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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (18 page)

BOOK: El toro y la lanza
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—¿Y tú eres el que piensan que será su salvación? —le gritó—. ¡A mí me pareces más un hombre que un dios!

—Cierto, soy un hombre —replicó Corum sin inmutarse—, y un guerrero. ¿Me desafías?

—Es Balahr quien te desafía. Yo sólo soy su instrumento.

—Entonces ¿Balahr no desea luchar conmigo?

—Los Fhoi Myore no se enfrentan en combate singular con mortales. ¿Por qué deberían hacerlo?

—Para ser una raza tan poderosa, me parece que los Fhoi Myore están llenos de temores. ¿Qué les ocurre? ¿Es que están débiles a causa de las enfermedades que roen sus cuerpos y que acabarán destruyéndoles?

—Soy Hew Argech, y antes vivía en las Rocas Blancas más allá de Karnec... Hubo un tiempo en el que existía un pueblo, un ejército, una tribu. Ahora sólo quedo yo, y sirvo a Balahr y a su Único Ojo. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Servir a tu propio pueblo, los mabden.

—Los árboles son mi pueblo... Los pinos nos mantienen con vida a mi corcel y a mí. La savia que corre por mis venas no es nutrida por la carne y la bebida, sino por la tierra y la lluvia. Soy Hew Argech, hermano de los pinos.

Corum apenas podía creer en lo que estaba diciendo aquella criatura. En tiempos pasados debió ser un hombre, pero había cambiado. La brujería de los Fhoi Myore le había transformado, y Corum sintió que su respeto hacia los Fhoi Myore aumentaba un poco.

—¿Desmontarás y lucharás como un hombre, Hew Argech, espada contra espada entre la nieve? —preguntó Corum.

—No puedo nacerlo. Hubo un tiempo en el que luchaba así. —La voz era tan inocente como la de un niño pequeño, pero los ojos seguían estando vacíos y el rostro totalmente inexpresivo—. Ahora debo luchar con astucia, no con honor.

Y Hew Argech se lanzó a la carga haciendo girar la espada sobre su cabeza para atacar a Corum.

Había transcurrido una semana desde que Corum partió del Monte Moidel, una semana durante la que había hecho un frío terrible. Sus huesos estaban entumecidos a causa de él. Su ojo había acabado nublándose de contemplar sólo nieve, de tal manera que había transcurrido algún tiempo antes de que distinguiera al jinete verde pálido montado sobre el corcel verde pálido que se aproximaba a través de la blancura del páramo.

El ataque de Hew Argech fue tan rápido que Corum apenas si tuvo tiempo de alzar su espada para detener el primer golpe. Un instante después Hew Argech le había dejado atrás y estaba haciendo volver grupas a su montura para un segundo ataque. Esta vez Corum cargó y su espada hirió el brazo de Hew Argech, pero la espada de Argech se estrelló con un retumbar metálico contra el peto de Corum, y estuvo a punto de hacer que el príncipe vadhagh cayera de su silla de montar. Corum seguía aferrando la lanza Bryionak en su mano de plata, y la mano de plata también sujetaba las riendas de su piafante montura de guerra cuando ésta volvió grupas con la nieve hasta media pata para enfrentarse al próximo ataque.

Los dos lucharon de esta manera durante algún tiempo, sin que ninguno de ellos consiguiera romper la guardia del otro. El aliento de Corum brotaba de su boca en forma de grandes nubes, pero ni el más diminuto hilillo de aliento parecía escapar de los labios de Hew Argech y el hombre de piel verdosa no mostraba señal alguna de cansancio, mientras que Corum estaba al borde del agotamiento
y
a duras penas si conseguía seguir empuñando su espada.

Para Corum resultaba obvio que Hew Argech sabía que se estaba cansando y que se limitaba a esperar hasta que estuviese tan agotado que bastaría con un rápido golpe de su espada para acabar con él. Logró evitar ese desenlace en varias ocasiones, pero Argech empezó a trazar círculos a su alrededor lanzando mandobles, tajos y estocadas, y un instante después la espada le fue arrancada de los dedos medio congelados y de la boca de Hew Argech brotó una peculiar carcajada reseca y susurrante, un sonido parecido al que hace el viento al deslizarse por entre las hojas, y fue hacia Corum para el que iba a ser su último ataque.

Corum se tambaleaba en su silla de montar, pero logró alzar la lanza Bryionak para defenderse y consiguió detener el próximo golpe. Cuando la espada de Hew Argech chocó con la punta de la lanza ésta emitió un sonido tan límpido y musical como la nota de una campana de plata que sorprendió a los dos oponentes. Argech había vuelto a rebasar a Corum, pero estaba volviendo grupas rápidamente. Corum echó hacia atrás su brazo izquierdo y arrojó la lanza con tal fuerza contra el guerrero de piel verdosa que se derrumbó hacia adelante cayendo sobre el cuello de su montura, y sólo le quedaron las fuerzas suficientes para alzar la cabeza y ver cómo la lanza sidhi atravesaba el pecho de Hew Argech.

