El testamento (72 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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Desde el primero momento, Bravo había tratado de sacar la daga de Lorenzo Fornarini, pero cuando había golpeado contra la pared de cemento la daga se había movido y ahora le resultaba del todo imposible alcanzarla, no importaba los esfuerzos que hiciera. En cualquier caso, ya no había tiempo, porque Cornadoro, haciendo girar el cuchillo de remate como si fuese un segador, estaba a punto de cumplir con su amenaza.

La punta del pequeño cuchillo voló hacia Bravo. Este pisó con fuerza el empeine de Cornadoro y, cuando reaccionó, cogió la parte interna de su muñeca y clavó el pulgar y el índice en el nudo de músculos y tendones. El cuchillo de remate cayó entonces al suelo de madera debajo de sus pies.

Con un gruñido animal, Cornadoro atizó a Bravo en los riñones y luego levantó la rodilla y lo alcanzó en la barbilla. Bravo cayó sobre manos y rodillas. Acto seguido, Cornadoro aplastó los puños contra su columna vertebral, haciendo que se derrumbara encima de la máquina.

Fueron las vibraciones de la máquina limpiadora las que impidieron que Bravo perdiese el conocimiento. Cuando Cornadoro se inclinó para asestar el golpe definitivo, Bravo cogió la máquina y, girando sobre su espalda, dirigió el orificio de salida del tubo hacia su torturador y apretó el gatillo.

Cornadoro dejó escapar un grito y se tambaleó hacia atrás al recibir el impacto de la arena en el rostro. Bravo se levantó y continuó su ataque, y Cornadoro permitió que se confiase antes de usar sus poderosos brazos y hombros para apartar la máquina de su camino. Luego, cogió el cuello de Bravo con una de sus enormes manos y comenzó a apretar la carótida.

Bravo agitó los brazos al tiempo que jadeaba tratando de respirar, pero la oscuridad del abismo lo rodeaba por todas partes, anulando sus sentidos uno a uno.

Jenny y Camille vieron lo que estaba ocurriendo en el andamio once pisos más arriba. Para Jenny, sus peores temores se estaban haciendo realidad: Bravo iba a morir y ella llegaría demasiado tarde para salvarlo. Camille, también, sintió la inusual punzada del miedo. Exactamente como Jordan lo había pronosticado, Damon había transgredido su autoridad. ¿Qué creía que estaba haciendo al atacar a Bravo? A menos que quisiera los secretos para él, a menos que pensara que torturando a Bravo podía arrancarle el lugar donde estaban escondidos. El muy estúpido.

Y, así, las dos mujeres continuaron su carrera, hombro con hombro, ambas sumidas en sus propios temores y ansiedades. Y, sin duda, ésa fue la razón de que ninguna de las dos reparase en el hombre que salió de entre los árboles donde había permanecido oculto. Se abalanzó sobre Jenny porque era la que llevaba la pistola. Le hizo un placaje, clavando los talones al tiempo que hacía girar el torso, aprovechando el impulso de la chica para derribarla con tanta fuerza que el canto de su mano golpeó contra el borde de cemento del camino y la pistola salió por los aires, lejos del alcance de ambos.

Camille se encontraba a menos de ocho metros de distancia. Conocía a ese hombre, el Albanés, uno de los caballeros de campo, escogidos personalmente por Jordan. Las implicaciones de su presencia allí, espiando a Damon —y también a ella— fueron tan inmediatas como terribles. Jordan ya no confiaba en ella y trataba de conseguir los secretos de la orden sólo para él. Camille experimentó un momento de indecisión, algo completamente inusual en ella. Ahora podía tratar de ayudar a Jenny contra el Albanés o tratar de salvar a Bravo, pero no podía hacer ambas cosas. Recogió la Witness, dio media vuelta y echó a correr.

