Jenny lo miró con las mejillas arreboladas.
—Ahora he cambiado; cuento con ello.
El monasterio de Sumela, emplazado en la pared de roca de la ladera de la montaña, se alzaba hacia el cielo azul cobalto como el portal fortificado de una ciudadela romana. Esas construcciones doradas carecían de delicadeza y finura; defensoras de la fe, parecían construidas para la guerra.
—Ahora lo único que tendremos será una guerra —dijo Camille.
—¿No hay otra alternativa? —preguntó Bravo.
—Lamentablemente, mi hijo ha hecho su elección. Con la enorme presión que hay en este momento, y las apuestas tan altas, dudo que Jordan fuese capaz de cambiar de opinión ahora.
Los tres se encontraban entre las sombras arqueadas del antiguo acueducto que hacía muchos años había servido para suministrar agua al monasterio. Junto a ellos estaba el camión de Cornadoro, que Camille había aparcado en la calle estrecha y sinuosa, a cierta distancia de los autocares turísticos que descargaban una multitud de personas armadas con tarjetas con sus nombres colgadas del cuello, botellas de agua y cámaras digitales. Nadie parecía interesado en su presencia, pero ellos tres estudiaban a la horda con obsesivo interés.
Bravo se volvió hacia Camille.
—Pensé que Jordan era mi amigo. —Él les había explicado, de la manera más descarnada posible, la historia de los caballeros de San Clemente y la implicación de Jordan con ellos—. ¿Cómo pudo traicionarme de un modo tan insensible?
—Mi hijo es un consumado actor y yo debo asumir la culpa por ello. —Camille alzó la vista hacia la serie de arcos que sostenían el acueducto sobre sus fuertes hombros hacia la cima del risco—. Nunca ha sabido quién es su padre, pero sólo al echar la vista atrás puedo ver cuán amargado se ha vuelto. Ahora pienso que eso hizo que construyera una coraza a su alrededor, hizo que se volviese hacia adentro. Pero no le hubiese hecho ningún bien que le dijera quién es su padre; se habría lanzado a una búsqueda inútil y decepcionante. —Camille se mordió el labio inferior—. Pobre Jordan. No podemos recuperar el pasado, no importa cuánto lo deseemos.
—No tiene ningún sentido lamentarse ahora —señaló Bravo.
—Sí, lo hecho hecho está,
n'est-ce pas
? —dijo ella amargamente, y se echó en brazos de Bravo—. Ah, mi único hijo me ha traicionado de un modo tan imperdonable, como a ti.
—Deberíamos continuar cuanto antes —dijo Jenny mientras los instaba a salir de la sombra del camión.
—Sí, sí —asintió Camille, reponiéndose—; dinos lo que debemos hacer, Bravo. Las dos estamos aquí para ayudarte.
Jordan Muhlmann había cambiado la camioneta por un coche con aire acondicionado para el viaje hacia las montañas. Afortunadamente para él, ya que el viaje suponía tres horas de continuo traqueteo a medida que la sinuosa carretera se hacía más empinada, llena de curvas que le ponían a uno los pelos de punta y, justo después de haber pasado la ciudad de Mecka, cuando girasen a la izquierda, la carretera, más empinada aún, se convertía en un matadero. Llevaba a tres caballeros consigo, un número suficiente para pasar desapercibidos y, a la vez, llevar a cabo el trabajo.
Él ya había estado allí antes y, por esas ironías del destino, con Bravo. Hacía tres veranos. Ambos se habían tomado lo que deberían haber sido dos semanas de vacaciones en Ibiza, pero después de seis días inmersos en una dicha hedonística incesante, decidieron dejar a las dos bellezas rubias que, como codiciosas rémoras, abrían sus bocas en sudorosas pistas de baile, locales de moda que no cerraban nunca, camas de hotel cenagosas y dunas húmedas en la playa. Abandonaron a las mujeres sin decirles una palabra y se largaron de esa isla voraz hacia el fin del mundo, un lugar que para ellos había sido la indudablemente pasada de moda Trabzon. Un lugar deprimente, cuyo único aliciente era el monasterio de Sumela.
