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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (17 page)

BOOK: El toro y la lanza
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Goffanon sorbió aire por la nariz.

—Otra de sus supersticiones, sin duda... ¿Qué hacen con esas cosas? Animales desangrados a medianoche, huesos, raíces... ¡A qué extremos de degradación ha llegado el conocimiento de los mabden!

—¿Estás dispuesto a satisfacer el deseo del hechicero? —preguntó Corum—. He jurado pedirte que lo hagas. Calatin me prestó el cuerno con esa condición.

Goffanon se acarició su frondosa barba.

—Las cosas deben estar realmente muy mal cuando un vadhagh ha de suplicar ayuda a los mabden.

—Estamos en un mundo mabden —replicó Corum—. Tú mismo lo has dejado muy claro, Goffanon.

—Y pronto será el mundo de los Fhoi Myore, y luego ya no habrá mundo. Ah, bueno, si eso va a ayudarte, haré lo que deseas... No puedo perder nada con ello y dudo que tu hechicero vaya a ganar algo con ello. Dame la bolsita.

Corum se la entregó, y Goffanon soltó un gruñido, volvió a reír y a menear la cabeza y escupió dentro de la bolsita. Después se la devolvió a Corum, quien la guardó de nuevo en su faltriquera manejándola delicadamente con la punta de los dedos.

—Pero lo que he venido a buscar en realidad es la lanza —dijo Corum en voz baja.

Lamentaba tener que insistir en ello después de que Goffanon hubiera aceptado satisfacer su otra petición de tan buena gana y, además, le hubiera tratado de una manera tan amable y hospitalaria.

—Lo sé. —Goffanon bajó la cabeza y clavó la mirada en el suelo—. Pero si te ayudo a salvar unas cuantas vidas mabden, existe la posibilidad de que acabe perdiendo la mía.

—¿Has olvidado la generosidad que te impulsó a ti y a tu pueblo a venir aquí?

—En aquellos días era más generoso. Además, fueron los vadhagh, nuestros parientes, quienes solicitaron nuestra ayuda.

—Así pues, soy pariente tuyo —observó Corum, y sintió una punzada de culpabilidad al aprovechar en su beneficio de una manera tan poco noble los sentimientos más altruistas del enano sidhi—. Y solicito tu ayuda.

—Un sidhi, un vadhagh, los siete Fhoi Myore y todavía una horda considerable de mabden, que nunca paran de reproducirse... Pero no es gran cosa comparado con lo que vi cuando llegué a este mundo. Y la tierra era hermosísima... Daba frutos y flores, y estaba llena de verdor. Ahora se ha vuelto dura y cruel, y nada crece en ella. Deja que muera, Corum. Quédate conmigo en esta bella isla, en Hy-Breasail.

—Hice un trato —se limitó a responder Corum—. Todo mi ser me obliga a estar de acuerdo contigo y aceptar tu oferta, Goffanon..., todo salvo el que he hecho un trato.

—Pero mi trato, el trato que hicimos los sidhi... Ése ya terminó hace mucho tiempo, Corum, y no te debo nada.

—Te ayudé cuando los perros demoníacos te atacaron.

—Yo te he ayudado a cumplir con tu parte del trato que hiciste con el hechicero mabden. ¿Acaso no he pagado esa deuda?

—¿Es que todas las cosas han de ser discutidas en términos de tratos y deudas?

—Sí —dijo Goffanon poniéndose muy serio—, pues falta muy poco para el fin del mundo y ya quedan muy pocas cosas en él. Deben ser cambiadas de manera justa unas por otras, y hay que mantener un equilibrio. Yo creo en eso, Corum. No es una actitud inspirada por la venalidad, pues los sidhi muy raras veces hemos sido considerados venales, sino por una concepción necesaria del orden. ¿Qué puedes ofrecerme que me sea de más utilidad en muchos aspectos que la lanza Bryionak?

—Creo que nada.

—Sólo el cuerno, el cuerno que expulsará a los sabuesos cuando me ataquen... El cuerno es de más valor para mí que la lanza. Y la lanza... ¿Acaso no es de más valor para ti que el cuerno?