Con las últimas fuerzas que le quedaban, Bravo hundió la rodilla en la entrepierna de Cornadoro. Tenía el ángulo exacto, el ángulo en el que los genitales son más vulnerables, cuando la fuerza apropiada podía producir el máximo daño.

En el momento en que se produjo el contacto, hueso contra tejido blando, el hombre corpulento lanzó un aullido de dolor y soltó a Bravo. La zona primitiva del cerebro, la parte que un ser humano utilizaba para mantenerse con vida, le dijo que jamás sobreviviría a solas con Damon Cornadoro en ese andamio, de modo que hizo la única otra cosa que podía hacer. Sin dudarlo un instante saltó por encima del costado del andamio.

Y cayó al vacío.

Pero no llegó muy lejos. Se aferró a Khalif, envolviendo ambos brazos, pesados como el plomo, alrededor de la cintura del turco. Juntos comenzaron a balancearse describiendo arcos cada vez más peligrosos, mientras Khalif gruñía ante la tensión que soportaban sus brazos, sus hombros y su espalda. Encima de ellos, Cornadoro estaba a cuatro patas en el andamio, los ojos nublados por las lágrimas, sacudiendo la cabeza como un toro herido. Luego, ignorando por completo el dolor, cogió el cuchillo de remate y comenzó a cortar la cuerda… el cabo salvavidas del que colgaban Bravo y Khalif.

—Tengo el hombro dislocado, no puedo llegar hasta él —dijo Khalif—. Pero tú tienes una oportunidad. Cuando me suelte, coge la cuerda y sube hasta el andamio.

—¿Está loco? —exclamó Bravo—. No pienso dejar que se sacrifique por mí.

—¿Por qué no? Es mi vida —dijo Khalif—. Además, tú harías lo mismo por mí.

Camille corrió hasta que tuvo una visión de tiro limpia a través de los pliegues del plástico que cubría el andamio en el piso once. Se arrodilló y alzó la Witness, cogiendo la pistola con ambas manos y formando un trípode estable. Tenía a Damon en el punto de mira, inspiró profundamente y luego dejó escapar el aire. El índice se tensó sobre el gatillo.

Bravo, que luchaba para impedir que Khalif se soltase, trepó por el cuerpo del turco, cogió la cuerda y entrelazó las piernas alrededor del cuerpo de Khalif, sujetándolo con fuerza.

—Este acto heroico no servirá de nada —dijo Khalif mientras trataba de librarse de las piernas de Bravo.

Pero en ese instante sonaron dos disparos que llegaban desde abajo. Un chorro de sangre los alcanzó a ambos, caliente y abundante, y Cornadoro retrocedió tambaleándose en el andamio. Ambos miraron hacia abajo y vieron a Camille con una pistola en la mano. Luego Jenny se reunió con ella y ambas mujeres corrieron hacia las poleas que controlaban el movimiento vertical del andamio.

—¡Dios mío! —exclamó Bravo mientras el andamio iniciaba el descenso.

—Dios es grande —dijo Khalif casi sin aliento.

Un momento después, un cuerpo pasó junto a ellos, rodándoles el pecho y el rostro con más sangre. Era Damon Cornadoro en su largo viaje al infierno.

Capítulo 30

E
L primer rostro que Bravo vio cuando abrió los ojos fue el de Jenny.

—¿Dónde estoy?

—En la parte de atrás del camión de Damon Cornadoro.

Jenny sostenía una toalla mojada sobre su frente.

—¿Qué ha ocurrido?

—Cornadoro está muerto. Camille le disparó y cayó del andamio.

—Eso lo vi. —Cuando intentó moverse sintió que le dolían todos los músculos del cuerpo—. ¿Dónde estabas tú?

—Mantuve una lucha cuerpo a cuerpo con un hombre que Camille me ha dicho que trabaja para Jordan, pero eso no tiene ningún sentido, ¿no? Fue por eso por lo que ella insistió en que debíamos salir de allí antes de que Jordan supiese lo que estaba pasando; por eso robé el camión. —Jenny sonrió—. Hice un puente con los cables para ponerlo en marcha.

