El testamento (74 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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Con este pensamiento en la cabeza continuó su carrera. Jenny lo oyó llegar en el último instante, y comenzó a volverse cuando él hundió el puño en su riñón. Sus ojos se abrieron como platos, el aire abandonó sus pulmones y la joven cayó al suelo, rodando y jadeando.

El Albanés se echó a reír; luego, sin poder evitarlo, soltó un breve ladrido como el sabueso que era, de pelo áspero, musculoso, amante de la carne roja, fiel. Se abalanzó sobre Jenny, el brazo ya presto para descargar un golpe contra el puente de la nariz, cuando ella levantó la cabeza y estrelló la frente contra su barbilla. Su cabeza salió despedida hacia atrás, los dientes chocando entre sí. La boca se le llenó de sangre, ya que se había mordido involuntariamente la lengua.

Trató de coger a Jenny pero ella apartó su muñeca con un golpe notablemente poderoso y, alzando una cadera, intentó quitárselo de encima, recuperar algo de ventaja. Pero él no tenía intención de dejarla, y su peso, superior al de ella, la aplastaba contra la tierra. Ahora, mientras la golpeaba con una mano, la otra se cerró alrededor de su garganta. Y el Albanés comenzó a apretar.

Entonces él oyó un ruido… un disparo, y bajó vista hacia la mancha roja que se extendía por su pecho. Sin embargo, no sentía nada, absolutamente nada. Era como si lo hubiesen anestesiado. Su mano no aflojó la presión en la garganta del guardián. El rostro de Jenny estaba congestionado por la sangre atrapada, oscureciendo la piel; sus ojos parecían salidos de las órbitas. Él sintió, entonces, el susurro de alguien que se acercaba a su espalda y espero, esperó, mientras el mundo latía lentamente en su corazón esforzado, en sus pulmones dañados. Pero seguía sin sentir absolutamente nada y, en el último instante posible, giró el torso. Ahora el dolor se hizo presente, un dolor terrible y cegador, pero lo ignoró al tiempo que lanzaba un golpe con su mano libre y hacía volar la pistola de la mano de Camille Muhlmann, cogiéndola y arrojándola al suelo. Su sonrisa se hizo más amplia: dos pájaros de un tiro. Retiró la mano de la garganta de Jenny, cerró el puño y levantó el brazo. Fue entonces cuando oyó el sonido de una hoja al abrirse, vio el reflejo del sol en el filo del acero inoxidable. Luego el cuchillo se clavó en su cuello y el hombre comenzó a agitarse como un pez fuera del agua.

Jenny, con los ojos húmedos y ahogada con su propio aliento, quedó cubierta con la sangre del Albanés. Medio inconsciente aún, no entendió inmediatamente lo que había ocurrido. Hasta que vio aparecer a Camille con el arma en la mano. Lo primero que pensó fue que se sentía agradecida por no haber insistido en que se quedase con Bravo. Luego, con creciente horror, vio lo que el Albanés había hecho, cuán fuerte y decidido se había mostrado incluso después de haber recibido el disparo. El sabor de su propia muerte estaba en su boca. En el momento en que el tipo había retirado la mano de su cuello, ella se había incorporado ligeramente sobre los codos. Él se había vuelto para atacar a Camille. Ella estaba a punto de asestarle un golpe en el cuello cuando vio que Camille le clavaba algo en el cuello. El arma estaba ahora delante de su rostro, la vio, y era imposible confundirla con otra cosa: era una réplica exacta de su propio cuchillo, el que habían usado para cortarle el cuello al padre Mosto. En ese instante un montón de piezas encajaron en su sitio: por qué tenía la impresión de que había algo que no encajaba en lo que estaba pasando, el hecho de que Rule no le respondiese cuando ella sugirió que los caballeros debían de estar empleando otro método para seguirle los pasos a Bravo. Y, sobre todo, quién la había dejado inconsciente en la iglesia de l'Angelo Nicolò y luego había asesinado al padre Mosto.

