El hecho de que Mijaíl y sus hijos fuesen capitalistas no le importaba en absoluto. Ellos ganaban dinero, sí, mucho, pero, al igual que él, tenían fe, lo que los llevaba a usar su riqueza para ayudar a su gente en Georgia, en lugar de mantener a una repugnante cuadrilla de mujeres jóvenes, en lugar de comprar una parte de Tiffany's o del concesionario de Rolls Royce más cercano.
Djura había visto qué clase de corrupción despiadada producía la expansión del estilo de vida norteamericano. ¿Cómo no iba a verlo? Estaba por todas partes, como si nadase en un mar infestado de bolsas de plástico llenas de iPod de música norteamericana, DVD de películas norteamericanas, casetes de programas de la televisión norteamericana, todo ello en estridente y alegre alabanza de la fama y el consumo. No se trataba de que él no disfrutase echando un vistazo en Internet a Paris Hilton o Pamela Anderson, ambas asombrosamente expuestas en diferentes posturas del ayuntamiento sexual. La naturaleza ilícita de las imágenes en movimiento detonaba como una bomba en sus retinas, lo que le provocaba un estado de excitación que no era capaz siquiera de empezar a definir, no ya a entender. Pero eso era todo.
Al haber tornado esos bocados de la rancia confección de la cultura norteamericana, estaba seguro de que su apetito había sido saciado, a diferencia de su hermano, Gigo, que se la había tragado toda y ahora se dedicaba a importar drogas y «esposas rusas» desde su tríplex de cinco habitaciones en la eternamente soleada Miami Beach.
Gigo tenía, además, una adicción a la cocaína del tamaño de una Lincoln Navigator. Djura se estremeció mientras pasaba junto a una fila de contenedores de basura. Odiaba el hecho de saber lo que era una Lincoln Navigator, un conocimiento no deseado que, sin embargo, se había filtrado en su mente. Una prueba contra la pureza imaginaria de su vida.
Y esos pensamientos lo llevaron nuevamente a Damon Cornadoro, un corruptor a gran escala. Djura podría cargarse tranquilamente al norteamericano antes que a Cornadoro, aunque probablemente acabaría matándolos a ambos. Los dos eran infieles. Debajo del brillo superficial, ¿cuánta diferencia podían haber entre ellos?
Después de comprobar que había quitado el seguro del Tac-50, empujó lentamente la puerta metálica hacia afuera. La mañana era calurosa y húmeda. Los pájaros cantaban en los árboles, los insectos zumbaban, el siseo del tráfico que subía y bajaba la colina se extendía por encima de su morada de cemento. De pronto un coche se detuvo y de él bajaron una mujer y un niño. La mujer iba vestida con ropas occidentales, aunque a Djura le pareció que era musulmana. El niño estaba concentrado comiendo un helado. Luego el coche se alejó y la mujer y el niño se dirigieron a la entrada principal del Sinope A Blok. Un hombre de piel oscura y mediana edad apareció fumando un cigarrillo y hablando por un teléfono móvil. Echó a andar hasta la curva del camino particular y se detuvo en una zona bañada por el sol. Un momento después, llegó un coche y recogió al hombre. El vehículo se marchó, el sonido de su tubo de escape reverberando en la caja armónica del edificio.
El calor cedió un poco. Una brisa marina procedente de Sebastopol, que todavía apestaba a los submarinos atómicos rusos, agitó las copas de los cipreses podados como si fuesen los turbantes de unos imanes inclinados en una reverencia. Y hablando de imanes, ahí venía uno de ellos, su larga barba agitándose al caminar, apresurándose por el camino particular en dirección a él. Detrás del imán, una mujer desgarbada, cubierta con una
avaha
, como era de rigor, de la cabeza a los pies calzados con sandalias y el tradicional tocado musulmán. No sería ajeno a Cornadoro el profanar el estado sagrado disfrazándose como si fuese un imán, pensó Djura. De hecho, sería muy propio de él.
Entornando los ojos a través de la opaca luz del sol, Djura trató de mirar más detenidamente al imán que se acercaba. Pero ello se veía dificultado por la mujer cuya forma oscurecía el rostro del imán, la parte del hombre que le interesaba a Djura.
Con la sospecha a flor de piel, se apoyó contra el quicio de la puerta y alzó el Tac-50 a la posición de disparo. El imán era un hombre grande… grande como Cornadoro, y tenía aproximadamente su misma complexión física. Éste, decidió Djura, era su blanco, pero no dispararía hasta que estuviese completamente seguro. Matar a un imán musulmán era algo impensable, un desastre que causaría más daño a los hijos de Mijaíl del que estaban preparados para afrontar. Y entonces, tenso y ansioso, esperó con el índice apoyado en el gatillo. En su mente ya había oído el agradable sonido, el ¡splat!, ¡splat!, ¡splat! húmedo, denso de las balas desgarrando la carne de Cornadoro hasta el hueso. Y la mejor parte era que no tendría que acercarse a él; a diferencia de Mijaíl, él podría evitar el vuelo plano y mortal del cuchillo de remate.
