Read El toro y la lanza Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (21 page)

BOOK: El toro y la lanza
2.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Corum y Medhbh caminaron sobre la arena azotada por el viento para calmar a sus caballos mientras el Toro seguía contemplándoles. Después de unos cuantos esfuerzos acabaron logrando que se tranquilizaran lo suficiente como para poder montar en ellos, pero seguían estando bastante nerviosos. Después, y como no había otra cosa que pudieran hacer, empezaron a subir por los senderos de los acantilados para volver a Caer Mahlod.

El Toro de Crinanass permaneció tan inmóvil como una estatua durante un rato, igual que si estuviera examinando un problema de difícil solución, y después empezó a seguirles, aunque en ningún momento se acercó mucho a ellos. Corum pensó que una bestia tal quizá no quisiera mantener una relación demasiado íntima con mortales tan débiles como ellos.

Y el granizo no tardó en convertirse en nieve, y la nevada se intensificó arrojando su manto helado sobre los riscos del oeste, y Corum y Medhbh comprendieron que aquéllas eran las señales de que los Fhoi Myore se aproximaban, y quizá en aquellos mismos instantes ya hubieran llegado a las murallas de Caer Mahlod.

Horrible era el ejército que se había congregado alrededor de los muros de la fortaleza mabden igual que la espumilla de las aguas sucias puede irse adhiriendo al casco de un orgulloso navío. La niebla blanca era tan espesa que casi resultaba viscosa, pero casi toda ella seguía aferrándose al bosque y lo habitual era que estuviese presente en aquellas partes del bosque donde había coniferas. Allí ocultaba a los Fhoi Myore, y la niebla resultaba necesaria para ellos pues era una niebla del limbo que les servía como sustento, y sin ella se habrían sentido incómodos y a disgusto. Corum vio las siete siluetas oscuras que se movían de un lado a otro dentro de ella. Habían bajado de sus carros y parecían estar conferenciando. El mismísimo Kerenos, jefe de los Fhoi Myore, debía estar allí; y allí estaría también Balahr que, al igual que Corum, sólo tenía un ojo aunque el suyo era un ojo mortífero; y también estaría allí Goim, la Fhoi Myore a quien nada complacía más que engullir la virilidad de los mortales; y allí estarían también los demás.

Corum y Medhbh tiraron de las riendas de sus monturas y miraron hacia atrás para averiguar si el Toro Negro les seguía aún.

Lo hacía. El Toro Negro se detuvo cuando ellos se detuvieron, y sus ojos siguieron clavados en la lanza Bryionak.

El combate ya había empezado. Los Sabuesos de Kerenos saltaban a los baluartes tal como habían saltado antes, pero ahora los ghoolegh armados con arcos y lanzas también cargaban contra los mabden, y los jinetes de piel verdosa atacaron la puerta guiados por un jinete que no cabía duda era Hew Argech, aquel a quien Corum debería haber muerto. Corum y Medhbh estaban sobre un promontorio desde el que se dominaba Caer Mahlod, pero incluso desde esa distancia se podían oír los gritos de los defensores y los aullidos de los temibles sabuesos.

—¿Cómo podremos llegar hasta nuestra gente? —preguntó Medhbh con desesperación.

—Aunque consiguiéramos llegar a las puertas, serían unos idiotas si las abrieran para dejarnos entrar —dijo Corum—. Supongo que tendremos que conformarnos con atacar desde atrás hasta que se den cuenta de que estamos a su espalda.

Medhbh asintió y señaló con la mano.

—Vayamos hasta ese punto en el que ya casi han conseguido abrir una brecha en las murallas —dijo—. Quizá podamos dar algo de tiempo a nuestra gente para que reparen los daños.

Corum enseguida comprendió que la sugerencia de Medhbh tenía mucho sentido. Espoleó a su montura sin decir palabra lanzándola colina abajo, con la lanza Bryionak preparada para ser arrojada contra el primero de sus enemigos con el que se encontrara. Corum estaba casi seguro de que él y Medhbh iban a morir, pero en aquel momento no le importaba. Lo único que lamentaba era que no moriría llevando puesta la Túnica de su Nombre, la túnica escarlata que había entregado a Calatin en la costa delante del Monte Moidel.

