El tiempo escondido (34 page)

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Authors: Joaquín M. Barrero

Tags: #Intriga, Policíaco, Histórico,

BOOK: El tiempo escondido
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—¿Rosa Rodríguez Lastra? —preguntó uno de los agentes—. Preséntate en comisaría mañana.

—¿Esto qué es?

—Una denuncia contra ti y contra un tal Manín. ¿Vive aquí?

Ella negó y preguntó:

—¿Quién me ha denunciado y por qué?

—Mañana. Sin falta, o atente a las consecuencias.

Los vio alejarse por el pasillo y observó los corrillos de los vecinos espiando con fruición. Cuando Gracia llegó, se lo contó con los ojos arrasados de impotencia.

—¿Qué vas a hacer?

—Tendré que ir y ver de qué me acusan.

—No digo mañana, sino después. ¿Piensas seguir aquí?

—Claro. ¿Adónde voy a ir?

—A Argentina, conmigo. Aquí no tienes a nadie. Cuando me vaya te puedo reclamar.

—Qué dices. ¿De dónde sacaré el dinero, y los papeles?

—No te atormentes. Ya lo arreglaremos.

—No hay arreglo. Vivamos de realidades.

—La Rosa que conocí era valiente y alegre.

—Entonces tenía marido y esperanzas. ¿Qué tengo ahora?

—Tienes tus hijos. Y me tienes a mí. Vente conmigo.

—¿Qué se me ha perdido en Argentina?

—Un país nuevo, abundante. Sería como si estuvieras en Asturias, porque está lleno de asturianos. Olvídate de este Madrid de miseria.

—Aún me quedan amigos aquí.

—¿A quién? Todos dejaron de venir, salvo Agapito y Carmen, Pedrín y Manín. Pero ellos tienen sus propias vidas. Y tus paisanos no estarán toda la vida como mayordomos tuyos.

Rosa no contestó.

—Porque la vida sigue y con los años cada uno busca su propia vivencia —siguió Gracia—. A no ser que te decidas por uno de esos admiradores indesmayables. ¿Quieres a Manín o a Pedrín?

—A los dos. Como hermanos.

—Se irán, aburridos. ¿Y qué será de ti, aquí sola?

—Sacaré a mis hijos adelante. Lucharé para darles una educación.

—¿Cómo te vas a arreglar? ¿Con el carbón?

—¿Esto es un examen? Plancharé, bordaré, fregaré.

—Trabajos pesados, mal pagados, peor que el carbón.

—¿Qué trabajos podemos hacer las mujeres, y más con este régimen? Aún recuerdo cuando mis dos amigos hicieron una asamblea en el pueblo y expusieron un modelo de sociedad basado en una educación laica e igualitaria para hombres y mujeres… Ya ves lo que nos vino después. Quizás en un futuro ello pueda ser posible.

—Seguramente lo será, después de que desaparezca este horror. Pero para entonces se te habrá pasado tu tiempo.

Manín llegó a media tarde. Traía su sonrisa comedida y su paquete de alimentos. Vio a los niños abalanzarse sobre él como las crías de los pájaros cuando llega el padre con la presa. Contempló a Rosa que, en el comedor, huérfano de muebles y adornos, hurgaba con una astilla en los recovecos de una de las camas turcas. Le miró brevemente, esbozó una sonrisa mediatizada y mandó a los niños a la cocina para que no estorbaran en la faena.

—¿Te ayudo?

—No.

Con la punta de la madera desalojaba las chinches del somier, que caían al suelo de baldosas desnudas para ser aplastadas por un pie implacable. El hedor de los insectos era intenso. Manín se sentó en un taburete y contempló a la joven mientras ésta levantaba la cama por una esquina y la dejaba caer con fuerza contra el piso. A cada golpe, nuevas chinches caían abundantemente e intentaban escabullirse. El mosaico estaba sembrado de sangre y restos. Finalmente, Rosa impregnó de petróleo todo el somier con una vieja brocha. El olor a combustible se extendió, pero no eliminó el agrio de los parásitos, a pesar de la ligera corriente que producían las ventanas abiertas. Ella trabajaba concentradamente. Colocó la cama en la habitación italiana, junto a la otra que relucía de aceite. Luego, fregó todo el suelo con estropajo y asperón, de rodillas, retrocediendo hacia la cocina. Manín la oyó vaciar el agua sucia en la taza del váter y limpiar frotando enérgicamente la bayeta, el estropajo y el cubo de cinc en la pila de la cocina. Regresó al comedor, seco ya para entonces. Cerró la ventana, tomó asiento en otra banqueta frente a su amigo y clavó en él sus ojos imposibles. En ellos él notó una disfunción.

