El testamento (65 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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Cornadoro se sentó frente a la barra y pidió una cerveza. Irema estaba sentada a una mesa redonda en el extremo izquierdo del salón, acompañada de sus amigas. Estaban bebiendo y riendo. Una de ellas, una chica corpulenta con un rostro insulso, se levantó y comenzó a bailar mientras todas reían y aplaudían; cuando volvió a sentarse con el rostro acalorado, le alcanzaron una cerveza. Todo era muy inocente, algo que para él tenía un enorme atractivo.

Una hora y tres cervezas más tarde, Cornadoro se levantó, se acercó a Irema y le preguntó educadamente si quería bailar. Ella lo miró con sus grandes ojos oscuros, posiblemente para ver si él estaba a punto de gastarle una broma, quizá se había acercado a la mesa porque había hecho una apuesta con sus amigos, quizá había dinero dependiendo de su respuesta. Pero la joven sólo vio sinceridad en su rostro, un rostro atractivo, un rostro que era a la vez sensual y sexual, un rostro que la excitó. Irema oyó las risas, las lujuriosas muestras de aliento de sus amigas medio borrachas. Y, medio borracha ella también, tendió la mano con un gesto curiosamente formal y permitió que él la llevase hasta la minúscula pista de baile del club.

Se había propuesto bailar con ese hombre una sola canción, pero la canción se convirtió en tres, luego en seis, y continuó bailando, sintiendo cómo chocaban sus caderas, sus vientres se unían, sus pelvis se tocaban cuando ella se acercaba a él.

—Me llamó Michael —dijo él, hablando en georgiano.

Ella abrió los ojos, asombrada.

—Igual que mi padre.

—Yo no soy tu padre —repuso él mientras la hacía girar.

Irema se echó a reír.

—Oh, Dios mío, no, no lo eres.

Estaba acalorada y casi sin aliento.

Ella le dijo su nombre y él le dijo que era hermoso, que ella era ágil y graciosa como el ciervo cuyo nombre llevaba.

Irema se echó a reír otra vez y se cogió a él mientras giraban en la pista, sus brazos alrededor de su poderoso cuello temblando ligeramente ante la embestida de sus emociones. Con los delicados rasgos de su madre y la piel suave, como de porcelana, ella poseía una frescura que resultaba apetecible. Llevaba el largo pelo negro recogido en una coleta, que se agitaba al mover la cabeza.

En cuanto a Cornadoro, a él le resultaba muy fácil hacerle creer que ella le gustaba… de hecho, le gustaba, de la manera en que virtualmente le gustaban todas las mujeres: su olor animal le hacía hervir la sangre. Había en él una especie de carácter insaciable que era como un escozor que hacía mucho tiempo había desistido de rascar. Él quería lo que había entre las piernas de una mujer, era tan simple como eso. Y a pesar de lo maravillosa amante que era Camille Muhlmann, lo que exigía de él era algo difícil de mantener: monogamia. Él, de hecho, jamás había acatado esa exigencia. Al principio lo había intentado, pero había fracasado tan de prisa —¿con quién había sido?, aquella adolescente trigueña norteamericana que estaba de vacaciones o la sinuosa taiwanesa cinco años menor de lo que él había supuesto o, posiblemente, alguna otra chica, nunca podría estar seguro— que nunca había vuelto a intentarlo. En cambio, había perfeccionado sus mentiras —una hazaña muy difícil de lograr con Camille, que era una especie de detector de mentiras humano— para poder seguir ocupando su cama. No quería perder esa posición privilegiada en la parrilla de salida, por muchas razones, tanto carnales como políticas.

Camille era una mujer brillante, de eso no había ninguna duda, pero el problema básico con ella era que era mayor. Lo que él más deseaba era la carne fresca, joven, pura y lujuriosa en su inocencia. Como Irema. Además, a él no le gustaba nada el padre de la chica, lo que le confería al acto de seducirla una excitación que hacía que se relamiese por anticipado.

A medida que el baile progresaba, podía sentir que ella caía bajo su encanto. Era algo físico que experimentaba en la garganta, los brazos y la entrepierna; era como el sexo, como la muerte. Él extraía su energía sexual de la oscuridad del abismo y era eso lo que la convertía en algo tan salvaje, tan irresistible.

Él bailaba con ella y, mientras lo hacía, podía sentir ese viejo y familiar hormigueo que trepaba por su piel. Él amaba a Irema y hacía que ella lo sintiera, aunque, por supuesto, la fuente de esa sensación permanecía desconocida para la chica. Él la amaba por la información que Irema le proporcionaría.

No había ninguna luz encendida cuando la llevó a su habitación en el hotel. El pálido resplandor de la ciudad se filtraba a través de las persianas enrejadas de la ventana en apagadas rayas horizontales, iluminando a Irema como si fuese un cartel de neón. Él le dijo que se desnudara y ella lo hizo, lentamente, ante sus ojos ávidos, brillantes de lujuria. Luego le dijo qué más debía hacer. A ella no pareció importarle; de hecho, le gustó hacerlo. Estaba acostumbrada a que le ordenasen hacer cosas, había un alto grado de comodidad en ese reconocimiento, pero al mirarla sospechó que no era eso lo que ella quería, en realidad, no. Y esa noche estaba decidido a darle lo que ella realmente deseaba.