«Y aquí estoy otra vez —pensó Jordan—, de regreso en Sumela con mi viejo amigo mientras él termina su viaje en busca del escondite de los secretos de la orden». Dios, había estado allí todo el tiempo. No dejaba de ser irónico, sin duda. Pero la ironía no era algo que le resultase desconocido. Al contrario, a veces le parecía como si toda su vida fuese una grotesca ironía. Esa relación con Bravo, por ejemplo, ¿qué podía ser más irónico que eso? Amigos, habían sido amigos: habían compartido secretos, intimidades, encuentros íntimos con el sexo opuesto en Ibiza, París, Estocolmo, Colonia y muchos otros lugares. Sin embargo, en el fondo, todo lo que había compartido con él había sido una mentira, incluso las chicas. Jordan tenía una marcada propensión a disfrutar de dos al mismo tiempo, algo que alguien tan mojigato como Bravo jamás podría comprender o tolerar. Además, sus órdenes con respecto a Bravo eran que se acercase a él todo lo posible. ¿Cuál era la frase que su madre había utilizado? «Tienes que meterte debajo de su piel para conocerlo, y necesitas conocerlo para poder manipularlo». El precario viaje había demostrado ser provechoso, aunque Jordan se sentía como si estuviese moviéndose a través de un campo de minas lleno de micrófonos ocultos. En todo lo que se decían estaba contenida la posibilidad del desastre. Todo debía serle ocultado a Bravo. Todo…
Su teléfono móvil vibró en el bolsillo. Supo quién era antes incluso de echar un vistazo al identificador de llamadas.
—Madre —dijo con una sonrisa que se sintió feliz de poder ocultarle a Camille.
—¿Qué estás haciendo, querido?, ¿ordenando a tu gente que me siga? —Su voz era suave como la mantequilla—. Tu hombre estuvo a punto de echarlo todo a perder.
—Pensaba que era Damon Cornadoro quien hacía gala de ese dudoso honor.
Silencio al otro lado de la línea; Jordan raramente había sido capaz de conseguir que su madre enmudeciera.
—Debes reconocerlo —continuó él—. Yo tenía razón acerca de Cornadoro. Al fin y al cabo, fue incapaz de mantener la disciplina.
—Fue la Quintaesencia lo que lo corrompió.
Camille lo dijo como una advertencia, no dirigida retrospectivamente a Cornadoro, sino a él. Jordan lo sabía, y eso hizo que se enfureciera aún más.
—Cornadoro y tú…
Su voz estaba teñida por la emoción.
—¿Qué pasa conmigo y Cornadoro? —preguntó su madre casi con indiferencia.
—Sé que Cornadoro era tu amante. ¿Qué clase de conversaciones de alcoba…?
—Mis conversaciones de alcoba se dirigen en una sola dirección, querido, y tú lo sabes. —Pero el tono de su voz se había endurecido—. No estarás sospechando de mí, ¿verdad? Porque eso sería desperdiciar tu valioso tiempo…
—Mi hombre estaba vigilando porque yo sospechaba de Cornadoro —dijo Jordan. En cualquier caso, era una media verdad. Había conseguido controlar sus emociones; no habría más estúpidos exabruptos de su parte que pudiesen proporcionarle a Camille una pista acerca de su estado de ánimo—. No puedes culparme por ello.
—Naturalmente que no, querido. Al contrario, celebro tu prudencia.
—Y yo celebro tu habilidad para matar a tu amante.
—No fue muy difícil, no había ninguna emoción de por medio. Cornadoro sirvió a un propósito; cuando ese propósito acabó, él también lo hizo. —Hubo una breve pausa—. Pero me molesta haber sido espiada, sobre todo por ese horrible albanés.
Jordan miró al conductor.
—Ese horrible albanés está sentado ahora justo a mi lado.