Entonces vio que Camille la miraba y, por su expresión, se dio cuenta de que entendía lo que estaba pasando por su cabeza.

—Camille…

Pero era demasiado tarde, la mujer se abalanzó de pronto sobre ella y la hoja se hundió en su cuerpo.

Mientras Bravo continuaba ascendiendo la ladera de la montaña podía oír el suave chapoteo del Cauldron, el manantial que los ortodoxos griegos consideraban sagrado. A través de los árboles y los grupos de azafranes, anémonas griegas y campanillas, vislumbraba ruinas de piedra y los restos de columnas de mármol talladas de otro tiempo.

Ahora la tierra se convertía en una profunda pendiente hasta llegar a un pequeño valle encajonado entre las imponentes Montañas Negras, al final del cual se hallaba la caverna. Los pájaros volaban en el cielo, lanzándose en picado y gorjeando, mientras las abejas revoloteaban sobre las flores silvestres, zumbando en su incansable trabajo. El largo atardecer había alcanzado el cénit de su calor, incluso a esa altitud. El implacable sol golpeaba sin la intervención de nubes o niebla, y el cielo exhibía ese azul especial e insondable característico de las grandes alturas, mostrando la vulnerabilidad de una cáscara de huevo.

Mientras atravesaba el valle oyó a su espalda el sonido de un disparo que reverberó en los riscos que lo rodeaban. Se detuvo y estuvo a punto de volverse, pero recordó las instrucciones explícitas de su padre, recordó su misión, lo que él había jurado proteger a toda costa, y con un gran esfuerzo y el corazón encogido apartó a Jenny y a Camille de su mente, apretando el paso a través de lo que aún quedaba de terreno llano.

Un poco más adelante alcanzó a ver la entrada de la caverna, en medio de numerosas más, protegida a ambos lados, tal como había escrito su padre, por dos cipreses altos y delgados. Tan pronto como hubo entrado en su sombra se volvió y, agachándose, miró hacia el pequeño valle verde. Al principio no había nada que ver excepto pájaros e insectos, pero la tarde se estaba apagando y fue en las sombras alargadas donde divisó por primera vez el movimiento. Un brazo, un hombro tan grande como el anca de un ciervo apareció desde detrás del tronco de un árbol. Luego el perfil de una cabeza con la forma de un balón de fútbol americano, un ojo negro, un rostro que identificó como ruso merced a su expresión hosca, la manera en que el ojo estudiaba el valle en vectores rápidos y precisos. Bravo se levantó y la mirada del Ruso se concentró en la boca de la caverna. Había advertido un movimiento, una leve diferencia en la profundidad dentro de la umbría entrada de la cueva. Bravo retrocedió y el Ruso se aproximó silenciosamente, exponiéndose sólo durante un instante hasta que encontró otro accidente natural detrás del que poder agacharse.

Ahora el Ruso se acercaba y no había nada que Bravo pudiese hacer para impedirlo.

Jenny abrió los ojos y vio que la luz del sol se filtraba a través de una capa de hojas. Un vencejo pasó volando cerca de ella y su chillido agudo puso en estado de alerta todos sus sentidos. De pronto la invadió una amnesia a corto plazo y sintió una escalofriante oleada de pánico, pero luego se sentó y el dolor le atravesó el costado. Entonces todo volvió a su mente: la pelea con el Albanés, Camille disparándole, clavándole el cuchillo en el cuello… el cuchillo con el mango escamado, el gemelo del suyo, el que Camille había usado para atacarla. Colocó las manos sobre la cintura y percibió el calor pegajoso que brotaba de ella. La hoja del cuchillo había sido parcialmente desviada por una costilla; ella sabía que la herida no era profunda, no sería mortal. No obstante, la pérdida de sangre podía dejarla fuera de combate. Desgarró la parte inferior de la camisa y se la envolvió alrededor de la caja torácica para cubrir la herida, apretando la tela tanto como pudo soportarlo.