Desnuda, Irema parecía más joven, los pechos pequeños, las caderas estrechas, la cintura diminuta. Pero sus piernas eran largas y estaban bellamente torneadas, y su trasero… Le dijo que permaneciera de espaldas a él con los brazos a los lados. Ella se mostraba totalmente natural en su desnudez y no temía lo que él pudiese hacerle. Él contaba con su confianza, y esta circunstancia, más que cualquier otra, lo excitaba poderosamente.

Cornadoro se quitó la camisa abriéndola bruscamente y ya estaba tan empalmado que tuvo problemas para quitarse los pantalones. Ella se volvió al oír su gruñido de frustración y utilizó sus ágiles y ligeros dedos para desabrochar el cinturón y bajar la cremallera. Cuando los pantalones cayeron al suelo, ella hizo lo propio hasta quedar arrodillada delante de él. Él le quitó la fina cinta elástica que sujetaba la coleta y enredó los dedos en su cabellera suelta.

Cuando la levantó, las piernas de Irema se abrieron y sus muslos se aferraron a sus caderas mientras dejaba escapar un leve gemido. Él sintió su piel contra la suya, suave como el marfil, la dureza ósea de la juventud aún sobre ella. Suficiente para volver loco a un hombre, pero él se contuvo, llevándola hasta la cima del arco sexual hasta que, temblando y gimiendo, Irema alcanzó el clímax. Uno no era suficiente para ella, él lo había sabido desde el principio. Pequeña calenturienta. Como si fuese una estrella, empeñada en arder hasta convertirse en cenizas. Él la esperó, era adepto a eso; de hecho, la contención encendía sus terminaciones nerviosas hasta alcanzar un paroxismo que anhelaba intensamente, que tenía que experimentar.

Pero necesitaba que ella también lo sintiera. Irema no entendía sus reservas, no entendía lo que estaba ocurriendo, temblaba de un modo incontrolable mientras él la llevaba hacia la frontera final, y luego retrocedía, una y otra vez. Las lágrimas rodaban por las mejillas de la chica, que se aferraba a él con desesperación, implorándole que acabase.

No fue hasta que ella dijo «¿Por qué esperas?, es una tortura, me estoy muriendo», que él terminó ese suplicio para ambos, haciendo que ella reptase encima de él, buscando una manera de estar en su interior mientras Cornadoro se vaciaba dentro de ella.

Después, ella pidió tan pronto que volviesen a hacerlo que él casi se echó a reír. A Irema no se le habían pasado los efectos del último orgasmo, estaba suave y tibia como un pastelillo, las pupilas negras dilatadas como si hubiese fumado opio. Ese era el momento que había estado preparando cuidadosamente durante toda la noche, el momento de preguntarle lo que quería saber mientras ella no era capaz de pensar con claridad, o de pensar en absoluto.

—Por supuesto que te ayudaré. —Irema volvió a guiarlo dentro de ella con un profundo suspiro—. Nadie me ha pedido nunca ayuda.

—¿Ni siquiera tus hermanos?

—Todo lo que recibo de ellos son órdenes. —Sus dedos lo acariciaron—. Cualquiera diría que saben más que yo de la vida. —Irema se colocó entonces encima de él, acomodándose a horcajadas sobre su pene, estirando los muslos hasta el límite. El ligero dolor que sentía hacía que el placer fuese aún más dulce—. De eso estábamos hablando en el bar cuando tú llegaste.

—Todas piensan lo mismo, ¿verdad? —dijo él—, todas tus amigas.

—Oh, sí —gimió ella, pero Cornadoro no podía estar seguro de si era una respuesta a su pregunta porque Irema estaba temblando otra vez de la cabeza a los pies y tenía los ojos en blanco.

El la sujetó contra su cuerpo cuando ella se corrió, sintiendo el frenético corcoveo de energía joven y salvaje como si fuese un chute de adrenalina en su propio sistema.

Irema, finalmente, quedó exhausta, o tan cerca como podía llegar a ese estado, pero aun así quería oír la frase que él había estado preparando toda la noche: «Todo lo que quieras, Irema. Todo lo que quieras». ¿Cuándo había oído ella esas palabras de labios de un hombre? En sus discusiones secretas con sus amigas, sentada delante de un espejo mientras se pintaba los labios, en sus sueños nocturnos mientras se agitaba en la cama. Pero ¿en la vida real, de un hombre de carne y hueso, de un hombre que la abrazara, la besara, la acariciara, la penetrara con esa ternura, hasta que ella le gritase que lo hiciera de otro modo? Esa noche, nunca antes. Sólo esa noche.

Y por esa razón ella haría cualquier cosa para asegurarse de que nunca acabase, incluyendo convencerse de que todo lo que él le decía era verdad, tenía que ser verdad por lo que sentía hacia él, por todo lo que él le había dado libremente, y volvería a hacerlo cuando ella lo deseara.