—¿De qué estás hablando, Jordan? ¿Estás en Trabzon?
—No, Camille, estoy en Sumela. —Con tres caballeros de campo: el Albanés, el Alemán y el Ruso, antiguo miembro del FSB
[6]
, pero ése era un dato que no tenía intención de revelarle. Ahora su voz se endureció—. Estoy aquí para recoger las piezas, para hacer lo que tú has sido incapaz de hacer.
—¡Idiota! —exclamó Camille en su oído—. Todo ha salido exactamente según lo planeado. Bravo confía plenamente en mí, y también Jenny. Yo estaré allí cuando él abra el escondite que guarda los secretos de la orden.
—No, madre, ese honor me corresponde a mí.
Jordan hizo una seña a sus caballeros y salió del coche.
—Si apareces ahora, todo estará perdido —dijo ella—. En el momento en que Bravo te vea, lo entenderá todo.
Jordan indicó a sus hombres que se desplegaran.
—No te preocupes, madre. Haré mi aparición en el momento oportuno. —Observó cómo sus caballeros se movían en dirección al monasterio—. Tácticas de choque, algo que aprendí sin ayuda de nadie.
Echó a andar hacia la escalera de piedra que llevaba a los edificios.
—El mero hecho de que estés aquí es un error, Jordan.
—Deja que yo me preocupe por eso.
—Maldita sea, he dedicado décadas a preparar este…
—Durante los últimos cuatro años he estado alimentando a Bravo porque tú me dijiste que lo hiciera, por aquello que nunca tuve, por lo que tú me habías prometido.
—No te comportes como un crío, querido.
Jordan se sintió como si le hubiesen clavado un punzón y, con un gruñido animal, subió velozmente la escalera.
—Tendré mi venganza, Jordan. —El tono acerado reapareció en la voz de Camille, como las garras en un gato—. No lo eches a perder.
—¿Es una amenaza? Sinceramente espero que no, porque tengo el as de picas, la información por la que tú te has apartado del camino para ocultársela a Bravo. La información…
La exclamación entrecortada de Camille le produjo una leve excitación que recorrió todo su cuerpo.
—Basta de tonterías —concluyó—. Apártate de mi camino, madre, apártate de mi camino ahora mismo.
E
L monasterio de Sumela era muy antiguo, su construcción se remontaba al siglo IV d. J.C. Fundado en honor de la Virgen María por dos sacerdotes atenienses, se lo llamó Sumela, del griego
mêlas
, que significa «negro». Si los fundadores estuvieron influidos por las Karadaglar —las Montañas Negras—, donde construyeron su monasterio, o bien por el color del icono de la Virgen María que habían traído consigo, es una pregunta que aún permanece sin responder.
Bravo pensaba en este enigma mientras las dos mujeres y él pasaban junto al complejo de edificios que albergaba la iglesia de Roca, varias capillas, cocinas, habitaciones de estudiantes, una casa de huéspedes y la biblioteca. Después de las restauraciones realizadas en los siglos XIII y XIV, el monasterio fue abandonado finalmente en 1923, como consecuencia de los tres años de ocupación rusa de Trabzon.
Ahora no era más que una atracción turística. Pero, a través de Khalif, Bravo sabía que la orden había estado alojada allí. En el siglo XII, el rey Alejo III y su hijo, Manuel III, habían contribuido a la prosperidad de Sumela y lo habían utilizado como uno de sus ojos en el Levante.
El misterio del nombre de Sumela reflejaba el misterio del último código dejado por su padre: una larga serie de instrucciones, inequívocas y, sin embargo, misteriosas… la más misteriosa de todas, que planteaba más interrogantes de los que contestaba.
Junto a él, Camille caminaba en silencio, sin mostrar ningún signo de cansancio. Si Bravo no hubiese visto ya señales de ambas, se habría maravillado ante su capacidad y su resistencia física. Detrás de ellos iba Jenny, cubriendo la retaguardia, avanzando entre los árboles y la maleza a medida que se abrían paso ascendiendo la ladera de la montaña, alejándose cada vez más de los grupos de turistas.