Ahora el imán estaba a tiro. Le dijo algo bruscamente a la mujer, que asintió de manera servil y se alejó unos pasos hacia atrás con la cabeza gacha. Suerte para Djura, porque ahora pudo ver claramente el rostro del imán y dejó escapar el aliento mientras su dedo se relajaba sobre el gatillo. Después de todo, no era Cornadoro.
Los ojos del imán apenas si repararon en Djura cuando cruzó impetuosamente la puerta. Los ojos de Djura apenas si repararon en la mujer que seguía al imán, y por eso no advirtió el movimiento de su mano derecha cuando apareció de entre su voluminosa
ayaba
, la hoja del cuchillo de remate proyectándose entre el segundo y el tercer nudillos… unos nudillos más grandes y callosos que los de cualquier mano femenina.
Djura percibió el movimiento plano y corto y, demasiado tarde, trató de apartarse. Sus brazos quedaron sujetos con mano experta a su espalda. ¡El enorme imán! En ese instante el cuchillo de remate penetró en su bajo vientre. Dejó escapar un breve grito mientras la mujer vestida con la
ayaba
se quitaba el tocado. Y vio los brillantes ojos de Damon Cornadoro clavados en los suyos.
—¿Dónde están? —preguntó Cornadoro con un giro de la muñeca que le provocó a Djura un dolor terrible—. O me lo dices o tu tránsito al paraíso no estará asegurado.
B
RAVO, con los ojos fijos en los garabatos blancos sobre verdes, se masajeó las sienes con las puntas de los dedos. Era absolutamente consciente del paso del tiempo, un tiempo en el que Khalif y él deberían haber estado en el monasterio de Sumela. Si se había equivocado, ¿estaba en otro callejón sin salida? ¿Estaba haciendo lo mismo de lo que había acusado a los Glimmer Twins? ¿Estaba tomando una decisión puramente emocional? No, ahora no podía abandonar. Su padre estaba sentado a su lado y su energía mantenía a Bravo pegado a la silla. «Hay una respuesta. Usa lo que sabes, Bravo», susurraba Dexter Shaw en su cabeza.
—Quiero oír las frecuencias otra vez, ambas al mismo tiempo —le dijo a Khalif—. Pero esta vez elimine todas las lecturas.
—¿Qué?
—Quiero escuchar, sólo escuchar. ¿Lo entiende?
Khalif activó las dos frecuencias para que se oyeran de forma simultánea. Una compleja melodía compuesta de pitidos agudos, siseos y chillidos inundó de pronto la habitación. Al principio, la cacofonía sonó como una largamente esperada respuesta a una transmisión SETI —una comunicación en un lenguaje alienígena—, o el equivalente auditivo de los garabatos incomprensibles de un niño autista, ambos conteniendo un mensaje, no importaba a qué profundidad estuviese enterrado.
Bravo cerró los ojos. Si el animal electrónico seguía mudo, dependía de sus propios sentidos resolver el acertijo de adonde iba dirigido el código oculto. El oído filtra ruidos y sonidos continuamente. Fue creado para descifrar los sonidos importantes del fondo turbulento del mundo.
Bravo sabía que sólo era una cuestión de tiempo antes de que las capas de ruido se extinguieran y apareciera la melodía. Ése era su trabajo o, en cualquier caso, parte de aquello en lo que era bueno. Podía extraer lo oculto valiéndose de sus sentidos: en los manuscritos, en el discurso humano, en el tacto de falsificaciones que pretendían pasar por hallazgos arqueológicos auténticos, en los aromas de la edad y la razón, la desesperación y la descomposición.
Ahora, encerrado en el búnker posmoderno de Khalif, tras haber iniciado el proceso de separar el heno de la paja, pudo discernir la melodía. Y, después de haberla definido y escuchado atentamente, después de haberla encerrado en su modelo matemático, en su ascenso y descenso sinusoidales, captó la anomalía.
—Interrumpa las secuencias —gritó—. Deténgalas en ese punto.
Abrió los ojos y le dijo a Khalif que activase todas las lecturas, incluso aquellas que parecieran irrelevantes o espurias. Y allí estaba: el animal mudo finalmente había hablado.
—¿Por qué estamos siguiendo a Michael Berio? —preguntó Jenny desde su asiento junto a Camille en el pequeño deportivo rojo. Era un vehículo de fabricación soviética y, por tanto, no era en absoluto un deportivo, sino una burda imitación hecha por los rusos—. Es tu hombre.
—Su verdadero nombre es Damon Cornadoro. Lo conoces, ¿verdad?
—Dios mío. —El color desapareció súbitamente del rostro de Jenny—. ¿El asesino contratado por los caballeros? He visto más de una docena de fotografías supuestamente suyas, todas de personas diferentes. Joder, ¿cómo no me di cuenta?
—No debes culparte —dijo Camille—. También me engañó a mí.
Esta última afirmación, por supuesto, no era cierta, nadie engañaba a Camille, pero desde el momento en que había comprendido la conexión que existía entre Jenny y Bravo, supo que debía cambiar su plan. El objetivo ya no era aislar a Bravo; ahora la meta era integrarlo en su pequeño equipo. Y para conseguirlo sabía que necesitaría la ayuda de Jenny, un movimiento que requería que tejiera una red de mentiras absolutamente nueva.
