Durante una conversación con uno de esos viajeros, Corum decidió exponerle algunas opiniones suyas.
—Cuando el último vadhagh y el último nhadragh hayan desaparecido de este mundo —dijo—, la raza de los mabden escalará tales cimas que su grandeza dejará pequeña a la que alcanzaron nuestras razas en el pasado.
—Pero nunca tendremos vuestros poderes de hechicería —dijo el viajero, y sus palabras hicieron que Corum riese a carcajadas.
—¡Nunca tuvimos ningún poder de hechicería! Ni siquiera disponíamos de ese concepto... Nuestra «hechicería» no era más que nuestra observación y manipulación de las leyes naturales, así como nuestra percepción de otros planos del multiverso, y se puede decir que ahora hemos perdido todo eso. Son los mabden quienes imaginan la existencia de algo llamado hechicería, los que siempre prefieren inventar lo milagroso a investigar lo ordinario y descubrir lo milagroso que oculta en su interior. Esa capacidad imaginativa hará que vuestra raza llegue a ser la más excepcional que ha conocido la Tierra hasta el momento, ¡pero también podría destruiros!
—¿Acaso inventamos a los Señores de las Espadas a los que combatisteis de manera tan heroica?
—Sí —respondió Corum—. ¡Sospecho que eso es precisamente lo que hicisteis! Y sospecho que podríais volver a inventar otros dioses en el futuro.
—¿Inventar fantasmas? ¿Bestias fabulosas? ¿Dioses de inmensos poderes? ¿Cosmologías enteras? —replicó el asombrado viajero—, ¿Me estáis diciendo acaso que ninguna de esas cosas es real?
—Eran lo suficientemente reales —dijo Corum—. Después de todo, en el mundo no hay nada más fácil de crear que la realidad. Es en parte una cuestión de necesidad, en parte una cuestión de tiempo, en parte una cuestión de circunstancias...
Corum enseguida lamentó haber dejado tan confuso a su invitado, y volvió a reír y pasó a hablar de otros temas.
Y así fueron transcurriendo los años y Rhalina empezó a mostrar las señales de la edad mientras Corum, quien era casi inmortal, no mostraba ninguna. Pero seguían amándose el uno al otro, y quizá con una intensidad todavía mayor al comprender que se iba aproximando el día en el que la muerte la separaría de él.
Su vida era agradable, y su amor era fuerte. Necesitaban muy poco aparte de la compañía del otro.
Y Rhalina murió.
Y Corum lloró su muerte, pero lo hizo sin la tristeza que sienten los mortales (que, en parte, es tristeza por ellos mismos y miedo a su propia muerte).
Habían transcurrido casi setenta años desde la derrota de los Señores de las Espadas, y las visitas de los viajeros se fueron haciendo cada vez más y más raras a medida que Corum de los vadhagh se iba convirtiendo más en una leyenda y Llwym-an-Esh iba dejando de recordarle como una criatura de carne y hueso. A Corum le divirtió enterarse de que en algunas comarcas alejadas de la capital habían surgido altares consagrados a él y toscas imágenes suyas a las que la gente rezaba tal como habían rezado a sus dioses. No habían tardado mucho en hallar nuevos dioses, y resultaba irónico que convirtieran en una divinidad a la persona que les había ayudado a librarse de las divinidades antiguas. Habían magnificado sus hazañas, y al hacerlo le simplificaron como individuo. Le atribuyeron poderes mágicos, y contaban las mismas historias sobre él que habían contado en tiempos pasados sobre sus dioses anteriores. ¿Cuál podría ser la razón de que los mabden nunca tuvieran bastante con la verdad? ¿Por qué siempre tenían que embellecerla y oscurecerla? ¡Ah, qué llena de paradojas estaba aquella raza!
Corum se acordó del día en el que se había despedido de su amigo Jhary-a-Conel, quien se llamaba a sí mismo el Compañero de los Campeones, y las últimas palabras que éste le había dirigido. «Siempre se pueden crear nuevos dioses», le había dicho Jhary, pero por aquel entonces Corum no podía imaginar a partir de quién se crearía uno de esos nuevos dioses.