¿Dónde estaba Camille? Miró a su alrededor y comprobó que se hallaba sola en medio del bosque, con la única compañía de un cadáver.

—¡Joder!

Se puso en pie apoyándose en el tronco de un árbol. La cabeza le daba vueltas y lo que fuese que tuviera en la boca del estómago amenazaba con salir vomitado. El corazón le latía con fuerza y Jenny se obligó a respirar profundamente varias veces.

Se apartó del árbol y comenzó a buscar la Witness, pero la pistola parecía haber desaparecido. Malas noticias, ya que eso significaba que Camille la había encontrado y aún iba armada. Deseó tener su teléfono móvil para advertir a Bravo de la traición de su querida amiga.

Sin embargo, todavía podía disponer de armas, pues vio la boca del cañón de una pistola que asomaba por debajo de la cintura de su atacante; todo lo que necesitaba era darle media vuelta al cadáver. El Albanés despedía un olor horrible, casi insoportable, cuando se arrodilló junto a él. Sus manos se deslizaron sobre su torso mientras reunía fuerzas para hacerlo girar.

—Muy bien —dijo una voz en inglés con acento alemán—, ahora retrocede.

Jenny miró por encima del hombro y vio a Kreist, un caballero de campo cuyo rostro y expediente no le resultaban desconocidos.

—Estoy herida —dijo ella, señalando el torniquete casero a través del cual ya había comenzado a filtrarse la sangre—. No me puedo mover.

—Me parece que no me estás escuchando —ladró Kreist—. He dicho que retrocedas. ¡Ahora!

Jenny respiró varias veces de manera ostensible.

—Dame sólo un momento, ¿quieres? —La mano que estaba más cerca del cadáver del Albanés cogió el cañón de la pistola—. La cabeza me da vueltas.

Kreist dio un paso amenazador hacia ella.

—No volveré a repetirlo.

Rezando una silenciosa plegaria, Jenny dijo entonces:

—Está bien, está bien, ahora me levanto, ¿de acuerdo? No dispares.

Kreist escupió al suelo.

—Pequeña zorra, ¿qué coño estás haciendo aquí?

Jenny se dispuso a levantarse y, al hacerlo, dejó al descubierto parte de su abdomen provocativamente desnudo. Ella vio que Kreist desviaba la mirada y, empleando toda su fuerza, consiguió sacar entonces la pistola de debajo del cadáver. La cogió con ambas manos y, volviéndose, apretó el gatillo. Kreist, sin entender lo que estaba pasando, se tambaleó hacia atrás, y Jenny, que recordó vívidamente lo que había ocurrido con el primer atacante, siguió disparando hasta meter cuatro balas en el cuerpo del alemán y dejarlo tendido boca arriba en el suelo con los ojos abiertos y fijos en la nada.

Luego, sin mirar atrás, dio media vuelta y echó a correr, ignorando lo mejor que pudo el dolor lacerante en el costado, la sangre que seguía manando de la herida. Cayó de rodillas una vez, sin aliento, exhausta, con la cabeza colgando, pero oyó la voz de Bravo en su cabeza y se obligó a levantarse y a poner un pie delante del otro, más de prisa, más de prisa. «La caverna se encuentra un kilómetro al nordeste», había dicho él.

Los secretos de la orden estaban ocultos detrás de un altar semicircular en honor de la diosa griega Afrodita. El altar de piedra carecía de cualquier clase de adorno y había sido saqueado hacía muchas décadas. De hecho, si su padre no le hubiese proporcionado instrucciones precisas para dar con él, Bravo jamás habría conocido su uso original. Llevaba consigo una linterna, pero allí no era necesaria. Esa zona de la caverna era un auténtico panal de pequeñas cuevas, pasadizos y chimeneas, algunas de las cuales se elevaban hasta la superficie de la ladera de la montaña. Como resultado de ello, la luz del sol, coloreada por los minerales verdosos que afloraban en la piedra, proporcionaba una iluminación espectral. Junto con la luz llegaba el sonido, el viento que gemía con una melodía fúnebre, como si soplase a través de una flauta gigante.

