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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (22 page)

BOOK: El toro y la lanza
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A los Fhoi Myore no parecía importarles el estar desperdiciando a sus criaturas en un ataque condenado al fracaso, y no hicieron nada para detener la carnicería que estaba causando el Toro Negro de Crinanass. Corum supuso que el Pueblo Frío sabía que aún podía aplastar Caer Mahlod, y quizá también vérselas con el Toro.

Y de repente todo había terminado. Ni un solo ghooleg, sabueso o jinete de piel verdosa seguían con vida. Lo que no podía ser destruido por las armas de los mortales había sido destruido por el Toro Negro.

El Toro de Crinanass se alzó triunfante entre los cadáveres de los hombres, bestias y criaturas que parecían hombres. Arañó el suelo con sus pezuñas y su aliento brotó de sus ollares como una nube espumeante. Después alzó la cabeza y mugió, y su mugido hizo temblar las murallas de Caer Mahlod.

Pero los Fhoi Myore seguían sin haber salido de su niebla.

Ninguno de los defensores esparcidos por los baluartes alzó su voz para lanzar gritos alegría, pues sabían que el ataque principal aún tenía que llegar.

El silencio que reinaba sobre el campo de batalla sólo era roto por el mugir triunfante del Toro Negro. La muerte estaba por todas partes. La muerte se cernía sobre el campo de batalla, la muerte moraba en la fortaleza y aguardaba en el bosque envuelto por el sudario de la niebla. Corum se acordó de algo que le había dicho el rey Mannach. El anciano monarca le había explicado que los Fhoi Myore parecían correr en pos de la muerte. ¿Anhelarían acaso la nada, igual que el príncipe Gaynor? ¿Era ésa su meta principal? De ser así, eso los convertía en un enemigo todavía más aterrador.

La niebla había empezado a moverse. Corum se volvió hacia los supervivientes y les gritó que se prepararan. Después alzó la lanza Bryionak en su mano de plata para que todos pudieran verla.

—¡Aquí está la lanza de los sidhi! ¡Ahí está la última de las reses de guerra de los sidhi! Y aquí está Corum Llaw Ereint... No desfallezcáis, hombres y mujeres de Caer Mahlod, pues ahora son los Fhoi Myore quienes vienen contra nosotros con todo su poderío. Pero nosotros tenemos fuerza y tenemos coraje. ¡Ésta es nuestra tierra, nuestro mundo, y debemos defenderlo!

Corum vio a Medhbh. Vio cómo alzaba la cabeza hacia él y vio su sonrisa, y oyó su grito.

—¡Si morimos, que sea de una manera que engrandezca nuestra leyenda!

Incluso el rey Mannach, apoyado en el brazo de un guerrero que también estaba herido, parecía haber superado su abatimiento anterior. Hombres ilesos y heridos, jóvenes y doncellas, ancianos y ancianas subieron a los baluartes de Caer Mahlod e hicieron acopio de valor mientras veían cómo siete sombras sobre siete carros de batalla que avanzaban entre crujidos y eran arrastrados por siete bestias deformes llegaban a las faldas de la colina sobre la que se alzaba Caer Mahlod. La niebla volvió a rodearlas, y el Toro Negro de Crinanass también fue engullido por aquella sustancia blanquecina que parecía adherirse a todas las cosas, y dejaron de oír sus mugidos. Era como si la niebla fuese un veneno para el Toro Negro, y quizá era eso lo que había ocurrido.

Corum apuntó la lanza Bryionak hacia la primera sombra que se alzaba entre la niebla, dirigiendo el tiro hacia lo que parecía ser la cabeza aunque sus contornos estaban terriblemente distorsionados. El crujir y el rechinar de los carros era una tortura que le atravesaba hasta llegar a la médula de los huesos y su cuerpo sólo deseaba hacerse un ovillo, pero Corum logró resistir aquellas sensaciones horribles y arrojó la lanza Bryionak.

Bryionak pareció desgarrar lentamente la niebla mientras se abría paso a través de ella y dio en el blanco, y produjo un extraño graznido de dolor que sólo duró un instante. Después la lanza volvió a la mano de Corum y el graznido se reanudó. En otras circunstancias el sonido podría haber resultado ridículo, pero aquí era tan siniestro como amenazador. Era la voz de una bestia sin mente, de una criatura estúpida, y Corum comprendió que el propietario de aquella voz era una criatura de muy poca inteligencia y de una voluntad tan monstruosa como primitiva. Eso era lo que hacía que los Fhoi Myore fuesen tan peligrosos. Actuaban impulsados por la pura necesidad, no podían comprender su apurada situación y no se les ocurría otra forma de enfrentarse a ella que no fuese la de proseguir con sus conquistas, e iban a proseguirlas sin malevolencia, odio o deseo de venganza. Utilizaban lo que necesitaban, y empleaban todos los poderes que poseían fueran cuales fuesen y a quien pudiera llegar a servirles para tratar de alcanzar una meta imposible. Sí, eso era lo que hacía que fuesen casi imposibles de derrotar. No se podía razonar con ellos o tratar de llegar a un acuerdo. El miedo era lo único que podía detener a los Fhoi Myore, y estaba claro que el que había emitido aquel graznido temía a la lanza sidhi. Los carros que avanzaban empezaron a moverse más despacio mientras los Fhoi Myore intercambiaban gruñidos.