Cuando estuvo un poco más cerca pudo ver que los fantasmas de hielo no estaban en aquel ejército, y pensó que aquellos seres quizá no fuesen una creación de los Fhoi Myore después de todo; pero Corum estaba seguro de que los ghoolegh sí habían sido creados por ellos. Eran casi indestructibles y estaban demostrando ser un terrible enemigo ante el que los mabden no podían hacer gran cosa. ¿Y quién estaba al frente de ellos en la batalla? Un jinete que cabalgaba sobre una montura de gran tamaño, un jinete cuya piel no era verdosa como la de Hew Argech pero que le resultaba familiar a pesar de ello. ¿Cuántos hombres había en aquel mundo cuya apariencia pudiera resultarle familiar? Muy pocos. La luz se reflejó en la armadura del jinete, y un instante después cambió pasando del oro refulgente al destello mate de la plata, y del escarlata a un centelleo de azul.

Y Corum comprendió que ya había visto aquella armadura antes y que él mismo había enviado a quien la llevaba al Limbo en un gran combate en el campamento de las fuerzas de la Reina Xiombarg. Al Limbo..., donde los Fhoi Myore quizá seguían llevando su existencia de siempre antes de que la disrupción de la textura del multiverso les hubiese enviado al mundo en el que se hallaban ahora para envenenarlo. ¿Habría enviado también a aquel jinete con ellos? Parecía la explicación más probable. El penacho de un amarillo oscuro seguía agitándose sobre el yelmo del jinete que, al igual que antes, cubría todo su rostro. El peto seguía estando adornado con las Armas del Caos, las ocho flechas que irradiaban de un cubo central; y su guantelete metálico empuñaba una espada que también brillaba con reflejos siempre cambiantes, a veces dorados, a veces plateados, a veces azules y escarlatas.

—Gaynor —dijo Corum, y recordó el terrible momento de la muerte de Gaynor—. Es el príncipe Gaynor, el Maldito...

—¿Conoces a ese guerrero? —preguntó Medhbh.

—Le maté en una ocasión —replicó secamente Corum—. O, al menos, le expulsé..., o creí que le había expulsado para siempre de este mundo. Pero aquí está de nuevo... Mi viejo enemigo. Me pregunto si puede ser el «hermano» del que me habló la anciana...

Aquella pregunta había ido dirigida a sí mismo. Corum ya había echado el brazo hacia atrás y había lanzado a Bryionak contra el príncipe Gaynor, quien en tiempos había sido un campeón (quizá el mismísimo Campeón Eterno), pero que ahora luchaba con todas sus fuerzas en favor del mal.

Bryionak voló hacia su blanco e hirió al príncipe Gaynor en el hombro haciendo que se tambaleara sobre su silla de montar. El yelmo sin rostro giró y observó cómo la lanza volvía volando a la mano de Corum. Gaynor había estado dirigiendo a sus ghooleg contra los puntos más débiles de las murallas de Caer Mahlod. Las criaturas corrían a través de la nieve que había sido manchada de rojo por la sangre y de negro por el barro; a muchas de ellas les faltaban miembros, rasgos e incluso entrañas, pero seguían siendo capaces de luchar. Corum aferró la lanza Bryionak y comprendió que, al igual que había ocurrido antes, Gaynor resultaría muy difícil de vencer incluso mediante la magia.

Oyó la risa de Gaynor procedente del interior del yelmo. Gaynor parecía casi complacido de verle, como si le alegrase contemplar un rostro familiar sin importarle que perteneciera a un amigo o a un enemigo.

—¡El príncipe Corum, el Campeón de los Mabden! Estábamos haciendo especulaciones sobre vuestra ausencia, pensando que habíais optado muy inteligentemente por la huida, quizá incluso que habíais vuelto a vuestro mundo... Pero aquí estáis. Qué caprichoso es el Destino que desea que prosigamos nuestra ridícula contienda...