Cuando superaron un tramo rocoso, Jenny les dijo que hicieran un alto al llegar a un pequeño bosque de pinos.
—He visto algo —dijo en voz baja—. Creo que es el mismo hombre que me atacó cuando nos acercábamos al edificio de Khalif.
Con el último mensaje de su padre en mente, que ahora necesitaba tener en todo momento, Bravo no se sorprendió.
—Regresa dando un rodeo —le dijo a Jenny—. Trata de sorprenderlo.
—Es uno de los hombres de Jordan —señaló Camille—. Iré contigo.
—Creo que eso no sería prudente —repuso Jenny.
—¿Por qué? ¿Crees que no puedo ayudar?
—No es eso.
—¿Qué es, entonces? Es probable que no esté solo. Conozco a Jordan mucho mejor que vosotros.
—Camille tiene razón. —Bravo no apartó la mirada de Jenny—. Necesito que ambas me cubráis las espaldas, ¿de acuerdo?
Jenny asintió.
—Mientras, yo continuaré andando —dijo—. Según las instrucciones de mi padre; la caverna donde se encuentran enterrados los secretos está aproximadamente a un kilómetro al nordeste de aquí. Venid tan de prisa como podáis.
El Albanés tenía una excelente memoria. Podía recordar a cada hombre que lo había atacado, a cada hombre que había matado o mutilado. El número era respetable, más de los que uno se atrevería a contar, como le gustaba bromear cuando estaba medio borracho junto a sus compañeros caballeros de campo. Pero, en todo ese tiempo, nunca había tenido que enfrentarse a una mujer, y mucho menos había sido derrotado por una de ellas… hasta que atacó a Jenny. Estaba furioso y quería sangre, la sangre de ella. Antes de que acabase el día tendría su cabeza ensangrentada entre sus manos, se lo había prometido a sí mismo.
Se movía a través del bosque sin hacer ruido, como le habían enseñado. Podía oler en el aire el perfume de la resina de los pinos, el mantillo, el perfume ácido de las setas, la dulzura de los helechos y las flores silvestres. Aguzó el oído, filtrando automáticamente los sonidos de su propia respiración, el sonido interno de la sangre bombeando detrás de sus orejas. Estaba olfateando a Jenny como un sabueso que sigue el rastro de un cuerpo, vivo o muerto, al sabueso le daba igual, pero al Albanés no. El olor de su presa no había abandonado sus fosas nasales; permanecía allí, como si imitase burlonamente la sorpresa que ella le había preparado. El olor de Jenny se había convertido en el olor de su propia derrota.
El Albanés la vio primero, apenas un destello que bien podría haberse tratado del vuelo veloz de un pájaro que abandona la maleza, pero él se encontraba a favor del viento, y el olor de Jenny le llegó claramente como si de amoníaco se tratara. Con una sonrisa en los labios se lanzó tras ella, agazapado, desplazándose velozmente entre los arbustos, tomando el camino más corto. Cuanto antes llegase a ella, mejor sería. Sus manos se convirtieron en puños, luego se flexionaron hacia adelante, estirando los dedos correosos. Volvió a verla y corrigió su dirección, desviándose ligeramente hacia la izquierda. Ella había visto algo o a alguien —tal vez al Ruso, quien había encabezado la marcha—, e iba tras ello con una determinación que a él le proporcionaba una clara ventaja. Echó a correr aprovechando su oportunidad. Pensaba sacar el mayor partido posible de ese momento, hacer que ella pagase por lo que había hecho, derribarla y, una vez que la tuviera entre sus muslos, golpearla hasta dejarla sin sentido. No podía tardar demasiado, tenía que pensar en el Ruso. No quería que éste se llevara toda la gloria, él quería estar allí cuando finalmente se abriese el escondite que guardaba los secretos.