—Estoy de acuerdo contigo en eso —dijo Corum—. Pero el cuerno no es mío, Goffanon. Me ha sido prestado, nada más, y fue Calatin quien me lo prestó.

—No te entregaré a Bryionak a menos que tú me entregues el cuerno —dijo Goffanon con voz casi entristecida, como si le costara mucho pronunciar aquellas palabras—. Es el único trato que estoy dispuesto a hacer contigo, vadhagh.

—Y es el único trato que yo no tengo derecho a hacer.

—¿No hay nada que Calatin desee de ti?

—Ya he hecho un trato con Calatin.

—¿No puedes hacer otro?

Corum frunció el ceño y se acarició el bordado del parche con la mano derecha, tal como solía hacer cuando se enfrentaba a un problema de difícil solución. Debía su vida a Calatin. Calatin no le debería nada hasta que Corum volviese de la isla con la bolsita que contenía la saliva del sidhi, y cuando eso ocurriera ninguno de los dos estaría en deuda con el otro.

Pero la lanza era importante. Caer Mahlod podía estar siendo atacado por los Fhoi Myore en aquellos mismos instantes, y lo único que podía salvar a sus moradores era la lanza Bryionak y el Toro de Crinanass, y además Corum había jurado que volvería con la lanza. Cogió el cuerno de su cadera alzándolo por la larga tira de cuero que había pasado sobre su hombro. Contempló la lisura del hueso moteado de manchitas grisáceas, las bandas ornamentales y la boquilla de plata. Era el cuerno de un héroe. ¿Quién lo había llevado colgando de su cintura antes de que Calatin lo encontrara? ¿El mismísimo Kerenos?

—Podría soplar este cuerno ahora mismo y hacer que los sabuesos cayeran sobre nosotros dos —dijo Corum con voz pensativa—. Podría amenazarte, Goffanon, y obligarte a que me entregaras la lanza Bryionak a cambio de tu vida.

—¿Serías capaz de hacer eso, primo?

—No. —Corum dejó que el cuerno volviera a caer junto a su cintura, y después siguió hablando sin ser consciente de que ya había tomado una decisión—. Muy bien, Goffanon —dijo—. Te entregaré el cuerno a cambio de la lanza, e intentaré hacer otro trato con Calatin cuando vuelva al continente.

—Hemos hecho un trato del que ninguno puede alegrarse, y nos ha sido difícil hacerlo —dijo Goffanon entregándole la lanza—. ¿Ha dañado nuestra amistad?

—Creo que sí —replicó Corum—. Me marcho, Goffanon.

—¿Me consideras egoísta?

—No. No siento ningún rencor hacia ti. Lo único que siento es pena al ver que todos hemos tenido que llegar a esto, y que las circunstancias han empañado nuestra nobleza. Pierdes más que una lanza, Goffanon, y yo también pierdo algo.

Goffanon dejó escapar un prolongado y ruidoso suspiro, y Corum le entregó el cuerno que no era suyo y del que no podía disponer así.

—Temo las consecuencias que pueda llegar a tener esto —dijo Corum—. Sospecho que darte el cuerno hará que deba enfrentarme a algo mucho peor que las iras de un hechicero mabden.

—Las sombras caen sobre el mundo —replicó Goffanon—, y son muchas las cosas extrañas que pueden ocultarse en esas sombras. Muchas cosas pueden llegar a nacer sin ser vistas y sin que nadie sospeche su existencia... Son días en los que hay que temer a las sombras, Corum Jhaelen Irsei, y seríamos unos estúpidos si no las temiéramos. Sí, hemos caído muy bajo. Nuestro orgullo se empequeñece. ¿Puedo acompañarte hasta la costa?

—¿Hasta los límites de tu santuario, Goffanon? ¿Por qué no vienes conmigo para pelear..., para empuñar tu enorme hacha contra nuestros enemigos? ¿Acaso semejante acción no te devolvería el orgullo que has perdido?

—No lo creo —replicó Goffanon con voz entristecida—, pues debes comprender que un poco del frío ha llegado incluso a Hy-Breasail.