El haberse convertido en divino a los ojos de muchos hizo que los habitantes de Lwym-an-Esh empezaran a rehuir el promontorio sobre el que se alzaba la vieja mole del Castillo Erorn, pues sabían que los dioses no disponen de tiempo que perder escuchando la estúpida charla de los mortales.
Y, como resultado, Corum se fue sintiendo todavía más solo, y la perspectiva de viajar por las tierras de los mabden se le fue haciendo cada vez más desagradable, pues aquella nueva actitud de sus moradores le resultaba muy incómoda.
Todos los habitantes de Lwyn-an-Esh que le habían conocido bien, y que sabían que Corum era tan vulnerable como ellos mismos y que sólo se diferenciaba de ellos en que vivía mucho más tiempo, ya habían muerto también, y en consecuencia no quedaba nadie que pudiera negar las leyendas.
Corum había acabado acostumbrándose a las costumbres de los mabden y a estar rodeado de gentes de aquel pueblo, y no tardó en descubrir que ya no encontraba mucho placer en la compañía de su raza, pues los vadhagh no habían perdido su altivez distante y su incapacidad de comprender su situación real, y perseverarían en su actitud hasta que toda la raza de los vadhagh hubiera perecido. Corum les envidiaba su falta de preocupaciones, pues aunque no tomaba parte alguna en los asuntos del mundo, seguía sintiéndose lo bastante involucrado en ellos como para especular sobre el destino de las distintas razas.
Una especie de ajedrez al que solían jugar los vadhagh ocupaba una gran parte de su tiempo (Corum jugaba contra sí mismo, y utilizaba las piezas como argumentos para enfrentar un razonamiento contra otro y averiguar así cuál era el más lógico). Cuando meditaba sobre los distintos conflictos que había vivido en el pasado, había momentos en los que llegaba a dudar de que hubieran ocurrido. Se preguntaba si las puertas que daban acceso a los Quince Planos habían quedado cerradas por siempre jamás incluso para los vadhagh y los nhadragh, quienes con tanta libertad habían entrado y salido por ellas en el pasado. De ser así, eso significaba que esos planos habían dejado de existir a todos los efectos prácticos; y como consecuencia sus peligros, sus temores y sus descubrimientos fueron adquiriendo poco a poco la cualidad de algo que apenas es más que una abstracción. Se convirtieron en factores dentro de una discusión concerniente a la naturaleza del tiempo y de la identidad, y la discusión no tardó en dejar de interesarle.
Tuvieron que pasar casi ochenta años desde la derrota de los Señores de las Espadas antes de que Corum volviera a interesarse por asuntos concernientes a los mabden y sus dioses.
LA CRÓNICA DE CORUM Y LA MANO DE PLATA
En el que el Príncipe Corum es visitado por un sueño tan extraño como horrible...
Temiendo el futuro mientras el pasado se vuelve borroso
Rhalina había muerto a los noventa y seis años de edad cuando aún era hermosa, y Corum la había llorado. Siete años después, Corum seguía echándola de menos. Cuando pensaba en los quizá mil años de existencia que aún le quedaban por vivir envidiaba la brevedad de sus existencias a la raza de los mabden, pero aun así rehuía la compañía de esa raza porque la presencia de los mabden siempre hacía que se acordara de Rhalina.
Los vadhagh, su raza, habían vuelto a morar en aquellos castillos aislados cuyas formas eran tan parecidas a las de los promontorios rocosos que creaba la naturaleza que muchos mabden que pasaban junto a ellos eran incapaces de verlos como edificaciones, y los tomaban por riscos de granito, caliza y basalto. Corum rehuía la compañía de los vadhagh porque en vida de Rhalina había acabado prefiriendo la compañía de los mabden. Era una ironía sobre la cual solía escribir poemas, pintar cuadros o componer música en los varios salones del Castillo Erorn que habían sido reservados para tales propósitos.
Y así fue cambiando y volviéndose cada vez más extraño, allí en el Castillo Erorn junto al mar.