Un instante después un rostro emergió de la niebla. Parecía más una herida que un rostro. Era de color rojo y había bultos de carne desprovista de piel colgando de él, y la boca estaba distorsionada y se abría en la mejilla izquierda, y sólo había un ojo, un ojo con un solo y enorme párpado de carne muerta, y unido a ese párpado había un cable que se deslizaba sobre el cráneo y pasaba por debajo de la axila y del que la mano de dos dedos podía tirar para hacer subir el párpado.

La mano se movió y tiró del cable. Una sensación instintiva de peligro se adueñó de Corum, y ya estaba agachándose detrás del baluarte cuando el ojo se abrió. El ojo era tan azul como los hielos del norte y emitió un extraño resplandor. Un frío terrible mordisqueó el cuerpo de Corum a pesar de que no se hallaba en la trayectoria directa de aquel resplandor, y Corum comprendió cómo habían muerto las personas congeladas en las posturas de presentar batalla que había visto junto al lago. El frío era tan intenso que le empujó hacia atrás y estuvo a punto de hacerle caer del baluarte. Corum se recobró, se arrastró alejándose un poco más del resplandor y alzó la cabeza con la lanza preparada. Varios guerreros de los baluartes ya se habían convertido en rígidos cadáveres. Corum arrojó la lanza Bryionak contra el ojo azul.

Durante un momento le pareció que Bryionak había quedado detenida en el aire. La lanza flotó suspendida entre el cielo y la tierra y después pareció hacer un esfuerzo consciente para seguir avanzando, y la punta, que ahora ardía con una brillante claridad anaranjada tal como había ardido contra los fantasmas de hielo, se introdujo en el ojo.

Y entonces Corum supo de cuál de los Fhoi Myore había provenido aquel sonido. La mano soltó el cable, y el párpado del ojo bajó en el mismo instante en el que la lanza Bryionak se extraía a sí misma y volvía a Corum. Aquella horrible parodia de rostro se contorsionó, y la cabeza giró a un lado y a otro mientras la bestia que tiraba del carro volvía grupas tambaleándose y empezaba a retirarse escondiéndose en la niebla.

Corum empezó a sentir un cierto júbilo. Aquella arma sidhi había sido fabricada especialmente para combatir a los Fhoi Myore y sabía hacer muy bien su trabajo. Uno de los seis Fhoi Myore se estaba batiendo en retirada.

—¡Bajad al suelo! —les gritó a los defensores de las murallas—. Dejadme solo aquí arriba, pues soy yo quien cuenta con la lanza Bryionak... Vuestras armas no pueden hacer nada contra los Fhoi Myore. Dejadme aquí para que luche contra ellos.

—¡Deja que me quede contigo, Corum! —replicó Medhbh—. ¡Deja que muera a tu lado!

Pero Corum meneó la cabeza, y giró sobre sí mismo para contemplar de nuevo al Pueblo Frío que avanzaba contra Caer Mahlod. Seguía siendo bastante difícil verles. La vaga sugerencia de una cabeza cornuda, un atisbo de una melena hirsuta y erizada, un destello que podía haber sido el destello de un ojo...

Y entonces oyó un rugido. ¿Era ésa la voz de Kerenos, jefe de los Fhoi Myore? No. El rugido había venido de algún lugar situado detrás de los carros de los Fhoi Myore.

Una silueta todavía más enorme y oscura se alzó detrás de ellos, y Corum dejó escapar un jadeo ahogado de sorpresa al reconocerla. Era el Toro Negro de Crinanass, que se había vuelto aún más inmenso pero que no había perdido ni una sola partícula de su masa. Bajó los cuernos y arrancó a uno de los Fhoi Myore de su carro, y lanzó al dios hacia el cielo, y cuando cayó lo recibió con los cuernos y volvió a lanzarlo hacia arriba.

Los Fhoi Myore sucumbieron al pánico. Hicieron girar sus carros de guerra e iniciaron una repentina retirada. Corum vio la diminuta silueta del príncipe Gaynor, que huía aterrorizado con ellos. La niebla se movió más deprisa que la marea y volvió a pasar por encima del bosque y sobre la llanura, y acabó desapareciendo sobre el horizonte dejando detrás de ella un erial de cadáveres y al Toro Negro de Crinanass, que se había encogido hasta recuperar su tamaño anterior y estaba pastando tranquilamente en un retazo de hierba del campo de batalla que se había salvado milagrosamente de ser pisoteado. Pero en sus cuernos había manchas negras y trozos de carne esparcidos a su alrededor, y un poco más lejos y a la izquierda del Toro Negro de Crinanass había un carro enorme, mucho más grande que el Toro, y el carro estaba volcado y su rueda aún giraba. Era un artefacto muy tosco, hecho con madera y mimbres unidos sin demasiada habilidad.