Hew Argech dejó escapar un suspiro y se desplomó de la grupa de su verde montura con la lanza sobresaliendo de su cuerpo.

Y entonces Corum vio algo que le dejó asombrado. No pudo estar seguro de cómo ocurrió exactamente, pero la lanza emergió del cuerpo del hombre de la piel verdosa y volvió volando a la palma abierta de la mano de plata de Corum. La mano se cerró sobre el astil en una reacción involuntaria.

Corum parpadeó, casi sin poder creer lo que había ocurrido aunque podía no sólo ver la lanza sino también sentir su roce, ya que una parte del astil se hallaba apoyada en su pierna.

Volvió la mirada hacia su enemigo caído. La bestia sobre la que había montado Hew Argech acababa de sujetar al hombre entre sus fauces y estaba empezando a llevárselo a rastras.

De repente se le pasó por la cabeza la idea de que era la bestia y no el jinete quien mandaba en realidad. Corum no hubiese podido explicar por qué tuvo aquella sensación, salvo por el hecho de que clavó la mirada durante un momento en los ojos de la montura y vio en ellos lo que le pareció era un destello de ironía.

Y mientras estaba siendo arrastrado, Hew Argech abrió la boca y volvió a dirigirse a Corum en el mismo tono afable y tranquilo de antes.

—Los Fhoi Myore avanzan —le dijo—. Saben que las gentes de Caer Mahlod te han llamado. Avanzan para destruir Caer Mahlod antes de que tú regreses con la lanza que ha acabado conmigo. Adiós, Corum de la Mano de Plata. Ahora vuelvo con mis hermanos los pinos...

Y bestia y hombre no tardaron en haber desaparecido detrás de una colina y Corum se quedó solo, sosteniendo la lanza que le había salvado la vida. La hizo girar a un lado y a otro bajo la luz grisácea, como si creyera que inspeccionándola podría llegar a entender de qué manera había conseguido volver a su mano después de que le hubiese ayudado.

Después meneó la cabeza, expulsó el misterio de su mente y apremió a su caballo a que galopara más deprisa abriéndose paso a través de la nieve que se pegaba a sus flancos y siguió avanzando hacia Caer Mahlod, avanzando en esa dirección con una prisa aún mayor que antes.

Los Fhoi Myore seguían siendo un enigma. Cada descripción de ellos que había oído siempre dejaba sin explicar cómo conseguían hacerse obedecer por criaturas como Hew Argech, cómo eran capaces de crear encantamientos tan extraños o controlar a los Sabuesos de Kerenos y sus cazadores ghoolegh. Algunos veían a los Fhoi Myore como criaturas sin mente que apenas se diferenciaban de las bestias; para otros eran dioses. Corum pensó que si eran capaces de crear a seres como Hew Argech, hermano de los árboles, los Fhoi Myore seguramente debían poseer alguna clase de inteligencia.

Al principio se había preguntado si los Fhoi Myore estarían emparentados con los Señores del Caos a los que se había enfrentado hacía ya tanto tiempo. Pero los Fhoi Myore eran a la vez menos parecidos al ser humano y más parecidos a él de lo que habían sido los Señores del Caos, y sus objetivos daban la impresión de ser distintos. Al parecer no habían tenido más elección que venir a aquel plano. Se habían precipitado a través de una brecha en la textura del multiverso, y después no habían podido volver a su extraño semimundo entre los planos. Ahora pretendían recrear el Limbo sobre la Tierra. Corum hasta llegó a pensar que podía sentir una cierta simpatía por ellos, ya que las circunstancias no les dejaban otra salida.

Se preguntó sí la predicción de Goffanon acabaría cumpliéndose o si no habría sido más que un producto de la desesperación que se estaba adueñando del enano sidhi. ¿Sería cierto que la destrucción de los mabden era inevitable?

Si se contemplaba el lúgubre panorama de tierra desnuda cubierta por la nieve, resultaba fácil creer que su destino —y el de Corum— era morir, víctimas de la implacable extensión del poder de los Fhoi Myore.

Corum acampaba con menos frecuencia que antes, y en ocasiones cabalgaba temerariamente durante toda la noche avanzando medio dormido sobre su silla de montar sin pensar en los peligros que eso suponía; y su montura de guerra galopaba con más dificultad que antes a través de la nieve.

Un atardecer vio una hilera de siluetas en la lejanía. La niebla se arremolinaba alrededor de ellas mientras avanzaban a pie o sobre enormes carros. Corum estuvo a punto de llamarles a gritos antes de comprender que no eran mabden. ¿Serían los Fhoi Myore que avanzaban hacia Caer Mahlod?

Y en varios momentos de su viaje oyó un ulular lejano, y supuso que las jaurías de caza de los Sabuesos de Kerenos le estaban buscando. Corum estaba seguro de que Hew Argech había vuelto con sus amos y les había contado cómo había caído ante la lanza Bryionak, que se había arrancado a sí misma de su cuerpo y había vuelto luego a la mano de plata de Corum.

Caer Mahlod aún parecía estar muy lejos y el frío roía el cuerpo de Corum como si fuese un gusano que se alimentara de su sangre.