Se volvió distante. Su servidumbre, entre la que ya no había nadie que no fuese vadhagh, se preguntaba cómo podría expresarle su opinión de que quizá debería tomar una esposa vadhagh de la cual pudiera tener hijos a través de los cuales podría llegar a descubrir un interés renovado en el presente y el futuro; pero no conseguían hallar forma alguna de atravesar la muralla de silencio y lejanía que se interponía entre ellos y su señor Corum Jhaelen Irsei, Príncipe de la Túnica Escarlata, quien había ayudado a derrotar a los dioses más poderosos, librando con ello al mundo de una gran parte de cuanto había temido.
Los sirvientes empezaron a conocer el miedo. Acabaron temiendo a Corum, aquella silueta solitaria con un parche que cubría una órbita vacía, con su surtido de manos derechas artificiales, cada una creada mediante la artesanía más exquisita (fabricadas por Corum para su propio uso), aquel caminante silencioso que recorría los salones a medianoche, aquel jinete ceñudo y melancólico que cabalgaba a través de los bosques invernales.
Y Corum también conoció el miedo. Empezó a sentir el temor a los días vacíos, a los años de soledad y a tener que esperar que el lento girar de los siglos acabara trayéndole la muerte.
Pensó en poner fin a su vida, pero sin que supiera muy bien por qué tenía la vaga sensación de que ese acto sería un insulto al recuerdo de Rhalina. Pensó en iniciar alguna clase de nueva empresa, pero ya no había tierras que explorar en aquel mundo cálido, apacible y tranquilo. Incluso los bestiales seguidores del rey mabden Lyr-a-Brode habían vuelto a sus ocupaciones habituales, convirtiéndose nuevamente en granjeros, comerciantes, pescadores y mineros. No había enemigos amenazadores, no existía ninguna injusticia que hiciese evidente su presencia. Una vez liberada de los dioses, la raza de los mabden se había vuelto sabia, pacífica y bondadosa.
Corum recordó las antiguas ocupaciones de su juventud. Había cazado, pero el paso del tiempo le había arrebatado todo el placer que sentía en tiempos pasados yendo de cacería. Durante sus batallas con los Señores de las Espadas había sido acosado con tanta frecuencia que ahora sólo podía sentir angustia por los perseguidos. Había cabalgado. Había disfrutado con la contemplación de los hermosos y exuberantes panoramas que se extendían alrededor del Castillo Erorn, pero su amor a la vida se había ido marchitando. Aun así, Corum seguía montando a caballo de vez en cuando.
Cabalgaba a través de los frondosos bosques que cubrían las laderas del promontorio sobre el que se alzaba el Castillo Erorn. A veces llegaba a aventurarse hasta los páramos de profundas ciénagas verdosas que había más allá y que le ofrecían sus matorrales de aulagas, sus halcones, sus cielos y su silencio. A veces volvía al Castillo Erorn por el camino de la costa, y cabalgaba peligrosamente cerca del precario borde del acantilado. Las olas coronadas de blancura se alzaban muy por debajo de él, gruñendo y siseando sin cesar. A veces zarcillos de espuma golpeaban el rostro de Corum, pero apenas sentía su contacto. Hubo un tiempo en el que aquella sensación le había hecho sonreír de placer.
Lo habitual era que no saliese del castillo. Ni el sol, ni el viento ni el repiqueteo de la lluvia eran capaces de hacer que Corum abandonara las habitaciones y las salas sumidas en la penumbra que habían estado llenas de amor, luz y risas aquellos días en que estaban ocupadas por su familia y, más tarde, cuando Rhalina vivía en ellas. Había días en los que ni siquiera llegaba a levantarse de su sillón. Su alta y esbelta silueta se reclinaba sobre los almohadones y Corum apoyaba su hermosa y delgada cabeza sobre su robusto puño, y el óvalo almendrado de su ojo amarillo y púrpura contemplaba el pasado, un pasado que se iba volviendo más y más borroso con el paso del tiempo, y su desesperación se iba intensificando poco a poco mientras se esforzaba por recordar hasta el último detalle de su vida con Rhalina. Un príncipe de la gran raza vadhagh consumiéndose de pena por una mujer mortal... Antes de la llegada de los mabden, el Castillo Erorn nunca había conocido la presencia de los fantasmas.