Camille tomó una curva a gran velocidad y sus cuerpos se unieron por un instante.

—En cuanto a lo de Jordan —dijo Jenny—, Camille debe de estar destrozada. No sé cómo lo hará para superar algo tan horrible. Tendrías que hablar con ella tan pronto como te hayas recuperado. De todos modos, te desmayaste cuando te recogimos del andamio. Hemos dejado a Khalif en el hospital; tiene un hombro dislocado, pero quizá se haya roto también el cúbito derecho.

—¿Camille está al volante?

Ella le sonrió.

—¿Acaso no lo está siempre?

—¿Adónde vamos?

—Al monasterio de Sumela. Khalif nos dijo que era allí adonde te dirigías, ¿no es así?

Bravo cerró los ojos. Todo estaba sucediendo exactamente como su padre lo había anticipado en su último código: él no viajaba solo a Sumela. De pronto tuvo la sensación de que el rompecabezas que su padre había creado para él le había vencido. Sintió la urgente necesidad de dejar de correr, de darle a su cerebro un momento de respiro. Pero, sobre todo, quería dormir, no levantarse durante una o dos semanas.

Luchó contra ese inusual estado de lasitud, haciendo un gran esfuerzo por aclarar su mente y poner en orden sus pensamientos. Estaba seguro de que podía confiar en Camille. Si ella hubiese estado trabajando con Jordan, jamás le habría disparado a Cornadoro. Además, ahora parecía que Jordan había enviado a alguien para que los espiase a Camille y a él, el hombre al que se había enfrentado Jenny. Y eso significaba que Jordan se estaba volviendo cada vez más poderoso, más dispuesto a correr riesgos. El papa yacía en su lecho de muerte y sólo la Quintaesencia podía salvarlo. Entretanto, Bravo sentía cómo se cerraba la presa que el Vaticano y los caballeros de San Clemente habían construido para él. Se estaba acercando al final de su viaje y ahora no tenía ninguna ilusión. Jordan haría cualquier cosa, arriesgaría lo que fuese para hacerse con los secretos de la orden y la Quintaesencia. Las retorcidas enredaderas del Voire Dei casi se habían convertido en un dibujo reconocible. Casi.

Permaneció con los ojos cerrados, permitiendo que lo acunase el balanceo del camión.

—Bravo, Bravo —dijo Jenny con cierta urgencia en la voz—. Camille ha llamado a Khalif, y él le ha dicho que en Macka hay una clínica moderna para el creciente número de excursionistas que recorren las Montañas Negras todo el año, incluso en invierno. Allí hay un centro traumatológico, podemos detenernos y…

—No —dijo él, abriendo los ojos de golpe—. Debemos seguir hasta Sumela.

Sus miradas se encontraron y, finalmente, ella asintió, pero Bravo pudo ver que esa decisión no la hacía feliz.

Deseó que Khalif estuviera con él. Pero ahora había algo que debía hacer solo.

—Jenny…

Ella le interrumpió apoyando una mano en su mejilla.

—Podemos hablar de ello más tarde.

—No, tengo que decírtelo. No confiaba en ti, no te creí cuando Cornadoro te colgó el asesinato del padre Mosto, no entendí por qué le habías disparado al tío Tony. En ese momento me resultaba imposible creerte…

—Anthony engañó a todo el mundo, Bravo. Incluso a tu padre, hasta el último momento.

Fue ahora cuando reparó en los círculos oscuros alrededor de los ojos de Jenny, las mejillas hundidas, las venas azules que destacaban en las sienes, como si su piel se hubiese convertido en pergamino. Pero esas señales de agotamiento y dolor emocional no habían mermado en absoluto su belleza. En cambio, ahora le permitían ver la flamante dureza que había adquirido mientras habían estado separados. Bravo sabía que muy pronto tendría que preguntarle qué le había pasado, cómo se había operado ese cambio en ella.