—Algo va mal, ¿verdad?

—Me temo que sí.

—Dime qué ha pasado.

—Me han puesto una denuncia. Y a ti también. —Le mostró la citación. Le vio leerla sin menguar en su alentadora sonrisa.

—¿El vecino? —sugirió, devolviéndole el papel.

—Creo que sí.

—Bueno. Vas y en paz. No te pasará nada.

—¿Y tú?

—No iré. No estoy notificado oficialmente.

Tiempo después, con los chicos acostados y la noche cayendo él dijo:

—Posiblemente me vaya mañana. No te preocupes por lo de la denuncia. No te ocurrirá nada.

—Y tú, ¿no correrás peligro?

—¿A qué te refieres?

—Los Carbayones. Estarán crecidos. Ahora pueden vengarse impunemente.

Manín se encogió de hombros.

—Afrontaré lo que sea. —De pronto tuvo un arranque—. ¡Maldita sea, Rosa! ¿Por qué no te decides y vuelves conmigo? No soporto la idea de dejarte aquí sola.

Ella movió la cabeza.

—No insistas. Me dañas. Sé mi amigo, mi hermano, mi fuerza, como hasta ahora. ¿Qué es más que un sincero amigo?

Él emboscó sus ojos en la sombra para que no viera su dolor.

—Hace años que no te veo reír. Pronto podrás hacerlo de nuevo.

Ella lo miró con extrañeza. No entendió su significado. Se levantó y lo abrazó. Notó el temblor diferente de su cuerpo enfrentándose al suyo. Lo vio alejarse luego, salir al pasillo exterior y cerrar la puerta tras de sí. Miró la mesa. Había varios billetes sujetos por un clip.

Se levantó, sintiendo una desoladora impotencia. Se acercó a la ventana y miró a través de los cristales, espantando las moscas. El campo, sin ninguna luz, era una sombra inmensa sin bordes, como si fuera un monstruo agazapado.

Ramón salió de la fábrica. Caminó con sus amigos y pararon a echar unas partidas en Bodegas San Juan. Luego se despidieron. Frente a las Casas Baratas, unos grandes solares ocupaban el lugar proyectado como plaza futura, vigilados por el edificio de El Reloj del Matadero. Los solares prolongaban el espacio hacia las casas de la colonia y los desperdicios cubrían buena parte del suelo de tierra. A un lado, unos gruesos troncos de madera se amontonaban desde hacía años, sin saber quién los dejó allí y por qué no se les daba mejor destino. Los de abajo estaban hundidos parcialmente en la tierra y los chicos jugaban de día, porque formaban una montaña vegetal. Como siempre, Ramón pasaría junto a ellos. Iba un poco alegre. La vida le sonreía. Era el jefe de la sección de mecánica de Alcoholera Española y su hacer le permitía distraer alcoholes que luego vendía a un traficante amigo. Había que aprovechar. Cada tiempo tiene su tratamiento, como lo tuvo el de la guerra. Mientras más durase el racionamiento, más podría incrementar sus ganancias. Obraba con cuidado, pero sin temor. ¿Quién podría echarle de la fábrica? La Falange suponía la protección asegurada. Gracias al partido y a los méritos que iba acumulando, conseguiría que le nombraran jefe de barrio; es decir, jefe de todos los jefes de casa. Eso significaba poder, y el poder significaba inmunidad y más dinero, lo que revertiría en más poder. Era una rueda imparable. Sonrió, orgulloso de sí mismo. Había sabido elegir el partido adecuado a pesar de los momentos de sobresalto. Sin embargo, no había alcanzado aún el premio a sus desvelos. Reivindicaría con más fuerza los días de esfuerzos junto a José Antonio desde la fundación de Falange en el 33 hasta la ilegalización del refundado partido en FE y de las JONS; desde los días de terror a que se descubrieran sus maquinaciones quintacolumnistas en la retaguardia del Madrid rojo, durante la guerra, hasta los días gloriosos del triunfo del ejército salvador bajo el brazo justiciero de Franco. Él no tenía alma de guerrero, por eso no había seguido el ejemplo de su padre, y antes de su abuelo, ambos miembros de la Benemérita. De las armas, le gustaba la precisión mecánica, no su relación con los valores castrenses. Siendo todavía un niño, dejaba admirados a su padre y amigos del Cuerpo al desmontar y montar con notoria rapidez y perfección la pistola y el fusil de su progenitor. Su padre le puso al cuidado de uno de los mejores armeros de la institución, y en los talleres de mecánica y mantenimiento desarrolló su natural disposición hacia la técnica manual. Obtuvo el nombramiento de maestro en todas las especialidades, con notable rendimiento en torno, fresa y ajuste. Al crecer, no pudo rehuir el tremendo politicismo que imperaba en la España del primer tercio de siglo. En su natural ambiente, los movimientos liberales no eran bienvenidos. Así que se dejó influir por las ideas renovadoras de José Antonio. Sentía que el país iba hacia el caos por culpa de una República permisiva con los nacionalismos y con las izquierdas, por lo que se adscribió a ese movimiento que propugnaba ideales sociales dentro del orden establecido. Pero él no poseía pasta de líder como Hedilla, Fernández Cuesta o Ruiz de Alda. Le gustaba estar en los despachos, medrando en la sombra, haciéndose ver en los momentos justos y en los lugares adecuados, lejos de las decisiones y de los peligros. Nunca había disparado un arma. Lo dejaba para los otros, para los que se enfrentaban a tiros con los proletarios en los enfrentamientos callejeros desde lo del teatro de la Comedia hasta el estallido del conflicto civil. Pero después de la Victoria… ¡Ah, la Victoria! Todavía persistía en él, como en casi todos los miembros del partido único, la indescriptible alegría por la derrota del comunismo disgregador de las esencias patrias.