Corum volvió la mirada hacia atrás durante un momento y vio que el Toro de Crinanass continuaba siguiéndoles. Después sus ojos fueron más allá de Gaynor y se posaron en los maltrechos baluartes de Caer Mahlod, y vieron a muchos hombres muertos en ellos.

—Cierto, el Destino es muy caprichoso —dijo—. Pero ¿vais a volver a luchar conmigo, príncipe Gaynor? ¿Volveréis a suplicarme clemencia? ¿Me obligaréis a enviaros nuevamente al Limbo?

El príncipe Gaynor dejó escapar su amarga carcajada.

—Dirigid esa última pregunta a los Fhoi Myore —replicó—. Nada les complacería más que volver a su espantoso y lúgubre hogar, Corum, y si me dejaran abandonado a mi destino y no tuviera lealtades que me obligaran, ahora que el Caos y la Ley ya no se enfrentan en este plano me complacería mucho unirme a vos. Pero tal como están las cosas, tendremos que combatir como de costumbre.

Corum se acordó de lo que había visto en el rostro de Gaynor cuando abrió el yelmo del guerrero, y se estremeció. Volvió a sentir una gran compasión por Gaynor el Maldito, quien estaba condenado a vivir muchas existencias en muchos planos distintos, al igual que lo estaba Corum, aunque Gaynor estaba destinado a servir a los más malévolos y traicioneros de todos los amos posibles. Ahora sus soldados eran criaturas medio muertas, cuando anteriormente habían sido seres bestiales.

—Parece que la calidad de vuestra infantería está a la altura de los patrones habituales —dijo Corum.

Gaynor volvió a reír, y cuando habló su voz sonó debilitada por el yelmo que nunca se abría.

—Yo diría que en algunos aspectos incluso los supera —replicó.

—Bien, Gaynor, ¿y qué me diríais si os pidiera que le ordenaseis que se retirara y que os unierais a mí? Sabéis que al final ya no sentía ningún odio hacia vos... Tenemos más cosas en común que cualquier otro de los presentes.

—Cierto —dijo Gaynor—. Y ya que es cierto, Corum, ¿por qué no os pasáis a mi bando? Después de todo, la victoria de los Fhoi Myore es inevitable.

—Y llevará inevitablemente a la muerte.

—Eso es lo que se me ha prometido —se limitó a replicar Gaynor.

Y Corum comprendió que Gaynor deseaba la muerte por encima de cualquier otra cosa y que no podría convencer al príncipe maldito a menos que él, Corum, pudiese ofrecerle una muerte que fuese aún más rápida que la que se le había prometido.

—Cuando el mundo muera, ¿acaso no moriré yo también? —siguió diciendo Gaynor.

La mirada de Corum fue más allá del príncipe Gaynor, hacia los baluartes de Caer Mahlod y el puñado de mabden que luchaban por sus vidas contra los ghoolegh medio muertos, los perros demoníacos de temibles mandíbulas y las criaturas que tenían más de árboles que de hombres.

—Gaynor —dijo con voz pensativa—, cabe la posibilidad de que vuestra maldición consista en luchar siempre a favor del mal en un esfuerzo para alcanzar vuestras metas, sin pensar en que si os comportarais con nobleza veríais convertidos en realidad todos vuestros deseos.

—Me temo que es una manera demasiado romántica de ver las cosas, príncipe Corum.

Gaynor hizo volver grupas a su caballo.

—¿Cómo? —exclamó Corum—. ¿Es que no vais a luchar conmigo?

—No, y tampoco me enfrentaré a vuestro bovino amigo —dijo Gaynor, y empezó a alejarse al galope bajo la protección de la niebla—. Deseo permanecer en este mundo hasta el final. ¡No volveré a ser enviado al Limbo por vuestra mano! —Cuando le habló por última vez, su tono era tranquilo y afable, incluso amistoso—. Pero volveré más tarde para contemplar vuestro cadáver, Corum...

—¿Suponéis que estará aquí?

—Creemos que sólo deben quedar con vida una treintena de los vuestros, y antes de que anochezca nuestros sabuesos se estarán dando un banquete al otro lado de vuestras murallas. En consecuencia... Sí, creo que vuestro cadáver estará aquí. Adiós, Corum.