Camille meneó la cabeza.
—Tú eres la experta, dímelo tú… ¿cuán peligroso es ese Cornadoro?
Jenny le dirigió una mirada nerviosa.
—¿Qué me dices de once en una escala del uno a diez?
—¿Tan malo?
—¿Has oído ese petardeo hace un rato, el chirrido de neumáticos? ¿Y luego, un poco después…?
—¿El accidente que ha hecho que nos retrasáramos? Sí, ¿qué pasa con eso?
—Eché un largo vistazo. No fue un accidente —dijo Jenny con gesto sombrío—. De modo que no creo que esos ruidos hayan sido producidos por el escape de un coche.
—¿Qué quieres decir?
—Creo que los hombres de Kartli intentaron atacar a Cornadoro; una emboscada, quizá. Apostaría cualquier cosa a que lo que oímos fueron disparos de fusil, y el chirrido de los neumáticos fue el blanco embistiendo a los coches de los atacantes. He leído detenidamente el expediente de Cornadoro y eso lleva su firma.
Camille se quedó pensativa. Lo que estaba pidiendo de Jenny era confianza, y la empatía era el camino elegido para conseguir esa confianza. Si ella no la sentía, Jenny tampoco lo haría.
—Si, como dices, el blanco de ese ataque era Cornadoro, entonces es lógico suponer que Bravo estaba implicado en la emboscada —dijo Camille. Había tenido tiempo de desarrollar su curso de acción durante la colisión que había hecho que la policía acudiese como hormigas al lugar donde se encontraban los coches accidentados. Ella había vuelto la cabeza para ver la sangre, pero sin éxito—. Bravo necesita saber que Cornadoro ha conseguido escapar y aún lo persigue. —Le pasó su teléfono móvil a Jenny—. Llámalo y díselo.
Jenny no movió un solo músculo.
—¿Yo?
—¿Por qué no?
—Sabes muy bien por qué. Él sigue creyendo que asesiné a su tío Tony, sigue creyendo que trabajo para los caballeros de San Clemente.
—Entonces ha llegado el momento de que le hagas saber que estás de su lado. —Miró a Jenny con una sonrisa—. Querida, escucha, Bravo no creyó una sola palabra de lo que le contaste. Él mismo me lo dijo. —Hizo un gesto con la cabeza hacia adelante—. Mira, allí está el camión de Cornadoro. No tenemos un momento que perder, lo ha abandonado. Valor es lo que se necesita ahora. El número tres.
—De acuerdo.
Jenny cogió el teléfono móvil de Camille. Con el corazón martilleándole en el pecho, pulsó la tecla de marcación rápida.
—Camille…
El sonido de la voz de Bravo le llegó como si le hubiesen propinado un golpe.
—Soy Jenny, Bravo.
—Jenny, yo…
—No, no cuelgues. —La invadió una especie de terror al pensar que podría echar a perder esa única posibilidad de demostrarle su inocencia—. Escucha, escucha, estoy con Camille —dijo casi sin respirar—. Hemos estado siguiendo a Cornadoro…
—¿Que habéis estado haciendo qué?
Ella dio un respingo ante la intempestiva respuesta de Bravo, pero no se arredró. «Valor».
—Hubo una emboscada, dos coches se vieron envueltos en ella, no sé cuántos hombres, aunque tú probablemente lo sepas.
—Fue un fracaso total, la idea fue de Kartli, no mía, pero ahora está muerto. Cornadoro lo asesinó, al igual que asesinó al padre Mosto y al padre Damaskinos.
Ella sólo pudo respirar profundamente. La cabeza le daba vueltas.
—Sé que el tío Tony era el traidor.
—¡Bravo, Bravo! —Jenny se inclinó hacia adelante, casi enferma de alivio—. Pero ¿cómo…?
—Jenny, tengo que dejarte. De verdad.
—¡Espera, espera! Cornadoro aún te sigue los pasos.
—¿Dónde estás ahora? —preguntó Bravo.
—En un enorme complejo de edificios altos.
El Sinope A Blok.
—Es un número —dijo Khalif, estudiando las lecturas del ordenador—. Un número de teléfono.
Bravo, con el teléfono móvil aún en la mano, dijo:
—Cornadoro está aquí.
Khalif señaló la pantalla.
—Echa un vistazo mientras voy a avisar a Bebur.
Mientras Khalif salía a través de la puerta de la nevera, Bravo examinó detenidamente el número que aparecía en la pantalla. No era un número de Londres, ni siquiera era un número de teléfono de Inglaterra. Había dos prefijos: un código de país y un código de ciudad, y los reconoció ambos: Munich, Alemania. Un timbre de alarma se disparó en su cabeza, una sensación horrible comenzó a crecer dentro de él, indicio de una nueva y monstruosa realidad.
Khalif regresó entonces al búnker y cerró la puerta oculta detrás de él.
—No ha visto nada sospechoso —dijo Khalif mientras se sentaba—. Ha dicho que llamaría a Djura para ponerle sobre aviso.