Libro tercero

Se hacen más tratos mientras los Fhoi Myore avanzan.

Primer capítulo

Lo que exigió el hechicero

Corum acababa de atracar la embarcación en la pequeña cala del Monte Moidel cuando oyó pasos a su espalda. Giró sobre sí mismo mientras alargaba la mano hacia su espada. La transición de la paz y la belleza de Hy-Breasail al mundo exterior había traído consigo depresión y una cierta cantidad de temor. El Monte Moidel, que había parecido una visión tan bienvenida cuando Corum lo había contemplado por primera vez, le parecía ahora oscuro y siniestro, y se preguntó si el sueño de los Fhoi Myore había empezado a rozar por fin el montículo o si se trataba meramente de que aquel lugar le había parecido agradable en comparación con el bosque tenebroso y congelado en el que había tenido su primer encuentro con el hechicero.

Calatin estaba inmóvil ante él, una silueta alta
y
esbelta de rostro apuesto y cabellos canosos envuelta en su capa azul. Había una chispa de ansiedad brillando en sus ojos.

—¿Encontraste la Isla de los Encantamientos? —La encontré.

—¿Y al herrero sidhi?

Corum sacó la lanza Bryionak de la embarcación y se la mostró a Calatin.

—Pero ¿qué hay de mi petición?

Calatin no parecía sentir ningún interés por una lanza que era uno de los tesoros de Caer Llud, un arma mística de leyenda.

A Corum le pareció levemente divertido que a Calatin le importara tan poco Bryionak y tanto una bolsita de cuero llena de saliva. Sacó la bolsita de su faltriquera y se la entregó al hechicero, quien dejó escapar un suspiro de alivio y sonrió con evidente placer.

—Te estoy agradecido, Corum, y me alegra haber podido prestarte un servicio. ¿Tuviste algún encuentro con los sabuesos?

—Sí, uno —dijo Corum.

—¿Y el cuerno te ayudó en él?

—Sí, me ayudó.

Corum empezó a subir por la playa con Calatin siguiéndole.

Llegaron a la cima de la colina y volvieron la mirada hacia el continente, donde el mundo estaba frío y blanco y amenazadoras nubes de un gris oscuro llenaban el cielo.

—¿Te quedarás a pasar la noche en mi morada? —le preguntó Calatin—. ¿Y me hablarás de Hy-Breasail y de lo que encontraste allí?

—No —dijo Corum—. El tiempo se agota y he de volver lo más deprisa posible a Caer Mahlod, pues tengo el presentimiento de que los Fhoi Myore no tardarán en atacar la fortaleza. Ya deben saber que ayudo a sus enemigos.

—Es probable. En tal caso, desearás tu caballo.

—Sí —dijo Corum.

Hubo un silencio. Calatin abrió la boca para decir algo, pero no llegó a pronunciar ni una palabra. Llevó a Corum al establo que había debajo de la casa y allí estaba la montura de guerra, con sus heridas casi totalmente curadas. El caballo piafó nada más ver a Corum, indicando que reconocía a su amo. Corum le acarició el hocico y lo sacó del establo.

—Mi cuerno... —exclamó Calatin de repente—. ¿Dónde está?

—Lo dejé en Hy-Breasail —replicó Corum.

Clavó la mirada en los ojos del hechicero, y vio cómo la llama del miedo y la ira empezaba a arder en ellos.

—¿Qué? —casi gritó Calatin—. ¿Cómo has podido perder el cuerno?

—No lo perdí.

—¿Lo dejaste allí deliberadamente? El acuerdo era que lo tomabas en préstamo, nada más.

—Se lo di a Goffanon. En cierta manera, se podría decir que si no hubiera dispuesto del cuerno para entregárselo no habría podido conseguir lo que deseabas.

—¿Goffanon? ¿Goffanon tiene mi cuerno en su poder?

La mirada de Calatin se volvió repentinamente gélida, y entrecerró los ojos.

—Sí.

Corum no tenía ninguna excusa que dar, por lo que no dijo nada más y esperó a que Calatin hablara.