Había caído más nieve desde que recorrió por primera vez aquel camino, y la nieve había conseguido ocultar muchos accidentes del terreno que servían para orientarse. Eso y la pérdida de visión que estaba padeciendo a causa del cansancio hacía que Corum tuviera bastantes dificultades para encontrar el camino que debía seguir. Corum rezó para que el caballo conociera la ruta de regreso a Caer Mahlod, y a medida que pasaba el tiempo empezó a confiar cada vez más en los instintos del animal.

El agotamiento se fue adueñando de él, y Corum fue sucumbiendo poco a poco a una insondable desesperación. ¿Por qué no había hecho caso de Goffanon y se había quedado en su isla para pasar el resto de sus días en la tranquilidad de Hy-Breasail?

¿Qué deuda tenía contraída con aquellos mabden? ¿Acaso le habían dado algo alguna vez?

Y un instante después de hacerse aquella pregunta se acordaba de que le habían dado a Rhalina.

Y también se acordaba de Medhbh, la hija del rey Mannach. Medhbh la pelirroja con sus arreos de guerrera, con su honda y su tathlum, que estaría esperando a Corum para que trajera la salvación a Caer Mahlod...

Cuando mataron a su familia, le cortaron la mano y le arrancaron el ojo, los mabden le habían dado odio. Le habían dado miedo, terror y la sed de venganza.

Pero los mabden también le habían dado el amor. Le habían dado a Rhalina, y ahora le daban a Medhbh.

Aquellos pensamientos le sostenían durante un rato e incluso le reconfortaban un poco ahuyentando el frío y expulsando la desesperación hasta los confines de su mente, y Corum seguía adelante. Adelante hacia Caer Mahlod, hacia la fortaleza que se alzaba sobre la colina y hacia aquellos para los que Corum era la única esperanza...

Pero Caer Mahlod parecía estar cada vez más lejos. Era como si hubiese transcurrido un año desde que divisara los carros de guerra de los Fhoi Myore recortándose contra el horizonte y hubiese oído el ulular de los sabuesos. Caer Mahlod quizá ya había caído, y quizá encontraría a Medhbh congelada tal como habían quedado congelados aquellos mabden, paralizados para siempre en las posturas de la batalla sin haber llegado a saber que no habría ninguna batalla que pudieran librar y que ya habían sido derrotados.

Llegó otra mañana. El caballo de Corum avanzaba con mucha lentitud, y se tambaleaba de vez en cuando si sus patas encontraban un surco del terreno oculto por la nieve. Respiraba con dificultad. De haber podido, Corum hubiese desmontado y habría caminado al lado del caballo para aliviarle de su peso, pero no poseía ni la voluntad ni las energías necesarias para ello. Empezó a lamentar haber permitido que Calatin se quedara con su túnica escarlata, pues ahora parecía como si aquella pequeña cantidad de calor extra hubiera podido salvarle la vida. ¿Lo habría sabido Calatin? ¿Sería ésa la razón por la que el hechicero le había pedido la túnica a cambio del cuerno? ¿Habría sido un acto de venganza?

Corum oyó un ruido. Alzó su dolorida cabeza y forzó su ojo inyectado en sangre y velado por el cansancio tratando de ver algo. Había unas siluetas que le obstruían el paso. Ghoolegh... Corum intentó erguirse en la silla de montar y buscó a tientas su espada.

Espoleó a su montura de guerra lanzándola al galope mientras alzaba con mano vacilante la lanza Bryionak, y un grito de guerra que más parecía un graznido brotó de sus labios roídos por la escarcha.

Y un instante después las patas delanteras del caballo se doblaron bajo su cuerpo y el animal cayó al suelo, haciendo salir despedido a Corum por encima de su cabeza y dejándole indefenso ante las espadas de sus enemigos.

Mientras se hundía en las tinieblas del coma Corum pensó que al menos no sentiría el dolor de los golpes de sus hojas, pues una agradable sensación de calor que traía consigo la nada y el olvido estaba empezando a extenderse por todo su cuerpo.

Corum sonrió y dejó que la oscuridad viniera hacia él.

Tercer capítulo

Los fantasmas de hielo

Soñó que navegaba sobre hielos que no terminaban nunca en una embarcación colosal. La embarcación tenía cincuenta velas y estaba sostenida por patines. Los hielos estaban habitados por ballenas, y también había otras criaturas extrañas. Después ya no estaba navegando en la embarcación, sino sobre un carro arrastrado por osos bajo un extraño cielo de un gris mate; pero los hielos seguían allí. Mundos desprovistos de calor, mundos viejos y muertos que se hallaban en las últimas fases de la entropía... Había hielo por todas partes, hielo de aristas cortantes y duras superficies resplandecientes. El hielo infligía la muerte a quien osara desafiarle. El hielo era el símbolo de la muerte final, la muerte del mismísimo universo. Corum gimió en sueños.

—Es aquel del que he oído hablar.

Las palabras se abrieron paso a través de los sueños de Corum aunque habían sido pronunciadas en voz baja.

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