—Hay algo más —dijo él.

Ella le rozó los labios con la punta del dedo.

—¿No puedes dejarlo para más tarde?

—No, ya he esperado demasiado. El padre Mosto me dijo que mi padre y tú teníais una aventura amorosa. Yo estaba tan furioso que no veía las cosas con claridad. Eso fue lo que nubló mi instinto, mi juicio sobre ti…

—Pero, Bravo, yo nunca tuve una aventura con Dexter.

Él sintió un rugido dentro de la cabeza.

—No lo entiendo. Ese apartamento que alquiló para ti en Londres…

—Ah, estás enterado de eso.

Jenny se apoyó en el respaldo del asiento y puso los ojos en blanco.

Bravo le cogió la mano.

—Jenny, no me mientas con respecto a eso. Sólo la verdad, nada más que la verdad.

Los ojos de ella estaban fijos en el pasado.

—La verdad, de acuerdo. —Asintió, pero le costaba empezar. Entonces respiró profundamente y lo soltó—. Yo tenía una aventura amorosa, pero no era con tu padre.

—¿Con quién, entonces?

—Ronnie Kavanaugh. Me dejó embarazada y luego me obligó a que… me hiciera cargo del asunto. Me amenazó, me advirtió que si no lo hacía sería el fin para mí dentro de la orden. Yo era joven y estaba destrozada, confundida. Hice lo que él me dijo. Pero eso estuvo a punto de acabar conmigo, psicológicamente. Fue tu padre quien me cuidó (era tan cariñoso, tan comprensivo), y allí estaba yo, aterrada ante la posibilidad de que me delatase ante la Haute Cour y, como dijo Ronnie, que me echasen a patadas. Pero él supo guardar el secreto. Él me habló sobre el bebé, sobre lo que significaba perder a un hijo, pero nunca supe lo que había ocurrido hasta que tú me hablaste de Junior.

—Él jamás te lo hubiese contado, especialmente en tu estado.

—No, por supuesto que no —dijo ella—. En cambio, me contaba unas historias maravillosas de elfos y hadas.

—¿Te contó la historia del elfo que podía convertir el agua en fuego?

Los ojos de Jenny se iluminaron.

—Sí, y la que hablaba de una hada que no había sido invitada al banquete de San Juan…

—Y, como represalia, hizo un conjuro con las luciérnagas que habían contratado para iluminar la fiesta y se convirtieron en avispas.

Los dos se echaron a reír.

Jenny suspiró mientras dejaba que los recuerdos hicieran su trabajo.

—En los días en los que me sentía realmente mal, me contaba chistes sobre animales que hablaban, listos, siniestros y encantadores, que me hacían reír a pesar de todo.

—La cebra que apostó sus rayas, y perdió…

—El loro que capitaneaba un barco pirata…

—El terrier codicioso que hundió su compañía.

Jenny se echó a reír otra vez, feliz como una niña, y Bravo pudo imaginar cómo se había comportado su padre con ella, cómo debía de verla como a una hija sustituía que atenuaba el dolor de la muerte de Junior.

—También leíamos muchos libros juntos —continuó diciendo Jenny—, novelas históricas de penurias y pérdidas inimaginables hasta el triunfo final. Yo sabía lo que él estaba haciendo y funcionó. Era un hombre con tanta empatía, que comprendía tan bien mis depresiones y mis agujeros negros que debería haber sabido, o al menos sospechado, que él había vivido su propia tragedia. Durante el año que cuidó de mí llegué a amarlo. No es extraño, supongo. Pero lo amaba como a un padre, y él jamás me hizo ninguna proposición. Al contrario, era el único hombre que me hacía sentir segura… hasta que llegaste tú.

—¿Y si yo te hago alguna proposición?

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