—Vuelves a estar en deuda conmigo, vadhagh —dijo el hechicero por fin.

—Cierto.

—Debes entregarme algo a cambio de mi cuerno —dijo Calatin en un tono de voz mucho más tranquilo y calculador, y sus labios esbozaron una fea sonrisita.

—¿Qué quieres?

Corum estaba empezando a hartarse de los regateos y los tratos. Quería alejarse al galope del Monte Moidel y regresar lo más deprisa posible a Caer Mahlod.

—Debo tener algo a cambio —dijo Calatin—. Confío en que lo comprendes, ¿verdad?

—Dime qué quieres a cambio, hechicero.

Calatin contempló a Corum igual que un granjero podría contemplar a un caballo en la feria. Después extendió una mano y rozó con la punta de los dedos la túnica que Corum llevaba bajo la capa de piel que le habían dado los mabden. Era la túnica vadhagh de Corum, roja y muy ligera, y había sido hecha con la delicada piel de un animal que había morado en tiempos en otro plano y que había acabado extinguiéndose incluso allí.

—Supongo que esa túnica tuya tiene un gran valor, ¿verdad, príncipe?

—Nunca he pensado en lo que puede valer. Es la Túnica de mi Nombre, y cada vadhagh tiene una.

—Entonces ¿carece de valor para ti?

—¿Es eso lo que quieres..., mi túnica para que te compense por la pérdida de tu cuerno? ¿Te darás por satisfecho con eso?

Corum habló con impaciencia. El hechicero seguía gustándole tan poco como antes de ir a la isla; pero sabía que desde el punto de vista de la moral su posición era la más débil de las dos, y Calatin también lo sabía.

—Si crees que es un trato justo...

Corum se quitó la capa de piel de un manotazo y empezó a desceñirse el cinturón para abrir el broche que sujetaba su túnica a su hombro. Perder la prenda que había llevado desde hacía tanto tiempo le haría sentirse muy extraño, pero no le daba ningún valor especial. La capa de pieles bastaría para mantenerle caliente, y no necesitaba su túnica escarlata.

Entregó la túnica a Calatin.

—Aquí la tienes, hechicero. Ahora ninguno de los dos está en deuda con el otro.

—Así es —dijo Calatin, y observó a Corum mientras éste cogía sus armas y se instalaba sobre la silla de montar de su caballo—. Te deseo que tengas un buen viaje, príncipe Corum, y cuidado con los Sabuesos de Kerenos. Después de todo, ahora ya no hay un cuerno que pueda salvarte...

—Y ninguno que pueda salvarte a ti —replicó Corum—. ¿Te atacarán?

—Es improbable —fue la misteriosa respuesta de Calatin—. Es improbable...

Y Corum fue por la calzada sumergida y se adentró en el mar.

No volvió la mirada ni una sola vez hacia el hechicero Calatin. Miraba hacia adelante, hacia la tierra enterrada bajo la nieve. El trayecto de vuelta a Caer Mahlod no sería muy agradable, pero se alegraba de poder dejar atrás el Monte Moidel. Aferró la lanza Bryionak en su mano de plata, su mano izquierda, y guió a su caballo con la derecha, y no tardó en llegar al continente, y su aliento y el aliento de su caballo empezaron a humear en el aire frío. Corum avanzó en dirección noroeste.

Y cuando entró en el bosque desnudo y lúgubre, creyó oír por un momento las notas melancólicas y desgarradoras de un arpa.

Segundo capítulo

Los Fhoi Myore avanzan

El jinete cabalgaba sobre una montura que tenía muy poco de caballo. La piel de los dos era de un extraño color verde pálido, y aparte del verde no se veía rastro de color alguno en ellos. Los cascos de la montura removían la nieve y ésta salía despedida en grandes chorros a cada lado de ella. El rostro verdoso del jinete estaba tan vacío de toda expresión como si la nieve lo hubiese congelado. La mirada de sus ojos verde claro era fría e impasible, y empuñaba en su mano una espada que tenía el mismo color que sus ojos. El jinete se detuvo a poca distancia de Corum, quien ya estaba desenvainando su espada.

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