Bravo se situó delante del altar de piedra oscuro encima del cual, presumiblemente, los animales habían sido sacrificados ritualmente por los griegos paganos antes de que la Virgen María llegase a esas costas, tal vez incluso después, ya que la diosa del amor ocupaba un lugar muy especial en el corazón de los griegos. ¿Acaso no necesitaba su ayuda todo el mundo?

Oyó un sonido, no sólo el que producía el viento a través de las chimeneas naturales, y se le erizaron los pelos de la nuca. No estaba solo en esas cavernas: el Ruso y, detrás de él, seguramente Jordan. ¿Qué había pasado con Jenny y Camille? ¿Quién había disparado en el bosque? ¿Estarían bien las dos?

Volvió a oír el mismo sonido, esta vez más cerca de él, y puso en acción su plan, saltando hacia la derecha, los brazos extendidos delante del cuerpo mientras se introducía a través de uno de los orificios de la caverna.

Se encogió ante el ruido ensordecedor de un disparo, el eco reverberando a través del pasadizo en el que se encontraba. Cuando se volvió, el Ruso iba a por él avanzando sobre las manos y las rodillas. Éste se detuvo y alzó su Makarov. Justo antes de que apretase el gatillo, Bravo se introdujo en una de las chimeneas que ascendía a la superficie. Cubierto por el sonido del viento, se metió en el primer pasadizo que encontró; se quedó agachado allí, esperando, cogiendo fuerzas para lo que debía hacer a continuación.

Atacó en el preciso instante en que vio aparecer la cabeza del Ruso, aplastando el canto de la mano contra su oreja. Luego se lanzó hacia adelante e hizo volar la pistola de su mano de una patada. Este movimiento fue fundamental, ya que desarmó a su adversario e igualó las condiciones del juego, pero también permitió que el Ruso se recuperase del golpe recibido en la cabeza.

El hombre se lanzó hacia adelante y hundió la cabeza en el esternón de Bravo. Cuando él cayó hacia atrás, el Ruso lo arrastró fuera de la chimenea. En el pasadizo horizontal apenas si había espacio para maniobrar. Después de haber lanzado tres golpes, Bravo tuvo la medida exacta del Ruso. Era un ex militar, FSB o tal vez Spetsnaz
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. En el campo de batalla actual esos soldados tenían poca aplicación en el combate cuerpo a cuerpo y, en consecuencia, eran entrenados sólo en aquello que se conocía como «corto y afilado», es decir, en asestar el golpe mortal en menos de treinta segundos.

Habiendo absorbido tres de los golpes del Ruso en huesos y músculos, Bravo logró meterse entre las defensas de su adversario; rompió la nariz del tipo con el canto de la mano y el pómulo con los nudillos de la otra.

Pero se equivocaba si creía que eso sería suficiente para acabar con su enemigo. Sólo sirvió para estimularlo. El Ruso embistió a Bravo y lo llevó contra la pared del pasadizo. Inmovilizándolo allí gracias a su mayor peso, luego lanzó una lluvia de golpes contra le cabeza y el cuerpo de Bravo, tratando de entumecer el grupo principal de músculos del torso superior. Sin la ayuda de esos músculos, Bravo no sólo sería incapaz de defenderse, sino que no podría contraatacar. Dentro de unos segundos quedaría completamente indefenso.

Estaba conmocionado y tenía la visión borrosa. Intentó sacar la daga de Lorenzo Fornarini pero tenía ese costado del cuerpo aplastado contra la pared de piedra. Sólo le quedaba una alternativa. Con su mano libre buscó en el bolsillo, sacó la pequeña linterna y enfocó la luz directamente a los ojos del Ruso.

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