Conocía las
limpias
que se venían haciendo en Madrid desde el triunfo armado. Él había participado en algunas con sus delaciones. No tenía remordimientos por ello. Esa horda merecía el castigo por sus crímenes contra las personas de bien, por sus hechos blasfemos contra la Iglesia y por los asesinatos de curas y monjas y la destrucción de templos. Pero por encima de todo, por el asesinato de su guía, José Antonio. Había que eliminarlos a todos, como la mala hierba. Gentuza roja. Se le vino de repente la imagen de Rosa, su vecina, otra roja. Joder, cómo estaba la tía. El hozaba en el cuerpo de la gorda Jacinta, cerraba los ojos y ayuntaba con ella pensando que lo estaba haciendo con esa vecina increíble a la que deseaba, a veces con angustia. Sus movimientos al echar el carbón, su culo, su rostro. Notó una erección. No Podía evitar el tormento de la carne. Era como el burro del sardinero, que en cuanto olía a una hembra rompía a rebuznar y se le desarrollaba el miembro. Él no rebuznaba, pero se empalmaba en cuanto veía a una tía buena. Como su vecina Rosa. Maldita mujer, con ese aire de desprecio con que le miraba. ¿Quién se creía que era, con la miseria que arrastraba? No tenía ni mierda en las tripas y se comportaba como si fuera la duquesa de Alba. No quería que fueran amigos, pues que se atuviera a las consecuencias. A tomar por el culo. A él ningún rojo le golpeaba. Estaría bueno. A ver cómo salía de la denuncia que le había puesto. Ella se lo buscó. No pudo lograr en su día que la policía encontrara a los refugiados, porque fueron más listos que él y que sus espías. Pero ahora le pasaría factura por todo. Y lo mismo a ese primo grandón. Bueno, eso decía ella. Habría que ver lo que realmente hacían cuando estaban a solas. Que soy tu primo y te la arrimo. Como si él no supiera cómo estaba el patio en eso del fornicio. ¿Qué se había creído ese matón, amenazándolo? Ya era raro que a un tipo así no le hubieran dado el pasaporte. Era demasiado arrogante y bien plantado para dejarle que diera buena publicidad a la ralea roja. Su imagen no era precisamente la de un demonio o un monstruo, según la propaganda que de ellos habían hecho los buenos españoles, pero ahora le había llegado su san Martín. No sabía con quién se estaba jugando los cuartos. Iba a saber lo que costaba un peine.

De pronto tuvo una premonición. Algo no iba bien. Sintió que se le erizaba el vello como cuando ronda el lobo. Con la alarma recorriendo su menudo cuerpo, se volvió. Una sombra más inmensa que la noche y que era la suma de todas las sombras del mundo se abatió sobre él.

Ramón abrió los ojos y estuvo tratando de poner su cerebro en razón. Poco a poco, fue descubriendo que se hallaba tumbado en un suelo terroso de un lugar cuyos límites y configuración estaban secuestrados por las sombras. Tenía las manos atadas a la espalda, los pies atados también por los tobillos y la boca sellada por un esparadrapo. Una luz espectral surgía de una velita situada en el suelo, junto a él, y hacía fluctuar las cercanas sombras. Se movió intentando ponerse en pie, pero sólo consiguió ponerse de rodillas, porque los pies estaban atados hacia atrás a sus manos. No había ningún sonido. Probó a soltarse, pero las ligaduras eran sólidas. Notó una inflexión en la luz. De las sombras surgieron unos pantalones caminando hacia él. Miró hacia arriba intentando descubrir al dueño del cuerpo, pero el rostro estaba diluido en la oscuridad. Él no era un valiente y sintió un atisbo de terror al ponderar su situación. Hubo un movimiento en el cuerpo cuando el desconocido flexionó las rodillas para acuclillarse, y un rostro apareció a la tambaleante llama. Manín, quien habló sin preámbulo.