Las gentes de Caer Mahlod habían sido salvadas de la destrucción, pero no hubo ningún estallido de júbilo. Lo ocurrido había dejado aturdidos a todos, y los supervivientes se fueron congregando poco a poco en los baluartes para contemplar toda aquella destrucción.

Corum bajó lentamente por el tramo de peldaños, con los dedos de su mano de plata aún curvados sobre la lanza Bryionak, pero no aferrándola con la fuerza desesperada de antes. Fue por el túnel y salió por la puerta de Caer Mahlod, y atravesó toda aquella tierra devastada hasta llegar al sitio en el que estaba paciendo el Toro Negro. No sabía por qué iba hacia el Toro, y esta vez la criatura no se apartó de él, y lo único que hizo fue volver su enorme cabeza y mirarle fijamente a los ojos.

—Ahora debes matarme —dijo el Toro Negro de Crinanass—, y mi destino se habrá completado.

Habló en la lengua pura de los vadhagh y los sidhi, y habló con calma pero con la voz llena de tristeza.

—No puedo matarte —dijo Corum—. Nos has salvado a todos. Mataste a un Fhoi Myore, y ahora sólo quedan seis. Caer Mahlod todavía sigue en pie, y muchos de sus habitantes continúan con vida gracias a lo que hiciste.

—Gracias a lo que tú hiciste —dijo el Toro Negro—. Encontraste la lanza Bryionak. Me llamaste. Sabía lo que debía ocurrir.

—¿Por qué debo matarte?

—Es mi destino. Es necesario.

—Muy bien —dijo Corum—. Haré lo que me pides.

Y Corum alzó la lanza Bryionak y la hundió en el corazón del Toro Negro de Crinanass, y un gran chorro de sangre brotó del costado del Toro y la bestia echó a correr, y esta vez la lanza permaneció allí donde había sido clavada y no volvió a la mano de Corum.

El Toro Negro de Crinanass corrió por todo el campo de batalla, y corrió por el bosque y por los páramos que se extendían más allá de él, y corrió a lo largo de los acantilados que se alzaban junto al mar. Y su sangre bañó toda la tierra, y allí donde la sangre tocaba la tierra se volvía de color verde, y las flores crecían y los árboles se llenaban de hojas. Y en las alturas el cielo se iba despejando poco a poco y las nubes huían en pos de los Fhoi Myore, y cuando el sol extendió el calor sobre todo el mundo alrededor de Caer Mahlod, el Toro Negro corrió hacia los riscos sobre los que se alzaba el Castillo Erorn. Y el Toro Negro saltó el abismo que separaba el risco de la torre y se alzó junto a ella durante un momento, con sus patas empezando a doblarse mientras la sangre seguía goteando de su herida. Volvió la mirada hacia Corum, y después fue tambaleándose hacia el continente y se arrojó al mar. Y la lanza Bryionak siguió clavada en el flanco del Toro Negro de Crinanass, y nunca más volvió a ser vista en las tierras de los mortales.

Epílogo

Y ése fue el final de la Historia del Toro y la Lanza.

Todas las señales de la batalla habían desaparecido de la colina, el bosque y la llanura. El verano había llegado por fin a Caer Mahlod, y muchos creyeron que la sangre del Toro Negro protegería para siempre a la tierra de la opresión del Pueblo Frío.

Y Corum Jhaelen Irsei, de la raza vadhagh, vivió entre los Tuha-na-Cremm Croich, y para ellos eso fue otra garantía más de que ya no corrían peligro alguno. Incluso la anciana a la que Corum había encontrado en la llanura helada dejó de murmurar sus lúgubres advertencias, y todos se alegraron de que Corum yaciera en el mismo lecho que Medhbh, la hija del rey Mannach, pues eso significaba que se quedaría con ellos. Recogieron sus cosechas y cantaron en los campos y hubo grandes banquetes, pues la tierra volvía a ser fértil allí por donde el Toro Negro había corrido.

Pero a veces Corum despertaba durante la noche acostado al lado de su nuevo amor, y le parecía estar oyendo las notas melancólicas y límpidas como el agua fresca de un arroyo que surgían de las cuerdas de un arpa, y entonces meditaba en las palabras de aquella anciana y se preguntaba por qué debía temer el arpa, a un hermano y, por encima de todo, a la belleza.

Y cuando llegaban esos momentos, Corum era el único de entre todos los moradores de Caer Mahlod que se sentía infeliz y preocupado.

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