—Tu padre y yo trabajamos para la orden. —Él la abrazó suavemente, meciéndola como a ella le gustaba—. La única diferencia es que él hace trabajos de campo (en su caso aquí, en Trabzon), mientras que habitualmente yo estoy encerrado en una oficina en Roma. De vez en cuando me piden que haga trabajos de campo para controlar a los agentes operativos. Pero de forma anónima, ya sabes. De modo que tu padre nunca debe saber que yo estuve aquí o que estuve haciéndote preguntas sobre sus actividades. Eso me costaría mi trabajo; no tendría oportunidad alguna de explicarme, ¿lo entiendes, Irema?

Ella asintió. Su corazón latía tan fuerte como si él aún estuviese embistiéndola. La chica sabía, aunque vagamente, que su padre era algo más que un comerciante de alfombras. Por un lado, estaban los hombres que iban a verlo y jamás se marchaban con una alfombra. Por otro, su padre era mucho más rico que cualquier comerciante de alfombras que ella conociera. Además, la gente —georgianos, rusos, turcos, todos— inclinaba la cabeza cuando se cruzaban en la calle. Su padre imponía respeto. De modo que, si bien a ella nunca le habían permitido estar en la tienda durante las horas de trabajo, sus ojos y sus oídos se habían mantenido abiertos, recogiendo fragmentos de conversaciones aquí y allá, mucho más, sospechaba ella, de lo que su padre podía imaginar.

—Llevo tres días aquí hablando con sus socios —dijo él—, y todo parece estar en orden, salvo por una cosa.

Irema lo miró. Los latidos de su corazón se habían vuelto dolorosos; a su padre no podía pasarle nada malo, no.

—¿Qué es? —preguntó con poco más que un gruñido. La arena del miedo le había obstruido la garganta.

—Esta tarde tu padre ha tenido un… altercado con otro miembro de la orden. —Su expresión era dura, lo que la asustó aún más—. Ese hombre era un miembro muy importante de la orden, Irema; ocupa un puesto muy alto en el cuerpo directivo.

—¿Muy alto?

Él asintió.

—Mucho. Tu padre lo echó, se negó a proporcionarle la ayuda que él le pedía. Tengo que decirte que eso significa una grave violación del protocolo.

—¿Protocolo?

—Mis jefes están muy cabreados.

—¡Oh!

Ella se cubrió la boca con la mano mientras se echaba a reír, encantada.

—Irema. —Él le apartó la mano de la boca—. Éste no es un asunto divertido, te lo aseguro.

—¡Oh, sí que lo es!

Su corazón finalmente se tranquilizó y sintió un enorme alivio por dentro. Ella nunca lo hubiese creído, pero tenía el poder de librar a su padre de unos informes falsos que lo habrían condenado dentro de la orden. Ella había alcanzado a oír lo suficiente, había reunido las piezas suficientes como para hacer una manta con retazos, y aunque en numerosas ocasiones también había oído a su padre decir a sus hermanos que nunca hablaran de los negocios de la familia con los extraños, ella sabía que eso era diferente. Estaba ayudando a su padre con la gente que le pagaba, que eran la fuente de la mayor parte de sus ingresos, de todo el respeto por el que había trabajado con tanto esfuerzo. ¿Cómo podía estar eso mal? Además, ese hombre y su padre eran aliados. De modo que le contó a su dulce amante todo lo que sabía:

—Ese altercado fue un truco.

—¿Un truco? —Cornadoro se levantó apoyándose en un codo, con una expresión dura y sombría—. ¿Qué quieres decir?

—Mi padre jamás se mostraría tan brusco con otro miembro de la orden. Oí cómo hablaba por teléfono con uno de mis hermanos. Todo fue una simulación, por si alguien estaba vigilando.

—Una simulación. —Su amante volvió a acostarse, apoyando la cabeza sobre su suave vientre—. Ah, Irema, amor mío. Todo fue una simulación.

Una vez que empezó a reírse ya no pudo parar.

Capítulo 27

B
RAVO vio a Jenny en la terraza inclinada del café Sumela, con la bandeja plateada del mar Negro extendida ante ellos. Adem Khalif lo había llevado allí para disfrutar de una cena tardía. Bravo debería haber estado agotado, pero no era así. Había leído artículos acerca del llamado subidón de adrenalina que experimentaban los soldados en el fragor de la batalla, pero hasta el momento no había tenido ninguna experiencia directa con ese fenómeno.

Al ver el perfil de Jenny, desolada y bañada por la luz de la luna, recordó la expresión apenada de su rostro durante el breve encuentro que habían mantenido en el bazar. Entonces ella se volvió y su nuca quedó expuesta ante él, la larga curva pálida bajo la luna, la suave pendiente que llevaba a la base del cráneo, el pelo fino, el arco perfectamente vulnerable. Por un momento, toda su ira, su indignación y su necesidad de venganza se esfumaron, y Bravo quedó desnudo, tan vulnerable como ella, con todas sus emociones expuestas.

Khalif, de pie junto a él, preguntó entonces:

—Bravo, ¿qué ocurre? ¿Conoces a esa mujer? —Sacó una arma—. Es uno de tus enemigos.

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