—Te presentarás en la comisaría y quitarás la denuncia que has puesto en contra de tu vecina Rosa. Un muerto no puede declarar. Por eso sigues con vida.

Hizo una pausa y buscó algo en un bolsillo.

—Así que te dejaré libre y entero dentro de un rato. Pero existe la posibilidad de que, aunque me lo prometas, no hagas lo que te he dicho y busques otras opciones. Por ejemplo, que en comisaría ratifiques tu denuncia e interpongas una nueva contra mí, basada en la experiencia que estás viviendo ahora. Y que luego lanzaras a tus camisas azules para darme caza.

Manín mostró a la luz lo que tenía en la mano. Un frasquito donde se debatía una cucaracha negra y grande como un abejorro. Brillaba como si fuera de charol. Ramón estaba acostúmbralo a las cucarachas, negras o rubias, porque circulaban con profusión por todos lados, pero le pareció que nunca había visto una de ese tamaño.

—Si haces lo que sospecho quieres hacer, no conservarías mi inmunidad. Al día siguiente, a los diez o a los cien días, caería sobre ti. Tu cadáver no aparecería nunca. Pero quiero que vislumbres el infierno que experimentarías antes de tu desaparición.

Manín sacó la cucaracha del frasco y la atrapó con una mano. Fin una acción rápida, quitó la mordaza al prisionero, le metió el insecto en la boca y le amordazó de nuevo. Impactado por el asco, por lo insospechado del acto, Ramón se echó hacia atrás, cayendo al suelo y agitándose convulsivamente. Notaba al bicho moverse dentro de la boca. Tragó saliva y con ella la cucaracha. La notó descender por el esófago. Las arcadas le hicieron vomitar. El vómito llegó a su boca tapada y le salió por las fosas nasales. Se ahogaba. Manín le quitó el esparadrapo, le puso boca abajo y le dio un golpe en la espalda con la mano abierta. Con la cara en la tierra, Ramón expulsó toda la masa, tosiendo, llorando y gritando. A la flameante luz, observó que del vómito se independizaba lentamente la cucaracha, oculta su negrura por la capa de detritus. Manín lo colocó sentado en el suelo, limpió su boca con un trapo y volvió a ponerle el esparadrapo. Buscó algo y luego puso ante los aterrados ojos del secuestrado su mano derecha enguantada y cerrada, por la que asomaba la cabeza de un ratón, agitándose nerviosamente y mostrando sus malignos ojos. Ramón desbordó los suyos. Manín le quitó la mordaza y, a pesar de la resistencia desesperada, logró meterle la cabeza del roedor en la boca. El impacto sobre su razón fue indescriptible. Se echó al suelo moviendo la cabeza e intentando escupir al ratón. Manín le sujetó fuertemente el cráneo con la mano izquierda, conservando la presión con la mano derecha sobre la boca. Ramón quiso imponer a su conciencia que estaba viviendo un sueño. Pero el ratón se movía en su boca realmente. No soñaba. Creyó que el asturiano quería meterle todo el bicho en la boca y apretó los dientes para impedirlo. El débil cuello del animalito estuvo a punto de ser seccionado. Una chispa de razonamiento lo impidió. Se hubiera quedado con la cabeza dentro y podía tragársela. Intentó entonces mantener la presión necesaria en los dientes para impedir la progresión del ratón hacia el interior. Miró a Manín, implorándole con los ojos llenos de lágrimas. La mirada del secuestrador le apabulló de miedo por su impiedad. Manín le abrió la boca y retiró al roedor, poniéndole el esparadrapo. Buscó luego un botón en el hábito, lo abrió, metió al ratón dentro de la prenda y cerró el botón. El roedor, totalmente vivo, empezó a corretear por su pecho y espalda buscando la salida. Ramón vio a Manín sacar un frasco mayor que el anterior, lleno de cucarachas negras. Espantado, vio que quitaba el corcho, ahuecaba el cuello del hábito, introducía el gollete del frasco y sacudía enérgicamente. Todas las cucarachas desaparecieron en el interior de la prenda. Ramón se retorció en el suelo sintiendo el asco físico y mental. La velita fue apagada y la total oscuridad unificó el espacio, y le golpeó como si fuera algo sólido. Los animalejos se movían por su piel en todas direcciones. Ramón lloraba, contorsionándose, inmerso en un pavor jamás sentido.

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