Y Gaynor desapareció, y Corum y Medhbh cabalgaron hacia la brecha en el muro y pudieron oír el bufido del Toro de Crinanass resonando detrás de ellos. Al principio pensaron que se había lanzado en su persecución porque habían tenido la osadía de invocarle, pero el Toro cambió de dirección enseguida y atacó a un grupo de jinetes verdosos que habían divisado a Corum y Medhbh y pretendían acabar con ellos.

El Toro Negro de Crinanass bajó la cabeza y cargó en línea recta contra el grupo de jinetes, dispersando a sus monturas y arrojando jinetes por los aires, y después prosiguió su carga avanzando sin detenerse hacia una hilera de ghoolegh y pisoteando a todos y cada uno de ellos, y después giró sobre sí mismo con el rabo en alto para empalar a un perro demoníaco en cada cuerno con un meneo de su cabeza.

Y aquel Toro Negro de Crinanass no tardó en dominar todo el campo de batalla. Rechazaba cualquier arma que intentara hacer blanco en su piel. Cargó con temible velocidad por tres veces alrededor de las murallas de Caer Mahlod mientras Corum y Medhbh, olvidados por sus enemigos, le contemplaban con asombrado deleite; y Corum alzó la lanza Bryionak y animó con sus gritos al Toro Negro de Crinanass hasta que vio que se había abierto una brecha en las filas de los aturdidos sitiadores. Corum bajó la cabeza, hizo una seña a Medhbh para que le siguiese, espoleó a su caballo hacia Caer Mahlod e hizo que saltara la brecha y lo detuvo, por casualidad, justo delante de un cansado y cubierto de heridas rey Mannach, quien estaba sentado sobre una roca intentando detener el flujo de sangre que brotaba de su boca mientras un anciano intentaba extraer la punta de flecha incrustada en uno de sus pulmones.

Y cuando el rey Mannach alzó su noble y anciana cabeza para contemplar a Corum, sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Ay, el Toro de Crinanass ha llegado demasiado tarde —dijo.

—Quizá haya llegado demasiado tarde —replicó Corum—, pero por lo menos veréis cómo destruye a quienes han destruido a vuestro pueblo.

—No —dijo el rey Mannach—. No lo veré. Estoy harto de este espectáculo.

En tanto que Medhhh atendía y consolaba a su padre, Corum recorrió las murallas de Caer Mahlod para averiguar cuál era la situación mientras el Toro de Crinanass mantenía ocupado al enemigo fuera del perímetro de la fortaleza.

El príncipe Gaynor estaba equivocado. En los baluartes no había treinta hombres capaces de combatir, sino cuarenta; y fuera de la fortaleza aún quedaban muchos sabuesos, varios escuadrones de jinetes verdosos y un buen número de ghoolegh. Aparte de eso, los Fhoi Myore aún tenían que avanzar contra Caer Mahlod, y si decidía abandonar su santuario de nieblas durante unos pocos instantes, cualquiera de los dioses del Limbo probablemente tendría el poder suficiente para destruir toda la ciudad por sí solo.

Corum subió a la torre más alta de los baluartes, que había quedado parcialmente en ruinas. El Toro de Crinanass estaba persiguiendo a pequeños grupos de enemigos por todo el enfangado campo de batalla. Muchos huían sin prestar ninguna atención a los horripilantes ruidos tan ensordecedores como el retumbar del trueno que llegaban desde la niebla extendida sobre el bosque —y que eran sin duda las voces de los Fhoi Myore—, y aquellos que no hacían caso de las voces estaban tan condenados como los que se detenían, giraban sobre sí mismos y eran destruidos por el poderoso Toro de Crinanass, pues no conseguían correr durante mucho tiempo antes de caer muertos, aniquilados por sus propios amos.

BOOK: El toro y la lanza
2.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Young Lions by Irwin Shaw
How Nancy Drew Saved My Life by Lauren Baratz-Logsted
If You Find Me by Emily Murdoch
Mortal Lock by Andrew Vachss
Hatter by Daniel Coleman
Back for You by Anara Bella
Mama B: A Time to Speak by Michelle Stimpson