esquina, donde el callejón se doblaba como la espalda de una anciana. Pero unos metros más adelante, se detuvo en seco. Allí, parado delante de él, estaba Adem Khalif.
—¿Te das cuenta de que esto podría salir mal? —dijo Jenny mientras se acercaban a la puerta de la casa de Mijaíl Kartli—. Es probable que Kartli ya haya oído los rumores de que yo maté al padre Mosto.
—En ese caso, implicarás al sacerdote —dijo Camille tranquilamente—, absolviéndote así de ese crimen.
—¿Quieres que difame al padre Mosto?
—Quiero que nos ayudes a encontrar a Bravo —contestó Camille—. Si eso significa que tienes que mentirle a tu contacto acerca de la integridad de otra persona, no creo que tengas otra opción.
Su actitud era a la vez directa e inmutable. Había en ella una suerte de voluntad de hierro, una determinación que a Jenny le recordó a Arcángela.
—¿Qué importancia tiene el padre Mosto, de todos modos? —añadió Camille—. Está muerto.
—Kartli quizá no me crea.
—Kartli te creerá porque tú harás que te crea. —Camille alzó una mano y pasó los dedos por el pelo de la joven—. Yo tengo fe en ti, Jenny. —Sonrió—. No te preocupes, apoyaré cualquier historia que le cuentes a Kartli.
Jenny se volvió y llamó a la puerta principal según un modelo que no difería mucho del código Morse. Camille tomó nota de ello con una parte de su cerebro, pero otra parte estaba pensando en lo divertido que era fabricar sentimientos para alguien a quien estabas manipulando. Artificiales, viscosos como el aceite, esos sentimientos no podían hundir sus púas en tu carne, no podían lastimarte de ninguna manera.
La puerta se abrió y reveló el rostro arrugado y serio de Mijaíl Kartli. El hombre las hizo pasar a un salón pequeño y oscuro cubierto con pesados cortinajes. Las lámparas ardían, iluminando un techo bajo de vigas de madera. Una serie de alfombras de seda, exquisitamente tejidas a mano, colgaban de la pared, dispuestas como si se tratasen de pinturas en una galería de arte exclusiva. Camille echó un vistazo a su alrededor mientras se sentaba en un sillón tapizado. Kartli les sirvió té, oscuro, aromático y humeante, de un antiguo y usado servicio colocado en una bandeja de cobre magníficamente trabajada a mano. Había también un exquisito surtido de pastas europeas de las que cogieron una cada una, más por cortesía que por hambre.