Y a veces, cuando no echaba de menos a Rhalina, deseaba que Jhary-a-Conel no hubiese decidido marcharse de aquel plano; pues al igual que él, Jhary parecía ser inmortal. El Compañero de los Héroes, como se llamaba a sí mismo, parecía capaz de moverse a voluntad por todos y cada uno de los Quince Planos de existencia, y actuaba como guía, compañero de armas y consejero para alguien que, en opinión de Jhary, siempre era Corum bajo varias apariencias distintas. Había sido Jhary-a-Conel quien había dicho que él y Corum podían ser «aspectos de un héroe más grande», al igual que había conocido a otros dos aspectos de ese héroe, Erekosë y Elric, en la torre de Voilodion Ghagnasdiak. Jhary había afirmado que eran Corum en otras encarnaciones, y que Erekosë tenía que cargar con la maldición de ser consciente de la existencia de la gran mayoría de esas encarnaciones. Intelectualmente Corum podía aceptar semejante idea, pero emocionalmente la rechazaba. Él era Corum, y ésa era la maldición y el destino con los que tenía que cargar.
Corum poseía una colección de cuadros de Jhary (casi todos ellos eran autorretratos, pero algunos eran retratos de Rhalina y de Corum, y del gatito blanquinegro alado que Jhary siempre llevaba consigo donde quiera que fuese, al igual que siempre llevaba consigo su sombrero). Durante sus momentos de melancolía más mórbida, Corum contemplaba los retratos y se acordaba de los viejos tiempos, pero poco a poco hasta los cuadros acabaron convirtiéndose en retratos de desconocidos. Se esforzaba por pensar en el futuro y hacer planes sobre su destino, pero al final sus buenas intenciones nunca daban ningún resultado concreto. Por muy detallado o razonable que fuese, no había plan que durase más de uno o dos días. El Castillo Erorn estaba lleno de poemas, ensayos, cuadros y composiciones musicales inacabadas. El mundo había convertido a un hombre de paz en un guerrero y después le había dejado sin nada por lo que luchar. Ése era el destino de Corum. No tenía ninguna razón para trabajar la tierra, pues los alimentos de los vadhagh eran cultivados dentro del recinto del castillo. La carne y el vino abundaban, y el Castillo Erorn proporcionaba a sus escasos habitantes todo cuanto éstos pudieran llegar a necesitar. Corum había pasado muchos años trabajando en un gran número de manos artificiales basadas en lo que había visto en la casa del médico en el mundo de lady Jane Pentallyon. Ahora contaba con un surtido de manos, todas perfectas, que funcionaban tan satisfactoriamente como su mano de carne y hueso lo había hecho en el pasado. Su favorita, y la que llevaba casi todo el tiempo, era una que tenía la forma de un guantelete de plata finamente trabajado con numerosas filigranas, y que era una copia exacta de la mano que el conde Glandyth-a-Krae le había amputado hacía ya casi un siglo. Era la mano que podría haber usado para sostener su espada o su lanza o su arco, de haber existido alguna necesidad de que empuñara aquellas armas. Los casi imperceptibles movimientos de los músculos del muñón de su muñeca bastaban para que la mano hiciese todo cuanto podía hacer una mano corriente, y todavía más que eso, pues la presa de esa mano era más fuerte. Además, Corum se había vuelto ambidextro, y era capaz de usar su mano izquierda tan bien como había usado la mano derecha. Pero ni toda su habilidad era capaz de proporcionarle un nuevo ojo, y había tenido que contentarse con un parche cubierto de seda escarlata que la aguja más delgada de Rhalina había adornado con un complicado bordado. Corum había adquirido la costumbre inconsciente de deslizar con frecuencia los dedos de su mano izquierda sobre el bordado mientras meditaba sentado en su sillón.